domingo, 7 de junio de 2009

Géza von Cziffra sobre Joseph Roth

EL SANTO BEBEDOR

EL SANTO BEBEDOR
No recuerdo haber hablado en esta gacetilla del que es quizás el escritor al que más amo, el gran Joseph Roth. Lo descubrí cuando cayó en mis manos La leyenda del santo be­bedor, Barcelona, Ed. Anagrama, 1981, la última novela que escribió como un autorretrato. Después fueron cayendo en mis manos otras novelas y colecciones de artículos del último escritor del Imperio Habsburgo. No sólo me gustan sus temas y cómo escribe, sino la per­sona misma de Roth me parece digna de amor—literalmente amable. Su biografía es de so­bra conocida, pese a las dudas que nos asaltan en algunos asuntos porque el mismo Roth contribuyó a rodearse de una nebulosa. Sin duda, nació en Galitzia, en la ciudad de Brody (en la que la mayoría de la población, quizás un setenta por ciento, era judía) en 1894. Gali­tzia, que inicialmente había sido una región polaca, pasó a manos del Imperio Austro-Húngaro hacia 1772 y tras la Primera Gran Guerra volvió a manos polacas (hasta que la URSS la dividió entre Ucrania y Polonia). Se trata, por tanto, de un territorio limítrofe, cru­ce de lenguas y tradiciones. Roth nació y creció allí; sin embargo, Roth escribió en alemán y culturalmente pertenecía al Imperio—aunque al final este estado fue sólo su sombra aus­tríaca, tragada por la política brutal de Anschluss hitleriano. Desde 1918 la vida de Joseph Roth fue la búsqueda de un hogar perdido y, de hecho, nunca tuvo una residencia fija, sino que saltaba de ciudad en ciudad y de hotel en hotel.

Acaba de publicarse el libro de Géza von Cziffra, El santo bebedor. Recuerdos de Jose­ph Roth, Barcelona, Ed. Acantilado, 2009. Anteriormente, si no me equivoco, la editorial as­turiana TREA había publicado la obra (editorial que tiene una distribución cuanto menos canalla). No se trata de una biografía, sino de una colección de recuerdos escrita no sólo desde la admiración, sino sobre todo desde el cariño. Géza von Cziffra (1900-1989) conoció a Roth hacia finales de 1924 en el Romanisches Cafe de Berlín. Comenzó así una amistad que se mantendría hasta la muerte del escritor el 27 de mayo de 1939. El santo bebedor se lee de un tirón con la alegría de un reencuentro. Yo había leído el libro que Soma Morgens­tern había publicado sobre su “amigo” Roth, Huida y fin de Joseph Roth, Valencia, Ed. Pre-Textos, 22008. En buena medida me pareció un ajuste de cuentas injusto. Quizás esto se deba a que admiro mucho más a Roth que al también escritor de Galitzia Morgenstern. Te­mía que el librito de von Cziffra me causase la misma impresión; pero no ha habido nada de eso, pues está escrito desde el respeto por alguien que fue bueno y que se dio generosa­mente a los demás—ciertamente, también se dio al alcohol, que tuvo buena parte de culpa en la muerte de Roth, pero nosotros no hablamos nunca de personas perfectas, sino de se­res humanos de carne y sangre.


Si algo se trasluce en el encantador libro de von Cziffra es que nuestro amigo Joseph Roth, a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, no fue un fanático ni se dejó llevar por ideas que hicieran daño a los hombres. No: Roth ponía por delante a las perso­nas y eso le llevó a ser orillado de los círculos de la intelectualidad vienesa. Ciertamente, conoció e hizo amigos: Zweig, Musil, von Horváth, Mann..., pero no se instaló en ninguno de los círculos de la época. Quizás Roth, el judío católico, había nacido descolocado, pero eso lo hace aún más atractivo; sus únicos anclajes eran las personas, especialmente su es­posa Friedl (que acabó ingresada en un sanatorio psiquiátrico y de cuya enfermedad se culpó Roth toda la vida. Friedl Reichler, cuya fecha de nacimiento desconozco, sobrevivió a Roth un año... para acabar siendo víctima de los programas eugenésicos del Anticristo). El santo bebedor está lleno de pinceladas que nos permiten permiten acercarnos lo suficiente a Roth como para perfilar el retrato de un ser humano cuya vida estuvo marcada por la compasión. En su honor hay que señalar no sólo que los descerebrados quemasen sus li­bros, sino que hizo frente a la Bestia y, aún borracho, tenía la suficiente lucidez como para saber que un mundo se terminaba por el creciente embrutecimiento de los seres humanos.


El entierro de Roth fue tan paradójico como su vida—una parábola si se quiere. No hay ni cruz ni estrella de David sobre la lápida que cubre sus restos. Se dijo una oración por él, cuyos libros fueron escritos de cara al Eterno, pero no tuvo ni kaddish ni misa fúnebre; quizás, si se me permite, porque para Dios todos estamos vivos.


Hoy sólo quiero recomendar la lectura del libro de recuerdos de Géza von Cziffra y, con ello, animar a que quien pueda entre en el maravilloso mundo de Joseph Roth, un poe­ta austríaco, un judío de Galitzia, un católico entre paganos, el último escritor del Imperio Habsburgo.
Las fotografías: Joseph Rotod; Friedl; Roth con Zweig.
A todos, Shalom.