martes, 30 de julio de 2013

Veranos, 6

El dios que baila

III. ARTE / 4



           
Quería hablar de un maravilloso poemario de José Carlos Llop, Cuando acaba septiembre, Barcelona, Lumen 2011. Tengo al menos otro poemario del autor mallorquín, La dádiva, publicado por Renacimiento. He ido a buscarlo, pero tras de media hora he abandonando la búsqueda, que ha resultado infructuosa. ¿Sería recomendable ordenar alfabéticamente a los autores, al menos en los anaqueles de poesía? Me desespero con frecuencia buscando los libros y sería necesario poner orden; hasta ahora siempre había encomendado todo a mi memoria, mas en ocasiones, como he explicado otras veces, acabo adquiriendo libros que ya tengo, incluso subrayados y anotados. Hay veces en que me he rendido (no así aún con La dávida) y eso me descorazona, me pone un poco gris. Tiempo: decía Nietzsche que la luz de las estrellas necesita tiempo y que los acontecimientos, incluso cuando se ha  producido, necesitan tiempo para ser vistos y oídos; pero ¿también las bibliotecas? ¡Con la sencillo que hubiese sido ordenarla alfabéticamente desde el principio! Pero no, Valentín, tenías que hacer secciones: exégesis, teología, filosofía, estética, historia, arte, poesía, literatura, el rinconcito para la ciencia, para los estudios literarios… y todo según lo ibas leyendo. Ruina que arruinas lo que haces. En fin, prometo hablar de Cuando acaba septiembre, que me ha parecido un maravilloso poemario, cuando encuentre La dádiva. Mientras tanto, quien pueda hará bien en leerlos, porque mis palabras no añaden nada, pues, como nos enseñó fray Luis, siempre nos faltan palabras para los sentimientos del alma. Dejo aquí
el final de un poema bellísimo:

[…]
No he de olvidar nunca
tu cuerpo contra aquel vestido
de flores, como papel pintado
sobre un blanco africano,
que te ha ocultado poco a poco
con la delicadeza
con que se embala una tanagra,
o un fresco tebano de la III Dinastía.
Y he vuelto a comprender,
ya pasados los cincuenta,
el fin de Marco Antonio,
el destino de Urías,
o que Troya ardiera
por los cuatro costados.

De El vestido de flores.


            Con permiso, quisiera seguir hablando un poquito de arte. Bueno, ¿no es arte la poesía? ¿No fueron desterrados los poetas de la πόλις platónica? Cierto, los políticos no se han llevado nunca bien con la poesía, porque ésta, aunque a veces sea oscuramente negra, es liviana: pone alas en nuestros pies y nos permite romper las cadenas con las que pretenden sujetarnos a lo dado. El poeta, el creador diré haciendo honor a la etimología, están siempre un paso más allá y cuando son atrapados, como el pobre Ósip, se marchitan como una golondrina enjaulada. No, al poeta se le dieron alas para volar. Quizás el bueno de Platón (admito que el adjetivo es discutible) en realidad quiso proteger el λόγος poético de la ὀμιλία política (debería haber usado el mismo substantivo, lo sé; pero ha sido sólo por marcar las diferencias y nadie dudará que, oído lo que a veces escuchamos en las homilías, la palabra adquiere un matiz de letal aburrimiento).



            Imaginemos una esfera sin ventanas, perfectamente cerrada, como las mónadas de Leibniz. Estamos dentro y deberíamos ser capaces de percibir sus límites (πέρας) tocando sus paredes o muros (¡la audioguía del Guggenheim!). Pero se nos dice que el interior de la esfera o es todo y que, por tanto, no existen esos muros: el interior clausurado se convierte así en ἂπειρον, en lo ilimitado. Todo lo que supongo remitir a un “más allá”, a un “afuera” o a un “después” es eliminado como residuo. La conversión de la clausura (κλεῖσις) en ἂπειρον no afecta sólo al espacio, sino también al tiempo: el “ahora” de lo dado se convierte así en lo único, por lo que no es posible esperar nada. Esto, en nuestro caso, quiere decir: no se espera que el arte produzca ninguna esperanza. Así, el arte institucional contribuye a la consagración de lo dado como lo definitivo; por eso, cuando algunas obras hipermodernas pretenden ser una crítica desde ese marco, sólo contribuyen, en cambio, a la angustia del espectador, que acaba viéndolas como puros signos cuyo significado es del todo convencional: abandonamos toda esperanza. No es la angustia que nos puede provocar, por ejemplo, Pubertad de E. Munch, pues nos toca dentro abriendo nuestro corazón; si se me permite el uso de una palabra que amo, aunque esté desprestigiada y los psicólogos y medios de comunicación se hayan empeñado en borrarla de la faz de la Tierra, diré que inspira compasión. Y lo digo literalmente: no es que nos haga sentir compasión (cosa posible también), es que nos la entrega, pues lo decisivo, como digo habitualmente, no es lo que uno siente ante la obra (mi opinión, mi gusto, mi criterio: el sujeto decide sobre la obra), sino cómo ésta lo interpreta a él y qué mundos le abre (es la obra la que decide sobre nosotros dándonos nuevas posibilidades en este mundo). Incluso la sombra de la muchacha, proyectada a la derecha del cuadro, se nos ofrece como una primera ala que elevará la liviandad de su cuerpo sobre la nube blanca de la cama.



            Ahora bien, la negación de cualquier transcendencia implica la renuncia a la belleza—ya sea como nostalgia o como promesa. El cambio sería sólo apariencia, pues lo dado ahora es el todo; la diferencia, la variedad, sólo serían espejismos que nos confunden (negación del principium individuationis): el arte al revelar esto real lo único que podría hacer es consagrarlo. Esto implica que el arte debe repetirse idéntico a sí mismo; tal vez sea ésa la razón por la que muchas de las obras de arte que se fabrican hoy (empleo el verbo conscientemente) nos produzcan la impresión de lo ya visto. Sin duda, el abandono de la belleza tiene mucho que ver con la anulación de los transcendentales, pues buena parte de la crítica de la tradición ha querido ser abolición de la tradición; porque la belleza se manifestaba allí donde se nos reveló un sentido (por lo tanto, situada siempre más allá de la apariencia aunque sólo fuera apariencia); pero si no cabe otro sentido que lo dado, se acaban los juegos y danzas de remisiones a los que nos acostumbró el arte, que no remitiría sino a lo dado como el significante de un signo a su significado. Quizás el hecho de que algunos creadores se hayan decantado por el feísmo tenga que ver con esa imposibilidad de acceder a la belleza y esas obras estén señalando el trono vacío. A veces he pensado que una de las condiciones del arte es que renuncie a presentarse como arte, es decir, como un objeto consagrado por la industria del entretenimiento. Así, me parece razonable suponer que el arte es en buena medida una denuncia y la renuncia al mundo clausurado; pero esto lleva la marca de la pregunta, que formula todo arte auténtico, por el sentido. Esto implica cuestionar lo dado; pero si la belleza es en alguna medida la gloria que se nos revela en el arte (incluso como lo ausente), resulta que la belleza pone en cuestión nuestro presente porque es resplandor que anuncia un futuro diferente. Es quizás lo que intentaron las vanguardias con sus apuestas utópicas y es en buena medida lo que tuvieron de grandeza, pues no temieron fracasar.

            El arte pregunta, cuestiona abriendo mundos y afirmando que no todas las respuestas están-a-la-mano (si sólo se pudiera preguntar por lo que está-ahí, la respuesta no podría no estar-ahí: clausura). Y sin duda esto tiene que ver con el abandono del silencio, con la incapacidad de escuchar lo real (no lo dado). Aquí han jugado su papel los procesos de la razón instrumental, pues los artistas se creyeron obligados a dar respuestas traducibles: el arte dejó de ser gloria (epifanía) y se transformó en discurso que debía ser explicado: los poetas fueron aceptado en la πόλις al precio de dejar fuera de ella el peligro de la verdadera poesía.

            Sin silencio no hay creación artística, pero el silencio no es una finalidad en sí mismo, sino que está en función de la escucha. El problema es que muchos modernos no creen que hay algo que escuchar: quizás por eso los montajes se llenan no sólo de luces, sino también de ruidos o, a veces, de algo parecido a la música. el arte, sin embargo, siempre ha sido creador de espacios de silencio (el que sentimos en una iglesia románica o ante una obra de Rothko, por ejemplo) que nos otorgaban una libertad diferente. Recuérdese aquí la importancia que tiene el silencio en la música, pues sin aquel ésta no sería posible: la forma de escribir, como he dicho, a veces es borrar (imaginad una pizarra completamente cubierta de tiza, repleta de letras; la única forma escribir es usando el borrador: la nada de su estela escribe). La saturación de imágenes, que ya denunció Benjamin, ha sido y es una enemiga acérrima del arte. El exceso de imágenes las reduce a la insignificancia. Pero ¿cuándo comenzó ese exceso?

            Shalom.



            

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me quedo con la primera parte, la que dedica al poeta. Cuando encuentre La dádiva, aunque hubiese que esperar a que acabe septiembre, háganos llegar sus poemas.
Muy interesante lo de Nietzsche y lo de Fray Luis.

Anónimo dijo...

¡A ver si acaba septiembre y Dios- muy entretenido con su baile (debe haberle tocado bailar con la más guapa, con la del vestido de flores)- se asoma al mundo!.