lunes, 29 de julio de 2013

Veranos, 5

El dios que baila

III. ARTE / 3


            Denuncia de una reconciliación falsa de la finitud. Sin duda las vanguardias de principios del siglo XX encaminaron sus pasos a esa denuncia de la sociedad burguesa. Tuvieron su público sin necesidad de caer en la grandilocuencia y sin venderse a las instituciones. Sin embargo, parece que las vanguardias fracasaron, y me refiero a Europa, porque después del cuarenta y cinco se produjo una suerte de retroceso extraño. Quizás el acontecimiento más decisivo (incluso después de que el MoMA impusiera su manera de ver el arte contemporáneo, manera que hizo un gran daño a la pintura europea, que ha sido sistemáticamente menospreciada, algo que tiene mucho que ver con la cotización de la bolsa) ha sido la retira del público. Cierto que en los cincuenta el público en general—no los especialistas, no los críticos, no los marchantes, no los historiadores o estudiantes de Arte—aún intentaba esforzarse por comprender lo que los artistas producían, pero cada vez se hacía más necesaria la explicación y el comentario: hay un buen montón de libros que son puramente el resultado de reunir comentarios a los catálogos. Sólo el pop art recuperó parcialmente el interés del público; pero no considero que las obras de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein sean auténtico arte, pues se encuentran a todas luces más cerca de eso que llamamos decoración (a veces incluso de dudoso gusto), un lenguaje pervertido en el que la superficie no muestra ningún fondo. Conservaría sus obras no sólo porque son una buena inversión, sino también como testimonio de una época.


            Sin duda, los grandes museos siguen seduciendo al público, pero parece que es gracias a sus técnicas de mercadotecnia, pues cada vez se dedica más espacio para la promoción mercantil de sus productos: lo mismo venden una gorra que un catálogo. El arte ya no cuenta con el público, sino, parece, viene decidido por los marchantes y por la crítica artística, que cuenta con el apoyo de las instituciones perdiendo así su capacidad de crítica. El público se hace presente en el arte como una ausencia, algo que tiene penosas consecuencias, pues lleva a la irrelevancia real del arte, porque le obliga a comprenderse como mercancía. Sin duda, el afán por lo novedoso (no por lo nuevo) y por la promoción mediante el escándalo han contribuido a hacer falso el arte. El público, empero, no se da sin contexto: la sociedad tardocapitalista ha sido el contexto de todo el “nuevo arte” (no me refiero aquí a lo que se dio en llamar en Alemania Neue Kunst, sino al que encuentra su lugar en los museos—piezas hechas específicamente para el espacio de un museo—y patrocinado por las instituciones: Estado, banca, empresas). Recuerdo mi visita al Guggenheim de Bilbao: tras pagar religiosamente la entrada, me endosaron sin comérmelo ni bebérmelo una audioguía, que duró exactamente un minuto en mis impías manos: “Acérquese a las paredes y acarícielas…”, algo así escuché; debería haberlas chupado también, pues hubiese recibido una perspectiva diferente; pero no hice ni lo uno ni lo otro, pues no suelo frotarme contra las paredes (soy un mamífero ligeramente más evolucionado) y para chupar algo siempre son mejores las bombillas. Dudo que el expresionismo hubiese podido nacer en el País Sigla, y cuando uno ve las obras de un gran artista como Edward Hopper percibe que fueron a remolque de la tradición europea, pero ¿acaso eso las priva de su valor? Para nada: son sin duda arte y se mueven en línea con nuestra tradición estética; abren la herida de nuestra finitud denunciando la incomunicación en que la sociedad moderna encierra al ser humano. Mas, vencedores absolutos de la guerra (véase cómo terminó el 9 de noviembre de 1989: recuérdese el ángel de Benjamin), debían imponerse también en lo cultural; pero, como sucedió con los fascismos, a falta de cultura usaron la propaganda.



            En fin, sabemos que los gringos—los mismos que no han pedido perdón por Hiroshima y lo recuerdo porque se acerca la abominable fecha—quisieron acabar con el prestigio del arte europeo (como ha contado Marc Fumaroli) de la misma manera que quieren acabar (véase el superventas de Alex Ross sobre la música) con la noción de música clásica, porque se quedan justamente fuera. La apabullante propaganda cultural gringa (no muy lejos del fascismo, pues transforma voluntariamente la información en propaganda) lleva empeñada decenios en destronar el arte europeo. Se trata, sin duda, de un complejo de inferioridad plenamente justificado. Sin embargo, pasó algo llamativo, pues los críticos europeos se formaron durante decenios bajo las directrices gringas y así quedó anulada su resistencia cultural. Quizás Francia, una vez más, fue la única en ofrecer resistencia (¡bendita excepción cultural!): conviene repasar los escritos de Roland Barthes quien, con extrema lucidez, analizó el fenómeno de la imposición ideológica de los gringos. Si a alguien le interesa, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 1980 (el original es de 1957) explora parcialmente el tema. No sólo se lee con provecho, sino que muestra entre líneas cómo la publicidad ha ido usurpando las funciones el arte con la única finalidad de clausurar el mundo.

             Parece evidente que como no goza del respeto del público, al que pretende escandalizar, el artista debe buscar nuevos apoyos y ha ido a encontrarlos, justamente, en las instituciones. Curiosamente, los nuevos artistas no teniendo público al que escandalizar recurren con frecuencia a los medios de comunicación de masas, ansiosos por conflictos de cualquier tipo que les permitan incrementar las ventas, para arremeter contra un público que se ha retirado. El arte ha pasado a ser, en buena medida, una cuestión de marchantes (precio) y críticos profesionales (medios de comunicación); pero, mirando más al fondo, ¿es esto así o es la convicción equivocada a la que nos lleva la propaganda? Si el arte, como creo firmemente, pertenece a lo irrenunciable que nos hace humanos, entonces encontraremos creadores en estos tiempos de penuria más allá de las políticas de los museos y de las instituciones. Es una de las preguntas decisivas: ¿dónde encontramos hoy a los creadores?


            Shalom.

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