miércoles, 29 de diciembre de 2010

La última

LITERATURA Y SUFRIMIENTO


            Una vez más tomé el tren por un par de horas y media [1], porque en estas fechas no es demasiado prudente desplazarse en automóvil y, además, el mío está aún en el taller. Compré un libro en el quiosco de la estación: Kim Thúy,  Ru, Madrid, Alfaguara, 2010. De nuevo, me sedujo la fotografía de la portada, pues el rostro que aparece sólo deja ver su barbilla; la camisa blanca de cuello chino [2] fundiéndose con el fondo azul difumi­nado compuso el resto del enigma. Di cuenta del libro durante el trayecto, una vez  convenci­do mi compañero de fila de que el resto del vagón no tenía necesariamente que compartir con él la música de su teléfono [3]. Ru ha recibido el prestigioso premio RTL-Lire 2010 y está conociendo un merecido éxito de público y crítica tanto en Canadá como en Francia. Debo reconocer que el libro me ha gustado tanto porque es una denuncia como por la compasión que destilan sus páginas. 

            Ru no es, sin embargo, una novela [4], al menos en sentido clásico. Se trata de un conjunto de recuerdos, casi en desorden, aunque se trate de un caos buscado, que nos per­miten esbozar la imagen de la narradora; es decir, estamos ante un testimonio que carece de estructura salvo el des­orden con el que acontecen lo recuerdos. Con un fuerte contenido biográfico, Ru relata las peripecias, el auge, la caída y el lento aclimatarse de una mujer vietnamita, una mujer fuerte que aprende a hacer frente a la adversidad. La protagonista huye en un boat people para dar con sus huesos en un campo de refugiados en Malasia del que saldrá finalmente con destino a Canadá. El libro está lleno de sensibilidad, de una delicadeza llamativa porque sin ocul­tar el sufrimiento sabe decirlo de una forma no hiriente, sin resentimiento, y  también sabe callar. Por las páginas de Ru pasa el amor a los hijos, capaz de sacrificarse—si se me permi­te la palabra—a sí mismo en aras de la vida; pero también el amor de los hijos, que muchas veces no comprenden sino con el paso de los años, al volver la vista atrás, con un gesto de sorpresa pues ya es tarde para el agradecimiento. En Ru está presente el amor entre los hermanos, primos, tíos..., pero también los silencios que consienten abusos, la admiración ante una grandeza que no se llega a comprender y el dolor infinito de la separación por amor. En este sentido, puede pensarse que el relato es la epopeya de una familia dentro y fuera de Vietnam. Tan sólo por la cita del proverbio que le citaba la madre a la narradora merece la pena leer Ru: Ðòʹi là chiển trặn, nêu buôn là thua. Lógicamente, quien quiera en­tenderlo debe leer el libro, pues incluso me han faltado signos en el teclado para una trans­cripción exacta.

            Ru canta con voz melodiosa a un mundo pasado; quizás por eso es hermoso: por la nostalgia, pues ya no existe ese mundo. No he podido evitar a ratos una lectura teológica y, aunque esté en los antípodas de las intención de la autora, la página ciento dieciséis pue­de leerse casi perfectamente como una definición de sacramento [5]: “Es el único chirimbolo que lleva de un país a otro, como si fuera un ancladero o el recuerdo de su primer anclaje”. En otras ocasiones la pincelada divertida hace reflexionar sobe algunas certezas y acierta con la rea­lidad del teólogo: “Una de mis coinquilinas estudió durante varios año teología, arqueología, as­tronomía para comprender quién es nuestro creador, quiénes somos, por qué existimos. Llegaba cada noche no con respuestas, sino con nuevas preguntas” (pág. 120).

            Por lo dicho, y por mucho más, la obra de Kim Thúy me parece una lectura saluda­ble para nuestras almas maltrechas y, sobre todo, maltratadas por nosotros mismos. Nietzsche nos enseñó que en ocasiones la profundidad requiere superficialidad [6]; pues bien: Ru tiene esa aparente superficialidad de tono que llega al fondo de algunas realidades.

            Al terminar la lectura del libro de Kim Thúy alzaron el vuelo muchas preguntas en mi cabeza y no sólo por el silencio con el que algunos modernos occidentales han seguido algunos genocidios [7], sino por el carácter mismo de la literatura que da testimonio. No tengo muchas dudas de que el libro de Thúy alcanzará también éxito en España, pero ¿por qué? Quizás porque los hombres de hoy necesitan testigos de la vida que ellos son ya incapaces de vivir, porque conmemoran una humanidad radical en la que todos podemos encontrarnos.

            Quiero terminar hoy con dos observaciones al margen de Ru, pero al hilo de las reflexiones que me ha suscitado. La literatura solía detenerse en las reacciones de los personajes ante el sufrimiento y la angustia—todos podemos recordar a Tólstoi, Dostoiesky o Camus entre otros—, pero hoy parece que el público exige ser puesto directamente delante de ese sufrimiento y no soporta sino testigos cómodos. Si uno fuese malo, sospecharía que esta moderna necesidad de testigos no lo es por la fuerza de su arrastre, como lo pudo ser antaño, sino por el mironismo—permítaseme el palabro—que nos convierte en seres pasivos que necesitan sensaciones cada vez más fuertes. Se quiere oír a los testigos porque tranquiliza la conciencia saber que siguen vivos [8]. Empecé a escribir estas reflexiones el día en que se conmemora la muerte de los Inocentes a manos de la policía del rey idumeo Herodes: ¿no dice ya demasiado en qué hemos transformado este recuerdo?

            Shalom.

[1] Según mi pobre experiencia, RENFE (fulasa, rulasa, buen Dámaso) está tomando la cos­tumbre de apu­rar el paso de los viajeros a los trenes regionales: si el tren sale a las ocho y diez, a los pasa­jeros sólo nos dejan pasar a partir de las ocho y cinco; pero esto no sucede con los más caros trenes de alta velocidad. Por unos instantes pensé que las clases habían desaparecido; pero después me di cuenta de que ahora, siendo más evidentes, no se quie­ren escandalosas: basta con separar a las clases no en vagones distintos, sino en trenes dis­tintos. Antes ricos y pobres, al menos, llegaban a la vez a su destino; ahora, los que pueden gastarse veinte euros más alcanzan la meta antes. Si la rapidez es una de las características del mundo moderno (¿no preferís el automóvil al arte, futuristas?), la velocidad es el bien que pertenece por entero a los poderosos. Y si ser moderno es bueno, resulta una vez más que nuestra sociedad iden­tifica el bien con la riqueza; pero esto es algo que saben quienes se hayan detenido a pen­sar el concepto ilustrado de libertad, incluso es su variante marxis­ta. Sin embargo, esto necesita una coda: la clase social ya no se asocia con necesidad a un determinado nivel cultural.

[2] La mayoría, si no me equivoco, habla de “cuello mao” o de “cuello de tirilla”, pero a mí me caen bien los chinos y no quiero recordarles al Gran Timonel, responsable del mayor genocidio que ha conocido la historia de los hombres.

[3] En verdad en el futuro muchos serán sordos: la mayor parte de las veces la primera fi­nalidad de los auriculares parece ser la de provocar sordera. Sin embargo, ya estamos en el futuro y, como dijo aquel, “oídos artificiales, mejores que los auténticos”.

[4] No abriré yo—porque no soy nadie—el debate sobre la realidad de la novela y sus múl­tiples muertes; pero me parece que es hora de que nos pongamos de acuerdo en una defi­nición somera de novela al menos con la finalidad de poder entendernos.

[5] No he podido menos de recordar algunos pasajes de Los sacramentos de la vida que hace muchos años ya escribió el entonces teólogos brasileño Leonardo Boff.

[6] El famoso dictum sobre los griegos, que “fueron superficiales porque fueron profundos”.

[7] Siempre será recomendable la lectura del libro de A. Glucksmann  y Th. Wolton, Silencio, se mata, Madrid, Alianza, 1987.

[8] Recuerdo el asombroso caso de una fotografía premiada: el buitre a punto dar cuenta de una niñita aún viva, inclinada sobre la tierra calcinada. La mayoría de la gente se tranquilizaba al pensar que el fotógrafo—el testigo—salvó a la niña. Cuando éste lo negó (pues, dijo, no tenía sentido salvar a uno entre los miles de muertos, frase que me recordó a Iván Karamazov), muchos se sintieron angustiados. De inmediato surgió la defensa: lo ha dicho, pensaron, para que no tranquilicemos nuestra conciencia. El fotógrafo se suicidó y ese gesto que siempre nos superará—y que es imposible juzgar como deja claro la novela del orillado Graham Greene en The heart of the matter—desubicó de una manera formidable  a los que intentaban olvidarse de un asunto que, finalmente, fue olvidado. Como  tantas muertes.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Academia se escribe sin hache

¿QUÉ AUTORIDAD TIENE LA ACADEMIA?
Gris ejército esquelético
Primera entrega (porque no habrá segunda)


            He salido de paseo con mi hija para ver el ambiente que se respira en las calles del Centro estos días. Bullicio, pero menos. He entrado en una iglesia, la Magdalena, con la sana intención de re­zar un rato y, aprovechando el nombre del templo y visto que un sa­cerdote se sen­taba en el confesionario (cosa poco frecuente en estos tiempos), me he acer­cado para obte­ner la ab­solución sacramental. La penitencia ha sido tan sencilla como her­mosa: “Tenga un rato de re­cogimiento” me ha dicho: ¿hay algo más humano, mejor? Si Te­resa de Jesús nos enseñó que rezar es pensar en Dios con amor, Wittgenstein nos dejó dicho que rezar es pensar en el sentido de la vida. Sin embargo, soy un ser complicado y busco peni­tencias donde sólo (con tilde, sí) debería encontrar alegrías y, por eso, he ido a una de esas cadenas comerciales que se ha­cen llamar librerías para adquirir al nada despreciable pre­cio de cuarenta euros un libro formidable, de oscuras tapas azules con una gran “O” ama­rilla enmarcando su título: Or­tografía de la lengua española, Madrid, Espasa, 2010. Venía yo usando la última Ortografía del siglo pasado con sus ciento sesenta y dos páginas amables, en papel grueso, editada tam­bién por Espasa [1]. Me encontrado con setecientas cuarenta y cinco páginas en papel deli­cado... eso debe explicar el precio, ¿no? Al fin y al cabo, la Aca­demia [2] sobrevive gra­cias a sus publicaciones.

            La proeza de la nueva Ortografía no es discutible: a moro muerto, gran lanzada, porque la ortografía del español lleva años agonizante y me temo que semejante ayuda ortopédica  sea una puntilla... para que vengan otras puntillas editoriales con pingües beneficios; por­que la pregunta decisiva, amén de la que encabeza este comentario, es: ¿para qué se edita una ortografía? Mientras no tengamos una respuesta inequívoca todo seguirá siendo con­fusión y, ya se sabe, a río revuelto, ganancia de editoriales. Recuerdo con una pizca de nos­talgia (porque la lengua es uno de los dos únicos hogares que reconozco) aquellos maravi­llosos años en que fue se escribía fué. Algunos experimenta­ron una liberación con la supre­sión de las tildes. La Academia, como Groucho: “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”.

            Nunca escribiré truhán sin tilde porque nadie me convencerá del imposible dipton­go, más cuando se nos dice “con independencia de cómo se articulen realmente en cada caso”  (terrible pág. 235). Aceptaré el caso de cian e incluso el de dio, pero no el de guión. ¿Cómo me castigará la Academia? ¿Dirán que es­cribo mal? ¡Ya lo sé! Quizás impidan de alguna manera que los demás comentan el error de leer mis escritos; tal vez envíen a la policía lin­güística para detener mi lengua... Las academias son un invento de los agrimensores, pro­ducto del afán moderno de tabular toda la realidad, de medirla, incluso de cronometrarla: siempre un metro a mano o, mejor, una taxonomía para medir hasta la barra de platino iri­diano que se encontraba en París [3]. ¿Qué autoridad tiene la Academia? El día en que los alumnos españoles descubran que la Academia tiene la misma autoridad que el Vaticano,  los profesores se echarán a temblar: “Yo escribo así, ¿y qué?” La función represora habrá quedado al descubierto y para estar a la altura de los tiempos la Academia volverá a recu­lar, pero en vez de preservativos las autoridades repartirán nuevas normas ortográfi­cas para el uso y disfrute de la propia lengua en la que nadie puede mandar: “Nosotros es­cribirmos. Nosotros decidimos”. Éste (sí, con tilde) podría ser un buen latiguillo para la próxima Ortografía.

            He leído algunas páginas de la Ortografía (dejaré buena parte como lectura en la diaria entronización) y sus frases me han recordado un gris ejército esquelético que siempre avanza:

                                            LA INVASIÓN DE LAS SIGLAS

                                                 (poemilla muy incompleto)

A la memoria de Pedro Salinas,  quien en 1948 oí por primera vez la troquelación “siglo de siglas”.

                                               USA, URSS, OAS, UNESCO:
                                               ONU, ONU, ONU.
                                               TWA, BEA, K.L.M., BOAC
                                               ¡RENFE, RENFE, RENFE!

                                               FULASA, CARASA, RULASA,
                                               CAMPSA, CUMPSA, KIMPSA;
                                               FETASA, FITUSA, CARUSA,
                                               ¡RENFE, RENFE, RENFE!

                                               ¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.,
                                               S.O.S., S.O.S., S.O.S.!

                                               Vosotros erais suaves formas:
                                               INRI de procedencia venerable,
                                               S.P.Q.R:, de nuestra nobleza heredada.
                                               Vosotros nunca fuisteis invasión.
                                               Hable
                                               al ritmo de las viejas normas
                                               mi corazón,
                                                  porque este gris ejército esquelé­tico
                                               siempre avanza
                                               (PETANZA, KUTANZA, FUTRNAZA);
                                               frenético
                                               con férreos garfios (TRACA, TRUCA, TROCA)
                                               me oprime,
                                               me sofoca,
                                               (siempre inventando, el maldito, para que yo
                                                                                                                                    [rime:
                                               ARAMA, URUMA, ALIME,
                                               KINDO, KONDA, KUNDE).
                                               Su gélida risa amarilla
                                               brilla
                                               sombría, inédita, marciana.
                                               Quiero gritar y la palabra se me hunde
                                               en la pesadilla
                                               de la mañana.

                                               Legión de monstruos que me agobia,
                                               fríos andamiajes en tropel:
                                               yo querría decir Madre, amores, novia;
                                               querría decir vino, pan, queso, miel,
                                               ¡qué ansia de gritar
                                               muero, amor, amar!

                                                  Y siempre avanza:
                                               USA, URSS, OAS, UNESCO,
                                               KAMPSA, KUMPSA, KIMPSA,
                                               PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA...

                                                  ¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!
                                               Oh Dios, dime
                                               ¿hasta que yo cese,
                                               de esta balumba
                                               que me oprime,
                                               no descansaré?

                                                  ¡Oh dulce tumba:
                                               una cruz y un R.I.P.!

Dámaso ALONSO, Antología de nuestro monstruoso mundo. Duda y amor sobre el Ser Supremo (=Letras Hispánicas, 228), Madrid, Cátedra, 1985, págs. 173s.

            Se me dirá: “Escribe usted fatal”. ¡Eso ya lo sé! No necesitan médico los sanos, sino los enfermos y por eso—porque yo sí soy un pecador—necesito una ortografía no confor­mista, que no se adapte al uso pedestre que hoy se hace de nuestra lengua [4]. Cosa, sin embargo, imposible porque ¿no debemos ser progresistas? Todo esto sin entrar en la ridi­culez de la y griega también conocida como i griega, ahora ye. En fin, alegrémonos y go­cémonos con la Nueva Ortografía Progresista en la que todas las contradicciones de la lengua han sido reconciliadas para bien y alabanza de la Academia.


[1] Todos sabemos que las editoriales intentan hacer negocio con las obras de la Academia. Nunca he hablado aquí del precio de los libros, pero da que pensar el importe de la Orto­grafía y que haya aparecido justamente antes de la época de los regalos, que tan poco tiene que ver con la Navidad (y no añado “cristiana”, porque ésa es la única: ¿el nacimiento de quién celebran las boticas y los grandes almacenes?). A punto estuve más arriba de usar mantecoso en vez de pingüe, porque mancha más. Un consuelo: algunos de los que su­puestamente han contribuido al esclarecimiento ortográfico del nuevo siglo se sienten asom­brados porque la estrella Polar está en su sitio ¡y se gastan casi un párrafo en decirlo! Otros, en cambio, han jugado ora a ocultar ora a revelar la tilde de su apellido; alguno hay incluso que ha enabezado un periódico que sólo con los años corrigió la ausencia de tilde de su cabecera. Quizás por esto un gran novelista nos dejó dicho: “Cervantes pudo escribir El Quijote porque no existía la Academia”.

[2] Así quiere llamarse ella misma; nada de Real Academia de la Lengua Española. Quizás con esto se evita la discusión en torno al “español” en la que ha tiempo terció don Rafael Sán­chez Ferlosio con un artículo. Por primera vez me sentí obligado a di­sentir de la persona que mejor castellano ha escrito en época reciente; pero, claro, la razón debo dársela a don Rafael, porque yo sí se acepto algunas autoridades. Mi relación real con la ortografía comenzó en octubre de 1975 cuando un admirado profesor me devolvió sin nota un examen de Historia del Arte porque me faltaban cinco tildes: “Es indigno”, me dijo. Y tenía razón.

[3] Preferí siempre la definición aventurera: la diezmillonésima parte del cuadrante del meridano terrestre; pero me parecía un poco exagerado aquello de ir al Polo Norte y me imaginaba a un explorador (primero con un gorro de piel y llegado a África con un hermo­so salacot) recorriendo ese cuadrante y contando pasos. Ahora tenemos una definición tan útil como la Ortografía: Un metro es la distancia que recorre la luz en el vacío durante un interval­o de  1/299.792.458 de segundo cuya ventaja indudable es la claridad. Recuérdese que la primera definición de metro es de 1791: la época moderna por excelencia, la de la guillo­tina.

[4] Han sido francamente graciosas las reacciones en la prensa, porque no hay día ni perió­dico en el que no aparezcan numerosas faltas de ortografía. De esto me habló en cierta oca­sión mi hermano José Antonio: los correctores han desaparecido y hoy sale más barato en­conmedarse a los progamas informáticos. La conclusión es clara: los periodistas escribie­ron sin faltas de ortografía mientras hubo correctores. Ahora, para nuestra desgracia, sólo quedan periodistas y, claro, faltas de ortografía.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Hiromi Kawakami

EL FULGOR DE LA EXISTENCIA


            En la anotación que antecede a la presente expresé mi intención de hablar de la última novela traducida al español de la japonesa Hiromi Kawakami, Algo que brilla como el mar, Barcelona, Acantilado, 2010. Dije allí que me había gustado, pero que no había conseguido provocarme el mismo entusiasmo que la primera novela que leí de la autora, El cielo es azul, la tierra blanca. Entre las dos media una distancia de dos años, pues el original japonés de El cielo es azul se publicó en 2001 mientras que Algo que brilla como el mar se publicó n 2003. La traducción en ambas ocasiones ha corrido ha cargo de Marina Bornas Montaña [1], que ha empleado un español pulcro—manteniendo buena parte del estilo que conocíamos de la primera novela (incluyendo como entonces algún enojoso “enarcar”). Sin embargo, Algo brilla en el mar es también una magnífica novela.

            El argumento es complejo en su sencillez, pues es un viaje en el tiempo: el que va desde una infancia que se deja a las espaldas hasta el mundo de un adulto que aún no ha llegado. Kawakami se mueve como pez en el agua en esa difícil edad de tránsito, la adolescencia [2], y aunque el protagonista sea un chico—Midori Edo—, entra en lo posible que la autora haya practicado cierto canibalismo con su propia vida, con sus recuerdos.  Midori vive en Tokio con su madre soltera, Aiko, una mujer un tanto desbordada por su propia vida, y con su abuela, Masako, cariñosa a la vez que distante. De vez en cuando se encuentra con Otori, su padre, que pretende hacerse presente en la vida de su hijo sin dejar de ser lo que a todas luces es: un tipo extraño. Así, mientras por una parte fluye con relativa tranquilidad la vida familiar, por otra percibimos cómo baja el torrente del cambio en la adolescencia, de los conflictos y de la búsqueda de una identidad personal que se escapa permanentemente. Hanada, su mejor amigo, jugará un papel importante, tanto o más que Mizue, la chica enamorada del protagonista. Hanada quiere descubrir a toda costa su realidad y no dudará para ello en hacer el ridículo a los ojos de los demás; pero no estará solo, porque Midori, pese a su perplejidad permanente, no lo abandona. Desde luego, no sabe por qué hace lo que hace, pero sabe por quién lo hace.

            Japón—supongo—debe estar lleno de japoneses y el marco de sus experiencias—supongo—es notablemente diferente del nuestro (basta echar un vistazo a la gastronomía que se refleja en la novela). Sí, también España está llena de españoles… Lo verdaderamente hermoso la novela es que siendo extraño el contexto, la autora ha conseguido dibujar unos tipos universales. ¿No decía Tolstói “si quieres ser universal, describe tu aldea”? Kawakami no tiene necesidad de abandonar las formas educadas típicamente niponas ni ese modo de estar y ser que a nosotros nos puede parecer distante, y no tiene necesidad porque su escritura versa sobre el fondo del alma humana, con sus ambigüedades, miedos y esperanzas. La universalidad no tiene aquí que ver con las vestimentas, la técnica o las formas, sino directamente con los sentimientos. Creo que Solzhenitsyn nos dejó dicho algo así como “la línea que separa el bien y el mal pasa por el corazón de cada hombre”. Hiromi Kawakami tiene la virtud de hacer pasar por nuestro corazón sentimientos universalmente humanos encarnados en una historia tan sencilla como profunda, pues revela el fulgor de la existencia, ese algo en nosotros que brilla como la mar.

            Quien se acerque a esta nueva novela e Kawakami no sólo disfrutará de una historia humana, sino además de ese estilo que me recuerda a la aparente sencillez de la pintura japonesa; también nosotros debemos aprender a mirar con otros ojos. Hay una forma fácil de decir capaz de reflejar ese fulgor que se nos escapa a cada instante, nuestra vida: ¿Dónde está la lejanía?

            Esta gacetilla se llama Hojas que fueron libros, libros que fueron vidas. Tengo para mí que este título podría describir acertadamente Algo que brilla como el mar, pues Hiromi Kawakami ha llenado su novela de esas cosas que nos suceden mientras nosotros nos empeñamos hacer como si verdaderamente estuviésemos viviendo.

             Shalom.

[1] He intentado conseguir una fotografía de la traductora (porque los traductores siempre tienen una parte del mérito, aunque sólo se les suela recordar por sus equivocaciones), pero su página en internet está hecha de tal forma que no he podido recortar la fotografía que allí aparece. Claro: también entra dentro de lo posible que esto se ha ya debido a mi impericia por no llamarla llanamente pura incapacidad. La finalidad de la fotografía no era otra que la de rendir un pequeño homenaje a Marina Bornas, cuyo trabajo me ha hecho disfrutar ya en dos ocasiones, por lo cual debo darle las gracias.

[2] ¿Cuáles son su límites? Afortunadamente, no soy psicólogo y ni tengo ninguna autoridad para establecer límites ni desearía hacerlo. De lo que no me cabe duda es de la existencia de una etapa en la vida de los seres humanos en la que después creemos que se decidió nuestro futuro; pero la vida no es parcelable, no es tarea para agrimensores. En mi memoria hay algunas fechas decisivas, pero ¿lo fueron? En abril de 1973 tomé una decisión de la que quizás aún vivo; pero también los años de quinto y sexto—que siempre he leído como los mejores años de mi vida—fueron determinantes, aunque ¿más que ayer? El tiempo tiene la curiosa virtud de ser un espejismo, porque siempre seremos nuestra memoria. En sexto de bachillerato uno de nuestros profesores nos planteó una pregunta a modo de experimento mental: “Imaginad que mañana os levantáis de la cama sin recordar nada, ¿quiénes seríais?” 

domingo, 12 de diciembre de 2010

Pedro Álvárez-Ossorio... y Antonio Dechent

¿CÓMO SE JUZGA UNA OBRA DE TEATRO?


            Tenía varias ideas para el comentario semanal (esto no significa ningún compromiso, conste) de la gacetilla. Se me habían ocurrido varias posibilidades: hablar de una obra releída hace poco de Gonzalo Torrente Ballester, Cuadernos de La Romana, Barcelona, Destino, 1975. Es el número 469 de la colección Áncora y Delfín en la que se encontraban verdaderas maravillas en unas ediciones espléndidas. Pensé también en hablar de la última novela que he leído de la japonesa Hiromi Kawakami, Algo que brilla como el mar, Barcelona, Acantilado, 2010, que habiéndome gustado no me ha provocado, sin embargo, el entusiasmo de la primera novela que leí de la autora, El cielo es azul, la tierra blanca. Tengo pendiente saldar cuentas con un librito de Enrique Baltanás, Minoría absoluta, Granada, Comares, 2010, al que le quiero dedicar unos escolios. Debería hablar también del último y un poco irregular premio de poesía San Juan de la Cruz, Jesús Losada, Corazón frontera, Madrid, Rialp , 2010. Sin duda también sería algo semejante a una obligación—y de ahí la ocurrencia—hablar de un poemario de Fernando Pessoa, Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, 2005. Durante este tiempo, visitando la Feria del Libro Antiguo, cayó entre mis manos un libro que leí hace más de treinta años: Isaac Deutscher, El judío no sionista y otros ensayos, Madrid, Editorial Ayuso, 1971. Por otras razones también me gustaría hablar en algún momento del número de septiembre de 2010 de la Revista Internacional de Teología Concilium, titulado ¿Ateos de qué Dios?, que edita en España Verbo Divino. Mis intenciones son quizás buenos propósitos que no cumpliré porque llegan unas semanas de trabajo absorbente.

         
           Sin embargo, no voy a hablar hoy de ningún libro, porque ayer por la tarde fui al teatro y después de ver la función tuve la mala idea de leer alguna crítica que no sólo me pareció desafortunada, sino también francamente—entiéndase—fuera de foco e incluso superficial. Esto me ha movido a hablar sobre la obra; claro: podía extenderme sobre esas críticas, pero la crueldad nunca ha sido mi fuerte.

            Sí, ayer por la tarde fui al teatro. Siempre me ha gustado y, a diferencia del cine, nunca lo he soportado. Además, sé que—como decía don Ramón—en el teatro la autoridad soy yo y eso me hace sentir muy cómodo. Asistí a la representación que la compañía la Fundición y Escarmentados ha hecho del texto de Pedro Álvarez Osorio, Queipo. El sueño de un general. Se hizo en el Teatro Central de la Heroica Ciudad a las nueve de una tarde-noche deliciosa. La dirección de la obra ha corrido a cargo del autor, que ha contado con Antonio Dechent para el papel de Queipo; Amparo Martín para el de Maruja, hija del general; Antonio Campos se encarga de dar vida a Juliano Quevedo, yerno de Queipo, y Oriol Boixader encarnada al Generalísimo Franco. La producción ha corrido a cargo de Antonio Dechent y Pedro Álvarez-Ossorio. El resto de la información puede verse en el programa de mano.

            Lo primero que debo decir es que la obra me gustó y mucho. No sólo el texto, sino el montaje y la interpretación me han parecido muy acertados. En ningún caso se trataba de un ajuste de cuentas con la historia—eso hubiese hecho de la obra algo mediocre—, sino de hacer teatro en el sentido auténtico de la expresión; pero no ha sido la obra la que ha motivado mi comentario, sino, como he dicho, alguna crítica que ha valorado la obra y su representación por la ausencia de una denuncia más descarnada de lo que Queipo fue y representó. Posiblemente se quería una simple imitación de una determinada reconstrucción de la figura del general; pero, afortunadamente, Pedro Álvarez-Ossorio no ha caído en semejante maniqueísmo (que es una forma de estupidez puesta recientemente de moda). El teatro no es mimesis de la realidad, sino que nos ofrece una interpretación de nosotros mismos en la que participamos como espectadores: este Queipo teatral (magnífico Antonio Dechent) nos interpreta a nosotros mismos [1] No hay ninguna confusión en el discurso de la obra: el crítico se embarra cuando confunde la historia con la representación y quiere reducir ésta a aquella—quizás porque le resulte políticamente más interesante. La obra de teatro no pretende una reconstrucción milimétrica. No, ¡gracias a Dios!, porque la realidad es mucho más compleja y el teatro es presente. Esto lo diferencia absolutamente del cine, ese espectáculo moderno que se repite idéntico proyección tras proyección. Sobre esto ya nos habló Benjamin.

            No quiero que el árbol de la crítica me impida ver el bosque de la obra, así que diré algo más de Queipo. El sueño de un general. La obra está pensada como una analepsis: estamos en 1951 y el general agoniza en su finca “Gambogaz”, junto a la capital de su Virreinato, Sevilla. A partir de ese momento regresamos al pasado: al día 18 de julio, a las presiones anteriores y posteriores, al exilio romano de Queipo y de nuevo a los días finales. Por el escensario van pasando diversos personajes que añaden matices a la obra: el cardenal Pedro Segura, el Generalísimo [2] Franco… Antonio Dechent lleva el peso de la obra y lo hace con el entusiasmo de un actor joven, pero con la experiencia del que lleva muchos años sobre las tablas. Siempre me ha parecido mejor actor de teatro que de cine—y esto debe entenderse como una alabanza, pues en el cine actúa bien hasta Sanani el de la Tortas. La voz de Antonio Dechent obra prodigios (y hay quien dice ya que es la mejor voz del teatro español). Su construcción de la figura de Queipo roza la perfección, pero no por una fidelidad literalista a la personalidad histórica, sino porque el personaje se mantiene en pie por sí mismo. No estamos ante un personaje plano, sino redondo; es decir, lleno de matices. Los actores que le acompañan están también magníficos y me gustaría destacar a Amparo Martín, a la que le ha tocado lidiar con un personaje difícil que debe moverse entre la rigidez y el afecto. Cómica es la construcción de Oriol Boixader y amable la que ha conseguido Antonio Campos de Juliano Quevedo, ambiguo y fiel a la vez.

            Los saltos en el tiempo lejos de confundir, dan dinamismo a la obra. En cuanto al montaje cabe decir que—es lo bueno del teatro—con muy pocos elementos se ha conseguido mucho (pienso ahora en el discurso de Queipo ante la multitud en la plaza de España). La sobriedad es una virtud porque, además, no entorpece la representación. La proyección de imágenes no sólo no interrumpe el curso de la obra, sino que la enriquece generando un ambiente tenebrista muy apropiado para los personajes. Por último, quiero dejar constancia de que el trabajo del iluminador, David Romero de la Osa,  merece un aplauso.

            En resumen, Queipo. El sueño de un general ha sido planteada con acierto, como verdadero teatro. Lástima que esté tan pocos días en cartel.

            Shalom.

[1] Baste un botón de muestra: en la representación del encuentro con Franco, éste ha sido maravillosamente caricaturizado por Oriol Boixader. El público ríe con ganas por la parodia. Más tarde, en un aparte, Queipo habla de Franco con desprecio y el público ríe hasta alcanzar la carcajada cuando… el General tilda de maricón al Generalísimo. Esta risa refleja el fondo del público y lo denuncia más que muchas palabras.


[2] Es cómico ya el mismo título de “Generalísimo”. Ahora se empeñan en eliminar las palabras sin percibir la venganza del tiempo: “Generalísimo” es tan ridículo como “Cabísimo” o “Coronelísimo”. Dice con acierto Pedro Álvarez-Ossorio en el programa de mano: “Un pueblo sano es el que es capaz de no olvidar los momentos funestos de su historia”; pero yo añadiría: “con humor”. Todas las dictaduras—del signo que sean—han censurado el humor. 

martes, 7 de diciembre de 2010

David Safier

¿CÓMO SE JUZGA UNA NOVELA?
(y me refiero a una novela sin pretensiones)



            Hace unos días tuve que ir en tren a Málaga y para pasar el tiempo adquirí la nueva novela de David Safier, Jesús me quiere, Barcelona, Seix Barral, 2010. Conocía al autor por haber visto en las librerías su novela de más éxito, Maldito karma, que no he leído. Las trescientas páginas de Jesús me quiere se leen de un tirón y sin complicaciones: la estructura de la obra es sencilla, el lenguaje roza lo elemental y Safier no ha querido demasiadas complicaciones con el tema. No puede, sin duda, molestar a nadie. Y si alguien se sintiera molesto, sólo dejaría patente su propia estupidez, porque el autor no sólo no quiere molestar, sino que ha pasado con delicadeza por muchas cuestiones.

            El libro entretiene y poco más. Pero que entretenga no es poco; de hecho, consiguió que las dos horas de viaje se me pasaran con rapidez. Es evidente que le sobran páginas (o tal vez el desenlace empieza demasiado pronto), pero eso tampoco es un problema porque se trata de un juego de humor. Así, Jesús me quiere resulta diversión en el sentido etimológico del término [1]: se parece mucho al guión de una película de éxito porque posiblemente Safier no pretende otra cosa. De hecho, la forma de escribir acerca este libro a un libreto cinematográfico. Los personajes son muy endebles y el autor los maneja un poco al estilo de las marionetas; pero me temo que también esto entra en los proyectos del autor; así, nada nuevo descubro.

            El argumento es sencillo: una chica (Marie) decide casarse con un tipo al que deja plantado justo en el momento de la boda. Se refugia en casa de su padre y allí conoce a un carpintero, Joshua; en realidad es Jesús que vuelve a la tierra unos días antes del Juicio Final. Marie se enamora del carpintero y la historia se embrolla amablemente con la aparición incluso de Satanás, convocado para el Fin del Mundo. Como la novela es tan simple no será bueno resumir el resto de la trama.

            Dicho esto, ¿qué más se puede decir? Anoto algo antes de empezar: dudo mucho que el autor quiera hacer teología, porque no tiene apenas idea de lo que significa pensar la fe cristiana (quizás, como la protagonista, sólo tiene lo que recuerda de su infancia); además, una obra literaria no se puede juzgar por su teología (salvo que ésa sea intención expresa de la obra): ¿quién comparte en su totalidad la teología de la Ilíada? Sin embargo, quiero referirme al argumento de Jesús me quiere en dos aspectos de contenido. En primer lugar, la abolición de la escatología, pues Safier acaba salvando la situación mediante ese recurso; lógicamente, yo sostengo que un cristianismo sin escatología no es cristianismo, sino sucedáneo (y malo); este dato, sin embargo, forma parte de la mentalidad moderna [2] y queda patente en la novela. Y en segundo lugar, el concepto de Dios (no entro aquí en la confusión respecto a la doctrina trinitaria, pues Safier la necesita para que su guión funcione) que oscila como bombilla colgada de ningún techo, pero que ha perdido cualquier carácter de exceso de luz (misterio); estamos ante un Dios para niños pequeños que pone de manifiesto algo a lo que hice referencia en otra ocasión: la fe de muchos es sólo un recuerdo residual de una infancia a la que no pueden volver.

Shalom.

[1] Un estar vuelto hacia lo externo, un perder-se.

[2] Pretender una “religión a la carta” es poco más que un chiste malo. Sin embargo, es lo que hoy pretenden muchos. Nadie quiere conocer ya nada más grande que su conciencia –ni siquiera para la salvación.