lunes, 26 de enero de 2009

Ensayo. Retratos de El Fayum


MÁS ALLÁ DE LA BELLEZA ESTEREOTIPADA


Vivimos en una sociedad, cuanto menos, curiosa, pues cada año se invierten ingentes cantidades de dinero en asuntos cosméticos y, sin embargo, llenamos nuestro mundo de una fealdad creciente. Un sabio consejo nos decía: “Si tu palabra no puede mejorar el silencio, es mejor que te calles”; si aplicásemos semejante dictum al mundo, podríamos decir: si nuestra obra no puede hacer más bello el mundo, será mejor que no la realicemos”. Hago esta introducción -provocativa si se quiere- porque estoy cansando de escuchar hablar de la belleza a personas carentes de toda sensibilidad. ¿Podré citar el dicho del profeta de Galilea: “No echéis las perlas a los cerdos ni las margaritas a los perros”? Lo que suelen vendernos por belleza no es más que una imposición de la mercadotecnia.


Por eso, traigo hoy un libro hermoso: Jean Christophe Bailly, La llamada muda. Los retratos de El Fayum, Madrid, Ed. Akal, 2001 (http://www.akal.com/). El autor, que aparece dos veces en la fotografía con imágenes de Oliver Rolin y Antoine Volodine, es un ensayista especializado en historia del arte, autor de más de una decena de libros que en esta obra magnífica -también por sus ilustraciones- hace hablar al arte. Se recorre en el libro desde la geografía hasta la reflexión estética sobre los retratos pasando por las técnicas y la historia general del arte, situando estas maravillosas obras en su contexto lo que nos permite entenderlas con mayor plenitud. De hecho, una de las preguntas que me hice la primera vez que vi una reproducción de los retratos tuvo que ver con el contexto, pues la frontalidad de estos retratos choca abruptamente con la tradición iconográfica egipcia. El capítulo “un rostro, no una máscara” me parece excepcional: “La diferencia humana, la diferencia de cada ser, de cada otro, se constituye en gozo -en cada ocasión se toca la verdad, y con ella, cada vez, una ficción comienza-; sin embargo, la emoción que se nos muestra de frente en los retratos de El Fayum, y que es tan estable y duradera, no es en primer lugar la de este gozo: tras la diseminación, tras la felicidad que de este modo se ha reconocido, vemos primero otra cosa: un retraimiento prodigioso y un prodigioso aislamiento, una turbación” (pág. 136). En efecto, los retratos de El Fayum son de una belleza prodigiosa, porque nos entregan (gracia) no a una parte del individuo (eso es la pornografía), sino a la persona completa con tal profundidad que no podemos sino descubrirnos: “Así, estos retratos son o funcionan como llamadas, nos llaman para siempre, sin violencia, con insistencia continua y contenida; llamada muda y simple, no afectada, inocente, y que nos cae como por azar” (pág.144). Yo diría: nos cae por gracia, como toda belleza.


Las reflexiones de Bailly, una persona que sabe ver, nos ayudarán también a espantarnos de la superficialidad de lo que hoy suele denominarse belleza. Diré: toda belleza es gracia y la belleza es, precisamente, lo irrepetible y único. Cuando vemos a tantos jóvenes y mayores empeñados en parecerse a los modelos que les pone delante el actual sistema de dominación ideológico, los retratos de El Fayum nos recuerdan que la belleza no se reproduce técnicamente -con Benjamin- y que ni los cosméticos ni la cirugía pueden embellecer, sino sólo camuflar la belleza real; pues no hay una belleza “exterior” y otra “interior”, sino una belleza. En este sentido tenía toda la razón Nietzsche al decir que los griegos fueron superficiales porque eran profundos.


El libro de Bailly llegó a mis manos por consejo de un excelente librero, que tras ganar un premio literario -La Sonrisa Vertical- cerró su librería de Sevilla quedándose con la que tenía en Jerez. La Roldana no era un espacio enorme, pero allí sí había un librero que se esforzaba por conocer los gustos de sus clientes y les aconsejaba con un tino extraño en estos tiempos de penuria. Como Palas u otras pocas auténticas librerías -no superficies comerciales- que van quedando en esta dichosa ciudad.


Por último, last but no least, diré que sería una desgracia (literalmente: des-gracia)que nos acabásemos midiendo por los estereotipos que circulan por ahí, pues en ellos no hay belleza, sino sólo una superficie que espanta el tacto de nuestros dedos. Las personas son más bellas de lo que suelen ser capaces de reconocer.
Recordaré unos versos de J.A. Muñoz Rojas:
Te pido una cosa sólo:
que me saques de mí
a la hermosura que me rodea
estos días de abril.
Ábreme la ventana
a estos tirzonazos de abril
que rompen mis cadenas
y me sacab a la libertad
de esta hermosura. Dime
si son lo mismo libertad
y hermosura.
Eres hermosa.

viernes, 23 de enero de 2009

Recuerdos de lecturas

LEER
(para EGO)

Muchas veces en los últimos tiempos me he preguntado qué es lo que nos lleva a leer; por qué personas, supuestamente con la misma formación, acaban siendo tan diferentes en lo que respecta a la lectura. Cuando yo era joven -en los tiempos de maricastaña- todos deseábamos ser lectores voraces. Recuerdo a mi hermano mayor levantándose antes del alba para devorar, casi literalmente, a Mario Vargas Llosa o, sobre todo, a Julio Cortázar, que por entonces causaba furor en la juventud española -el célebre boom de los escritores latinoamericanos (pues no estaba bien visto por los mandarines de la época hablar de Iberoamérica o, peor parecía, de Hispanoamérica. Si he de ser sincero, hoy uso preferentemente el adjetivo “latinoamericano”, pero por costumbre, pues me parece bastante más cabal “hispanoamericano”; de hecho, ¿sería Walcott un latinoamericano pese a los esfuerzos que ha hecho García Márquez por ampliar el ya inmenso Caribe?). A todos nos parecían pobres las modestas bibliotecas de nuestras familias -con su Biblia, sus Episodios Nacionales, con los Maestros Rusos, con los premios Nadal y Planeta, y Cela al completo, algunas obras sueltas de Calderón y Lope, pocos poemarios (Bécquer, el insoportable sevillano, sobre todo) y enciclopedias (el Espasa), algunas obras técnicas y poco más. En mi casa había, además, algunas obras de misterioso nimbo: Reportaje de la Historia, Mitologías: del Mediterráneo al Ganges, Grandes Misterios de la Historia y otras por el estilo; numerosos libros de cocina, que entonces no sabía valorar, pero que hoy me parecen inestimables; las lecturas preferidas de mi madre: Agatha Christie, el padre Brown y muchas historias de detectives. Mi madre no varió sus gustos, pero sus hijos -su hijo mayor sobre todo- y algún buen amigo la llevaron a leer a los latinoamericanos: el formidable Rulfo, tan tétrico a veces pero tan buen escritor; el poderoso Borges, Vargas Llosa, Onetti, el inimitable y genial Gabriel García Márquez..., pero también a Böll, a Camus, Robert Musil y otros que se me han ido de la memoria.

He recordado en otras ocasiones la habitación de mi hermano mayor, un tipo realmente bueno y simpático, atestada de libros que se amontonaban en anaqueles de dudosa estabilidad -de hecho, una noche despertó cubierto de libros porque una de las estanterías fijadas a la pared cedió por el peso. Colgado en alguna parte un libro con una reclamación de la época: “Por una literatura participativa”, concepto que a mí, por entonces en cuarto de bachillerato, se me escapaba. Yo andaba por entonces liado con Salgari, Stevenson, Kipling y otros aventureros de la pluma -Kim de la India es una obra maravillosa, pero también Sandokán-. Bruguera, que no sólo editaba tebeos, nos hizo el favor (flaco a veces) de poner a nuestro alcance muchos libros a buen precio. Recuerdo haber comprado en la Feria del Libro Antiguo (aunque quizás ni se llamase así) dos novelas: Quo vadis? y Los últimos días de Pompeya; si no me falla la memoria, gasté tres pesetas. Intentaba, empero, subir el nivel y, claro, tiré de clase de Literatura: leí Los Milagros de Nuestra Señora (pese a la oposición de mi tutor empeñado en hacerme leer El diario de Daniel y La vida sale al encuentro, obras que leí con más gusto que a Berceo, pero en mi defensa cabe decir que sólo tenía trece años). Cogí de la biblioteca paterna Zaragoza y creo que su lectura fue la que me hizo cogerle una manía eterna a don Benito, que, el pobre, no tenía la culpa de mis atrevimientos. Lógicamente, leía muchos tebeos: Pulgarcito, DDT, Mortadelo... pasé una fase de adicción al Capitán Trueno (nombre formidable donde los haya), pero prefería la época de El Corsario de Hierro, cortado por el mismo patrón que El Jabato y que El Capitán Trueno. Si prefería la época del Corsario era porque en clase de Historia conocimos la maldad de los ingleses y era un placer ver a un español plantarle cara y derrotar a los súbditos de la Reina Isabel. Nunca leí a Roberto Alcázar (que me parecía una cosa relamida), pero sí Hazañas Bélicas (que reproducíamos jugando con los soldados de plástico que nos vendían empaquetados: los soviéticos eran, con diferencia, los mejor hechos) y, sobre todo, Tintín. Llegar a casa después de las clases de la tarde y comer una naranja mientras leía una aventura de Tintín era un placer indescriptible (me comía hasta la cáscara y después el trozo de pan sabía bien dulce).

Creo que fue el verano de cuarto, en las vacaciones en Valencia, cuando descubrí a Miguel Hernández y en quinto a don Antonio Machado. Después llegaron Aleixandre, Cernuda, el gran Dámaso, León Felipe, Lorca, Juan Ramón... casi un veneno la poesía, y uno, pobre, imitaba mal los versos que admiraba. Mi hermano me llevó, casi sin darse cuenta, a leer cada vez más -pues el pequeño nunca deja de admirar al mayor y, es hermoso, no hay rastro alguno de envidia en esa admiración. Descubrí a Pla (al que estos días estoy releyendo), pero también al Cela de Viaje a la Alcarria (aquellas admirables ediciones de Destino), a Baroja -inestimable ayuda en la juventud no sólo por El árbol de la ciencia, también por sus relatos de la guerra carlista-, a don Miguel de Unamuno (¿cuántas veces releí La agonía del cristianismo hasta creer que lo entendía? Me tragué de un solo bocado San Manuel Bueno, mártir que tantos quebraderos de cabeza creó a un chico de quince años,y Niebla). Todos estos libros son recuerdos imborrables de las hermosas tardes grises. Sin duda, muchos de los de mi edad guardarán imágenes parecidas en sus memorias. Nunca fui aficionado a la Semana Santa ni a la Feria (de hecho, me gusta perderme en la soledad y no entre las multitudes de un, pongamos por caso, partido de balompié), salía poco y leía mucho. Mi profesor de Literatura y de Historia del Arte era el modelo -aunque ya sabía que jamás le llegaría a los talones. Él, mi hermano mayor y algunos más consiguieron, sin proponérselo, que me aficionase a la lectura. Jamás podré agradecérselo lo suficiente. Otro día dejaré otros recuerdos, y llorarán las nubes ángeles.

Todo esto está escrito como humilde agradecimiento a EGO, a quien no conozco pero que se ha preocupado por mí. Te doy algo de mi vida: sé que no es mucho, pero no me queda mucho más.

miércoles, 21 de enero de 2009



VOLVER CON LA FRENTE MARCHITA

Llevo demasiado tiempo sin escribir. A EGO le debo más de una disculpa; pero espero que entienda que los imponderables de la vida a veces -como decía Mafalda- hacen que lo urgente no deje espacio a lo importante. Una gacetilla como ésta no es el lugar adecuado (salvo si uno es un exhibicionista) para hablar de cuestiones personales.

Esta ausencia ha sido tal vez un descanso. Así, hoy, por ser un segundo “primer día”, no hablaré sólo de libros. Quizás esto es lo que significa exactamente shabbat -la oportunidad de empezar de nuevo y, por eso, remite al descanso en el que cesa toda actividad; tal vez por eso el pan de shabbat tiene el sabor de la esperanza: se parte con la mano, sin herramientas, y cada uno va en ese pan partido y repartido. Como el pan que se nos entrega cada domingo.

Ludwig Wittgenstein -en una sentencia que Theodor W. Adorno calificó de antifilosófica- nos enseñó: “De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse” -es decir: Wovon man nicht sprechen kann, darüber muβ man schwiegen, así suena en la lengua original. Que nuestro maestro austríaco no enseñe algo no quiere decir que necesariamente le sigamos. De hecho, él mismo terminó por intentar decir lo indecible -esa segunda parte del Tractatus nunca escrita, pero siempre presupuesta como la parte fundamental, detrás de la cual se pasó corriendo el resto de su azarosa vida. Quizás todo el que escribe pretende, sin saberlo (Dámaso nos podría enseñar algo de esto), decir lo indecible, rozar con las palabras aquello que siempre quedará más allá de ellas. Y tal vez cuando hablamos o escribimos sobre los libros que otros han escrito pretendemos, amén de aprender con una actitud humilde, buscar en ellos precisamente aquello que los libros no nos pueden dar. Una vez un amigo me dijo: “Te encierras entre libros porque huyes de la vida”. Negué con vehemencia -como Pedro en otra desdichada hora-, pero había en el turbión de fondo de la frase un no sé qué de verdad al que no pude cerrar los ojos.

La poesía es posiblemente el intento, siempre fallidamente hermoso, de enunciar expresamente lo que no podemos decir. Eso es algo que se nota en la obra de Carlos Javier Morales, Años de prórroga, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005 (la fotografía que encabeza esta entrega es de ese autor, porque no he sabido colocarla aquí, conste):

Me han preguntado hoy si el mundo es bueno
y aún no sé qué decir.
Yo sé que Dios es bueno,
yo lo oigo cantar muchas mañanas,
pero nunca lo he visto.
También sé que las rosas son hermosas,
gustosa el agua clara
los días de excursión por el arroyo

(De Difícil pregunta).

Carlos Javier Morales acierta plenamente con la serenidad en la que yacen sus preguntas (¿los años tal vez o es la vida?). Sin duda, el poeta intenta cantar a lo desconocido (justamente a lo que no se puede decir) como quien ha tenido experiencia de eso inefable.

De una forma diferente -en una poesía más desgarrada si se quiere-, José María Fonollosa, Destrucción de la mañana, Madrid, DVD, 2001 (poemario que va por la segunda edición) busca en las palabras un motivo para alentar la esperanza que, precisamente, no se alcanza por las palabras. El fracaso -porque Fonollosa es un poeta secreto- marca su existencia, pero aún así escribe y ese gesto (el escribir, no ya la palabra) expresa mejor que cualquier otra realidad la capacidad del decir poético para llevarnos en el fracaso más allá de él:

¿Cómo he tardado tanto en darme cuenta?
Los datos anunciaban claramente,
hasta con fluorescentes de colores,
que había un error grave en mis esquemas.

Me obcequé en proseguir, empecinado
y tenaz, por la senda equivocada
-los datos recalcábanlo insistentes-
para llegar así a ninguna parte.

Cerraré hoy recordando un libro que leí con apenas dieciocho años -hace, por lo tanto, siglos- en el que un por entonces joven teólogo brasileño intentaba en un lenguaje cargado de poesía decir algo indecible. Me refiero a L. Boff, Los sacramentos de la vida, Santander, Sal Terrae, 1978. Curiosamente, Boff insiste en que más que las palabras, mucho más, nos hablan las cosas. Será, sin duda, una lectura interesante para quien no lo conozca y a quienes lo leímos hace tiempo nos recordará que todo, siendo tan complicado, es a veces mucho más sencillo de lo que nos parece.

Quiero agradecer a EGO, una persona perspicaz, su constancia y sus ánimos. Si las cosas no se tuercen, espero escribir en la gacetilla todas las semanas. Shalom.