miércoles, 28 de septiembre de 2011

Gonzalo Hidalgo Bayal


CINCO RELATOS. CINCO.




            He hablado aquí al menos en dos ocasiones de Gonzalo Hidalgo Bayal, escritor cacereño (desconozco el patronímico de los nacidos en Higuera de Albalat [1], lugar de nacimiento del escritor) que ha atravesado recientemente la frontera de los sesenta años. Comenté, si no me equivoco, Campo de amapolas blancas, una deliciosa novela corta, y el auténtico festín literario que es El espíritu áspero. Hace una semana más o menos tropecé en la sección de novedades de una librería de la Heroica Ciudad con un nuevo libro de don Gonzalo, Conversación, Barcelona, Tusquets, 2011,  un compacto conjunto de cinco relatos breves o cuentos si así los prefiere llamar el lector. Hidalgo Bayal sería un escritor igualmente bueno aunque siguiese publicando sus libros en editoriales de escasa distribución, pero nosotros debemos agradecer a Tusquets que nos haya permitido acceder con cierta facilidad, por decirlo así, a las obras del escritor cacereño [2].

            Un relato, corto o largo, necesita una historia que lo sustente, pero su valor viene determinado, me parece, por la calidad narrativa. Dicho de otro modo: me encantan escuchar las historias de los niños, llenas de fantasía, pero eso no hace a los niños buenos novelistas. Las historias de un célebre corresponsal pueden ser magníficas, pero algunos pensamos que sigue necesitando aprender a escribir y dejar de lado los recursos fáciles. En este dichoso país, que ha parido durante más de mil años su lengua, tenemos la suerte de tener escritores prodigiosos; de hecho, me parece que cada lengua está a la espera de un escritor prodigioso y que es un drama que cada día desaparezcan del mundo algunos idiomas. Sé que no está de moda decirlo, pero las lenguas son un tesoro que debe ser protegido; de lo contrario estamos a merced de mercado puro y duro [3]. Gonzalo Hidalgo Bayal, a quien prefiero llamar don Gonzalo por respeto a su labor docente, reúne ambas cualidades: tiene historias que contar y sabe contarlas, ¡y vaya si sabe! Sólo un par de autores españoles actuales saben manejar nuestro idioma con la maestría de don Gonzalo. Y es que leyéndolo se aprende.

            Claro que don Gonzalo ha elegido la mejor escuela, la de aquel otro, ya entrado en años, que ha buscado refugio en Coria-Cáceres. Aquel que ha renunciado a la novela, pese a las peticiones de muchos amigos y de numerosos lectores, para quedarse con el ensayo. También de don Rafael Sánchez Ferlosio se aprende: nos enseña a escribir y tengo para mí, ya entrado en años, que pocas cosas necesito más. No hay muchos libros tan hermosos como El testimonio de Yarfoz no sólo por lo apasionante de la historia, sino también, y para mí sobre todo, por la capacidad narrativa de don Rafael. En esta escuela, dura y exigente, se ha fajado Hidalgo Bayal y ha aprendido; pero no como los discípulos palestinos de los rabinos babilonios, que imitaban en todo a sus maestros, sino manteniendo su propia voz, generando sus propios recursos, perfilando unas predilecciones que le han hecho ganar su estilo, algo que pocos autores tienen hoy y que he oído despreciar a los que apenas saben escribir sin faltas. Insistiré en la idea, que es una práctica: nuestro autor escribe con maestría; ha pulido su estilo y no me cabe la menor duda de que ha trabajado los textos.

            El título del libro, Conversaciones, parece una paradoja de ésas que tanto atraen la atención de su autor; porque, en efecto, el mediocre lector que soy ha tenido la sensación de que se trataba de monólogos, soliloquios si se prefiere, y al volver la última página no he podido dejar de preguntarme: Conversaciones… ¿con quién? Porque los oyentes literarios de esas conversaciones son puramente oyentes; no dicen una sola palabra. Incluso en el último relato, Reparaciones, ha desaparecido del horizonte el oyente interior del relato y pasamos a puro, en apariencia, soliloquio. Entonces ¿con quién conversa el autor? Ésta es una parte del juego, pues ¿quién es el autor? Los personajes, es decir, los monologadores, tienen tanta densidad que el lector no podrá reconocer en ellos—yo no he podido y tal vez sea pura incapacidad personal, una de las muchas impericias que me caracterizan—un trasunto de don Gonzalo, que es el verdadero autor. Así, por una parte me digo: es una conversación en la que el autor escucha a sus personajes, algunos de los cuales conocíamos de otros relatos; pero después pienso que el autor de cada monólogo conversa con cada lector, el verdadero oyente, creando así una doble paradoja: sólo el lector es oyente pues los oyentes son parte de la escritura y el autor verdadero ha terminado transformado en oyente. Pero estas paranoias mías no merecen demasiada atención: mejor será sumergirse en Conversaciones.

            La obra, como he dicho, consta de cinco relatos el último de los cuales es el que presenta mayor dificultad, pues no sucede nada y sólo la habilidad narrativa de Hidalgo Bayal nos hace pasar las páginas, pues aunque estemos ligeramente intrigados por el cartel, la costanilla y el hombre, pasamos las páginas sin que pase nada o, más bien, sólo pasa lo que se nos dice, que son palabras. Quizás haya en Reparaciones un matiz surrealista, un poco kafkiano, pero no es lo más relevante. El relato es importante por el ejercicio de escritura pura que supone. El primer relato, Kalé hemera, el más breve, está escrito con tal tacto que nos hace intuir a un autor con una enorme delicadeza personal:

     A las doce y media me dio la mano por tercera y última vez en la puerta de la casa. Si hubiera sido mi profesor de griego, esto no hubiera ocurrido, dijo (pág. 21).

            Con Corzo don Gonzalo nos devuelve a un universo conocido por sus otras novelas, agreste y cazurro, como el monolito, creando un juego de entre percepciones diferentes de la realidad y en la que el sufrimiento es una parte fundamental. Ese sufrimiento forma parte fundamental de los dos siguientes relatos, Aquiles y la tortuga, y Monólogo del enemigo. En el primero de éstos nos reencontramos con Saúl Olúas, que nos cuenta la historia de un viejo amigo; el relato está lleno de guiños, de escondidos golpes de humor a los que Hidalgo Bayal es tan aficionado, y de compasión. Pero ésta alcanza mayor plenitud en el cuarto relato, una verdadera confesión que nos conduce por el laberinto de la soledad que busca compañía. Si me atrevo a usar la palabra compasión es por varias razones; aquí sólo daré tres: el griego y el latín; el hecho de que no sea una penita tonta y, en tercer lugar, porque don Rafael sabría entenderme si me leyese y, consecuentemente, deduzco que don Gonzalo me entendería también.

            Estamos, en definitiva, ante un conjunto de relatos ejemplar que como lector he disfrutado y que una vez más me han hecho descubrir que me quedan universos por aprender.

            Por cierto, la fotografía de la portada es magnífica; pero yo echo de menos el humo del tabaco en los cafés…

            Shalom.

[1] Quizás se les llame higuereños.  Por lo visto en algún pueblo cercano los llaman jiguerolos, palabra con múltiple posibilidad de rima…

[2] Me he referido a este problema en otras ocasiones: acabamos conociendo sólo a los autores que las editoriales quieren dar a conocer. El problema es, pues, el negocio editorial. Estoy seguro: hay un buen puñado—no diré muchedumbre pues lo bueno no abunda ni en el campo—de autores magníficos a los que jamás conoceremos porque no tuvieron la suerte de topar con un editor inteligente. No se trata aquí del drama de corte kafkiano: “No quiero publicar, no soy un buen autor” (sin duda, también perderemos autores por esa razón); sino de la dificultad que tiene un autor que vive en los márgenes para darse a conocer. ¿Quién no conoce hoy al pobre Jonh Kennedy Toole?

[3] Recuerdo un maravilloso artículo de un escritor orillado, Anthony Burgess, que en España publicó el diario El País (aunque en esa época tenían a gala escribirlo con falta de ortografía incluida). Se titulaba Cristo hablaba galés (o algo semejante). Comparaba el inglés facilón que se estaba convirtiendo en lengua franca con la ininteligibilidad del galés, lleno de contracciones, apóstrofes y giros incomprensibles. De hecho, entendí bastante bien los textos en inglés estereotipado, pero ni una sola palabra del galés. Con el español está sucediendo algo parecido y aún recuerdo los sagaces comentarios de Josep Pla, con boina incluida, sobre el castellano, como decía él, que tiende a ser un pez que se muerde la cola.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Guy Deutscher


LA PESTE

            No me refiero a la obra de Albert Camus, desde luego; tampoco a la enfermedad que aterrorizó a Europa durante el siglo XIV. Uso el título en la quinta y sexta acepciones que nos ofrece el DRAE; es decir, hablaré un poco de psicólogos, pedagogos, psicopedagogos y especies semejantes, además de los periodistas. Habrá quien piense que remedo a Karl Kraus, pero es imposible estar a su altura: el vienés sabía poner en su sitio como mucho más estilo a los demagogos del siglo XX. Lo he dicho en otras ocasiones: corruptio optimi pessimi.

            La lengua perteneció durante siglos a los hablantes; éstos decidían  y en muchos casos aún sigue siendo así [1]. Los totalitarismos del siglo XX descubrieron que un método eficaz de controlar a la gente era controlar el lenguaje. G. Orwell lo enunció con clarividencia en 1984. El nazismo y el comunismo lo pusieron brutalmente en la práctica [2]. Ciertamente, nuestro mundo está edificado con palabras: controlarlas es someternos.  Los modernos, ya hipermodernos o postmodernos o ultramodernos, también ha hollado esa senda totalitaria y llegan a decretar la forma de hablar para obligar a pensar. Cuentan con el apoyo inestimable de algunos periodistas dispuestos a exaltar todo lo que sea estupidez mientras pueda venderse.

            (El lector inteligente puede saltarse el párrafo que sigue).

            La historia es conocida por todos: el célebre profesor Espermólogo, psicolingüista, pedagogo, psicólogo y tertuliano, aterrizó en el planeta Tierra para examinar sus lenguas y tuvo el hombre la mala suerte de poner sus pies en España. ¡Qué horror! (no lo decía por los bajos índices de lectura), ¡qué espanto! (no lo exclamó por el descuido con la naturaleza y el patrimonio histórico), ¡qué atraso! Se encontró con la lengua profundamente sexista: la lámpara estaba siempre colgada (es decir, pendiente) del techo; la alfombra era pisada por los pies y la mesa, ¿qué decir de la mesa sobre cubierta por el mantel y sobre la que se colocaban los platos, los vasos y los cubiertos. Sólo en determinadas circunstancias las clases altas accedían a colocar las copas… Espermólogo salió a la calle y descubrió indignado que el Sol tenía luz propia mientras que la Luna sólo podía reflejar la luz del varonil astro. Gritó: “¡Discriminación!” (que, por cierto, es femenino, marca de discriminación, que es femenino, marca de discriminación, que es femenino, marca de discriminación… ¡perdón, lector!) y congregó a una legión de psicólogos, pedagogos y psicopedagogos para una verdadera cruzada contra el sexismo del español (masculino). Con el apoyo/la apoya de los periodistas/las periodistas, (la coma es también el como; el punto, la punta y así/asá,  conste: no se me vaya a criticar) hicieron estragos/estragas: aparecieron las jóvenas, las juezas, las albañilas, las miembras… Quienes se negaron a usar aquel vocabulario/aquella vocabularia nuevo/nueva y rompedor/rompedora, sexualmente equilibrado/equilibrada, defensor/defensora del igualdad/la igualdad, fueron techados/tachadas de moralmente deleznables/deleznablas, malos/malas, carcos/carcas… Los hombres y las mujeres estaban sobrecogidos y sobrecogidas, atónitos y atónitas; algunos abrieron sus bocos/bocas para sumarse a este político/esta política del igualdad/ la igualdad. Fueron felices y felizas para acabar comiendo perdices y perdizas (aunque aquí Espermólogo tuvo sus dudos/dudas, porque ¿era bueno/buena comer perdizas?). Al menos, dejó en paz a los ovejos y a los cabros, que pudieron descansar siendo ovejas y cabras por un tiempo/una tiempa. El nuevo español/la nueva española fue construyéndose con asombroso/asombrosa rapidez/rapideza y acabando/acabanda con el marginación/la marginaciona de las mujeres a un ritmo/una ritma talo/tala que nadie/nadia entendía algo/alga, ni un/una solo/sola palabro/palabra. Todo/toda funcionó por contagio/contagia y quienes/quienas usaban el/la lenguo/lengua del/de la antiguo/antigua modo/moda empezaron a sentirse incómodos/incómodas y a recular en sus posiciones/posicionas. Los niños y las niñas aprendían sin mucho/mucha dificultod/dificultad el/la nuevo/nueva lenguo/lengua y, aunque no se entendían entre ellos/ellas hablaban con claridod/claridad increíble/increíbla. Vinieron/vinieran siglos/siglas de esplendor/esplendora paro/para todos/todas los/las habitantes/habitantas de/da aquel/aquella país/paísa. Los/las editoriales/editoriales hiceron/hicieran su agosto/agosta porque/porca los/las libros/libras teníon/tenían mós/más páginos/páginas y, consecuentemente/consecuentamente, podíon/podían ser/sera vendidos/vendidas o/a un/una mayor/mayora precio/precia. El profesor Espermólogo descubrió un/una dío/día que los nabos podían ser nabas y las almejas, almejos; semejante/semejanta descubrimiento/descubrimienta le llenó de alegrío/alegría. Toquemos/toquemas los/las palmos/palmas y acabamemos/acabemas este/esta insoportable/insoportabla párrafo/párrafa que me/ma duele/duela el/la cabezo/cabeza.

            (Amigo lector, ¿no te has saltado el párrafo? Concluye).

            Malditos sean por toda la Eternidad los que destruyen nuestra lengua.

            Basta con leer algunas circulares o escuchar, simplemente escuchar, cómo la peste se extiende y con frecuencia nos contagia sin que nos demos cuenta. No obstante, contra esta peste hay un vacuna infalible: la inteligencia (sí, ya sé qué supone decir esto y quiero pecar de cruel). Los tontos de siempre han encontrado un juguete nuevo y sólo serán dichosos si todos nos volvemos tontos. ¡Ánimo, que por lo visto, no es tan difícil!, aunque han jugado con ventaja pues comenzaron por los más fáciles: periodistas y políticos, partidarios de la jerga, suculento festín de estúpidos al que pronto se apuntan los agrimensores.


             Guy Deutscher ha escrito un libro interesante: El prisma del lenguaje. Cómo las palabras colorean el mundo, Madrid, Ariel, 2011. No se trata de un libro escrito para lingüistas ni para especialistas de ningún género. No, Deutscher ha escrito un libro accesible al común de los mortales que si por algo peca, es más bien porque a veces se repite un poco como si tomase por tontos a los lectores. No dudo de que yo lo soy; pero los demás, no. El autor es un profesor israelí, nacido unos años después que yo en Tel Aviv; con el tiempo se ha afincado en Europa (en la actualidad vive, envidia, en Oxford) y estoy seguro de que alguna universidad del país-sigla ha intentado echarle el lazo. Ahora bien, buena parte del mérito del libro se debe al traductor, Manuel Talens, pues como indica el autor en la nota a la edición española, Talens ha hecho mucho más que una traducción. Ha realizado una adaptación, algo especialmente difícil, pero útil, en un libro sobre la lengua.

            El prisma del lenguaje, repleto de ejemplos que harán las delicias del lector curioso, nos enseña a poner en duda algunas de las ideas en boga. Deutscher, que no se siente especialmente inclinado a dar la razón a las modas, nos hace reflexionar—más bien, nos obliga—sobre la influencia de la cultura sobre la lengua, la complejidad de las lenguas o la importancia de la lengua materna en las maneras de pensar. Escrito con brillantez, pese a sus reiteraciones,  la obra está dividida en dos partes (la lengua como espejo y la lengua como prisma) y buena parte de ambas está dedicada al problema de los colores (Gladstone, un verdadero man for all seasons), pero también se trata de cómo las lenguas ubican a los objetos y a los hablantes en el espacio y hay un capítulo dedicado al sexo y la sintaxis,  que me ha servido para dar la tabarra a quien haya leído este comentario.

            Personalmente, me parece que toda lingüística es siempre una metalingüística y ésa es una de las razones por la que a los sediciosos filósofos les gusta reflexionar sobre la lengua. Sin duda, Deutscher está en deuda con muchos—desde Sapir a Jakobson pasando por el combativo Chomsky, Heidegger o Wittgenstein--, pero me ha sorprendido bastante, quizás porque sólo soy un aficionado, la ausencia de cualquier referencia explícita a Saussure, ausente incluso de la bibliografía: ¿manías anglosajonas u ocultamiento estratégico? Los problemas del lenguaje, como los de la metafísica—por no hablar de la patafísica--, nunca se resolverán de manera satisfactoria precisamente porque el hombre es el animal del logos y para todo lo que dice o piensa necesita palabras (signos, si se prefiere). El libro de Deutscher me ha hecho pasar un buen rato; he aprendido y ha reafirmado mi convicción de que debemos cuidar el tesoro de nuestra lengua: es una exigencia moral no dejarlo en manos de psicólogos, pedagogos, periodistas o agrimensores.

            Y para quien no lo sepa, “espermólogo” es el calificativo con el que los atenienses castigaron a Pablo de Tarso después del discurso el Areópago. El espermólogo era un pájaro cuya voz podía parecer humana, aunque sus sonidos carecían de significado. Pasó a significar “charlatán”.

            Shalom.

[1] Medítese en el significado nada piadoso que ha adquirido el término “hostia” para los hablantes de España, aunque no en otros territorios de habla española. Escuchar a un comentarista de la televisión mejicana retransmitir una ceremonia comentando “el Papa en persona baja a repartir hostias” no dejará de dibujar una sonrisa en nuestros labios por más piadosos que seamos.

[2] Recuérdese el libro de Victor Klemperer;  pero también las experiencias de Paul Celan, a quien en no pequeña medida se debe el rescate del alemán, y las observaciones que hizo George Steiner.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

De editores


            En ocasiones anteriores he hablado de Pierre Bergounioux; dije, si mi memoria sigue siendo fiel escudero, que me haría con La huella, que en España fue editado en el 2010 por Días Contados. Imposible hacerse con el libro en esta ciudad amante del ruido.  Le editorial catalana no trabaja con distribuidores, ergo las grandes cadenas comerciales—entiéndase literalmente—no trabajan con semejantes editores, pues no los pueden controlar. Así, pues, ni Lx Cxxx dxx Lxxxx (llamémosla X) ni FXXX (refirámonos a ella como Y)  ni Bxxx (digamos Z) ni ninguna semejante me pudo facilitar la obrita de Bergounioux. He aquí a este humilde lector en la misma tesitura que en otras ocasiones: buscando un libro que no se encuentra. En esta ciudad, amante de la suciedad, tampoco hay librerías de viejo de fácil acceso. Cierto: tenemos a Renacimiento, pero la relación con ella sólo se produce a través de la Red, cosa que me disgusta en extremo, sobre todo teniéndola tan cerca: los libros hay que verlos, tocarlos y olerlos. Iberlibro ha sido con frecuencia una solución, especialmente para encontrar volúmenes descatalogados de la mucha y buena teología que se tradujo en los años sesenta y setenta. Es escandaloso que en una ciudad del tamaño de ésta se tenga una mentalidad tan mezquina por lo que a la cultura se refiere. El contubernio ZYX ha copado la mayor parte de las ventas y se ha hecho con la llave de la censura por motivos comerciales, que sin duda es la peor de las censuras porque ni siquiera figura como tal. Al final, tuve que escribir a una de las librerías barcelonesas que sirven los libros de Días Contados y, contra reembolso, me ha llegado hoy el ejemplar que había pedido a la librería Laie a cuyos propietarios estoy agradecido. Más lo estoy por la atención que me han prestado en Días Contados, pues a ellos solicité información de alguna librería de esta invicta ciudad que pudiera servirme sus libros. La respuesta fue rápida y eficaz, además de amable: “Ninguna”. Incluso me solicitaron, en un intercambio epistolar que me sorprendió por su dedicación, el nombre de alguna de las librerías con las que entrar en contacto para servirles sus libros. Quiero agradecer al editor la atención que me ha prestado y su gentileza. También a Laie—podría haber sigo igualmente La General—por la rapidez en servirme el pedido; maguer debo lamentar con profundo pesar el estado cultural de una ciudad en la que conseguir algunos libros se antoja tarea digna de un nuevo trabajo de Hércules.

            No deja de ser un hecho lamentable que las grandes editoriales acaben controlando a las distribuidoras, cuyo número, además, ha ido decreciendo con el paso de los años y con los procesos de concentración empresarial. En esta dichosa ciudad, tan leal, han aparecido algunas pequeñas editoriales en los últimos años, pero no saldrán del término municipal salvo que acepten las draconianas condiciones de algunos distribuidores. Por eso, en estos días tristes en los que aún el calor nos agobia, pero en los que las hojas abandonan su brillante verdor para recordarnos que todo conoce la caducidad y la muerte (cito a Jerónimo cuando tuvo noticia de la caída de Roma no vayan a pensar que no soy lo suficientemente pedante), en estos días tristes, digo, he echado de menos no a los audaces editores, sino a buenos libreros dispuestos a amar los libros con los que comercian. El buen abad Abercio, cuya memoria ha sido borrada de los mármoles y de los pergaminos, consiguió mantener una digna biblioteca en su monasterio y eligió a los mejores para que la guardasen y fueran copistas. Sus manos nos han regalado la luz. Sin embargo, el sistema comercial nos ahoga con los-mejores-vendidos procurando que todos se sometan al gusto de los sin gusto. Yo, señores, me he equivocado tantas veces que algunas, estoy cierto, debo haber acertado. Y ésta es una de ellas: la cultura no es un negocio y, aunque también se viva de ella, no se la puede tocar sin tacto. Los dueños de ZYX quizás tienen tacto, pero sólo para el papel moneda; digo esto sin menoscabo de las personas que allí trabajan, pues ellas saben que no son dependientes ni vendedores, pese a que sus empresas pretendan reducirlos a semejante condición. Con frecuencia, los negociantes no son dignos de los trabajadores que emplean.

            Dicho esto quiero dirigirme al lector de esta gacetilla que a veces se llama Anónimo, otras veces Ángelus o Marina y que sospecho que son la misma persona, pues tengo serias dudas sobre la continuidad del espacio-tiempo. A Anónimo le doy sinceramente las gracias por leer lo que escribo cuyo mérito está, si lo tengo, en no cometer demasiadas faltas. A Angelus le diré que tiene toda la razón, cosa que él sabe de sobra y por eso no necesita que yo se la dé. En cuanto al comentario que ha dejado Marina diré que estoy de acuerdo: “deja un pequeño poso”. Me pide alguna recomendación y, aunque no soy quién, admitiré que libros que dejan poso he leído algunos; pero mi recomendación sería muy desordenada: Los hermanos Karamazov, La peste, El factor humano, Diario de un cura rural, Los miserables (¡ah! Eso debe tener futuro), El hombre sin atributos, Almas muertas, Juventud sin Dios, El árbol de la ciencia, La montaña Mágica, Bomarzo, Historias del subsuelo, Cien años de soledad, Guerra y paz… No sé muy bien qué decir, pues no la conozco, Marina. ¿Por qué no se deja guiar por su instinto? Si dio con De vidas ajenas, seguro que dará con otras novelas interesantes. Le diría que en los últimos años Expiación supuso para mí algo más que la mayoría de las novelas al uso. También me dejó un poso el relato El cielo es azul; la tierra, blanca… Construimos en el tiempo nuestras vidas, que son el tiempo que se nos ha dado. Por eso, la mejor recomendación que puedo hacerle es que siga leyendo. Y gracias por haber dejado un comentario.

            Shalom.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Emmanuel Carrère


¿HAY TANTOS AUTORES GENIALES?


            Si uno hiciera caso a la faja que acompaña a la mayoría de las noveles que se venden o a las críticas impresas en la contraportada, creería posiblemente que ha llegado una edad de oro de las letras. Sin embargo, debe notarse que los autores no tienen la culpa de lo que dicen los críticos salvo, claro está, que los hayan comprado [1]. Y me refiero, especialmente, a los críticos que publican sus comentarios en periódicos o revistas… Todos sabemos que los medios de comunicación—televisión, radio, prensa, portales de la Red, editoriales, etcétera—tienen dueños; y sabemos igualmente que las críticas aparecidas en un medio de comunicación están con frecuencia matizadas por la propiedad. Yo no desconfío de las críticas que aparecen en los libros; directamente no me las creo. A veces me he equivocado, mas prefiero mantener una actitud escéptica con la única finalidad de curarme en salud. Dicho de otro modo: Dostoyeski sólo hay uno.

            Ciertamente, novelas geniales hay más de las que uno admitiría de buen grado en una conversación relajada; autores, sin embargo... El último viernes, o tal vez fue el jueves, charlaba con un compañero a propósito de los últimos disparates de la estrella yanqui Harold Bloom, cuyo criterio ha sido en ocasiones como su nacionalidad, id est, no sólo imperialista sino que, además, ha tenido el mismo sentido del tacto que el deporte por excelencia de las universidades de su país sigla: ninguno. No quiero insinuar, por supuesto, que el señor Bloom sea una animadora. Nuestra conversación derivó hacia los tres mejores autores del siglo XX. No era capaz quien esto escribe de reducir a tres, porque a cada instante me asaltaba un nombre; pero mi compañero, entre divertido y entusiasmado, decía: “Ése es uno de los tres”, aunque ya íbamos por el décimo o el undécimo. Hoy no sabemos qué autores serán leídos con devoción dentro de un par de milenios. Es verdad que seguimos leyendo a Homero, César o Jeremías, pero ¿quién? Además de algunos eruditos, los curiosos o los pocos que desean cultivarse. La historia de David es apasionante, pero ¿quién se acerca a ella? La Ciropedia enseña mucho más que la mayoría de los tratados de política que se escriben y cualquier diálogo de Platón alcanza una profundidad siempre nueva. Me duele reconocer que casi nadie los lee con atención. Y me temo que el futuro será peor, porque el invento ése del pseudolibro no sólo pondrá a prueba la atención del lector, sino que la liquidará. En otras palabras, ¿cuántos aprendemos hoy algunos poemas de memoria? El señor Bloom lo hace; esto le honra, aunque no comparto la opinión de Steiner sobre el papel de los EE.UU. en la cultura.

            He leído con placer la novela de Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, Barcelona, Anagrama, 2011. De Carrère había leído la biografía del autor de ficción científica Philip K. Dick, porque la película Blade Runner me había hecho pensar [2]. No eligió mal Carrère. Puedo decir que he leído De vidas ajenas casi de un tirón, aunque la primera parte no acabó de convencerme. El interés fue creciente, pues desde el regreso del narrador a Francia todo adquiere otra tonalidad.

            Al terminar de leer el libro me he preguntado si realmente es una novela o se trata más bien de un testimonio novelado, uno de ésos que parecen haberse puesto de moda en el país vecino, y esto me ha llevado a cuestionarme si los personajes de una historia son más conmovedores por ser reales. Después he pensado que la misma pregunta era un error, pues todo personaje es real si el escritor ha sabido cumplir con su trabajo. Todos conocemos la historia de aquel personaje de Unamuno tan real que se niega a obedecer al autor. Carrère ha cumplido con su deber, pero  sólo parcialmente pues algunos de los personajes con un protagonismo claro—pienso en Patrice—parecen más bien construidos como un recurso contrapuntístico si se me permite la expresión. Dicho esto, es mi obligación reconocer que, pese a sus limitaciones, De vidas ajenas es una novela conmovedora y que he leído no sólo con interés: también con tristeza. Porque los asuntos que aparecen en el relato causan sufrimiento: la pérdida de un hijo, el cáncer que devora el presente de una madre dejándola sin futuro… No suelen ser temas habituales en la literatura de hoy. El autor lo ha abordado con honestidad y compasión asumiendo el papel de testigo—y es tal vez ese testigo, el propio Carrère, el personaje mejor construido por cuanto sólo se hace presente en su ausencia.

            No, Carrère no es un nuevo Dostoyeski; pero es que, además, nadie puede serlo. El autor francés, cuya fotografía en la solapa delata a un tipo simpático que va al gimnasio y que no tiene pinta de novelista al uso, no es responsable de los excesos de los críticos. Carrère es él mismo, me parece, y lo que hace grande a un autor no es ser otro autor, sino la capacidad de ser otro en cada uno de sus personajes.

            Hablar del sufrimiento ajeno nunca es fácil si uno no lo hace para burlarse de él o se recurre al truco fácil de las series de televisión que acaban riéndose de un tercero usado como chivo expiatorio. Por eso, entre otras razones, la televisión es muy mala maestra. Carrère ha tenido el mérito de acercarse con compasión auténtica—simpatía—al dolor de unas personas que son como cada uno de nosotros, de carne y hueso; que se hacen nuestras mismas preguntas y que, pese a la aparente serenidad, se unen al grito de don Miguel ante la muerte: “¡No!” Es, aunque no se sepa, el grito que antecede a la luz del octavo día.

            Shalom.

[1] Esta compra no tiene punto de comparación con la que llevaron a cabo algunos autores jóvenes, desesperados, que deseaban publicar a toda costa en alguna editorial de renombre. Conozco yo de primera mano la historia de un autor que consiguió publicar su primera novela vendiendo una finca propiedad de su sobrina… En este caso no se compró el favor de la crítica, sino la misma posibilidad de edición. Y es que todo se acaba sabiendo: el planeta es muy pequeño.

[2] El monólogo final de Rugte Hauer (Roy) me emocionó. Cito de memoria el final: “Todos mis recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia”. La película me llevó a la novela, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y mi buen amigo Jordi, que anda haciendo su tesis doctoral sobre Jung, me regaló la biografía escrita por Carrère.



domingo, 4 de septiembre de 2011

Ivan Klíma

QUIEN DE VERDAD PIENSA ES LIBRE. QUIEN PIENSA LO QUE LE MANDAN ES UN ESCLAVO
La libertad no te la dan: la tomas


“Después de Auschwitz sería imposible seguir siendo nazi, pero después de los campos soviéticos uno puede seguir siendo comunista”

            Hay personas a las que parece perseguir la mala fortuna. Y no me refiero a ningún Cándido, pues también Voltaire creía fervientemente en el progreso… al menos hasta el terremoto de Lisboa. No, me refiero a aquellas personas que tras caer en las manos de la barbarie nazi fueron a caer, creyendo a veces que serían liberados, en las manos de la barbarie comunista. Esto le pasó a muchos habitantes de Centroeuropa [1]: checos, eslovacos, lituanos, polacos, húngaros, alemanes… No es que salieran de Guatemala para entrar en Guatepeor, sino que en realidad no salieron de ningún sitio: su patria se había convertido en su cárcel; su país, en su lugar de exterminio. Fue el caso, especialmente, de los judíos de Centroeuropa: acosados por la brutalidad fiaron en 1945 su libertad a los que llegaban desde las estepas; pero la libertad no te la dan: te la tomas.

            Nadie en su sano juicio negará la brutalidad de los nacionalsocialistas. Sin embargo, aún muchos se niegan a ver lo que resulta evidente: la brutalidad de los comunistas [2]. “Ni siquiera ochenta y cinco millones de muertos mancharán la visión comunista del mundo”, declaró el editor de L’Humanité (pág. 263). Todo esto se recoge, entre otras muchas cosas, en el libro del checo Ivan Klíma, El espíritu de Praga, Barcelona, Acantilado, 2010.

            Ivan Klíma nació en Praga en 1931 en el seno de una familia de origen judío [2]. Pasó su infancia en su ciudad natal, tiempo que le dejó hermosos recuerdos hasta que fue alcanzado por la ola de la barbarie tras la anexión de Checoslovaquia en 1938. Primero su padre y más tarde su madre, su hermano pequeño y él fueron deportados a Theriesenstadt. De allí saldrían milagrosamente con vida “liberados” por el ejército soviético en 1945. Klíma nos deja un vívido retrato de estas experiencias en Sobre una infancia algo atípica, donde la palabra “algo” es una profunda ironía que el lector puede tomar por un sarcasmo. Posteriormente, Klíma ingresó las filas del Partido Comunista pues, como otros muchos, fue engañado (la palabra “seducido” no expresa con claridad lo que sucedió) por la propaganda. En Theriesenstadt descubrió Klíma que escribir libera y los primeros años de experiencia comunista le enseñaron que las promesas de una libertad concedida por tiranos es, en realidad, la peor de las esclavitudes. Abandonaría el Partido—nótese el carácter totalitario en el artículo determinado—tras la detención de su padre y el propio Klíma, cuya vocación de escritor era palmaria, se vio obligado a sobrevivir ejerciendo trabajos que poco tenían en común con la tarea del escritor; pero eso fue precisamente lo que le salvó de convertirse en un títere propagandista del poder: no quiso ejercer de agrimensor y eso le honra.

            El libro publicado por Acantilado recoge una serie de artículos y conferencias sobre diversos temas, pero que giran básicamente en torno al problema del totalitarismo. Con una finura habitual entre los autores centroeuropeos, sepultados durante decenios por la censura, Klíma traza las líneas que dibujan el mapa mental del totalitarismo; porque éste es antes que nada una manera de pensar, una teoría que se práctica como teoría sin dejarse examinar en su realidad práctica. Así, las reflexiones sobre la Ciudad de los santos tristes, Praga, o sobre la lengua llevan las marcas de una reflexión que no se quiere obediente a consigna alguna, sino a sí misma, a su experiencia. Las reflexiones están llenas de sabiduría; sólo daré algunos botones de muestra:

Me aceptaron como estudiante en la faculta de Filología de la Universidad Charles a principios de 1952. En aquel tiempo, la ideología estalinista dominaba todas las áreas de la vida intelectual. Se destruyó de un plumazo la independencia intelectual de todas las instituciones de estudios superiores […]. Evidentemente, los departamentos de humanidades fueron los más profundamente afectados (pág. 37).
     Cada pocos segundos ale a la luz del día un nuevo libro. La mayoría de ellos serán sólo una parte del zumbido que nos hace duros de oído. Incluso el libro se está convirtiendo en un instrumento del olvido (pág. 46).
     Lo que a principios de siglo XX pudo considerarse mezquindad o provincialismo, hoy lo vemos como una dimensión humana milagrosamente preservada (pág. 52).
     La gente escupe las palabras—esas frases horribles y petrificadas—cada vez más rápido y con menos cuidado, porque subconscientemente (y con razón) siente que la persona con la que habla lo entenderá de todos modos y que no importa demasiado, porque lo que dice es como no decir nada (Pág. 59).
     A medida que se burocratiza nuestra vida, se burocratiza nuestra lengua (pág. 60).
     Y una persona que deja de pensar, deja de hablar. Sólo emite sonidos (pág. 61).
     La superproducción en el ámbito de la información y las ideas apenas se diferencia de la superproducción en el ámbito de las cosas. La cantidad ha reemplazado a la calidad (pág. 79).
     No hay poder en la Tierra que no haya confiado en alguna forma de terror (pág. 95).
     Muchos de esos dogmas, predicciones, leyes y profecías del socialismo no sobrevivieron al encuentro con la realidad. Pero el “lenguaje” que dio forma a la fe y entró en la conciencia general a través de las obras de estos profetas demostró tener mucha mayor inmunidad. Este “lenguaje que no sólo está muerto sino que es el lenguaje de la propia muerte” (Jiři Gruša) creo por encima de todo un vocabulario especial de palabras tabú o conjunciones mágicas cuyo único propósito era corregir o simplificar la realidad de manera que puediera ser interpretada con el espíritu de la fe secular (pág. 155).
     No hay redención sin sufrimiento. Quien no ha pasado por el dolor tampoco sentirá el alivio de la ausencia de éste. Quien hay sentido se nunca valorará del todo la dulzura del agua común de un manantial (pág. 190).
            Uno de los últimos capítulos está dedicado a Franz Kafka y aunque no esté yo—siendo mi autoridad en el asunto nula—de acuerdo con las observaciones de Klíma, que tiende a una traducción demasiado biográfica de los símbolos kafkianos, su análisis echa algo de luz para que nos acerquemos, siempre con respeto, al escritor convertido en el emblema de Praga.


            El libro de Klíma me ha recordado una parte de mi primera juventud, los años iniciales en la facultad, en los lejanos setenta. Habíamos dejado atrás con esfuerzo y alegría un sistema cuyo calificativo más suave es el de autoritario [4]. Poco a poco fueron llegando los cambios, y uno de los más importantes fue el de poder expresarnos abiertamente, sin miedo. Pronto, sin embargo, llegó la censura, pero por el otro lado; pues no podíamos criticar la política de los comunistas sin merecer una mirada de reproche o ser tildados, como poco, de ingenuos cuando no de burgueses. Nunca me ha gustado Neruda, y no sólo por lo que intentó hacerle a Juan Ramón cuando visitó España. No, el chileno fue estalinista y defendió las purgas; pero someterlo a crítica significaba entonces engrosar las filas de los burgueses… Detestaba yo algunas discusiones porque el capitalismo—sistema perverso donde los haya—se critica por lo que hacía, pero el comunismo sólo podía ser juzgado idealmente, prescindiendo de los millones de muertos que ya entonces todos sabíamos que había causado. Aquello era una forma voluntaria de ceguera; el mayor mérito era repetir las consignas sin pensar, sino sometiéndose.

            El totalitarismo se presenta en nuestra vida de maneras muy diferentes. Hoy el empuje, ruido y traqueo constante de los partidarios de eso que se ha dado en llamar “corrección política” provoca la autocensura de muchos al hablar y al escribir: en público se sostiene un discurso contrario a las Tischreden, charlas de sobremesa. Los sistemas totalitarios eliminan, primero, toda disidencia declarando moralmente culpables a todo aquel que osa sostener una opinión diferente; pero nosotros debemos recordar: Freiheit is immer die Freiheit des Andersdenkenden, frase que, si no me equivoco, se debe a Rosa de Luxemburgo. Nosotros no vivimos aún (por lo que parece) en un sistema totalitario, pero ya se dan muchas actitudes totalitarias—y buena parte de los discursos políticos viven hoy de ellas [5]. El totalitarismo, cualquiera, necesita que los individuos se sientan culpables: todos conocemos qué significa autoinculparse… Pero, además, los totalitarismos promueven la sumisión al poder como una virtud excelsa. Esa sumisión es la que hoy vemos en muchos agrimensores; como me dijo una vez mi hermano refiriéndose a uno de ésos: “Actúa así porque se lo ordenan; y si lo que se llevase fuese fusilar, puedes estar seguro de que te pondría en el paredón”. Se trata de no pensar, sino de someterse aboliendo la propia conciencia. Además, el totalitarismo justifica ideológicamente el poder al que se somete como el único legítimo invocando la más de las veces al pueblo (Volk) y a sus necesidades: se trata de hacer desaparecer al individuo pues su mera existencia es moralmente perversa, individualista.

            Por todo esto ya hemos pasado; nos han golpeado, pero estamos de pie. La única defensa posible es seguir pensando sin someterse a las consignas ni a lo que los demás aguardan, sin esperar aplausos; porque la libertad verdadera nunca te la dan: tú la tomas.

            Shalom.        

[1] Concepto que fue sustituido por el de “Europa del Este”; pero quien observe con atención notará que la República Checa no está, desde luego, en el ala este del Viejo Continente, sino en pleno centro. Va siendo hora de recuperar la vieja noción de Mitteleuropa.

[2] El número de muertos causados directamente por los sistemas comunistas se eleva a más de cien millones de personas; pero no se trata de contar los muertos a la manera de los agrimensores, sino de no olvidar y de no enterrar con palabras vacías el sufrimiento. No hay justificación ninguna para un solo muerto, pues el Talmud nos enseña que quien salva a un hombre, salva a la humanidad entera.

[3] Cuenta el autor que parte de su familia no era étnicamente judía, sino que provenía de protestantes convertidos al judaísmo. En efecto, cuando se impuso la uniformidad confesional en el Imperio sólo se admitía, junto al catolicismo, el judaísmo. Algunos pastores luteranos aconsejaron a sus feligreses que se hicieran judíos.

[4] Conozco la dureza de los años de la posguerra por mi madre y, especialmente, por su padre, mi abuelo Antonio, que fue a dar con sus huesos en la cárcel por delitos políticos. En el Mar Egeo un submarino, quizás italiano, había hundido el barco del que era capitán, el Armuru,  y posteriormente fue acusado de llevar un cargamento de armas a la República. En honor a la verdad, debo decir que mi abuelo Antonio fue un hombre honrado, excelente, y que no se merecía de ninguna manera—como otros muchos miles—lo que hicieron con él al acabar la guerra. Fue inmerecido, injusto y cruel, obra de personas que trabajan para un régimen criminal; pero prefiero recordar a mi abuelo llevándome a la plaza de San Pedro y entreteniéndome bajo de los grandes magnolios, de raíces fabulosas, con pequeños frutos del gigantesco árbol a los que hacía girar como diminutas peonzas. Murió cuando yo apenas contaba cinco años, pero aún hoy, después de tanto, se me humedecen los ojos cuando lo recuerdo. Sé que yo le gastaba la colonia que él atesoraba en un maletín de cuero; mas no es éste el lugar para historias de familia, aunque sí quiero honrar la memoria de un gran hombre.

[5] Amén de los medios de manipulación de masas, cuya concentración en pocas manos es un verdadero escándalo para la libertad de expresión, que no puede identificarse sin más ni primariamente con la libertad de mercado; porque la expresión pertenece a las personas y el mercado, no.