domingo, 15 de diciembre de 2013

La gran belleza

            Me parece que en una única ocasión he hablado de cine en esta gacetilla. Fue a propósito de Melancolía, una película que me dejó pensativo varios días y algunos de cuyos planos eran de una belleza visual extraordinaria. Quizás lo dije entonces, pero por si acaso lo repito: entiendo un poco de literatura y tampoco entiendo de cine. En mis años juveniles un profesor, que nos enseñaba Latín, el padre Mario, se empeñó en hacernos aprender algo del lenguaje cinematográfico y dirigió con acierto las sesiones de cine-fórum del colegio.  Mi hermano mayor había tenido incluso una asignatura de Cine, supongo que una de aquellas horas sobrantes del viejo bachillerato. Leí y releí su libro de texto muchas. El caso es que ayer fue al cine otra vez—no es algo que me suceda con demasiada frecuencia—y vi en versión original subtitulada la película de Paolo Sorrentino La gran belleza. Seamos sensatos y demos los principales datos:

TÍTULO ORIGINAL: La grande bellezza
AÑO: 2013
DURACIÓN: 150 min.
PAÍS: Italia
DIRECTOR: Paolo Sorrentino
GUIÓN: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello
MÚSICA: Lele Marchitelli
FOTOGRAFÍA: Luca Bigazzi
REPARTO: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Serena Grandi, Isabella Ferrari, Giulia Di Quilio, Luca Marinelli, Giorgio Pasotti, Massimo Popolizio


            Habitualmente uno sale del cine recordando la historia que ha visto; pero en este caso lo que me ha ocurrido es que he debido ir reconstruyendo la historia, como si fuesen piezas de un rompecabezas, para descubrir un sentido en ese relato ordenado por mi memoria. Quien me conozca, sabe que no soy un experto en cine—ni en nada. ¿Qué ha querido decir Sorrentino con esta película? El arranque es magnífico y nos pone delante el brutal contraste que marca la cinta. Comenzamos por el síndrome Stendhal: el turista japonés—¿cómo no?—que cae fulminado ante la belleza de Roma (que no será nunca Florencia). Después asistimos a una fiesta salvaje en la que todo parece pasado de rosca y en la que uno esperaría ver aparecer en cualquier momento a Berlusconi .El protagonista es un escritor, Jep Gambardella, interpretado magistralmente por el actor Toni Servillo, que ejerce también de pedagogo y filósofo de clase. Su única novela publicada lo lanzó al éxito y vive de realizar entrevistas. Una magnífica casa con vistas al Coliseo, un enigmático vecino en el piso superior, al que envidia por su silencio y sus trajes, representa una incógnita vacía cuya resolución no aporta nada. Comienza una desbocada  fiesta de cumpleaños: Jep Gambardella cumple sesenta y cinco años… El director lanza sobre nosotros una avalancha de imágenes, a veces confusas, que no me dejaron indiferente. Ciertamente, ha jugado al simbolismo, pero consiguió hacerme pensar e incluso consiguió enfadarme pues el mensaje captado en la superficie es cínicamente demoledor, como el protagonista: todo lo hermoso está atrás y la belleza es siempre pasada. Aquí la ciudad de Roma interpreta magistralmente su papel, pues nos ofrece una belleza destruida y triturada por el tiempo: ¿somos eso nosotros? Sería bueno revisar Roma y La dolce vita de las que La gran belleza parece en parte deudora. Las únicas miradas con alguna ternura se dirigen, al menos durante la primera parte, a la infancia donde la belleza—diurna en contraposición con la vida del protagonista—es un juego y está llena de alegría y vida.



            En un ambiente en el que se mezcla el lujo y la repulsión, se produce el desenfreno al son del machacón remix de Far l’amore, de Raffaela Carrà. Habrá otras músicas aberrantes, cansinas y cuya superficialidad es el trasunto de la sociedad que se nos pone delante de los ojos; así el repulsivo son del trenecito provoca un comentario brutal del protagonista: “Nuestro trenecitos son los más hermosos porque no van a ninguna parte”. Ese nihilismo marca la existencia de unos seres superficiales, sin arraigo, que no saben adónde van porque sólo existen como una parodia de sí mismos. Este nihilismo, en el que no se encuentra ninguna salvación, se  aprecia en la escena del entierro del jovencísimo hijo de Viola, una de las amigas del protagonista, que había acudido a él buscando ayuda para su hijo desquiciado; sin embargo, no encontrará ninguna ayuda, sino lejanía y un sarcasmo superficial. Ha sido ese chico el único que ha sabido dejar a Jep Gambardella callado; pero el joven acaba suicidándose, porque ha ido a dar en una clase que no genera ninguna esperanza, ningún futuro y que no sabe crear belleza—porque la belleza siempre es nueva—, sino sólo contemplar con tristeza el paso del tiempo y su propia destrucción. En ese ambiente la única salvación parece el cinismo, expresado con maestría por el rostro de Toni Servillo; pero es sólo un escape brutal como queda patente en la destrucción de la identidad ficticia de la escritora comprometida, amiga de Jep; destrucción que éste lleva a término con una crueldad meticulosa: ni comunistas, ni marido, ni trabajo, ni hijos, ni desafío intelectual alguno. Todo es pura fachada al estilo fascista; todo es falso: polvo y nada, porque nada merece la pena salvo el poder que conlleva la nada. Una descreación incluso de la belleza de la carne.


            A medida que escribo este intento de comentario me van asaltando los recuerdos. Es verdad que el director ha jugado a ser efectista—de paso diré que la fotografía es magnífica—y que ha mezclado escenas reales y simbólicas, de contenido onírico para dar una profundidad que a veces puede ser sólo aparente: el maletín con las llaves de las residencias más hermosas de Roma, la jirafa nocturna en un escenario alucinante, la escena increíble pero altamente significativa del bótox. Hay dualidades perfectamente establecidas: día/noche; mundo infantil/mundo adulto; música/estruendo… Todo lo cual contribuye al sentido de la película, que tal vez, me aventuro, sea denunciar el sinsentido de una sociedad que ya sólo reconoce la belleza desde el cinismo y que no es capaz de crear nada. Como pone de manifiesto la conversación—entre divertida y patética—con la artista conceptual que tiene dibujado en el vello púbico la hoz y el martillo: lo pretencioso de cierto arte falso, que se quiere conceptual, del que sólo nos defiende la verdadera cultura que nos enseña a mirar con cierta lejanía; pues, sin duda, Jep Gambardella es un hombre culto que sabe reconocer la belleza (véase la escena en la que se cruza con la actriz francesa en las escaleras).


            Una vez que salí del cine, como he dicho, me quedé pensando. Y eché en falta algunas realidades que acompañan para siempre el concepto de belleza: la esperanza, el futuro, los pobres, el rescate y la transfiguración de esta vida. La única persona de una clase diferente en la que se detiene la cámara es en la asistenta del protagonista, una criada que no entiende el estilo de vida de su patrón, pero que lo respeta porque la llama briconne (“granuja”) con ternura. La cámara, que a veces se acelera y a veces recurre al movimiento lento, se entretiene con los niños, criaturas diurnas y alegres, con dicha: las niñas vestidas de monjas, que sonríen mirando al perro, los pequeños que juegan al pillapilla por el jardín y al que una joven monja da un abrazo lleno de afecto. Jep, hombre de la noche, contempla esto con nostalgia, pero de paso, pues nada lo detiene: él no sólo quería ser mundano, sino algo más: quería poder aguar una fiesta con una palabra. Este deseo malvado expresa la frustración ante la vida, pues se pretende destruir lo que no se puede comprender. Sin embargo, la inocencia de los pequeños parece respetada e incluso Jep recupera parte de su humanidad cuando la directora de la revista se dirige a él con ternura llamándolo Gepinno, ubicándolo en una infancia que parece ser la patria de la felicidad. Sólo en una ocasión, en la nocturnidad oscura del espectáculo para los mayores, la infancia es mancillada; aquí los planos se suceden como denuncias: los tres niños sentados jugando hasta que les llega la hora de ir a la cama, menos a la niña cuyas supuestas habilidades son aprovechadas por sus padres, marchantes de arte, para hacer negocio. La brutalidad de esa escena me hizo daño, pues el director puso delante de mis ojos la crueldad con la que la masa ávida de riqueza, usando como puro medio una belleza que no sabe reconocer, destruye la infancia de una criatura torturándola en un supuesto espectáculo de creación.


            Sin duda, Sorrentino ha retratado a una parte de la sociedad italiana y de nuestra sociedad occidental de principios del siglo XXI. En este sentido, la película es una denuncia de una decadencia que pretende arrastrar consigo incluso a la belleza. Las soluciones que nacen desde dentro de la clase retratada son fútiles, pues el cinismo es sólo una forma de cerrar los ojos y clausurar la belleza condenándola. En el retrato cruel de Romano, muy interesante la interpretación de Carlo Verdone, un escritor fracaso que pretende estar en la cresta de la ola a cualquier precio y que acaba volviendo, pero sin posibilidad verdadera de volver, y en la abominación de sor María, una monja cuyo aspecto causa un rechazo inmediato, vemos cómo las raíces no son lo que parecen, pues están muertas. Es verdad que las raíces son importantes si la planta sigue con vida y creciendo elevan aún más la copa del árbol hacia la luz; pero la vuelta a unas raíces muertas sólo subraya el nihilismo de la sociedad. De la misma manera, la crítica inteligente de una religión alienante, usada como subterfugio o espectáculo, contribuye a desarmar al espectador, al que se le dejan aparentemente pocas salidas dignas. En esa crítica encontramos, me parece, bastante de Fellini: el cardenal, gran exorcista en otro tiempo, que no puede ya escuchar ninguna pregunta, porque no tiene ni dudas ni respuestas, y que acaba siendo un habitante más del infierno de un lujo deshumanizador.


            El retrato del protagonista, pese a todo, no es plano. Su relación con Ramona (tras una conversación cuanto menos brutal con el padre de ésta) está llena de ternura, aunque se le conceda a la muerte la última palabra, y hay un atisbo de compasión en la participación de Jep en el funeral del hijo de Viola: susurra al oído de ésta exactamente lo que le explicó a Ramona mientras ésta buscaba un traje de luto; le explicó también que estaba absolutamente prohibido a los asistentes llorar para no robar el protagonismo de la familia (la muerte convertida en una representación teatral de etiqueta mundana); mas en el entierro, cuando el sacerdote pide que los amigos carguen con el féretro del joven para sacarlo de la iglesia, y sólo los amigos de la madre se levantan tras unos segundos de espantosa quietud, Jep no puede evitar romper a llorar; siente pena por sí mismo y su destino, sin duda, pero las lágrimas expresan también la compasión por el joven. La misma compasión se expresa en la escena, cercana al final, en la que Jep  Gambardella baila con la escritora comprometida: hay casi un matiz de redención y una posibilidad abierta.


            La banda sonora juega, a mi parecer, un papel decisivo en la película. Del ruido (la Carrà y otros) ya he dicho algo; pero también se hace presente Arvo Pärt (cuya música conocí hace años gracias a Ephraim Rieβ, que me regaló Pan y vino), Zbigniew Preisner, Stephen Layton y Vladimir Martynov. Es el contraste entre la profundidad de la existencia, que bebiendo de las fuentes del pasado es capaz de seguir creando belleza hoy, y el ruido que tapa el sinsentido de las existencias vacías. Contraste entre el mundo de la belleza y lo que ha hecho con ella una clase social.


            ¿Entonces? Quizás estamos ante una denuncia de la decadencia de una Europa que sólo mira a su pasado como algo muerto. Creo sinceramente que la belleza nos salvará; esa belleza, siempre antigua y siempre nueva, que no se encuentra sino donde, cuando alguien llora abatido, una mano aprieta la suya con la fuerza de la misma vida.

            Shalom.








P.S. Para dos amigos. Ángel, gracias; pero estoy seguro de que hay mucha gente con la que puedes hablar de poesía. Incluso conmigo si te apetece (me ha gustado mucho La sangre y las cenizas, de César Anguiano, que ha publicado Visor). En cuanto al segundo comentario, el tono de la voz delata a su simpático autor: me alegro de haber sido, al menos, una puerta que te conduzca a lugares hermosos. La cita—cuando el dedo del sabio señala la Luna, el tonto mira el dedo—es de Confucio y podría actualizarla, de acuerdo con el espíritu del comentario de La gran belleza diciendo que los imbéciles piensas que si el Sol se apagase, nos iluminaría la Luna. Gracias a los dos.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Nuccio Ordine

El número de los imbéciles es infinito (Agustín de Hipona)
  


            Intelligenti pauca, dice el famoso refrán latino; lo que pido es: quien pueda  entender que entienda, ¿comprende bien usted? Haga un esfuerzo completo, por favor. La editorial Acantilado nos tiene acostumbrados a cuidadas ediciones y, con frecuencia, nos sorprende con algún ensayo en apariencia sin importancia, pero que es una verdadera carga de profundidad en nuestras conciencias.  Recuerdo ahora aquel delicioso librito de Simon LeysLa felicidad de los pececillos. Podía entenderlo hasta el más imbécil y no sólo era divertido, sino también instructivo. Así, en una de mis andanzas fui a dar—persona que camina, persona totalmente atenta—con un ensayo que el  profesor de Literatura italiana en la Universidad de Calabria, Nuccio Ordine,  ha escrito: La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2013. Por la portada le eché un vistazo, pero mi mano, diría que ajena a mi voluntad, no a mi bolsillo, lo abandonó en la indigna mesa de novedades. Pocos días después di, de nuevo, con la maliciosa sonrisa del Demócrito de don Diego Velázquez, que sirve de ilustración a la portada. Mi mano salió al completo del bolsillo, movida por una voluntad superior y, como en los últimos años  Fernando Savater, aquel que en otro tiempo fabricó una ética para niños con piscina, ha ganado mi respeto (cosa que a él, por otra parte, lejos estará de importarle), mi zurda acabó recogiendo el librito de la mesa. Hacía el autor un recorrido por la historia del pensamiento occidental sobre lo inútil. La obra se encontraba en la sección de Filosofía y Religión, colocado un poco más allá de los libros de autoayuda (que tan buenos resultados de ventas obtienen, tantos como inteligencias laminan). Lo contemplé: era oráculo paradójico, porque la Anciana Señora está cada día más arrinconada. De la misma manera que en muchas tiendas, que se hacen llamar librerías como los negocios de comida rápida se hacen llamar restaurantes, han adelantado de manera poco decorosa los objetos de escritorio, más vendibles que los libros, en ésta se ha desplazado hasta las esquinas a las inutilidades máximas: religión, filosofía y poesía; es decir, Dios, el saber y la belleza. Y metidos en el berenjenal, recordemos que tanto el ser como el bien pertenecen a los tres ámbitos precedentes y caen, consecuentemente y por fortuna, bajo la misma inutilidad. ¿Qué desalmado querría leer los inéditos de Levinas o el volumen de Kojève sobre Hegel?

            Lo mejor que el lector de esta gacetilla podría hacer es leer La utilidad de lo inútil, pues perderá un tiempo que podría utilizar, por ejemplo, en difamar a su vecino, a quien buena falta le hace ganarse un nombre, aunque sea malo: en la sociedad a la que nos dirigimos parece que todos los imbéciles tendrán su minuto de gloria. En fin, como, amén de hijo de Abraham me considero bizantino, prefiero discutir inutilidades mientras los bárbaros quemadores de bibliotecas o los finos comerciantes del Adriático nos asaltan para robar y malvender las inútiles riquezas que en Constantinopla hemos pensando. Verdad que nunca tuvimos buena fama y aún hasta hoy empleáis nuestro nombre como censura, pero nos debéis vuestro Renacimiento y hasta al mismo Era. Admito que la defensa que Ordine hace de lo inútil no deja de ser como aquellas críticas que se hicieron a los poetas italianos en la corte de Castilla (muy entendida en ovejas; por cierto, animales útiles donde los haya) advirtiendo que el muy honorable Marqués de Santillana ya había hecho sonetos al itálico modo; entonces ¿a qué tanto ruido con la poesía de Petrarca? Dice Ordine en algún lugar (cito como el autor de la Carta a los Hebreos por pura comodidad y vagancia, sirva aquí tal actitud de homenaje al bueno de Wilde, que se cansaba enormemente tras cambiar una coma de lugar): […] este célebre científico-pedagogo estadounidense nos presenta un fascinante relato de la historia de algunos grandes descubrimientos, para mostrar cómo precisamente aquellas investigaciones científicas teóricas consideradas inútiles, por estar privadas de cualquier intención práctica, han favorecido de forma inesperada aplicaciones, desde las telecomunicaciones hasta la electricidad, que después se han revelado fundamentales para el género humano. Ciertamente, algún defecto debía tener el científico y es, me temo, la pedagogía (al menos no era psicólogo). Defender lo inútil porque acaba siendo útil es una muy mala defensa. Lo inútil, en el sentido que se usa en el libro esta palabra, tiene su mejor defensa en su propia inutilidad: ¿para qué querría uno a Dios o la verdad o la belleza? Nietzsche ya dejó patente que en nuestro mundo (burgués e insustancial) se suele llamar verdad a las mentiras útiles; cuando dejan de ser útiles se las arrincona. Es la dignidad del ser humano el lugar en donde se enclava la importancia sublime de lo inútil, pues ¿para qué querría alguien a un tipo como yo? ¡Por no hablar de alguien como Kant! ¡Qué pérdida de tiempo! ¿Y pararse emocionado delante de una obra bella? ¡Por Dios! No te detengas ahí, que hay cola… Dos minutos os bastarán y en pocos meses os habréis hecho un entendido.

            Es verdad: la biblioteca del amigo Aby tiene un destino incierto; alarmante es que trescientos mil volúmenes de una biblioteca napolitana acaben en un almacén en las afueras de la ciudad sin que se eleven voces de indignada protesta, pero ¿para qué querría nadie libros teniendo a mano los ivúes que, además, permiten entontecerse con interné?  Las librerías también están de capa caída: en París, en una esquina de una de las plazas que amo, hubo en otro tiempo una librería. La vi por primera vez en mil novecientos setenta y siete si mal no recuerdo. Un poco más allá había otra, un verdadero laberinto, de una editorial que publicaba textos absolutamente inútiles. La librería de la esquina pertenecía también a una editorial, PUF, y, pasados unos años, quizás en la tercera visita que hice a la Ciudad de la Luz, descubrí que una nueva tienda de ropa juvenil,  de exquisito mal gusto a la americana, había ocupado el lugar. En el ombligo sucio que es mi ciudad, cierran librerías, pero abren bares y cofradías. Puede que al final encontremos la verdad mientras compartimos un vaso de huisqui (admito también el vino, conste), pero sólo será después de haber empleado una buena parte del tiempo de nuestras vidas en libros absolutamente inútiles. Corazón mío, pálida flor, jardín sin nadie, campo sin son, ¡cuánto has latido sin ton ni son; pero, a ver, ¿es serio esto? ¿De qué habla el poeta? ¿Cuándo se ha visto que una víscera carnosa sea una pálida flor? No, no perdáis el tiempo en esas cosas de significado dudoso.

            
Estamos en un mundo feo. Sin duda está lleno de cacharros utilísimos (sobre todo para que nos los vendan); Gautier no sospechó los beneficios que proporcionaría la obra de Duchamp (aquí estoy con Fumaroli, conste). En nuestro país, hace unos días, se ha publicado un famoso informe sobre los niveles educativos… Pero nadie, que yo sepa, se ha tomado la molestia de preguntar si la utilidad de ese informe no es otra que la de hacer ciudadanos dóciles, acríticos, capaces de funcionar dentro de la maquinaria del sistema capitalista con una sonrisa de estupidez. Locke estaría contento; pero yo no lo estoy, porque es precisamente lo inútil lo que nos hace humanos.

            Estoy enfadado, y mucho, por otros motivos. Cuenta desde san Agustín si puedes entenderlo; quizás por eso, después de estas ciento veintinueve palabras (si eres inteligente, habrás descubierto la suma) no es necesario añadir mucho más. Sólo los indignos mancillan la belleza, la verdad y el talento creador. Las cosas que nos ha hecho humanos son, precisamente, nuestras inutilidades, que están muy lejos de ser idioteces porque en ellas se expresa lo mejor de nosotros: nuestros anhelos más profundos, lo que somos, dignidad que se abre camino en la historia pese a los estúpidos. Y con nuestras inutilidades nadie debe jugar. Nadie.

            Shalom.