domingo, 16 de octubre de 2011

Teatro. Luca Nicolaj y, con permiso, Manolo Caro

EL CONOCIMIENTO DEL TODO


            La vida nos enseña—o más bien nos obliga a aprender—que las cosas no suceden a menudo como queremos. Un analista nos diría que nuestro deseo es narcisista, pero que la realidad es terca como una mula. Lástima de no ser tan noble animal, lástima de no tener la sensibilidad de un Juan Ramón. Lo sé: he dejado de escribir en esta gacetilla. Motivos hay muchos: desde mi torpeza proverbial para restablecer el diseño original hasta el hecho de que esta mañana, manifestando una vez más mi ineptitud, me he quemado con la plancha. Conste: sé planchar y, modestia aparte, lo hago bastante bien; pero esta mañana dejé el cable por delante de la tabla y mi pie se enredó en él, tiró de la plancha y mi pobre mano izquierda—heroico dedo pulgar—detuvo el pequeño electrodoméstico antes de que cayese al suelo lo que hubiese provocado, sin duda, un estropicio mayor. Sí, de acuerdo, estoy un poco desganado y aunque escribo [1] no tengo demasiadas ganas de acercarme a la gacetilla. Nadie pierde nada y así yo gano un poco de tiempo.7

            La próxima entrega me gustaría hablar de dos libros de reciente lectura; el primero, de Thomas Merton, Conjeturas de un espectador culpable, Santander, Sal Terrae, 2011, aunque hace años se había hecho otra edición en la desaparecida editorial Dinor, dato éste que me ha dado un buen amigo algo mayor que yo. Se trata de una selección de los diarios del monje; comienza de una manera deliciosa:

  Karl Barth tuvo un sueño sobre Mozart.
  A Barth siempre le había irritado el catolicismo de Mozart y su rechazo del protestantismo. Pues Mozart decía que “el protestantismo estaba todo en la cabeza y que “los protestantes no sabían lo que quería decir Agnus Dei qui tollis peccata mundi.
  Barth, en su sueño, era designado para examinar de teolofía a Mozarft. Quería hacerle un examen todo lo favorable que pudiera, y en sus preguntas aludió señaladamente a las misas de Mozart.
  Pero Mozart no respondió ni palabra (pág. 21).

            El otro libro del que me gustaría hablar pronto es de una nueva colección de artículos e intervenciones del filósofo italiano Guiorgo Agamben, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011, pues se trata de uno de esos libros que, al menos a mí, obliga a pensar. Agamben es buen conocedor de la signatura teológica de nuestra cultura, aunque la reduce a una tradición y, curiosamente, tiende a olvidar a Tomás de Aquino, pues de lo contrario no se comprenden bien algunas de las observaciones que hace en el cuerpo de la obra. Baste decir ahora que sólo por la interpretación que realiza de Kafka merece la pena dedicarle un tiempo abundante.

            No hablo hoy de esos libros porque ayer fui al teatro. Tengo la fortuna grande de conocer a esa excelente persona que es Manolo Caro y cuando vi su nombre anunciado en los carteles de El alma en un hilo, corrí a comprar una entrada en la Sala Fundición de esta Muy Leal Ciudad, tan heroica que ni ella misma se lo acaba de creer. Empecemos por algunos nombres:

Un espectáculo de Luca Nicolaj
Intérpretes: Manolo Caro, Pau Cólera y Marga Morales
Ayudante de dirección: Antonio Morales
Iluminación: David Linde
Vestuario: Virginia Serna



            Empezaré diciendo que los actores estuvieron muy bien; es más: fantásticamente bien, pues supieron moverse en los entresijos de un texto en el que, con un desorden quizás buscado, se mezclaban, como en la vida, la tragedia, la ironía y el humor. No era fácil abordar un tema tabú del que pocos se atreven a hablar con franqueza, pues sobre la muerte ha caído un silencio tal que podría decirse que la mentalidad moderna ha decretado la prohibición de cualquier discurso sobre la muerte. Los tres actores han cumplido con su trabajo usando su voz y su cuerpo en una variedad de registros envidiable; pero, lógicamente, una obra que nos pone delante de la muerte no podrá presentarse como éxito comercial, salvo que haga de su tema algo banal. Y El alma en un hilo no lo hace, pues aunque aborde el problema con una plasticidad poética, en ningún momento dice “olvídate”. El montaje, sobrio y con la fortuna de contar con el lienzo de la muralla escondida como fondo, acierta con los elementos precisos y la iluminación—genial trabajo de David Linde—roza la perfección.

            La estrella de la redención de Franz Rosenzweig comienza de una forma que me hizo temblar cuando la leí hace años:

     Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo. De derribar la angustia de lo terrenal, de quitarle a la muerte su aguijó venenoso y su aliento de pestilencia al Hades, se jacta la filosofía. Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal (pág. 43).

            Años más tarde leí el ensayo imprescindible de Vladimir Jankélévitch, La muerte, que en España publicó Pre-Textos. Daba vueltas una y otra vez, a veces de forma angustiosa llegando casi a bordear las fronteras de una reflexión barroca. El alma en un hilo no es, desde luego, barroca ni llega provocar en el espectador una angustia irreparable; sin embargo, el admirable movimiento corporal de Manolo Caro provoca al comienzo del espectáculo un nudo en la garganta. Están en la obra buena parte de las cuestiones que nos obligan a pensar sin apartar la mirada: el escándalo de los restos del cuerpo presente sin vida, el cadáver, los recuerdos que se pierden (luminosa escena protagonizada por Marga Morales contando los colores de sus recuerdos que se borran y que al final son barridos), el miedo, ese eterno ¡no! que gritamos sin decir una palabra…

            Insisto: la obra no provoca angustia; pero hace pensar. A veces los toques de humor envuelven verdades escurridizas; magnífica la escena en que Manolo Caro dirige a Pau Cólera enseñándole a morir. Los juegos con los huesos, las danzas de patinaje corporal, si se me permite la expresión, por el escenario… todo contribuye a una reflexión que tal vez alguno quisiera más profunda, pero ¿acaso se cumplen nuestros deseos? En el texto me hubiese gustado una mayor amplitud en la reflexión sobre el arrepentimiento, pues cuando Marga Morales entra en el cubo negro de su conciencia, ahora vaciado de huesos, se pregunta por cosas, sí, pero la totalidad queda escondida. Quizás algunos nos arrepentimos de haber nacido, como Jeremías o Job, y maldecimos del día en que fuimos concebidos, pues el arrepentimiento no es sólo un no querer haber hecho, sino también puede alcanzar su nota nihilista cuando lo que uno quiere es no haber existido. Al final de la obra hay quizás para quien no se entretenga en pensar un colofón implícito: mejor no pensar en estas cosas; mas si uno se ha dejado tocar por lo que ha presenciado, entonces las pregunta es tal vez otra: ¿quién de entre los presentes en la sala será el primero? [2].

[1] Escribo con pluma desde hace décadas, casi medio siglo, en papel, porque me gusta escuchar cómo se desliza el metal sobre el papel.

[2] A veces en las reuniones con mis amigos—aún los conservo pese a ser yo—suelo preguntar en broma: “¿Quién será el primero de nosotros en morirse?” Nunca ha hecho gracia y ahora, que somos mayores, menos.