sábado, 30 de abril de 2011

Ernesto Sábato

DEUDAS

            Me he cortado el índice de la mano izquierda mientras preparaba una ensalada. Me cuesta redactar. Un rato antes, volviendo a casa después de un paseo, pensaba si escribir o no en la gacetilla, ¡ojalá fuese como el gran Karl Kraus! (basta echar un vistazo a la recopilación de artículos de La Antorcha que ha publicado Acantilado). Sin embargo, ni sombra. El día estaba triste, plomizo pero no de nostalgia sino de herida: el granito de los adoquines brillaba mustio, pese al viento, y el río, verde, se hacía gris en la lejanía. Llegado al final del puente pensé en que tal vez debía escribir algo y de improviso, surgida de un fondo oscuro, me golpeó una pregunta: ¿me he aburrido de los libros? Recordé las primeras lecturas conscientemente elegidas por mí: Sandokán y Yañez (nombre éste que me costaba pronunciar), el detective francés, los chicos de Twain, Los milagros de Nuestra Señora, la primera antología de don Antonio Machado y tantos otros. No me aburren, no, pero es cierto que empiezan a provocarme nostalgia. Durante la mañana había estado releyendo algunas páginas magníficas de Suite francesa y quizás todo sea por eso.

            He llegado a casa y he comido algo. He escuchado entonces una noticia que me ha entristecido: Ernesto Sábato ha muerto. Estaba a punto de llegar a los cien años, pues había nacido un veinticuatro de junio de 1911. Por lo tanto, la gacetilla hoy debería aliñarse con luto. ¿Qué recuerdo tengo yo de ese grandísimo escritor? El túnel, una obra con la que el argentino de Rojas se anticipó a su época y que tanto me recordó a El extranjero. Sábato consiguió agobiarme y arrastrarme al cuadro; entendí que escribir es quizás una forma de pintar o que pintar puede ser una forma de escribir. Cuando digo esto y recuerdo El túnel me viene a la cabeza el nombre de Modiano sin que sepa muy bien por qué. Me encandiló con Sobre hombre y engranajes. Heterodoxia, porque se trataba de una verdadera heterodoxia y no de situarse en la lista de ventas. Sé que su vida estuvo llena de altibajos y aunque lo vi sólo una vez—en una Feria del Libro—puedo decir que tuve la suerte de conocer a personas que lo frecuentaron. Sé que como todos los seres humanos, Sábato estaba también lleno de contradicciones, pero con el paso del tiempo aprendí a admirar su honradez intelectual y cómo en vez de tornarse un aciago pesimista, al estilo Cioran, fue capaz de mantener la esperanza con lucidez y darnos a muchos razones para esperar. Certeramente, se definió como anarquista cristiano; en estos días ando metido en la lectura de Hugo Ball, otro anarquista cristiano, pero no se me ocurrió relacionarlo con Sábato hasta este momento. Sin duda, en París debió tener noticias de Ball y del Cabaret Voltarie de Zúrich, quizás a través de los surrealistas, cuando el escritor argentino apuraba su beca en el Laboratorio Curie de la capital francesa.

            Ha pasado sus últimos años casi entre algodones, recluido en Santos Lugares por su delicado estado de salud. En estos años retomó su otra pasión, la pintura, que nunca había abandonado, pero que pasó a un segundo plano. Fueron sus problemas en la vista, por lo que yo sé, los que lo devolvieron a la pintura; los cuadros que recuerdo son tenebrosos, oscuros, con personajes de grandes ojos que miran con una extraña melancolía como si estuviese dibujando a Juan Pablo Castel. Sus cuadros, dijo en una ocasión, le salvaron del suicidio. Quizás las heridas del informe Nunca más, sobre los desaparecidos durante la dictadura argentina, le dejaron abiertas más llagas de las que a simple vista pudimos ver los demás; heridas que le honran y que hacen de él una persona con un coraje y una valentía admirables.

            He sido feliz leyendo a Sábato. Estoy seguro de que a muchos otros les pasa lo mismo: Abaddón el exterminador, Sobre héroes y tumbas, El escritor y sus fantasmas, Antes del fin..., pero no quiero dejar de escribir sin hacer mención a los Diálogos con Jorge Luis Borges (supongo que recuerdo bien el título). La edición que tengo se abre con una magnífica fotografía de ambos escritores alrededor de una mesa de café. El damero del enlosado representa quizás dos formas de entender la vida—y la política—muy diferentes. Desde luego, no se trata de elegir, pero yo me quedo con Sábato. Siempre estaré en deuda con él y por semejante deuda le estaré eternamente agradecido.

            Shalom.

miércoles, 20 de abril de 2011

Giovanni Raboni

LOS ROMANOS CONQUISTARON JUDEA



            Primero me atrajo el título, Gesta Romanorum, aunque no sé con exactitud por qué; tal vez me recordaba los años de bachillerato y el estudio de las declinaciones [1]: una forma de recuperar lo irrecuperable; quizás en mi cabeza sigo viendo a las legiones con una mezcla de repulsa y confusión, pues si bien es cierto que han cometido las peores tropelías—han quemado, se dice que accidentalmente, la Biblioteca, han arrasado el Templo y han acabado imponiendo el orden romano a sangre y fuego—, también es verdad que en el Rin nos protegen de la fría amenaza bárbara. Claro que por el este han sucumbido repetidas veces ante Sapor, que ha hecho prisionero al propio Valeriano. El título me recordaba también, sin que yo sepa aducir un motivo claro, a Bizancio, esa muralla tenaz contra los bárbaros del norte y del este, que finalmente, un triste veintitrés de mayo, conquistaron la ciudad y la saquearon con sus manos impías. El Imperio Romano de Oriente, una verdadera gesta, sólo sucumbió tras la amarga traición de los venecianos—el Adriático será su castigo pues se los acabará tragando y pagarán, de paso, por el hurto de las reliquias de san Marcos—después de permanecer solo en pie más de mil años [2]. Por eso me gusta también Kavafis, es un bizantino de Alejandría.

            Después creo recordar que abrí el libro y leí un poema:



Timori della Maddalena

Ho paura del legno e della rupe,
ho paura del corpo, del nervo lacerato,
dei tendini recisi, ho paura della luce,
ho paura del sasso che chiuderà la tua porta,
ho paura del vento e delle voci, ho paura
del corvo che ti mangerà, ho paura del lupo
che troverà le tue ossa, ho paura
che tu sia morto e tutte le notti
avrò paura che tu mi baci di gelo
e mi tiri piedi sotto il lenzuolo


Temores de la Magdalena

Tengo miedo del leño y de la roza,
tengo miedo del cuerpo, del nervio lacerado,
de los tendones rotos, tengo miedo de la luz,
tengo miedo de la piedra que cerrará tu puerta,
tengo miedo del viento y de las voces, tengo miedo
del cuervo que te coma, tengo miedo del lobo
que encontrará tus huesos, tengo miego
de que estés muerto y cada noche
tendré miedo de tus besos helados
y de que me tires de los pies bajo la sábana.



            Es posible que antes hubiera visto el libro en la página que Vaso Roto tiene en la Red y me hubiera llamado la atención por alguna razón; quizás la digna cabeza de Giovanni Raboni, ligeramente inclinada, con su pelo y barba blancos y una sonrisa lejana como una luna llena de pascua vista a duras penas entre el cendal blanco de las nubes. El caso es que acabé comprando el poemario, el primero que se traduce de Raboni al castellano y me he dejado llevar por él durante algunos días, a veces triste, a veces sorprendido.

            No sé demasiado de poesía italiana—e incluso ese “no sé demasiado” es mucho más de lo que sé—, pero me gustan mucho algunos poetas. Aquí he hablado de Alda Merini, de Ungaretti y tal vez de algunos más. Giotti, Quasimodo (cuya poesía completa ha editado en España Linteo), Luzi, Calabrò... tienen poemas absolutamente maravillosos. Se dice, eso he leído, que Raboni pertenece a una generación poética. Supongo que, como en España, en Italia también se hacen marcas en el tiempo, se establecen generaciones, se cataloga a los poetas y se les introduce en libros de texto para que puedan ser olvidados con comodidad [3].

            Raboni, nacido en un año después que Alda Merini y milanense como ésta, es uno de los poetas italiano más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Fallecido en 2004, fue también guionista de cine, crítico, ensayista y traductor. Dice Luca Daino que, como poeta, está bajo la influencia de T. S. Eliot; no lo dudo, pero Raboni tiene una voz propia muy nítida que me resulta inconfundible. Gesta Romanorum, cuya edición a corrido a cargo de Luca Daino y de Juan Carlos Reche, que se ha encargado también de la versión castellana de los poemas, tiene una curiosa historia como libro, pues se trata de un conjunto hecho a golpes de tiempo: desde los primeros poemas a los dispersos del final hay un largo trecho y si bien las dos primeras partes tienen una indudable unidad temática, que giran en torno a los últimos días de Cristo desde la perspectiva de algunos personajes, tanto el apéndice como los poemas dispersos tienen una temática y un registro más variados. En ocasiones, sobre todo los poemas del apéndice, me han traído a la memoria a la ya mencionada Alda Merini:

I giorni della Terra Santa

Quando soffia l´inverno e il vento porta
campane d´arsenico bianco ai rami secchi degli alberi
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.

Quando la primavera spacca gli occhi dell´erba
e le gemme tagliano e sorridono come coltelli
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.

Quando l´estate spezza col suo bastone d´oro
le ginocchia e le reni agli animali
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.

Quando l´autunno apre la mani sui prati
e schiaccia le lucertole e affonda le pietre
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.

Los días de la Tierra Santa

Cuando sopla el invierno y el viento lleva
campanas de arsénico blanco a las ramas secas de los árboles
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.

Cuando la primavera arranca los ojos de la hierba
y las gemas cortan y sonríen como cuchillos
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.

Cuando el verano parte con su bastón de oro
rodillas y riñones a los animales
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.

Cuando el otoño abre las manos en sus prados
y aplasta lagartijas y hunde las piedras
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.

            ¿Quién no vislumbra aquí un eco de aquel manicomio en cuyo Jordán fuimos bautizados? Raboni debía conocer el manicomio y las referencias seguro que no se le escapaban. Me gustan los poemas de Gesta Romanorum porque generan una distancia respecto a su propia percepción y en esa lejanía crean un espacio para la reflexión, para la interiorización de sentimientos, pues casi todos los poemas tienen un tono meditativo—yo no diría narrativo—que encamina a la introspección. Una vez más lo religioso es aquello que nos abre las puertas de un abismo: el sentido que crece, precisamente, donde nos enfrentamos con el absurdo.

            Y como estamos cerca del Sábado Santo y pienso que nosotros estamos permanentemente a las puertas del Octavo día, delante del sepulcro en ese sábado que un día abrirá nuestros ojos a la belleza de Dios, me permitiré terminar con otro poema:

Per il Sabato Santo

Aiutami, Signore,
nel punto dello spazio cartesiano
dove l´angelio stacca dalla croce
il tuo volto di spine.

La luce scivola da tuoi capelli o non è piú?
S´apre la succesione, va esule
la nostra forza?

Aiutaci, Signore,
prima che scoppi l´ultima semente
e un chiodo solo trafigga tempo e spazio.

Amici, Lazzaro torna a morire, il lebbroso
cade a pezzi squillando accanto a una porta.

Restiamo nella chiesa
finché il Signore risorga.

Para el Sábado Santo

Ayúdame, Señor,
en el punto del espacio cartesiano
donde el ángel despega de la cruz
tu rostro de espinas.

La luz, ¿resbala por tu cabello o acaso ya no existe?
¿Se abre la sucesión, exiliada marcha
nuestra fuerza?

Ayúdanos, Señor,
antes que rompa la semilla última
y un solo clavo atraviese tiempo y espacio.

Quedémonos en la iglesia
hasta que el Señor renazca [4].

            Shalom.

[1] Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa... -us, -er, -ir, -um, -e, -er, -ir, -um, -um, -i, -o, -o... el genitivo plural de la segunda era, precisamente, el -orum final del título. En segundo de bachillerato, con poco más de once años, tuve mi primera aproximación al latín. Después tercero y cuarto, comunes a todos los bachilleres de la época; básicamente estudiábamos gramática, tan pesada y que a algunos les hizo odiosa la lengua de Cicerón. Los que fuimos por Letras, quinto y sexto, tuvimos dos años más. Sí, el latín era una de las fuertes en mi época; con los años ha desaparecido casi completamente de los planes de estudio. Recuerdo a un profesor de Latín, que se debió jubilar hace más de diez años, quejándose de la desaparición de la asignatura: “En mi tiempo—decía—eran las matemáticas y el latín las asignaturas que te enseñaban a pensar”. No sé si era un lamento o una indignación real; pero sí es cierto que el latín mejoró notablemente nuestro uso del español y que su pérdida no será reparable: la lengua de los bárbaros nos domina ya y acabaremos por parecernos aún más a ellos, ¡pobre Virgilio! Broch pensaba, con una cierta dosis de ingenuidad en medio de la barbarie, que siempre podríamos llevar a nuestro Virgilio en el bolsillo. Ahora quizás hasta en una de esas imitaciones electrónicas, pero ¿quién lo comprenderá? Arma virumque cano...

[2] El libro de historia del arte de sexto de bachillerato dedicaba a la cultura bizantina un breve párrafo en la que la calificaba como “cultura decadente”. Nuestro profesor, el inolvidable, Miguel Pérez del Valle, reaccionó indignado ante tamaño dislate: “¿Mil años de decadencia?” Taché el párrafo y aprendí a desconfiar. En aquellos años lo que aparecía en papel impreso tenía para nosotros el sello de la veracidad; los años siguientes, llenos de panfletos con vacuas promesas (aquel mundo utópico donde todo el mundo andaba por un colorido parque mientras leían a Hegel o a Marx...) descubrimos que la veracidad era, en primer lugar, un atributo de las personas. Hoy ese cuño de veracidad se atribuye nada menos que a las televisiones. Moriremos de tanta mejora.

[3] No digo yo que todo sea obra de los agrimensores; pero me temo que a medida que las Letras ceden bajo el empuje de los métodos de las ciencias naturales, sólo es factible realizar el trabajo de los agrimensores: ponerle puertas al campo, vallas al cielo y, como remate, calcular.

            Una anotación. Hay, además, agrimensores torpes: “Es una concepción religiosa del arte, diría yo que agustiniana (creo porque es absurdo). Al final, el arte es lo que hacen los artistas (yo soy el que soy) y su reino no es de este mundo. Como toda fe religiosa se asienta sobre el menosprecio del mundo: la vida verdadera es espiritual”. Esto lo escribe en el suplemento ¿cultural? de un diario nacional Rafael Reig. ¡Fantástico! Por una parte, ha confundido a san Agustín con Tertuliano y semejante confusión no es sólo un lapsus calami, porque el de Hipona tiene poco en común con el cartaginense; además, la frase atribuida a Tertuliano está tan mal citada—el supuesto credo quia absurdum—que se acerca a la calumnia (véase, por favor, De carne Christi 5,4); me ha referido antes a Miguel Pérez del Valle, que precisamente hizo su tesis doctoral sobre Tertuliano; pero, claro, esto no importa, porque a los agrimensores le bastan los lugares comunes. Sin embargo, la estupidez del párrafo citado es más amplia, más rica en matices, que el error de atribución. A fin de cuentas, ¿no está escrito en un periódico? Pero ya he hablado mucho de la incultura religiosa que aflige a este país...

[4] A veces he tenido la sensación de que el traductor estaba empeñado en camuflar las referencias religiosas y procuraba darnos una interpretación feble de los poemas. Puede que sea miedo... No entiendo demasiado bien la traducción del estribillo de Los días en Tierra Santa, pues Cristo se sienta en silencio en el sepulcro no es igual que [...] en paz... en su sepulcro. Aparece un posesivo donde no lo había. En cuanto a Para el Sábado Santo tengo la sensación de que mucho se pierde con la traducción de los dos últimos versos; al menos se podía haber dejado espacio a la ambigüedad:

sigamos (permanezcamos) en la iglesia
hasta que resucite (resurja) el Señor.



domingo, 17 de abril de 2011

Konstantino Kavafis

SÓLO UN POEMA


¿Cómo es posible saber tanto de los demás? Quizás porque, como buen griego, acabó conociéndose a sí mismo.

            La traducción—magnífica—es de José María Álvarez. El poema se encuentra en Constantino Kavafis, El resplandor del deseo, Sevilla, Renacimiento, 2011.

MURALLAS
(1896)

Sin consideración, sin piedad, sin pudor
en torno mío han levantado altas y sólidas murallas.

Y ahora permanezco aquí con mi soledad.
Meditando en mi destino: la suerte roe mi espíritu;

tanto como tenía que hacer.
Cómo no advertí que levantaban esos muros.

No escuché trabajar a los obreros ni sus voces.
Silenciosamente me tapiaron el mundo.

*Me he tomado la libertad de eliminar la tilde del “tanto” de la tercera estrofa que se ha colocado por error en la edición.

sábado, 16 de abril de 2011

Textos antiguos

PESAJ

            El título de esta gacetilla debería implicar posiblemente más vida de la que alguien como yo es capaz de darle, pero no hace falta decir que estamos en una semana especial: el domingo veinticuatro es la conmemoración de la resurrección del Mesías Jesús, que, junto con los siete días anteriores, compone la Semana Santa; una al menos curiosa semana de ocho días. Este año el quince de Nisán es el 19 de abril y la fiesta de Pesaj dura hasta el veintiséis del mismo mes. Quizás estas observaciones son innecesarias, porque todos las conocemos. Sin embargo, los últimos días llamó mi atención que algunas personas, cuya formación religiosa tendría que ser aceptable, desconociesen que el domingo es, en realidad, el primer día de la semana—y lo es porque el séptimo, Sabbath, el Eterno descansó. Tampoco sabían que al domingo se le llamó el “octavo día” en una hermosa imagen, pues en la historia estamos siempre delante de un día que aún no se nos ha abierto.

          
            Supuestamente, los relatos bíblicos han contribuido a formar el sustrato sobre el que pensamos. Digo “supuestamente”, pues muchos—me temo que la gran mayoría—los desconocen. Si las leen, además, no las entienden, porque piensan que tienen acceso directo a escritos de más de dos mil años como si uno pudiera saltarse la historia. No es, sin embargo, tiempo de lamentaciones [1]. Me gustaría animar a leer dos textos que recorren el nervio de estos días: la salida de Egipto tal como la narran los primeros dieciocho capítulos del libro del Éxodo y el ciclo pasión-resurrección del evangelio más antiguo, el de Marcos.

            Subió al trono un Faraón que no conoció a José dice el Éxodo. Ese faraón quizás sea Ramsés [2] o su hijo Amenofis, aunque aquí no importa demasiado; el problema es, como diría Levinas, ese “no conoció”. El verbo hebreo que se usa ידע (ydc) implica algo más de lo que en castellano llamamos “conocer”. No conocer a alguien es una forma de no reconocer las obligaciones que se tienen con él: no ver el rostro que reclama nuestra atención. En nuestro caso, de esa falta de reconocimiento deriva la reducción de las personas a la categoría de cosas—de los hijos de Israel a la servidumbre de los esclavos; pero los gritos de esos esclavos llegarán a Dios, que se acordará de la alianza hecha con Abraham. Empieza de esta manera la historia de la libertad, experiencia fundamental con la que está ligada la fe de Israel, pues el Eterno será siempre el que nos saca de la esclavitud. Esta epopeya de la libertad—la primera epopeya—culmina, tras el paso del mar [3] con el cántico de María, uno de los textos hebreos más primitivos a los que podemos tener acceso. Acercarse al Éxodo es acercarse a una experiencia fundante y real de libertad de modo que a todos nosotros, que hemos crecido a la sombra de las experiencias narradas en la Biblia, el éxodo se nos ha transformado en una categoría para interpretar la realidad. Nada novedoso, quizás, pero algo siempre nuevo.

            Acostumbra a decirse que el Marcos es el ciclo pasión-resurrección con una breve introducción. De hecho de los dieciséis capítulos del evangelio, los últimos seis abarcan desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección (descontando el añadido del final del último capítulo, que no pertenece a la mano que redactó el evangelio). No cabe aquí entrar en los problemas de la redacción de Marcos [4], pero sí debo decir que son muy importantes para realizar una interpretación correcta de los textos. Pondré un ejemplo. Jesús entra en Jerusalén a lomos de un pollino: no como un mesías triunfante, sobre un caballo, sino sobre un humilde burro. La renuncia al poder, a lo que los hombres de todas las épocas entienden por poder, se hace evidente. El episodio que Marcos narra a continuación casi siempre es malentendido y malinterpretado [5]: Jesús sale desde Betania (que se encuentra en una colina frente al Monte Sión, es decir, frente a Jerusalén). Allí ve una higuera y acude a por un fruto, pero no encuentra nada ὁ γὰρ καιρὸς οὐκ ἦν σύκων (“porque no era el tiempo de higos”). Esta marca debería ser suficiente para evitar cualquier interpretación literal: Nunca jamás nadie coma fruto tuyo—dijo el maestro— Los discípulos lo oyeron. A continuación Jesús acude al Templo y expulsa a los que hacen negocio con el nombre de Dios. Y regresan a Betania. Al día siguiente, pasan junto a la higuera; Pedro dice: Maestro, la higuera que maldijiste está ya seca. Llega entonces la explicación: Si uno le dice al monte ese: “Quítate de ahí y tírate al mar”, no con reservas interiores, sino creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá.  ¿De qué se trata en todo esto? Sin duda, la higuera repleta de hojas, llamativa, pero sin frutos, representa al sistema religioso del Templo: muy vistoso, brillante, pero incapaz de dar vida—de alimentar—a las personas. Un sistema, en definitiva, que oprime al hombre en nombre de Dios, una verdadera blasfemia. Jesús maldice ese sistema, que quedará seco: ésa es la lección de la higuera. La marca τῷ ὄρει τούτῳ (“la montaña ésa”) indica que se está refiriendo al monte del Templo. Lo que se pide es que acabe la explotación en nombre de Dios... y no trabajos orográficos.

            Libertad, una hermosa palabra que en los tiempos modernos hemos vaciado casi por completo de sentido, pues la hemos referido a la posibilidad de elegir entre objetos de consumo. Por eso no nos viene mal volver los ojos, la mente y el corazón allí donde se encuentran nuestras raíces: no para regresar al pasado—Abraham nunca regresó a Ur a diferencia de Odiseo, que volvió a Ítaca—, sino para repetir: “Esto sucede hoy”. Todos tenemos un éxodo que emprender.

            Shalom.

[1] Pueden leerse con provecho las de Jeremías. Además, me he quejado repetidamente de la incultura religiosa que caracteriza a un país supuestamente educado en la tradición bíblica.

[2] El mismo al que ahora nuestros egiptólogos llaman Rameses.

[3] Un verdadero parto, pues la misma naturaleza rompe aguas para que el  pueblo salga y nazca; porque nacer es siempre hacerlo a la libertad, aunque lo que haya por delante sea el desierto. La historia subsiguiente es la del miedo a la libertad: ¿para esto nos ha sacado de Egipto?

[4] Por lo demás, se trata de una historia apasionante. Recuerdo los años de estudios de los  sinópticos bajo la batuta de Miguel de Burgos, que precisamente había hecho su tesis sobre la teología de la cruz en el evangelio de Marcos. Durante mucho tiempo, y sin otra finalidad que el placer de estudiar, anduve dándole vueltas a la posibilidad de un texto arameo para el ciclo pasión-resurrección en Marcos; incluso arriesgué alguna retrotraducción—como aquellas que me obligó a hacer Antonio García del Moral cuando estuvimos trabajando el himno de Filipenses.

[5] En cierta ocasión le preguntaron a un famoso cantautor qué opinaba de Jesús (ya por el final de los años setenta se había puesto de moda opinar sobre todo). El cantante respondió: “Un tipo contradictorio pues maldice una higuera porque no tiene higos” (reproduzco la respuesta de forma aproximada). No se le ocurrió pensar ni por un momento que no entendía el texto. Bueno, al menos aprendí de aquello que quien no duda de su propia sabiduría está casi del todo despojado de ella. Años después uno de los profesores que más he querido me animó a ser alguien que sabe dudar... quizás pensó, y no sería extraño, que yo no andaba bien despachado de inteligencia.

martes, 12 de abril de 2011

Yann Martel. Y tres

HERMOSA FORMA DE ESCRIBIR (III)


            Es muy difícil hablar de ciertas realidades, de aquellas historias que nos han hecho daño. ¿Se puede hacer literatura de ellas? El libro de Yann Martel también es una pregunta que responde a esta cuestión narrando. A estas alturas todos sabemos que estoy hablando de lo que el novelista canadiense habla, es decir, de la Shoá, que él invoca con el nombre de Holocausto en la primera parte, pero a lo que más tarde se referirán Beatriz y Virgilio, los verdaderos protagonistas de la historia, como los Horrores [1]. Hace unos años en El País [2] fue el espacio de una educada polémica entre Antonio Muñoz Molina y Javier Marías sobre la oportunidad de usar el humor en determinados asuntos, aunque también es cierto que han polemizado sobre otros asuntos, siempre con educación. Pienso que ciertos temas requieren un tratamiento transversal, por decirlo así, y que los tratamientos directos sólo pueden darlos los testigos. Sobre la Shoá tenemos, pese a lo duro, algunos testimonios: Primo Levi se sitúa en una línea; el autor partidario de devolver el golpe, en otra (me refiero, claro está, a Jean Améry); Celan escribió de una manera diferente, sin duda, a la de Zvi Kolitz [3]...

            De todos es conocido el lúgubre dictum de Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Ni siquiera Horkheimer lo compartió y debió ser uno de los momentos más negros del autor de La jerga de la autenticidad [4], pero la frase ha encontrado eco... aunque hemos seguido escribiendo poesía: ¿por qué? El teólogo alemán J. B. Metz acabó siendo amigo del filósofo marxista E. Bloch y tuvieron algunas conversaciones sabrosas. Contaré una de cada parte tal como me han sido referidas. Estando Bloch cercano a la muerte, Metz le preguntó por el hecho de la muerte. El filósofo comentó: “¡Ah, la muerte! Aún me queda esa experiencia!” Unos años antes quizás, Bloch, remedando el dicho adorniano, preguntó a Metz cómo se podía rezar después de Auschwitz. Es una pregunta altamente dolorosa y significativa; el teólogo, por lo visto, replicó: “Podemos rezar después de Auschwitz porque en Auschwitz se rezó”. Quizás nosotros podamos responder de una manera semejante a Adorno [5].

            Otra dolorosa pregunta en los juegos para Gustav:

     Juego número nueve. Después, cuando todo ha terminado, conoces a Dios. ¿Qué le dices a Dios?

            Me parece que uno de los problemas centrales al escribir fabulando sobre la barbarie es no acabar dedos formas: banalizando el sufrimiento o adoptando un tono masoquista que se regodea al narrar el dolor ajeno (o incluso el propio). Yann Martel no ha caído, a mi juicio, en ninguno de estos defectos y ha sabido abordar una realidad—pues no me parece justa referirme a todo esto como “tema”—durísima en una formidable fábula en la que, de repente, sabemos que Virgilio fue hecho mono aullador por un decreto de orden superior, que le obligó a abdicar de su condición de ser humano. Lo más hermoso es, sin embargo, la ternura que se respira en los diálogos de Beatriz y Virgilio: amar es en verdad hacerse cargo del otro, cuidarlo.

            El papel del taxidermista consiste, en buena medida, en ponernos un espejo delante de la cara. Repite una y otra vez que el no es partidario de la caza..., pero vive de ella. La barbarie del despiece, de desmontar a un ser vivo para reconstruirlo ya sin vida (¿no hablé hace poco de una novela de Endo) es narrada desde la supuesta inocencia. Al fin y al cabo, ¿no era su obligación? En estos días se han cumplido cincuenta años del juicio de A. Eichmann en Israel. La maravillo Hanna Arendt escribió un libro sobre el asunto, que merece la pena volver a leer: Eichmann en Jerusalén. En él quedaba nítida la banalidad del mal, ese nihilismo que nos sigue invadiendo y que paraliza nuestros juicios morales a veces con el pretexto futil de la tolerancia.

            Empecé—lo confieso—la lectura de la novela de Martel con cierta precaución; mantengo fresco en mi memoria el final de Vida de Pi, la clave japonesa (para quien pueda entenderme). A estas alturas cualquiera puede reconocer que Beatriz y Virgilio me ha gustado y que, en ocasiones, ha llegado a emocionarme. Uno de los deberes que tenemos con las víctimas es no olvidarlas; la Shoá debe ser recordada, pero no sólo para honrar a los que fueron exterminados—el Eterno los ha acogido—, sino para saber, como diremos al celebrar la Pascua, que “esto sucede hoy”. No, no se trata de sentimentalismo, sino de el coraje de recordar. La nueva novela de Martel da también que pensar sobre esto: nosotros no tenemos derecho a olvidar, pero ¿y las víctimas? Una vez más, los juegos para Gustav:

    Juego número doce. Te habla un médico. “Esta pastilla te borrará la memoria. Olvidarás tu sufrimiento y tu pérdida. También olvidarás todo tu pasado.” ¿Tomas la pastilla?

            Agustín de Hipona decía: “Soy mi memoria” y H. Bergson era de la misma opinión: ¿qué haremos?

            Shalom.

[1] El término “Holocausto” no parece demasiado acertado para referirse a la catástrofe que supuso la destrucción de los judíos europeos, pues implica la idea de sacrificio. De hecho, en la Biblia “holocausto” hace referencia a un sacrificio en el que la víctima era totalmente destruida. No se trata de ningún sacrificio. El término “Shoá” (Shoah) tiene la ventaja, si aquí cabe tal manera de expresarse, de significar catástrofe; en concreto hace referencia al humo negro que sube cuando sucede una catástrofe; se trata de un humo que ofende a la naturaleza, al Cielo y a nuestra propia vista.

[2] Por entonces, por un raro privilegio, se escribía sin tilde. El error ortográfico, pues eso era, del comienzo se mantuvo durante años hasta que finalmente se decidió cambiar el formato del periódico.

[3] Yósel Rákover apela a Dios, Barcelona, Galaxia de Gutenberg, 2001. La obra, por lo que sé, fue publicada primero en Argentina, lugar al que emigraron muchos judíos en la época de la persecución nazi. Sólo citaré el inicio:

“Creo en el sol aun cuando no alumbra.
Creo en el amor aun cuando no lo siento.
Creo en Dios aun cuando calla”.

Inscripción encontrada
en la ciudad de Colonia,
sobre el muro de un sótano
donde algunos judíos
permanecieron escondidos
durante toda la guerra.

[4] Un libro, por cierto, escrito con mucho humor, un rasgo que no es habitual en la obra de Adorno.

[5] No me resisto a traer aquí un fragmento del poema Buna de Primo Levi:

Compagno stanco ti vedo nel cuore,
ti leggo gli occhi compagno dolente.
Hai dentro il petto freddo fame niente
hai roto dentro l´ultimo valore.
                                                   28 dicembre 1945


lunes, 11 de abril de 2011

Yann Martel. Dos


HERMOSA FORMA DE ESCRIBIR (II)



¿Quién es en realidad el segundo Henry? Puede que sea un personaje de ficción, pero ¿no lo hace eso más real? En cuanto al primer Henry... parece que finalmente hizo un libro reversible, como esos que a veces ha editado Torremozas.

Yann Martel nació, curiosamente, en Salamanca; la casualidad se debe al hecho de que es hijo de un padre diplomático, aunque uno pueda preguntarse con razón qué hacía un diplomático canadiense en Salamanca. La pregunta, en realidad, es por la madre del autor, claro. Cualquier biografía que se consulte nos dirá que de joven residió en varios países, entre los que se encuentran Méjico y Francia. También nos informará, como la solapa del libro, que estudió Filosofía en Ontario y que pasó varios años de su juventud en la India. Sí: es un tipo curioso que lo mismo lleva el pelo “a lo afro” (véase la fotografía de la izquierda, arriba, que reproduce la que aparece en la solapa de Vida de Pi, libro del que ya he hablado en la gacetilla) que se pela muy corto y nos mira con cierta ternura no exenta de dureza, quizás porque su rostro tiene algo de marmóreo (la fotografía de Beatriz y Virgilio, que reproduzco también en el montaje al otro lado); tal vez estas cosas no sean demasiado importantes, mas ¿quién puede decir qué es realmente lo importante a la hora de escribir? Cuando me regalan una pluma me paso días enteros escribiendo.

Decía el gran Imre Kertész en Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura, Barcelona, Herder, 1999, que prefería la película de Beningni a la de Spielberg. Y me parece que no le faltaba razón en su argumentación [1]. Formulemos una pregunta al hilo de esta argumentación mía (admito que es un poco delirante calificar de argumentación a lo que escribo): ¿cómo se puede hablar de lo que es imposible hablar?

Negra leche del alba...

Una dolorosa pregunta en los juegos para Gustav:

Juego número siete: Tu hija está claramente muerta. Si le pisas la cabeza, puedes alzarte un poco, donde el aire es mejor. ¿Pisas la cabeza de tu hija?

Un espanto, ¿verdad? ¡Pobres Beatriz y Virgilio!

Añadiré hoy que, como ya demostró en Vida de Pi y en La historia de la familia Roccamatio de Helsinki, Martel tiene sensibilidad teológica: no sólo sabe formular preguntas, sino que sabe hacer espacio al silencio, porque ¿acaso se debe decir todo?

Shalom.

[1] Véase el artículo “¿De quién es Auswchwitz?” Un instante de silencio fue el primer librro de Kertész que leí. Reconozco que me impactó notablemente y me dejó emocionado. La traducción—no podía ser de otra manera—estaba hecha por Adam Kovacsics.

domingo, 10 de abril de 2011

Yann Martel. Uno

HERMOSA FORMA DE ESCRIBIR (I)
(aunque el traductor haya convertido por error algún verbo en transitivo)


            ¿De verdad, Yann, que tus editores te hicieron eso? Pues te ha salido una novela original, aunque otra vez andamos metidos en el zoo.


domingo, 3 de abril de 2011

Claribel Alegría

DECIR CON SENCILLEZ



            Hace unos años compré un poemario al que he vuelto en alguna ocasión; la última vez fue hace un par de semanas. Me sentí tocado no sólo por la musicalidad, sino también por lo que se me decía y la forma de hacerlo.

Insomnio

Digo amor
y lacera mi cuerpo
el desamparo.

            Este breve poema está tomado del libro al que me he referido: Claribel Alegría, Saudade, Madrid, Visor, 1999. La editorial había publicado anteriormente dos libros de la poeta salvadoreña; una antología, Suma y sigue, y Umbrales. No he leído ninguno de éstos, pero hace unos días busqué Otredad, Madrid, Visor, 2011. De nuevo me emocioné. Ignoro las razones últimas de esta sensación, pues no me parece que sean sólo literarias. Quizás cada libro tiene su  καιρός, su momento oportuno y los dos libros de Claribel Alegría han encontrado el suyo en este momento de mi vida. Sin duda, la poesía es asunto de ritmo, acentos, rimas y melodía..., pero no es sólo eso. Hay algo más como sabe quien se acerca con reverencia al trabajo de un poeta. Dámaso Alonso decía que toda poesía es religiosa, afirmación que a veces ha sido criticada porque quizás no se alcanza a comprender. En todo poema auténtico [1] hay un relámpago que nos deja ciegos; se trata de un misterio en el sentido teológico de la palabra: un exceso de luz que nos deslumbra. Es un sentirse toca­do en lo más profundo, aunque sólo sea un instante, pues de instantes está hecha nuestra vida:

Instantes

Es la suma de instantes
la que forja el instante
de nuestras vidas.

            Claribel Alegría, nacida en Nicaragua en mayo de 1924, nacionalizada salvadorena, pues a El Salvador fue llevada cuando sólo contaba con nueve meses de edad, es una de las poetas hispanoamericanas [2] más laureadas (me ahorro, si se me permite, enumerar los premios que se le han concedido). En 1943 partió hacia Estados Unidos [3] y allí obtuvo el grado de Bachelor. Contrajo matrimonio muy joven, en 1947, con el diplomático norte­americano Darwin J. Flakoll, conocido como Bud [4]. Con él residió en diferentes países lo que, sin duda, ha enriquecido la poesía de nuestra autora.

            Tiene Claribel Alegría una manera sencilla de expresar experiencia difícil y profundas; recurre a la tradición espiritual de Occidente y a la amerindia no sólo como cantera de imágenes, sino para profundizar en ella. Los mitos—esas historias ejemplares que tan mal se comprenden hoy—están presentes y la poeta sabe llevarlos un paso más allá, es decir, hacerlos presentes a través de sus experiencias:

Cada vez que despiertas
envejeces un poco
y te amo mucho más.
Sólo a ti he amado
pero tú no me amas
Endimión...

            La poesía de Claribel Alegría tiene la virtud de hacernos sentir más allá de las palabras, pero precisamente por las palabras. Como he dicho, tal vez estos días hayan sido el καιρός de estos versos en mi vida. Una lectura meditativa de los poemas, dejándolo resonar dentro de nosotros, nos llevará a territorios quizás desconocidos, pero sin duda hermosos.

            Shalom.

[1] ¿Qué quiere decir esa expresión? Aquí sólo me refiero a los poemas que no son obra de agrimensores; es decir, que no se han hecho profesionalmente, sino por una llamada, por vo­cación.

[2] Siempre dudo en esta palabra y, a veces, la cambio por latinoamericano pues durante un tiempo parecía más respetuosa con la realidad del Nuevo Mundo. Claro que los intereses francófonos se han escondido detrás de ese adjetivo; ¿acaso un canadiense que hablase francés sería denominado “latinoamericano” por alguien? De la misma manera, soy muy reticente al uso de la palabra “latino”, salvo que se refiera a los habitantes del Lacio... Sin embargo, la influencia gringa (mejor que “yanqui”) está consiguiendo que incluso los es­pañoles afincados en el país-sigla sean llamados latinos; parece que la palabra “hispano” tiene algo denigrante en el uso actual de los gringos. Una vez más la dominación cultural anglosajona se nos impone, como en el caso de “afroamericano” o “subsahariano”: la cui­dadosa evitación del término “negro” implica un real desprecio por aquellos que tienen otro color en la piel. Yo, de paso, soy más bien aceitunado, es decir, marroncillo.  Los teólo­gos de la liberación, a los que siempre he respetado, se inclinaron por el término “latino­americano” y, así, durante décadas hemos hablado de teología latinoamericana de la libera­ción; pero hoy me ha liberado de mis dudas un verso hermoso de la poeta salvadoreña:

No importa si en Yakarta
en París
o en Umbría
el espejo me habla
en español.

[3] Estudió en la Universidad de Loyola, aunque finalizó sus estudios en la “George Was­hington”. Mencionar la palabra universidad y a El Salvador en una misma frase me trae irremediablemente a la memoria a la Universidad “José Simeón Cañas” y a la figura entra­ñable de Ignacio Ellacuría, de quien tuve el honor de ser alumno. Él y otros miembros de la Universidad fueron asesinados en 1989 por un escuadrón del ejército salvadoreño. Hon­remos su memoria mencionando sus nombres: Elba Ramos, Celia Ramos, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Joaquín López, Amando López y José Ramón Moreno. Ignacio Ellacuría había sido acusado públicamente de marxista—como si eso fuese un delito, pero ya se sabe—y de colaborar junto con otros profesores de la Universidad con la guerrilla del FNLM. Semejantes acusaciones lo pusieron en la diana de los asesinos. Unos meses antes de morir comentaba jocoso que él no era marxista, sino zubiriano; de hecho no sólo fue discípulo de Zubiri, sino uno de sus colaboradores íntimos. Recuerdo haberle escuchado una anécdota ocurrida durante el entierro de Monseñor Romero, también asesinado. Du­rante el tiroteo criminal realizado por las fuerzas del ejército en la ceremonia del entierro, cada uno fue a refugiarse donde pudo; un grupo de jesuitas, profesores de la Universidad, se agazapó detrás de un coche. Entre ellos estaba Ellacuría, que vio a uno de sus compañe­ros con los auriculares de una radio puestos; sorprendido, descubrió que su amigo escu­chaba la retransmisión del partido del Athletic de Bilbao.



[4] Les unió una gran afinidad intelectual y colaboraron en numerosas ocasiones; incluso firmaron conjuntamente como Claribud. Darwin J. Flakoll falleció en 1979 y en muchos de los poemas de Claribel Alegría la presencia del que fue su esposo acontece como una mirada diferente sobre el amor:

Tu ausencia

Para quererte más
para saberte
fue primordial tu muerte
imprescindible.