El dios que baila
III. ARTE / 3
Denuncia
de una reconciliación falsa de la finitud. Sin duda las vanguardias de
principios del siglo XX encaminaron sus pasos a esa denuncia de la sociedad
burguesa. Tuvieron su público sin necesidad de caer en la grandilocuencia y sin
venderse a las instituciones. Sin
embargo, parece que las vanguardias fracasaron, y me refiero a Europa, porque
después del cuarenta y cinco se produjo una suerte de retroceso extraño. Quizás
el acontecimiento más decisivo (incluso después de que el MoMA impusiera su
manera de ver el arte contemporáneo, manera que hizo un gran daño a la pintura
europea, que ha sido sistemáticamente menospreciada, algo que tiene mucho que
ver con la cotización de la bolsa) ha sido la retira del público. Cierto que en
los cincuenta el público en general—no los especialistas, no los críticos, no
los marchantes, no los historiadores o estudiantes de Arte—aún intentaba
esforzarse por comprender lo que los artistas producían, pero cada vez se hacía
más necesaria la explicación y el comentario: hay un buen montón de libros que son puramente el resultado de reunir
comentarios a los catálogos. Sólo el pop
art recuperó parcialmente el interés del público; pero no considero que las
obras de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein sean auténtico arte, pues se
encuentran a todas luces más cerca de eso que llamamos decoración (a veces
incluso de dudoso gusto), un lenguaje pervertido en el que la superficie no
muestra ningún fondo. Conservaría sus obras no sólo porque son una buena
inversión, sino también como testimonio de una época.
Sin duda, los grandes museos siguen
seduciendo al público, pero parece que es gracias a sus técnicas de
mercadotecnia, pues cada vez se dedica más espacio para la promoción mercantil
de sus productos: lo mismo venden una gorra que un catálogo. El arte ya no
cuenta con el público, sino, parece, viene decidido por los marchantes y por la
crítica artística, que cuenta con el apoyo de las instituciones perdiendo así
su capacidad de crítica. El público se
hace presente en el arte como una ausencia, algo que tiene penosas consecuencias,
pues lleva a la irrelevancia real del arte, porque le obliga a comprenderse
como mercancía. Sin duda, el afán por lo novedoso
(no por lo nuevo) y por la promoción mediante el escándalo han contribuido
a hacer falso el arte. El público, empero, no se da sin contexto: la sociedad
tardocapitalista ha sido el contexto de todo el “nuevo arte” (no me refiero
aquí a lo que se dio en llamar en Alemania Neue
Kunst, sino al que encuentra su lugar en los museos—piezas hechas
específicamente para el espacio de un museo—y patrocinado por las
instituciones: Estado, banca, empresas). Recuerdo mi visita al Guggenheim de
Bilbao: tras pagar religiosamente la entrada, me endosaron sin comérmelo ni
bebérmelo una audioguía, que duró exactamente un minuto en mis impías manos: “Acérquese
a las paredes y acarícielas…”, algo así escuché; debería haberlas chupado
también, pues hubiese recibido una perspectiva diferente; pero no hice ni lo
uno ni lo otro, pues no suelo frotarme contra las paredes (soy un mamífero
ligeramente más evolucionado) y para chupar algo siempre son mejores las
bombillas. Dudo que el expresionismo hubiese podido nacer en el País Sigla, y
cuando uno ve las obras de un gran artista como Edward Hopper percibe que fueron a remolque de la tradición
europea, pero ¿acaso eso las priva de su valor? Para nada: son sin duda arte
y se mueven en línea con nuestra tradición estética; abren la herida de nuestra
finitud denunciando la incomunicación en que la sociedad moderna encierra al
ser humano. Mas, vencedores absolutos de la guerra (véase cómo terminó el 9 de
noviembre de 1989: recuérdese el ángel de Benjamin),
debían imponerse también en lo cultural; pero, como sucedió con los fascismos,
a falta de cultura usaron la propaganda.
En fin, sabemos que los gringos—los mismos
que no han pedido perdón por Hiroshima y lo recuerdo porque se acerca la
abominable fecha—quisieron acabar con el prestigio del arte europeo
(como ha contado Marc Fumaroli) de
la misma manera que quieren acabar (véase el superventas de Alex Ross sobre la música) con la
noción de música clásica, porque se quedan justamente fuera. La apabullante
propaganda cultural gringa (no muy lejos del fascismo, pues transforma
voluntariamente la información en propaganda) lleva empeñada decenios en
destronar el arte europeo. Se trata, sin duda, de un complejo de
inferioridad plenamente justificado. Sin embargo, pasó algo llamativo, pues los
críticos europeos se formaron durante decenios bajo las directrices gringas y
así quedó anulada su resistencia cultural. Quizás Francia, una vez más, fue la
única en ofrecer resistencia (¡bendita excepción cultural!): conviene repasar
los escritos de Roland Barthes
quien, con extrema lucidez, analizó el fenómeno de la imposición ideológica de
los gringos. Si a alguien le interesa, Mitologías,
Madrid, Siglo XXI, 1980 (el original es de 1957) explora parcialmente el tema.
No sólo se lee con provecho, sino que muestra entre líneas cómo la publicidad
ha ido usurpando las funciones el arte con la única finalidad de
clausurar el mundo.
Parece evidente que como no goza del respeto
del público, al que pretende escandalizar, el artista debe buscar nuevos apoyos
y ha ido a encontrarlos, justamente, en las instituciones. Curiosamente, los
nuevos artistas no teniendo público al que escandalizar recurren con frecuencia
a los medios de comunicación de masas, ansiosos por conflictos de cualquier
tipo que les permitan incrementar las ventas, para arremeter contra un público
que se ha retirado. El arte ha pasado a ser, en buena medida, una cuestión de
marchantes (precio) y críticos profesionales (medios de comunicación); pero,
mirando más al fondo, ¿es esto así o es la convicción equivocada a la que nos
lleva la propaganda? Si el arte, como creo firmemente, pertenece a lo
irrenunciable que nos hace humanos, entonces encontraremos creadores en estos
tiempos de penuria más allá de las políticas de los museos y de las
instituciones. Es una de las preguntas decisivas: ¿dónde encontramos hoy a los
creadores?
Shalom.
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