jueves, 17 de mayo de 2012

Antonio Colinas

EXTRAVIARSE BUSCANDO LA LUZ



            El paisaje herido de la antigua Alemania Democrática (apenas han pasado veinte años y hemos olvidado hasta los nombres) ve alzarse nuevos muros: ¿cuáles son? Los que se elevan tras la caída del Muro: nuevas fábricas, el tiempo que se acelera sin que sepamos cuándo ha de remansarse; es decir, la vida, que se asemeja a un libro que se abre, se lee y se padece. En este mundo nuevo, el mundo de la técnica—palabra que se intuye con una aversión casi heideggeriana—el que canta no es ya el órgano, sino la hormigonera cuyo estruendo nos hiere. Y allí, tras las alambradas, unos campos distintos pero igualmente inhumanos, nos laceran los sonidos que quiebran la armonía del mundo: ellos son esas esquirlas de cristal, peligrosas y afiliadas, en las que escudriña el poeta un fuego, porque donde está el peligro, allí crece lo que salva. Así, escruta el ruido buscando el sonido de las cantatas de fuego, pues en ellas acaece lo que nos alumbra, en ellas somos incendiados con otro fuego, con aquella llama de amor viva que cantó Juan de la Cruz.

            Llegan ahora un primer descanso: el preanuncio de un Sabbath, pues el poeta osa introducirse en la morada del compositor, ya cansado. Bach compuso, insinúa Colinas en sus preguntas, música como tormenta para acabar con su tormento. El músico tal vez se abismó en Dios, ¿no es Dios un abismo al que apenas sabemos invocar? Quizás sólo podamos mencionarlo como una ausencia; quizás sea Dios la ausencia más profunda, aquel precipicio al que nuestro corazón quiere saltar, porque queremos vivir la vida sin cuartel, sin echar cuentas, sin calcular. No más mezquindades, no más volver la cabeza fingiendo que no vemos. Más he aquí que el compositor debe calcular también: catres, frío sin leña, los primeros/dineros que se ganan, el comer/para morir un poco cada día… Y en mitad de la plegaria mansa, recogida, en un hogar cuyas ventanas difuminan la triste luz de Leipzig, irrumpe el mundo: exactamente el joánico este mundo incapaz de reconocer la belleza. Resuena no la música, sino los tambores de guerra, la luz agonizante de los cuadros de El Bosco cuyas hogueras humean crueles al fondo del sufrimiento humano. Sí, este mundo rasga la paz del hogar; pero ¿no llega también la música de los otros, sus locuras? La locura de Dios es más sensata que la razón de los hombres. Y suena Vivaldi en el hogar, suena Lully, el maravilloso Couperin… Bach tiene también, nos hace ver Colinas, otros padres.

            El poeta es expulsado de la visión a la playa, como Jonás; pero ahora las ballenas (curiosas ballenas las del Mediterráneo al decir de Luis Alonso Schökel) son las estaciones con su panza inmensa, que se curva y atrapa para siempre a los perdidos. Arrojado a los verdores de Turingia descubre en la férrea Alemania lomas. El río, que siempre es la vida, lo lleva a se acabar y consumir, pues ¿no es acaso Goethe un verdadero señorío? Allá, en Weimar, está su tumba y Colinas lo vio con el ojo afilado del poeta en la hoguera-museo de su casa negándose todavía a morir, porque ¿puede morir un poeta que amaba a los que desean lo imposible? Sin embargo, hay un recuerdo triste flotando en el ambiente de la casa. Con belleza extraordinaria oímos:

(Esta casa, ante todo, me recuerda
un desencuentro,
el fin de unos tiempos y el comienzo de otros.
De aquí pudo arrancar la huida de Hölderlin,
su adiós a la Razón
de las Luces, para irse extraviando
en el amor a la Luz.)

            Recordar un desencuentro o tal vez perder un recuerdo, pues las dos formas remiten a lo mismo: a la despedida, a las islas que huyen y a los continentes tragados, tan alemanamente, por la poderosa Historia, así con su mayúscula. Esa Historia que nos dejará, unos versos después, una palabra ambiguamente hermosa, un hayedo. En esa hermosura se esconde el horror de la misma palabra, Buchenwald. ¿No era Hölderlin el que creía que el lenguaje era, precisamente, lo más peligroso? Años después un maestro alemán, la muerte es un maestro alemán, querría recoger el testigo de los dioses que Hölderlin había resucitado. Colinas nos muestra un plural, Luces, que no es la realización múltiple del singular, Luz, sino casi su negación; pues tras el árbol de la libertad en el seminario (allí estuvieron también Hegel y Schelling) no acudió a la patria del genio: acabó sus días regresando a Tubinga,  a la torre, en casa del carpintero: ¿fue su amor al árbol, a la locura de la libertad, ese amor a la Luz que nos libera? Weimar, sin duda, está más cerca de Erfurt y de Jena.  Hölderlin se ha asomado con timidez, como un rayo de luz sobre la mesa de madera: maderas, aromas, calcos griegos… El orden, el canon de los libros, pero ya abiertos para todos. Toda esta promesa de blancos ¿acaso anunciaba la tragedia?

            ¿Cómo entender?  ¿Cómo encajar la belleza de un hayedo con la crueldad de un campo? ¿Adónde vamos? Quizás ya no sabemos ni de dónde venimos y carecemos de todos los elementos de orientación. Negra leche del alba: Dios ha dejado de ser una realidad para los hombres de las tierras donde muere el Sol. Pero ¿es una despedida? ¿Ha caído el Sol para siempre en Occidente? Puede parecer que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie y, con el más oscuro de los pesimismos, ver sólo un campo. Pero ¿qué fue de la memoria de los hombres que lo habitaron? ¿Cómo entender?

            Si es todo así, si a la noche sólo sigue la negrura, ¿de dónde nos llegan los fulgores? Ninguna luna nos iluminará si el Sol se apaga. ¿Por qué brilla entonces Johann Sebastian? ¿Por qué el corazón late agradecido marcando el compás de sus cantatas? ¿Por qué, queridos, seguimos leyendo a Goethe? Tal vez el fulgor ha pasado dentro y en nuestro interior queda el dolor del hogar perdido, la nostalgia de la luz en un mundo habitado por colores ciegos. Nostalgia de la luz: buscarse en las cantatas y andar por las colinas sin recoger ya nada. ¿Adónde fue el cantor?

            Diríase que la Historia—otra vez la mayúscula germánica, pero también las antiguas siglas que cayeron—ha sido un huracán en el tiempo de ideas y pasiones. Colinas vio en un museo de Halle hermosas biblias; pero ellas ¿qué podían hacer cuando en Occidente ha sido entronizado un progreso que no cree e incluso el Este busca en el Oeste iluminación? Sólo encontrará sombras. La Historia más reciente puede leerse en las estaciones de metro o ferrocarril en horas descarriadas: ¿y qué es lo que leemos?

Un hombretón claveteado, con su cresta
de gallo de un azul que fosforece,
va y le exige limosna a un jubilado.
¿O será acaso un sobreviviente
del descompuesto industrialismo químico?
El anciano le dice al joven que trabaje
“como en los buenos tiempos”
y éste, por respuesta, abofetea
al hombre y lo llena
de improperios soeces
¿Son dos alienaciones, dos épocas que expiran
en único túnel de ateridas baldosas,
en el final del túnel de un siglo que se cierra?

            ¿Son restos fósiles para que algún forense levante acta? Tal vez un antropólogo se empeñe en apuntar con su índice al pasado; pero no, la abolición de la conciencia (aquel sueño báquico abierto en la imaginación del Loco del Martillo, aquel chico de Pforta, que inauguró su cordura agarrando el cuello de un caballo en Turín) no ha sido el paraíso: no hemos regresado al animal, pese a las crestas: nuestro paso de la oca lo ha embrutecido. Y no sé quién sobrevive, si el hombretón o el anciano, pues tal vez ambos estén ya disueltos por la ausencia de la Luz tras la que Hölderlin marchó. El ácido del odio, la ausencia de la compasión—palabra que se evita con cuidado y de la que se huye—ha secado la luz del aire y es veneno lo que respiramos. Se cierra la mano y se abre la palma para golpear. ¿Qué buenos tiempos eran los del anciano? El poeta calla y toda la ambigüedad de la Historia cae como una losa sobre aquellos tiempos: cualquiera tiempo pasado fue mejor. Pero ya entonces la palabra había sido mancilla y aquella que debía ser la luz de los hombres, fue rechazada: los suyos no la acogieron. Nos quedamos como las palabras como piedras: lanzadas para matar al otro. Se ha corrompido el lenguaje y, sin embargo, nos empeñamos en beber en sus fuentes porque llevamos la sed muy adentro. La luz que había al final del túnel no era una salida, sino una sencilla linterna cuyas pilas no se habían agotado. Sin embargo, ¿no está ahí mismo el poeta, Antonio Colinas, recogiendo en su palabra esta desgracia y dándonosla como gracia? Los poetas salvarán el lenguaje: qué ansia de decir pan, queso, miel.

            Shalom.

domingo, 13 de mayo de 2012

Antonio Colinas


TUMBAS DE LUZ








Un día del lejano 1685 o, para ser más precisos, el 31 de marzo del año de gracia del Señor de 1685 abría los ojos a la luz quien abriría nuestros oídos para siempre a la belleza, Johann Sebastian Bach. Quien me conozca, lo sabe: no puedo evitar una emoción profunda al escucharlo, porque la música de Bach está poseída por la gracia divina y transfigura el aire en el que vibra. ¿Qué hubiese dicho nuestro fray Luis si hubiese escuchado la música estremada?

El aire se serena
y se viste de hermosura y lo no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabio mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma que en olvido está sumida,
torna a recobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

            Uno quisiera conocer futuribles: fray Luis escuchando a Bach, el Greco contemplando a Rotkho, Dante leyendo a Milton o incluso Cervantes a Proust. No quiero viajar al futuro; más bien el deseo frágil de mi corazón enfermo es que los hombres que nos dieron luz, los que nos encendieron, alcanzasen nuestro hoy para pronunciar sobre nuestras vidas una palabra de consuelo. Alguien me dijo en cierta ocasión que el tiempo es la paciencia de Dios, y me pareció una frase hermosa porque uno siempre anda detrás de lo fue sin alcanzar lo que será. Y escucho bellamente:

γ τ λφα κα τ , πρτος κα σχατος, ρχ κα τ τέλος.

            Sin duda he citado este verso en otros momentos. Ahora, pensado en silencio la música de Bach (porque, oh amigos, la música se nos ha dado también para pensar y hacernos mejores) me parece recordar al viejo compositor, cansado después de la durísima jornada, llegar a casa y departir con los suyos y, en aquel bullicio lleno de hijos y de pobreza, empezar a raspar el áspero papel, cincelarlo con pentagramas sobre los que después su mano crearía un maravilloso ballet de notas. Aquí, con estos calores prematuros, me he sentado un poco abatido tras leer de nuevo—no sé ya cuántas veces—el verbo de alguien que ha sabido celebrar a Bach como pocos, incluso entre los cables de acero, las hormigoneras y el frío cristal de los modernos edificios que se alzan veloces callando la luz y cegando elsilencio. Sí, la música de Bach es un principio y un cumplimiento, el comienzo y la realización de lo que en ella se nos promete. Por eso su tumba, según la palabra de Rilke citada al comienzo del extenso poema, habla del mundo:

sind Gräbenstätten, welche leise
wie Steine reden von der Welt

            Sin duda la traducción está incompleta porque hemos perdido wie Steine, pero tal vez ni siquiera es una cita, sino una invitación para que nos adentremos en el mundo. Y el poeta, mencionando al poeta, abre un espacio antes de escribir para que, conteniendo la respiración y abriendo bien los ojos de nuestro corazón—dame, Señor, un corazón que vea—nos dispongamos con respeto a dejarnos tocar por la gracia.


            Lo confieso humildemente: no sé de poesía; la leo con profunda reverencia consciente de que en ella se me ofrece la dignidad del ser humano, sus mejores sueños y, en ocasiones, las visiones más terribles, como aquella de Jean Paul, que en su sueño vio a Cristo alzar la voz desde lo alto del Universo para gritarnos que no había Dios. ¡Si Nietzsche hubiese leído a Jean Paul y no a los franceses..!



Basta también aquí conocerme un poco para entender por qué muchos de los poemas de Antonio Colinas me han deslumbrado; pero lo importante nunca será mi fascinación, sino la belleza que en cada poema se nos ofrece. Realmente el leonés es capaz de crear océanos de luz, de una claridad que crece hacia adentro. Tal vez es lo que tiene el paisaje castellano: vegas, pobladuras, páramos, oteruelos,  montes de silencio y peñas extrañas, todo aquello que desemboca en la mar de Homero: playas nunca pisadas. He seguido, en la medida de mis humildes posibilidades, la trayectoria poética de Antonio Colinas. Quizás fue En lo oscuro (regalado, como algunos más, con una desbordada generosidad que se equivocaba) el primer poemario que leí; pero eso ya no importa. Adquirí algunos de sus poemarios y hace algo más de un año, en marzo de 2011, me hice con la edición que Siruela ha hecho de su obra poética. Grueso y pesado, lo llevo, sin embargo, conmigo en muchas ocasiones por el límpido placer de tener una compañía grata, a veces grave o silenciosa, pero siempre amiga. En este volumen se encuentra La tumba negra, que forma parte del volumen Libro de la mansedumbre. La tumba negra es un largo poema que aprendo a leer estos meses con piedad, sabiendo que cada día muero un poco más, como se dice en uno de los versos:

Debió de ser un abismarse en Dios
desde la mansedumbre de aquel fuego
de sus notas, en las que arderán siempre
las muertes todas que el vivir supone.
Catres, frío sin leña, los primeros
dineros que se ganan, el comer
para morir un poco cada día, y esa soledad
vacía (¡mas tan llena!) de la plegaria mansa.

            En alejandrinos, endecasílabos o heptasílabos, Antonio Colinas nos asoma al mundo de una manera prodigiosa; esta vez rememorando—incluso diría celebrando—la tumba de J. S. Bach en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig. Y crea poesía como música. Cierto: lo normal no es que un poeta hable (en la calle, pidiendo el pan o el paquete de tabaco) en alejandrinos; no se mantiene en la sobremesa el endecasílabo o el heptasílabo exacto, frecuentes en Colinas. No obstante, su métrica es natural, pero de naturaleza humana: hecho también de trabajo. Al primer impulso, quizás el primer verso, siguen otras llamadas más fatigosas y, después, el esfuerzo de la labor última para que el pulido no destruya lo que por puro milagro ha llegado a la existencia. No lo sé; sólo lo intuyo, pero Colinas debió retocar, pulir y leer muchas veces los versos de La tumba negra para que nosotros, agraciados lectores (pues aquí en la lectura acontece la gracia: el don de lo que no mereces), podamos disfrutar tanto con el poemario.

            No sabría yo, no entiendo, comentar el poema; mas pasaré algunas semanas más con él: regresando a sus palabras exactas y terribles, el combate de esa dualidad: lo negro de lo blanco. El poema comienza transportándonos a la lejana Alemania, a Leipzig, lejos del resplandor de los silencios de fuego, pues Colinas ha acostumbrado a hacer de la naturaleza un lenguaje. Ese resplandor es quizás el amanecer en las tierras leonesas o de una lejana mañana en la isla del Mediterráneo, allí donde, en la mansedumbre, el poeta siente el goce de respirar la alegría en el amor. La plenitud, como nos enseñó celadamente Luis Rosales, te llena pero no te acompaña. Y ese goce del poeta no se esfuma, pero cede paso, porque se abre la dualidad de otro mundo que no emerge como cosmos, sino como caos:

mirando las entrañas tan amargas
del hormigón y acero de otros días

            Apenas unos años después de la caída del Muro emerge frente a Colinas otra realidad también bifronte: la ciudad ¿es aún del Este o del Oeste? ¿Dónde encontrar allí la música de un tiempo? También Leipzig es la ciudad que vio morir a Felix Mendelssohn un siglo después de Bach: ¿queda algo de aquella armonía primera o todo ha sido silenciado de manera brutal? Esta pregunta recorre todo el poema y Colinas busca una y otra vez, en medio del infernal ruido, el eco vivo de la música, el sonido del órgano en Santo Tomás. Porque en Leipzig

hay una negra tumba de acero
conteniendo la armonía del mundo:
la tumba de Johann Sebastian Bach.

            Otro día, con más tiempo y tino, quisiera hablar de La tumba negra más despacio. Ahora, por favor, amigos, leed al poeta y volad; pues tanto Bach como Colinas tienen la virtù de hacernos livianos y de hacer más llevadero este hermoso mundo.

            Shalom.