domingo, 29 de enero de 2012

¿Camus? ¿Albert Camus?

AUNQUE SE LE PARECE, NO ES CAMUS


Debía haber escrito ayer. Debía, digo, pero no pude, porque el día de santo Tomás, cumpleaños de mi hermano mayor, y festivo para bachilleres en otro tiempo—en el que contaban más las fiestas, porque había motivos para celebrar, que las vacaciones, pues es el hastío es hoy mayor—, regresé a mi adolescencia de nuevo visitado por el sufrimiento, no mal de amores, sino de chorla [1]. De hecho, regresó un recuerdo apabullante como el cielo negro antes de la tormenta. ¿Quién ha hablado de pájaros? No, hablo de jaquecas: desde los catorce años, si no recuerdo mal, cada cierto tiempo me asaltan eso que yo llamo dolores de cabeza tumbativos, porque me dejan en un estado tal de postración como aquel que recibe un directo fortísimo al mentón y, como también he recibido alguno, gracias a la bondad de mi segundo hermano, puedo dar fe de que lo prefiero a una de esas cefaleas que arrastro desde hace más de treinta años. Forman, pues, parte de mi vida y, como habré dicho pues me repito con hasta frecuencia, los dolores de cabezas son los responsables de algunas manías literarias.

            Estoy con la lectura de algunos libros [2]. Una hasta ahora decepcionante impostura de Argullol; un ensayo de Gavrilyuk, que me ha obligado a revisar puntos de vista, y algunas otras cosas más breves y endebles (Autmann y Marina, ambos de poca sustancia y que tal vez no reflejan bien a sus autores; pero ya se sabe, “libro que no se vende, se come al escritor”, refrán recién inventado que me viene como anillo al dedo); ninguno de ellos se ha visto afectado por mi jaqueca; quiero decir: no le he cogido manía a ninguno por haberle echado las culpas de mi mal inconscientemente.

            Pero el viernes por la tarde fui al teatro. Será la tercera vez que hable de teatro en la gacetilla y si las veces anteriores las causas tenían que ver con la amistad, ésta también, aunque se trata de mi amistad irrompible con un difunto, con el inabarcable Albert Camus. Sí, fui a ver El estado de sitio. Como en otras ocasiones, empezará por lo importante:

El estado de sitio, de Albert Camus.
Versión: Juan García Larrondo
Dirección: José Luis Castro
Reparto:    José Carrión (Nada)
Juanma Lara (La Peste)
Esther Ortega (La Muerte)
Luis Rallo (Diego)
Celia Vioque (Victoria)
Escenografía: Giuliano Spinelli
Iluminación: Miguel Ángel Camacho

            Parece cierto (Lottmann lo repite varias veces en su biografía de Camus): novela, ensayo y obra de teatro. Fue una constante en el proceder del escritor francés. En una de sus presentaciones a El estado de sitio el propio Camus desmintió que fuese una adaptación de La peste, luego parece evidente que lo es de una forma u otra. La obra se estrenó en 1948, tres años después del final de la Segunda Gran Guerra, en una Francia que aún estaba en plena èpuration y en la que las cicatrices eran tan abundantes que se hacía imposible olvidarlas. Los grandes personajes—La Peste, Nada, la secretaria (la Muerte), Diego, Victoria—adquirían su significación en un contexto específico. No es lo mismo un montaje teatral que un ensayo o una novela. Sin duda, acceder al contexto es fundamental en todos los casos, pero en el teatro cada nueva representación sólo es posible con una nueva contextualización lo cual supone haber comprendido sensatamente la primera.

            ¿Por dónde empezar? La puesta en escena me pareció pulcra, bien lograda y prestaba juego a la vertiente coral, respaldada por un grupo de actores cuyos esfuerzos no estuvieron a la altura de los resultados gracias al trabajo de dirección y adaptación. Lo mejor que se puede decir de la iluminación es que, al menos, dejó ver la obra, pese a los excesos con el humo (señores, el público sabía que estaba asistiendo a una representación teatral, lo juro: no hacía falta atufarlo). En eso cumplió, aunque el foco debió ser más certero...

            Respecto al trabajo de los actores principales—puesto que no hay un protagonista—debo matizar. Sin duda, José Carrión tuvo un arranque magnífico (y no sólo por su voz quebrada), aunque poco a poco, quizás contagiado por el desarrollo, fue yendo a menos hasta llegar al cansino monólogo final, que se salva por más por su expresión corporal que por su dicción. Juanma Lara no tiene la culpa exclusiva de la deriva de su papel, pues la proyección reiterada de su rostro no sólo lo privaba de expresividad, sino que cercenaba el dramatismo. Y es que teatro no es cine. Lara tiene suficiente presencia física, gesto y fue capaz en algunos momentos de un distanciamiento expresivo, aunque tal vez eché de menos la frialdad de La Peste, que no distingue porque es absurda. Ignoro quién aconsejó a Esther Ortega en la representación de su papel; pero daba la impresión de ser una bruja malvada, la princesa de los hombres lobo o la reina de la galaxias, incluso por el vestuario, y no esa realidad distante y heladora, la Muerte. ¿De quién recibió la orden de mantener los dedos permanentemente tiesos? Los que deberían quedarse así eran los marcados; por eso, el exceso me hizo incluso simpático el gesto pues delataba cierta falta de expresividad. De hecho, los diálogos de la secretaria con La Peste fueron romos y reiterativos. De los dos actores que me quedan del elenco principal, Luis Rallo y Celia Vioque, es mejor no decir nada, aunque tengo para mí que la responsabilidad viene más bien de la versión que ha elegido el Centro Andaluz de Teatro.

            El director ha hecho ¿lo que ha podido? No sé muy bien cómo repartir responsabilidades, pues gran parte de los problemas vienen de la descontextualización de la obra: se ha recortado y pegado, un poco como hacen los universitarios con sus trabajos, sin que llegue a percibirse el problema fundamental, el del absurdo. La forma de montar los diálogos sólo ha servido para ocultar lo que debía ocupar, a mi juicio, el centro de la representación. En este sentido, el coro debió cobrar una mayor relevancia en vez de verse convertido la mayoría de las veces a una simple comparsa. No me gustaron ni la dirección ni la versión: han hecho de los actores simples alegorías; es decir, excusas. La versión, bien intencionada, no se asoma a la hondura de la obra original quizás porque no ha sabido interpretarla en un contexto nuevo. Aquí se debe anotar que el montaje se ha hecho con motivo del bicentenario de la Constitución de Cádiz. De hecho, el estreno del montaje se hizo en esa ciudad. ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? Se ha tomado la obra como pretexto. Lo peor que puedo decir es que, aunque basada en un texto de Camus, no era Camus. No sabría muy bien decir qué, pero las intenciones me han parecido en exceso humanitaristas (la palabra no existe, lo sí) y no humanitarias. Alargamos las palabras, bien lo saben los dueños de la polis, cuando queremos vaciarlas de significado, porque tratamos de despegarlas de uso cotidiano, que las desgasta y les da forma. Sin duda, Camus sigue siendo nuestro contemporáneo y por eso, siento hablar así, se merecía otra cosa. Quizás la culpa sea del gato.

            Shalom.



[1] Uso la palabra porque entonces era común para referirnos a la cabeza; supongo que la confusión de chorla con cabeza viene de la expresión “cabeza de chorlito”, que suelo usar para referirme más bien a alguien alocado y que juzga con precipitación.

[2] Y, curiosamente, de algunos de mis viejos diarios. Escribo desde los trece años un algo semejante a un diario, pero nunca me ha dado por releerlos; pero estos días han aparecido algunos cuadernos de los años ochenta y he leído; eso sí: sólo un poco, que tampoco es preciso vivir espantando.

jueves, 19 de enero de 2012

Carlos Pujol, poeta.

LA LUZ CREA, NO SÓLO ILUMINA


            Ha muerto recientemente el poeta el escritor, el poeta barcelonés Carlos Pujol, noticia que me ha apenado profundamente. Hace pocos días adquirí su último poemario, El corazón de Dios, Palencia, Cálamo Poesía, 2011. Fue en buena parte por el título, un luminoso antropomorfismo; pero también porque de Carlos Pujol había leído yo otros dos poemarios. Uno publicado en Pre-Textos, Versos de Suabia, y otro editado por La Veleta, de Granada, Cuarto del alba. Aunque ninguno de los dos me había resultado fácil de leer, sin que yo acierte a saber con exactitud por qué, me habían gustado. Abrí El corazón de Dios y me encontré en un mundo hermoso y familiar:

No te voy a contar
nada nuevo: vivimos
en una casa demasiado llena.
Con muebles, versos, chismes,
perifollos y plantas de interior,
palabras que no quieren decir nada
y soberbias locuras
para pasar el rato.
Es lo que llaman calidad de vida.
El día en que nos llames estaremos
doblemente desnudos,
echando en falta en medio de la luz
el engaño a los ojos de las cosas.

            Quizás alguien pueda sentir más ternura por la cotidianeidad, pero difícilmente alcanzará una expresión más lograda. Los versos de Pujol—versos blancos dicen los profesores de literatura—no son prosa echa pedacitos (como a veces se ha quejado algún sabio poeta miembro de nobles jurados): tienen un ritmo sabio, nada subterráneo ni difícil de encontrar [1].

            El poemario es un diálogo es un largo soliloquio con Dios en el hermoso terreno del cada día ya sea del pan, del perdón, del dolor o del olvido. Hay en cada poema un hilillo de cariño a ese Dios que no sólo no responde sino que es Él precisamente porque calla. Aun arriesgándome a decir demasiado de mí y a mancillar la bella palabra de Pujol (El Eterno me perdone), diré que la forma de presencia de ese Dios, es su ausencia. Algo que lo acerca en endecasílabos a la infancia que late en el corazón de aquel que se esconde detrás de los cristales de sus grandes gafas:

El tobogán es la gran aventura,
un castillo de arena es el imperio,
la chapa de refrescos forma parte
del tesoro de Morgan el pirata.
Y al final del pasillo se entrevé
el mismo corazón de las tinieblas.
Asistes a las gestas y sonríes,
porque el juego también fue invento tuyo,
igual que las estrellas y nosotros.

            Estamos ante una presencia elusiva, que se nos escurre entre las manos una y otra vez; un Misterio que es luz, pero que en ocasiones nos ciega. No cabe duda de que en todos estos versos de Pujol late la experiencia de haber vivido y de haber llegado a una orilla lejana marcada por la vejez:

[…]
Las máscaras de viejo ¿te parecen
más amables y bellas que otras?
Las arrugas, las canas, los traspiés
[…]
Si nos miras sabemos lo que somos,
nunca pudimos ser como ahora jóvenes.

            Se tiene frío, tal vez miedo, pero se sigue vivo y no se quiere renunciar a nada: ¿Tiritas como yo? Me parece recordar que fue Bernanos quien dijo: Amo a este mundo mucho más de lo que nunca me atrevería a confesar; sin duda Carlos Pujol compartiría gustoso esta opinión. Mas su amor al mundo, con todos sus cachivaches, no es nunca un aferrarse, sino el cariño a lo concreto:

Aquí donde me ves,
no soy un buen perdedor. Me gustaría
no renunciar ni a un átomo de mundo,
como si fuese propiedad privada…

            ¿Qué queda? Sin duda una fe quejumbrosa que sólo se sabe segura cuando duda de sí misma; pero también—y es más importante—mucha vida, mucho amor y también mucha alegría. Queda ese humor discreto y cercano que mira con cordialidad incluso aquello que a una sensibilidad educada le choca. He titulado esta entrada con una idea de la teología ortodoxa que nosotros, nacidos donde el Sol muere, apenas hemos vislumbrado. Debo decir, sin embargo, que El corazón de Dios ha vuelto a poner esa verdad en mi mente, pues el poeta—Pujo lo es—no sólo ilumina nuestra existencia, sino que crea espacios para que nuestra alma pueda crecer y madurar [2].

            Shalom.

[1] Escuché por primera vez esta expresión a una poeta, una buena poeta, se vio obligada a defenderse de los amables ataques de un entrevistador. Sin embargo, la he oído más veces para justificar el carácter poético de algunos textos que ni siquiera son prosa. No: o el ritmo está en las palabras con sus vocales y sus acentos o no está.

[2] He repetido con frecuencia la tajante afirmación de Dámaso sobre la poesía y la religión. Sí: hay una profundidad en la existencia que nos llega gracias a las palabras del poeta. Y meditando en esto he recordado unas palabras del gran Karl Kraus sobre la superficialidad inveterada de los filisteos, de los buenos burgueses, de los agrimensores: pueden hacerlo todo. Pueden pecar y pueden arrepentirse; pero ni el pecado los hace peores ni el arrepentimiento mejores. 

domingo, 8 de enero de 2012

Mini Franzen

TEBEOS

En memoria de Ángel Martín Martín


            Nosotros siempre solíamos hablar de tebeos, pues la palabra cómic nos era desconocida. Tal vez allá por quinto de bachillerato usáramos el anglicismo por culpa de los superhéroes de Marvel [1]. Al final, al menos eso me parece, la para la gran mayoría han desaparecido los tebeos y sólo quedan las tiras cómicas, los cómices [2]. Nadie reconoce hoy con gusto que lee tebeos, pero sí esas otras tiras, pues parece que tienen no sólo más prestigio, sino que son propias del mundo adulto.  Yo, empero, prefiero mil veces los tebeos e incluso con catorce años los prefería a la propaganda que nos invadía en forma de historietas procedente del país sigla. Cierto: durante un tiempo estuvo mal visto admirar a los protagonistas de las series de Marvel, pues bajo el influjo de los mandarines franceses se les consideraba meros portavoces de la cultura popular  capitalista (no quiero recordar ya lo que se llegó a decir del pobre pato Donald); pero hoy incluso se ha hecho tabla rasa de aquella crítica y la industria del cine (aunque dudo mucho que merezca ese nombre) ha  hecho su agosto con Spiderman [3] la Masa, los Cinco Fantásticos, Thor (¡pobre mitología germánica!) y esos juguetes articulados tipo Capitán América (colmo del patriotismo machista español). Insisto prefiero los tebeos. Hablaba de quinto de bachillerato; sin embargo, la cosa empezó mucho antes, al menos para mí. Era otro mundo. Sólo eso: otro.

            He estado pensando en esto a propósito del mini-franzen que he leído esta mañana: Jonathan Franzen, Zona templada, Barcelona, Seix Barral, 2005. El prólogo, que he evitado cuidadosamente, se debe a Gustavo Martín Garzo. Se trata de un texto muy breve, apenas cuarenta y dos páginas, que se lee con gusto. Un ensayo corto en el que Franzen—del que tendré que acabar leyendo Libertad [4]—se vuelve a su infancia y evoca con nostalgia, a veces oculta, un mundo ya desaparecido, el suyo. Además de la revolución ocasionada en casa por su hermano Tom, Franzen medita en el papel que las tiras cómicas de Charles Schulz, Charlie Brown, que aquí conocimos durante algún tiempo como Carlitos, y su perro Snoopy, que aquí conocimos como Snoopy (y no como Fisgoncete, que hubiese sido lo suyo), jugaron en su vida. Como toda evocación bien hecha de la infancia tiene algo que nos la hace muy cercana, pese a las distancias culturales (y no digo temporales, pese a que Franzen sea mayor que yo. De acuerdo: sólo un año, pero ya es algo). El mundo de Penauts era acogedor, con los límites perfectamente definidos y, desde el punto de vista de un mafaldiano irredento como yo, de lo más soso, aunque entrañable. Sin duda, Charlie Brown era más infantil que Mafalda, más ingenuo y mucho menos mordiente; pero ése era el mundo de Franzen y él lo recuerda con esa alegría amarga que nos deja en la boca una infancia que fue patria y a la que se renuncia simplemente porque el tiempo no se puede parar. Zona templada no es sin duda ningún ensayo sesudo sobre las tiras cómicas, pero en su sencillez nos dice mucho más del mundo de los niños y de cómo consiguen seguir vivos pese a los mundos que los adultos construimos.

            Aquí el mundo era otro, pero nada de “en blanco y negro” como repiten a coro los estúpidos. Éramos más pobres, pero nadie negará que la imaginación de los autores de tebeos españoles era prodigiosa. No quiero citar autores, pero sí a los personajes que leímos cada semana, esperando como agua de mayo que llegaran los tebeos al quiosco [5]: Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio, Anacleto, Sir Tim O’Theo, 13 Rue del Percebe, Rompetechos…, pero también Capitán Trueno [6] y el Corsario de Hierro, vengador por anticipado del robo del Peñón. A todos ellos debo añadir a Tintín (por supuesto no veré la película de la misma manera que juré odio a muerte a quienes osaron colorear Capitanes intrépidos) y, vale, a Espiderman, que nadie fue inmune al virus yanqui. Sin duda, jamás me he reído como con El sulfato atómico y con ¡Valor y al toro! , “fabulosos álbumes a todos color”. Mortadelo desaparecía entonces complemente en sus disfraces, aunque a veces conservaba la cabeza (cosa que fue usual más tarde). Es posible que Francisco Ibáñez se inspirase en tebeos franceses o belgas, pero su manera de narrar era única.  Quizás Mafalda acabó para mí con los tebeos…


            Otilio con una pinza tapándole la nariz está sentado delante de un cerdo guisado dispuesto a dar buena cuenta de él. Aparece Pepe Gotera y le pregunta qué hace. Otilio responde: “Es que el médico me ha dicho que el cerdo ¡ni olerlo!”. Los tebeos, sin duda, me iniciaron en la lectura y aunque con trece años yo era lo bastante repelente como para andar leyendo Los milagros de Nuestra Señora, no me han abandonado. Sí, los tebeos y aquellos libros ilustrados—esta vez sí en blanco y negro—de Bruguera de los que llegamos a tener más de cincuenta. También nuestro mundo se derrumbaba.



            Como Franzen también yo fui a campamentos escolares en verano, a Mazagón, con doce años. Wolfri se rompió los dos brazos, si no recuerdo mal, porque lo retamos a que se tirase de cabeza a la arena desde un pino. Durán, cuya memoria quiero honrar, fue mi Calixto en una de aquellas noches de representación; yo fui su Melibea, generosamente provista de dos pechos enormes gracias a las pelotas de balonmano que introduje bajo mi camiseta y que provocaron, sin pretenderlo, una risotada del público. Eran cosas que sucedían porque mi colegio era sólo de chicos [7].



            Leía a Sandokan (sí, a ese genio italiano llamado Salgari), y a Twain, vaya por Dios, un americano. También al detective francés con el dos caballos trucado del que me gustaba imitar sus “paseos higiénicos bajo la lluvia” para espanto de mi madre, que me veía volver a casa calado hasta los huesos, porque, claro, semejantes paseos los hacía sin chaquetón ni paraguas. Es verdad, como dice Franzen, recuerdo mejor los libros leídos que mi vida; pero no: los libros son también mi vida y sin ellos no sería quien soy. Nuestra vida no era para nada en blanco y negro; así sólo era la televisión, soberanamente aburrida. En cambio hoy la televisión sí es en color (plana y hasta en tres dimensiones carísimas): atonta con más precisión, destruye la imaginación y hace que la vida real se reduzca al blanco y negro. No soporto a los periodistas ni los lugares comunes en los que se paran.



            Y llegó Mafalda, que me ha enseñado más que la mayoría de los libros que he leído. Quizás sean los de Mafalda los libros que más he leído después de la Biblia (que también es graciosa, conste: lo que os sucede es que no la entendéis). Los tebeos me hicieron feliz; es verdad que yo les dejaba la casi totalidad de mi paga semanal hasta que empecé con los coleccionables de historia; pero aquella felicidad era impagable. El pequeño libro de Franzen me ha recordado todo esto y, sólo por eso, ha merecido la pena leerlo. Y le estoy agradecido.



 Shalom.

[1] Sin duda, los guiones de los tebeos eran infinitamente mejores. La mejor definición de la Masa la dio un amigo: una pulga muy gorda. Curiosamente, acabamos llamando a aquel amigo Charlie.

[2] Reconozco sin rubor que ese palabro es casi peor que el admitido por la Academia (cómics); pero yo me niego a usarlo. ¿No hubiese sido mejor hablar sencillamente de tiras?




[3] Pronúnciese “espiderman”, pues nosotros nunca dijimos “espaiderman”. Y eso que algún compañero—diré su nombre: Cala Iglesias—me enseñó que meterse un chicle en la boca mejoraba mi manera de pronunciar el inglés. Lástima que la profesora—la señorita Pozo a la que recuerdo con cariño—no fuese de la misma opinión; pero debo reconocer que en aquella época yo procuraba no estudiar para no amargarme la vida. Y el inglés de primero de bachillerato me quedó para septiembre; luego para febrero de segundo y de nuevo a junio, pero naturalmente de segundo. Por entonces mi inglés se limitaba al término west y a un excelente saludo, good days, mucho más sensato que ese good moorning que pretendían obligarme a aprender.



 [4] Tengo un grave prejuicio contra los autores del país sigla, lo reconozco. De mi estúpida manía se han salvado algunos, a los que sí he leído con inmenso placer (¿quién no ha disfrutado con La conjura de los necios, aunque el título no se refiere a los editores?). Al crítico gordo de Harvard, sencillamente, no lo trago. En fin, dejaré el asunto para otro día.

[5] Entre otras razones lo escribo así porque le gané una apuesta a mi padre allá por 1972: me vio escribir quiosco y me corrigió: “Se escribe con ka y no con cu”. Yo no di mi brazo a torcer (hoy pienso que mi padre, acostumbrado a viajar, había visto siempre el asunto desde un punto de vista francés) y me aposté con él un reloj. Fuimos al diccionario y mi padre se sintió obligado a regalarme un reloj que, como otros, apenas me duró un mes. Me parece que el reloj que he conservado menos tiempo era uno que ni siquiera era mío. Se lo pedí prestado a mi hermano Juan Carlos, porque tenía un examen por la tarde y lo necesitaba. En principio se negó a prestármelo alegando que yo lo perdería y me dijo que él ya lo compartía dándome la hora cuando se la pedía. Juré una y mil veces: “Tendré cuidado”. Me dejó el reloj a las tres de la tarde; a las cinco ya lo había perdido.




[6] Muchos años después me enteré de que en el barco los marineros me pusieron el mote de “Capitán Tormenta”. Debía andar yo por los dos o tres años. En un viejo mercante aprendí a andar y tengo los mejores recuerdos de aquellos buques y de los recios marineros capaces de desobedecer al capitán, mi padre, si yo me empeñaba en coger el timón.

[7] Sólo en COU hubo chicas en la clase y para entonces mi timidez era ya incurable. Téngase en cuenta, por favor, que no tuve hermanas.

martes, 3 de enero de 2012

Andrew Graham-Dixon

DISPARATES


            Hace tiempo que no escribo en la gacetilla atrapado por problemas de una profundidad mayor, tal vez más oscuros y que con una lentitud premeditada parecen disolver mi modesta existencia con una precisión espantosa. Prometo que mi disculparía si alguien me leyese. Estas últimas semanas me han hecho recordar un libro leído hace tiempo, Job y el exceso de mal, de Philip Nemo. Sin embargo, siempre es mejor citar directamente el texto bíblico [1]:

¿Por qué dio a luz a un desgraciado
y vida al que la pasa en amargura,
al que ansía la muerte que no llega
y escarba buscándola, más que un tesoro,
al que se alegraría ante la tumba
y gozaría al recibir sepultura,
al hombre que no encuentra camino
porque Dios le cerró la salida (3, 20-23)

            Han sucedido algunas desgracias; y quiero nombrar aquí a gran un amigo fallecido un par de días después de Navidad, Francisco Hermosilla, teólogo y arqueólogo, una buena persona, un poco loco pero siempre encantador. Pese a todo el dolor, uno aprende con los años que hay colores más oscuros que el negro.

            Incluso contando con este cúmulo de desgracias—y recomiendo fervientemente leer a Job—he continuado leyendo; algunos libros buenos; otros no tanto. Adquirí, llevado por dos reseñas interesadas (una en el diario El País y otra en El Cultural), la obra de Andrew Graham-Dixon, Caravaggio. Una vida sagrada y profana, Madrid, Taurus, 2011. Digo “interesadas” porque la segunda ha sido obra de un amigo británico del autor y la primera es de la misma casa editorial. Y aunque he aprendido con los años a ser precavido con las críticas, caí en la trampa y me puse a leer. No quiero cansar demasiado con este asunto así que seré breve. Caravaggio no me ha gustado ni por el tono ni por la forma de entender ni el arte ni la historia o más bien diría por la forma de no entender. Sin duda, sería un gran mérito hacernos ver que el pintor no era homosexual… si tal cosa pudiese contarse como un mérito. Quien lea los comentarios a las dos cenas de Emaús que pintó el milanés podrá entenderme. He tenido la sensación de que Graham-Dixon era mucho más joven que yo y eso podría disculpar su falta de cultura religiosa, pero resulta que tenemos la misma edad. He pensado incluso que haber sido educado en un cisma le podría haber perjudicado; pero semejante idea es una completa estupidez indigna hasta de mí. ¿Entonces? Psicólogo no es…, pero sí periodista. Dos botones de muestra. En primer lugar, la incomprensión mas obtusa de lo que fue y significó la Contrarreforma [2]; la manifestación patente de esta incomprensión es hacer de Roberto Belarmino, obispo nepote, poco menos que un calvinista que niega el libre albedrío ¡y esto después de Trento! Podría suponerse un simple desliz, pero es no entender absolutamente nada de las polémicas religiosas del XVI pensar que un obispo católico, y para colmo de una ciudad disputada, recién concluido el Tridentino, pudiera arremeter contra el libre albedrío [3].

En segundo lugar, el error de bulto  (tanto fue el daño en la retina que he memorizado hasta la página, la sesenta y tres) al referirse a la polémica por las imágenes sagradas entre católicos y reformados. Allí se hace referencia al segundo mandamiento, que se cita de esta guisa: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. Buena cita del Catecismo del padre Astete, pero no de la Biblia. El error es especialmente grave pues supone desconocer el amor reformado por la Escritura y su rechazo de las tradiciones católicas. Resulta sorprendente enterarse que los reformados rechazaron las imágenes aprovechando la interpretación católica del segundo mandamiento… Francisco Ibáñez publicaba cuando yo era niño una tira cómica quizás en el Tío Vivo o en otro de los tebeos de Bruguera; el título era maravilloso y me provocaba una sonrisa: Increíble, pero mentira. Con la obra del amigo Graham-Dixon debemos cambiar el sentido de la adversativa: increíble, pero verdad. La explicación, además de hacerse sin ningún matiz y de presuponer un desconocimiento magistral de la tradición estética del catolicismo (¡pobre abad Suger!) sólo tendría sentido sobre el texto original del Éxodo, que dice así (en traducción de la NBE): No te harás ídolos [=imágenes/esculturas], figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo, el Señor [= Yhwh], tu Dios soy un Dios celoso.

Con todo, también se puede aprender de este Caravaggio, pues el recorrido que hace por la vida del pintor esforzándose por situar las obras en su contexto biográfico tiene interés y nos puede ayudar a contemplar las obras.

Shalom.

[1] La traducción es la de la NBE realizada por Luis Alonso Schökel, a quien tuve el honor de conocer, y el poeta José Luz Ojeda contando con la colaboración de un joven, por entonces estudiante, fallecido demasiado pronto, en 1981, José Mendoza de la Mora. Es cierto que la traducción de fray Luis de León, la preferida de Jorge Luis Borges, es al menos tan encantadora y contiene imágenes sublimes. Pero yo siempre recordaré el verso “palparás la oscuridad como un ciego palpa la oscuridad al mediodía” pues así fue como apareció traducido en la Biblia del Oso. Hace poco tiempo la editorial Trotta ha publicado una traducción nueva y un comentario a cargo Julio Trebolle y Susana Pottecher (Madrid 2011). El resultado de esta traducción me parece algo más que dudoso. Veamos Job 3,3:

יאבד יום אולד בו והלילה אמר הרה גבר׃

Los LXX tradujeron: πόλοιτο μέρα, ν γεννήθην, κα νύξ, ν επαν δο ρσεν.

NBE traduce: “¡Muera el día que nací,/la noche que dijo: ‘Han concebido un varón’!”

Trebolle y Pottecher traducen: “Se anule el día en que fui engendrado/la noche que reveló: ‘un varón se ha concebido’”.

BJ propone: ¡Perezca el día en que nací,/y la noche que dijo: ‘Un varón ha sido concebido’!”

            Comenzar por un “se” no parece, desde luego, el colmo del estilo. La diferencia estriba quizás en tratar Job como un libro vivo o como un resto arqueológico. Como todos sabemos, las palabras de Job en el tercer capítulo son un remedo de uno de los poetas más grandes de la Antigüedad, Jeremías, pero este asunto será mejor tratarlo en otra ocasión: también el Primer Isaías copió de Miqueas (nada de intertextualidad ni milongas parecidas) y no deja por ello de ser un magnífico poeta.

[2] Lo sé, lo sé: hubo una Reforma Católica, pero con Caravaggio estamos en plena Contrarreforma.

[3] Ya a principios del siglo XVI el gran Erasmo se las vio con Lutero por la cuestión del libre albedrío. Los católicos, curiosamente, han confiado siempre mucho más en la naturaleza humana y por esta razón tal vez Nietzsche no llegó a entender nunca lo que el catolicismo era, pues también es el Renacimiento. De todos modos, estos errores empiezan a ser demasiado comunes. Aún recuerdo mi sorpresa al leer en El nombre de la rosa, del autor de libros mejor vendios Umberto Eco, cómo se puede hacer de un franciscano un defensor a ultranza del aristotelismo…

[4] Quizás nuestro autor hubiera debido tomarse la molestia de leer el libro de otro autor inglés. Me refiero a la excelente obra de Diarmaid MacCulloch, Historia de la Cristiandad, Madrid, Debate, 2011. Se trata de una obra magnífica, aunque uno pueda discutir muchos detalles. En sus algo más de mil páginas se realiza un admirable recorrido por la historia del cristianismo con la ventaja indudable de que todo se debe a un mismo autor hecho que dota a esta Historia de una unidad de enfoque y estilística que hace accesible y agradable su lectura.