lunes, 31 de enero de 2011

Para borrar

Las malas hierbas
son rojas y amarillas,
no te darán de comer
pero te alimentarán
de belleza.

            Hay días en que el cielo se oscurece y huyen todas las islas. Y entonces uno recuerda que fue en otro tiempo. Dolor del hogar perdido. ¿Hace cuántos años, en qué espacio, leí Los milagros de Nuestra Señora? El tutor pensaba que debía dedicarme a otros asuntos, pero a mí, con trece años, me entusiasmaba—en su significado original—tener entre las manos el libro de un clérigo que pedía un vaso de bon vino. Era otro mundo porque era otro tiempo y otro era yo; sin embargo, no sería quien soy sin aquella pasión casi infantil, como la que me recorrió la espalda la primera vez que vi a Carlos I en El Prado.

            Había grandes mercantes en la bocana de los puertos, fondeados, esperando su turno. El humo blanco se mezclaba con el negro y, en calma chicha, ascendía verticalmente como la columna de humo del Sinaí. Entonces estaba a punto de llegar Miguel Hernández, quizás mi primera elección. Tal vez fue en Jávea, en un mes de julio, recién acabado cuarto de bachillerato; compré como un tesoro una biografía de Miguel Hernández que había publicado Planeta. La portada era de un amarillo intenso, casi epigramático si puedo abusar un poco del lenguaje. Antes debieron llegar  mis manos algunos poemas. Al final de aquel verano, justo antes de quinto, en la librería que regentaba quien después fuese vicepresidente del gobierno español y que entonces—tengo un vívido recuerdo de él en la diminuta librería—disfrutaba viéndose rodeado y, sobre todo, escuchado, en aquel lugar compré mi primera antología de Antonio Machado y un librito enteco de León Felipe, que fue quien más impacto me causó. No había casi huellas en mi alma. En quinto llegó mi primer gran amor, Juan Ramón, el de Moguer, el de Las hojas verdes y aquella Antolojía chocante con su jota de Jiménez. Mi hermano me pasaba libros, que a veces me parecían insoportables pero que me formaron.

            Y el Griego de quinto, aquella maravillosa Hélade, la pasión por la Historia, por la belleza inalcanzable y terrible, por la teología, por descubrir para qué todo esto que duele tanto y que nos hace llorar. Ya entonces estaba enfermo de nostalgia, pero no sabía la verdad: el pasado es la única patria que nos devora. Sí, sentía angustia por los años con esa comezón del adolescente que se quiere viejo sin abandonar su juventud. También estaba el baloncesto. Díaz-Miguel había dicho que el fútbol se jugaba con los pies (lo siento, Marzal), el balonmano, con las manos (lo siento, Diaque), pero el baloncesto se jugaba con la cabeza. Unos años antes había estrechado la mano del mismísimo Emiliano (aunque siempre preferí a Buscató, el calvo, que tiraba en suspensión echándose ligeramente hacia atrás, justo lo que no se debía hacer). Recuerdo a Filbá, sentado en el banquillo del pabellón de Aparejadores; sentado era más alto que yo y su maravillosa napia le daba un aspecto fantástico. Corbalán llegó para jugar la final con el Madrid, pero siempre seré del Jouventud. ¿Y qué leía? Reconozco que la pasión por estudiar me alejó del deporte, pero no del juego porque el estudio lo es.

            Con dieciséis años leí La historia de Israel, de J. Bright, una auténtica alucinación. ¿Quién no ha querido ser asiriólogo o egiptólogo? Supongo que la mayoría nunca lo pretendió, pero yo no era tan extraño que no me diese cuenta. Y un año antes llegó, gracias a Edaf, Baudelaire, Las flores del mal con aquel “hilarán su tela las arañas,/las víboras parirán sus crías” capaz de transportarme a otro mundo en éste, casi un refugio.

            El corredor de la memoria es largo, pero empieza a estar oscuro, y estoy cansado. Hay días en que se necesitan abrazos. Pero no llegan y el tiempo te suicida en un mar de nada. Quizás el mejor trabajo es el de suicida: nadie te reclamará nada una vez que hayas hecho tu trabajo.

            Todo esos libros, muchos más, toda mi primera colección de poesía, con dedicatorias de amigos, los perdí en uno de los muchos traslados en que siempre ha consistido mi vida. Durante unos años pensé que todo había quedado en calma; pero la mar se ríe de mí: no hay puerto y todo es navegar. Al fin y al cabo, según mi madre, yo era el Capitán Tormenta subido al puente de un destartalado Aline con unos prismáticos que me quedaban grandes. Entonces Mimí me regaló la historia de un esquimal.

El cielo se ha incendiado en vísperas
y ultramodernos stukas
están dispuestos a bombardearnos.
Todos los poetas están muertos...

            Hay días, sí, en que se olvidan los colores y sólo el sabor del aire te recuerda quién eres. ¿Se puede vivir sin pasión?

            Shalom.

José Rubio

EL LUGAR DE LA BELLEZA


Entre edificios
tristísimos el vuelo
de golondrinas.

            Hace muchos años, junto a un paseo lleno de álamos, coincidí con un amigo, que acaba de llegar de la India para pasar unos días de vacaciones junto a su familia. No sé por qué, pero en un momento nuestra conversación derivó hacia la belleza y le dije: “Es preciso alzar los ojos para encontrar belleza”. Aún recuerdo su gesto entre sorprendido y perplejo; no lo entendí entonces, pero hace unos días pensando en los versos que encabezan esta reflexión recordé lo sucedido. Mi amigo estaba acostumbrado a encontrar la belleza a ras de suelo—nunca mejor dicho—, entre los moribundos que yacían por las calles. Y es que el ser humano es hermoso y tiene en sí el aura de la belleza de Dios. Sin embargo, nuestras obras... [1].

            Estaba en los anaqueles de poesía: José Rubio, Días aparte, Valencia, Pre-Textos, 2010. Me sonaba haber leído su anterior poemario, publicado en la misma editorial, Después de la señal, aunque lo he buscado en casa y no lo he encontrado. He leído y releído los poemas de José Rubio a veces con una extraña delectación, porque parecían describir mi vida mejor de lo que yo soy capaz con mis torpes, inútiles, palabras:

ENGAÑO

     Admite que lo sabes,
y reconoce al menos, en esta hora sombrá,
que el desmedido empeño con que tratas
cualquier asunto ajeno,
y tanta diligencia
con lo que no te importa, es la coartada
que tu astucia te tiende.
Un engaño común por no quedarte
con tu conciencias a solas,
a comentar a fondo tu fracaso.

            No acostumbro a leer los poemarios de corrido, no sólo porque me cansa, sino porque me parece una forma miserable de no disfrutarlo; aunque hay tardes... sí, e incluso hay mañanas en que echo en la bolsa un poemario y salgo a caminar. Si encuentro un lugar agradable y solitario—una plaza, un parque pequeño tal vez o la orilla del Río—, me siento y leo en voz alta. A veces deletreo los poemas guarecido en los cafés, provisto también de papel y pluma [2]. En ocasiones estoy tan bien, tan feliz diría (porque parece que el mundo se ha detenido o incluso ha cesado) que no paro de leer y se me pasa el tiempo y las páginas, las hojas y la vida. Eso me ha pasado con Celan, Ungaretti, José Julio Cabanillas, Rilke... en verdad me ha pasado con casi todos los poetas que me defienden de los golpes, acunan mis sueños y tienen la palabra exacta para decirme.  Algo así, en la magia de una mañana de invierno, me ocurrió con el libro de José Rubio. Sólo espero quienes se acerquen a él disfruten tanto como yo.

            Es cierto que hay besos, lo dice Luis Rosales, que duran toda una vida; pero también hay suicidios que duran el curso de una existencia. ¿Cuál es el lugar de la belleza? Posiblemente, allí donde es de noche pero se espera un amanecer.

            Shalom.

[1] Los barrios nuevos de las ciudades modernas son idénticos. Situándose en las afueras, en la periferia o en una de esas urbanizaciones hechas para ahogar los sueños, uno no sabría si se encuentra en Zaragoza, Valladolid, Málaga o tal vez el Infierno, pues todo es idéntico y la fealdad ensucia nuestras almas. ¿Cuál es el lugar de la belleza?

[2] Sin embargo, desde que no ha prohibido fumar en los cafés... No es ninguna venganza contra la ley ni expresión de impotencia. Sencillamente, me gusta fumar un puro mientras bebo un huisqui acompañado de un libro.

lunes, 24 de enero de 2011

Tienes un amigo

Esta canción la escuché por vez primera en el salón de un casa cuyo ventanal se abría sobre el puerto de Cork. Entonces también estaba solo, pero no tenía gripe. Y han pasado más años que una vida.


Espero estar mejor la próxima ocasión.

Shalom.

martes, 18 de enero de 2011

Una revista... y el amigo Gianni en la bañera

¿TEOLOGÍA? ¿QUÉ TEOLOGÍA?

            Estoy dispuesto a cumplir aquella parte de mi propósito relativa a la Revista Interna­cional de Teología Concilium, que, como dije hace unas semanas, edita ahora Verbo Divino [1]. Dije que quería hablar del número 337 (septiembre de 2010) cuyo provocativo título es ¿Ateos de qué Dios? La lista de colaboradores es irregular, porque desde hace muchos años Concilium comenzó un deriva cuanto menos curiosa, pues presa del temor a ser acusada de eurocéntrica empezó a divulgar las teologías indígenas; pero se da la paradoja de que los re­presentantes más destacados de esas teologías se habían formado en universidades euro­peas—fundamentalmente alemanas e italianas una vez que Francia hubo perdido su peso en la teología europea. Me parece que con este dato sobran muchos comentarios, aunque lo cierto es que los padres fundadores de la revista se hubiesen quedado perplejos ante al­guna de su derivas, pues en ocasiones parece una decidida adalid de la reducción de la teología a una ciencia de las religiones (aunque de paso se acusa al concepto de “religión” de llevar la marca del eurocentrismo). Congar, Rahner y otros difuntos—incluso es proba­ble que el impronunciable Schillebeeckx—tal vez hubiesen preferido otra cosa. Sin duda se trata de una deriva hacia el terreno de lo políticamente correcto. Prefiero no hacer comentarios... Claro que todo este proceso había empezado años atrás, cuando “la otra parte” de embarcó en la fundación de Communio. A la vejez, viruelas: venerables maestros en teología cayeron bajo el peso de acusaciones simplistas en las que a estas alturas es mejor no entrar.

            En el número del que hablo hay, sin duda, colaboraciones interesantes, aunque la presencia de algunos nombres en una revista de teología pueda suscitar, cuanto menos, un gesto de asombro. Y esto tiene mucho que ver con la deriva moderna  de la Teología (escribámosla con mayúscula). Respeto a todos los que escriben (incluyendo a André Comte-Sponville, al que me he referido en los mismos términos en otra ocasión, e incluso al más gracioso Christopher Higgins),  pero en una revista científica de Teología [2] no soy capaz de entender (aunque sí de comprender) ciertas elecciones al menos en nivel general (intelligenti pauca). La Teología seguirá se acabará por volver del todo irrelevante si no es capaz de tomarse en serio a sí misma. Hay diferencias: tengo delante de mí—acabo de terminarlo—el libro recién publicado de René Girard y Gianni Vattimo, ¿Verdad o fe débil? Diálogo sobre cristianismo y relativismo, Barcelona, Paidós, 2011, muestra excelente, aunque repetitiva, de que la teología puede dar que pensar. Y es que a estas alturas uno no entiende que sea preciso explicar que los significados dependen de los contextos: “Dios” no puede significar lo mismo hoy que en el siglo de Tomás de Aquino, pues el contexto es muy diferente. Podríamos decir que “Dios no significa lo mismo, aunque creemos en el mismo Dios que Tomás”; de la misma manera—por explicarme—aunque veamos el mismo cielo sobre nuestras cabezas, ese cielo no significa de ninguna manera lo mismo [3]. Todos nuestros saberes—todos—son contextuales y así, al menos en buena parte, habría que darle la razón a Vattimo. Creo que la forma correcta de escribir sería hoy Dios, una forma mas sencilla de mantener la verdad de la expresión vattimiana “gracias a Dios soy ateo”.

            Sin embargo, no es de recibo encontrarse en una revista actual una defensa cerril del cientismo (como la que realiza aquel cuyo nombre recuerda sin ene a esa partícula elemental, hipotética y masiva predicha por el modelo estándar). Y digo que no es de recibo, porque a estas alturas eso me parece no tomarse verdaderamente en serio al ateísmo—que tiene también su dignidad porque ha sido pensado por hombres que buscaban el bien, no lo olvidemos. Sostener la posición metafísica del bosón sin ene es volver a tiempos de Monod. Sencillamente, no es serio y no porque la verdad de nuestras afirmaciones dependa de la época en que se producen, sino porque se olvida todo el debate, cerrado hace años, en el que Plantinga dijo algunas palabras relevantes (pese a que a mí, personalmente, me parezcan insuficientes). Aquí, al final, debemos ser un poco popperianos: cuando una teoría lo explica todo... ¡caute! Eso ya lo hizo Freud y con mucho más estilo.

            Esto no quiere decir que Concilium 337 no merezca la pena leerse. Siempre meditaré con placer e interés las aportaciones del quizás más relevante teólogo español de la actualidad, Andrés Torres Queiruga; de la misma manera, las aportaciones de Thierry-Marie Courau o de Jean Grondin... Este número hará meditar algunas posiciones, pero mi reproche es que no aporta prácticamente nada al debate. Y siento decirlo, aunque quizás esto sólo signifique que me estoy haciendo viejo.

            En cuanto al nuevo libro de conversaciones entre el antropólogo—insiste en no denominarse filósofo—y el simpático italiano sólo tengo que decir que merece la pena leerlo con cierto detenimiento pese a las reiteraciones (sobre todo de Girard empeñado en explicarnos una y otra vez la teoría mimética que, por cierto, hace años que conocemos). Hay algún momento brillante y, sobre todo, los dos artículos finales, fuera ya del diálogo, precisan las posiciones de ambos pensadores.

            Shalom.

[1] Comenzó haciéndose cargo de la versión española aquella magnífica editorial que fue Cristiandad. La historia de los avatares de esta editorial, que desapareció para desgracia de la teología española, no ha sido suficientemente explicada. A ella hace referencia Olega­rio González de Cardedal en Teología en España, libro del que ya dije algo (aunque enton­ces guardé silencio sobre la mezquindad del profesor de Salamanca—¡y no es el P. Ramí­rez!—con la figura de Juan Mateos a quien, precisamente, Cristiandad debió buena parte de su fortuna. Al magnífico traductor y a su colaborar Fernando Camacho se debió lo que en tiempos se llamó el “bollito”: la introducción clara y precisa a su traducción del Nuevo Testamento, que circuló haciéndonos descubrir otra forma de leer la Escritura. Los aspectos discutibles de la traducción—pues los tenía—no invalidan para nada las aportaciones del equipo, formando a la sombra de Juan primero en el Oriental de Roma y, más tarde, en Granada. Pese al respeto que le profeso a Olegario González de Cardedal, me ha parecido muy poco elegante que ni siquiera haga una mención de Juan en su último libro. Hace unos años, arreglados tal vez problemas de índole mendeliana, Cristiandad reapareció, pero ya no tenía el mismo espíritu.

[2] Para algunos una contradicción en los términos.


[3] Hay costumbres que permanecen ligadas a los antiguos significados; por ejemplo en el hecho de que unos enamorados contemplen de noche (y solos a ser posible, no seamos indiscretos) las estrellas. El señor Higgins, sin duda, desaconsejaría a los enamorados mantener tal actitud, porque posiblemente carezca de la sensibilidad suficiente. Y es que ser botánico no implica que uno comprenda el significado de las flores... Por otra parte, el artículo de Higgins es muestra de la escasa preparación teológica de algunos que se aventuran a participar en el debate teológico. La incultura religiosa de algunos nos hace decir cosas que en absoluto decimos; pero, claro, es más cómodo permanecer sin revisar los propios prejuicios.

Las fotografías: En primer lugar, el bosón. Plantinga. Después el profesor Torres Queiruga. Homenaje a Juan Mateos. El serio Girard y Gianni en la bañera vacía (por aquello del ser).

jueves, 13 de enero de 2011

José Jiménez Lozano

DE VERSOS Y RELOJES QUE VUELAN COMO EL TIEMPO



            No sé exactamente cuántas, pero seguro que más de dos veces he hablado en esta gacetilla del escritor abulense José Jiménez Lozano. Y no debería hacerlo, porque cuando me entretengo en él abandono otro proyectos: quiero dedicar algún espacio, como dije, al segundo número de la revista Concilium, que aborda expresamente el tema de Dios—una verdadera novedad en una revista de teología para los tiempos que corren y dado que los teólogos de hoy son (no me atrevo a emplear la primera persona del plural), básicamente, malos moralistas—, porque hay un artículo, Dios, una emoción humana convincente (si no me falla la memoria, que me fallará) cuyo contenido es, sobre todo, gracioso. Pero he aquí que el entrañable octogenario bajito de Ávila, que nos mira detrás de los cristales de sus gafas redondas y doradas, se ha vuelto a cruzar en mi camino: va y escribe un interesante nuevo libro de poesía. Me refiero a La estación que gusta al cuco, Valencia, Pre-Textos, 2010 [1]. No protestaré, porque, amén de la simpatía casi incondicional que le profeso al autor, me ha vuelto a gustar, aunque don José tiene poéticamente algunos altibajos. Hay un buen número de hallazgos maravillosos en las imágenes que crea—pasadas, sin duda, por una razón ora pascaliana ora espinosiana como quería el autor francés del Sistema de las Bellas Artes (que tal vez alguna editorial generosa pudiera ofrecernos en castellano).

            El título del libro—lo dice el autor—se debe a un maravilloso verso del poeta Thomas Hardy que hablando de la primavera dice:
 
This is the wheater the cockoo like.
And so do I.

(Esta es la estación que gusta al cuco.
Y a mí).

            Bajo esta luminosa sombra, José Jiménez Lozano nos entrega un amplio ramillete de poemas cuyo nexo de unión es la transparencia de la naturaleza capaz de significar precisamente porque se nos entrega a los sentidos. Sin duda lo que se ve, como diría el castizo, es lo que se ve, pero hay formas de mirar. Una de ella, la más propiamente estética, es la contemplación, que se encuentra en los antípodas de la actitud del agrimensor, empeñado en captar con un micrófono el sonido del cuco para descomponerlo en ondas medibles matemáticamente [2]. La contemplación no busca nada detrás de las cosas, sino que va, y perdón por la forma husserliana de expresarme, al corazón de las cosas mismas, porque las cosas, tan simples, siempre son algo más: hay en el mundo un exceso que nos supera, un abismo ante el que debemos descubrirnos. José Jiménez Lozano sabe mirar:

PREGUNTA

Seres tan pobrecillos,
vidas tan rotas, derramadas,
¿de dónde sacabais la alegría
que me disteis? [3]

            Algunos de los poemas no están exentos de un fino humor, que hace brotar una sonrisa de ternura en nuestros labios:


DE RE PUBBLICA

Democrática plebe de gorriones,
cuervos y estorninos senadores,
oligarquía de pavos reales, loros cortesanos,
cucos exilados, ruiseñores en jaula.
El Gran Gallo sobre un montón de estiércol
pregona en la mañana sus mandatos.
¿Pajarería, república, acaso monarquía?
Palabrería solamente. “Los quiero
a la cazuela o fritos”, dijo el zorro;
y hubo un minuto de silencio,
totalmente apolítico.

            Humor que, en ocasiones, nace también de la capacidad de contemplarse, de referencias maduradas con el tiempo:

REVELACIÓN

Sol vencido te regala,
en la tarde de otoño,
el poder y la gloria.
Mira tu alargada sombra:
nunca serás más grande.

            En ocasiones la observación atinada de las realidades otrora cotidianas se transfigura en acerada crítica de nuestra sociedad (porque, a ver, ¿quién de entre nosotros está familiarizado con los corrales?):

CORRAL PERFECTO

La pobre gallina enferma
es picoteada hasta la muerte,
por el corral entero, sano.
Política científica, corral perfecto.

            Podría seguir citando versos, pero me temo que entonces la editorial podría emprender acciones legales contra mi pobre persona. Así que lo mejor será invitar a la lectura de La estación que gusta al cuco. Estoy cierto de que será uno de los poemarios a los que ustedes y yo volvamos con frecuencia.

            Shalom.         

[1] No pensaba quejarme, porque Pre-Textos edita muy bien. Estoy metido en otros dos libros de la editorial, pero de la colección de Narrativa Contemporánea, que no se manchan tan fácilmente como las guardas de los de la colección con hermoso nombre, La Cruz del Sur. Y ésta es precisamente mi queja: ¿no podía la editorial, sin perder el encanto de las ediciones, hacer algo—no sé qué, desde luego—para evitar que las tapas se mancharan con la misma facilidad que yo tengo para decir obviedades? Por favor, tengan en cuenta que aunque no andemos con el “filo de la espada” (porque, al menos servidor, no es marqués), trajinamos otras cosas que dejan marcas en las delicadas tapas... No puedo desinfectarme las manos (no padezco el famoso síndrome curil del que hablaba con tanto gracejo Gonzalo Hildalgo Bayal) cada vez que voy de mi corazón a los libros de poesía de Pre-Textos.

[2] Esta idea tan hermosa, por supuesto, no es mía, sino del genial Ernesto Sábato al que todos deberíamos seguir acudiendo para aprender algo del arte de escribir con tino.

[3] Me he tomado la libertad de corregir una tilde que, sin duda, es un error de impresión.

jueves, 6 de enero de 2011

Marc Fumaroli

LECCIONES DE LOS MAESTROS


            En la primera semana del último octubre compré el libro de Marc Fumaroli, París – Nueva York – París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes, Barcelona, Acantilado, 2010. Había leído de él hace un tiempo El estado cultural, sobre la política cultural francesa, y Las abejas y las arañas, que giraba en torno a la querella de los antiguos y los modernos. Quiero hablar de París – Nueva York – París teniendo presente el encabezamiento, porque se trata de una verdadera lección en la que incluso cuando se está en desacuerdo es posible apren­der. Fumaroli es mayor—el próximo año celebrará, si Dios quiere, su octogési­mo cumpleaños—y tiene la sabiduría de los mayores: una mirada sosegada y reflexiva so­bre la realidad acompañada de no poco sentido del humor y de una afinada capacidad crí­tica. Es un europeo en pleno sentido.

            El título y subtítulo nos informan suficientemente sobre el contenido de la obra, que está llena de sabiduría teológica y de finura espiritual—la que Pascal reclamase repetida­mente en los albores de la matematización del mundo. A diferencia de otros pensadores que se han limitado a saquear la cantera de nuestra tradición teológica [1], Fumaroli es ca­paz de reflexionar teológicamente. De hecho, hice del libro una primera lectura y ahora es­toy enfrascado en la segunda [2] que me está resultando más fructífera. La obra tiene numerosos méritos—la erudición es sin duda uno de ellos—y uno de los mayores consiste, en mi mo­desta opinión, en que Fumaroli ha sabido ver el significado de la multiplicación de imáge­nes en una cultura de trasfondo iconoclasta. Como no tengo necesidad de pedir permiso a nadie para escribir aquí, me permitiré la libertad de hacer algunas reflexiones (desordena­das y un poco caóticas, sacadas de los marginalia) al hilo de la lectura de París – Nueva York – París.Y si alguien va a leer estas reflexiones, le pido perdón de antemano.

            El exceso de imágenes que nos golpea desde hace tiempo se debe, en buena medida, a la falta de sensibilidad para la imagen (para el icono). Los modernos se saturan porque no son capaces de comprender: la abundancia es una forma de violencia, porque se destru­ye por saturación. Lo preocupante—Fumaroli lo señala en su análisis—es que de este modo se pretende borrar toda huella de Cristo en la cultura europea [3]. La cantidad de imágenes sirve además para algo novedoso: la reducción del otro a objeto, a cosa manipu­lable a merced del propio narcisismo—la pornografía es esto además de una forma explo­tación.

            Quizás es posible admitir que la fotografía fue el primer intento programado de abolición del “arte”; esta abolición fue consumada más tarde por el cine, la televisión y hoy ha sido llevada al extremo por los videojuegos, representaciones (performances) e insta­laciones presentadas ahora por la industria del consumo como la culminación de un “arte” ausente. Lo doloroso de esto es que mucho de lo perdido no se recuperará jamás y ni si­quiera quedará la nostalgia de la pérdida, pues la sensibilidad se educa en la tradición. Acusada de ser retrógrada, la tradición no sólo se ha batido en retirada (vergonzante con frecuencia), sino que ha sido considerada por los promotores artísticos [4] como aquello contra lo que se deben dirigir todos los esfuerzos. El gran reclamo es el multiculturalismo (Cervantes y el tam-tam): se supone que la fusión es lo bueno, pero lo que se produce es, en efecto, la indiferencia. Todo vale con tal de que nada sea valioso: la negación de las jerarquías es de esta manera la negación del valor redentor de la belleza, porque se entiende que nada debe ser redimido: nada es valioso y todos puede ser considerado como basura reciclable.

            ¿Qué palabra puede decir la fe cristiana aquí? Eleva la voz en defensa de lo humano concreto, del individuo con rostro. Durante dos milenios los europeos nos hemos acostum­brado a ver a un Dios con rostro humano y, además, crucificado. Volver así a la paulina lo­cura de la cruz, pero no en la contraposición luterana con la theologia gloriae, sino como su culminación: la belleza de Dios (su gloria) se manifiesta en este mundo incluso cuando lo torturamos. Ya decía Ireneo de Lyon que la gloria de Dios era el hombre viviente y si el concepto bíblico de kabôd (δόξα) puede traducirse—como yo creo—por belleza, entonces encontramos en el ser humano una belleza sobreabundante cuyo origen es el exceso de amor de Dios (su “ser”) por el hombre y en éste aparece algo que debe ser rescatado. Re­sulta que los hombres seguimos necesitando consuelo, aunque las modernas técnicas del olvido procuren ocultarlo: la diversión borra las huellas de la dignidad humana.

            La banalización del arte ha sido en buena medida una manifestación de la banaliza­ción de lo sagrado en el hombre, su dignidad. Para esto se ha hecho imprescindible borrar (no tachar, como hicieron los ateísmos clásicos en cuyo honor cabe decir que pretendían ser una defensa de la dignidad humana) al mismo Dios y hacer intolerable la palabra [5]. La banalización de Dios fue tal vez el presupuesto necesario y desde esta óptica se puede comprender el intento de algunos teólogos de prescindir de la imprescindible palabra “Dios”. Aquí cabría dar un vistazo al libro de Martin Buber, Eclipse de Dios, que editó hace algunos decenios la maravillosa editorial mexicana Fondo de Cultura Económica. Unos pocos, en la senda perdida del Maestro Alemán, Margarita, podrían pensar en los pasos atrás; pero no valen, porque las huellas han sido cuidadosamente borradas. ¿Qué hacer en­tonces? Acudir a los testigos vivos que quedan. Es cierto: la imagen de Cristo no puede ser coartada para la mediocridad de algunos artistas; el “arte” tampoco puede ser entendido como un puro desahogo sentimental.

            Si el abuso conlleva la pérdida de significado, esto es lo que ha acontecido con la pa­labra “Dios”. Los medios de comunicación han hecho el trabajo de banalización de la pala­bra y el término acabó perdiendo para muchos cualquier significado inteligible [6]. Este proceso puede verse como causa lejana del triunfo de lo hortera (kitsch). Esto hortera sólo puede triunfar una vez que las personas han perdido el sentido de la belleza. Aquí no son sólo los medios de comunicación (baste mirar la lista de programas de éxito), sino la pro­ducción masiva de objetos supuestamente “bonitos”. La ordinariez (el hecho de llevar lo ordinario a la cima de lo extraordinario) también tuvo su gloriosa entrada en el (mercado del) mundo del “arte”: el negociante Marcel Duchamp y el insulso Andy Warhol que nos han conducido de la mano hasta el arte basura [7], el trash art. De ellos recibió supuestamente su justificación estética. Quizás la causa de todo esto sea resumible en una caricatura real: Avida Dollars. El hecho de que el mercado (el arte como inversión) penetrase en el mundo del “arte” fue decisivo (y aquí sí tuvo mucho que ver la mentalidad de los americanos acomplejados permanentemente—y con razón—frente a Europa). A la larga esto se ha expresado en la intolerancia ante cualquier juicio estético que se pretenda objetivo: nada liga ni puede dirigir la consideración subjetiva, nada... menos el mercado. El  del arte marca, de hecho, un fin del “arte”. La abolición de las jerarquías artísticas conoce y sostiene la jerarquía más importante: la del dinero. Es un hecho comprobable que sólo los buenos marchantes (los que tienen contacto con las grandes galerías americanas) hacen hoy a los grandes artistas. ¿A quién se promocionará? A aquel que sea vendible mediante estrategias de mercadotecnia. Reificación del  “arte”.

            Estoy en desacuerdo con algunas de las observaciones de Fumaroli sobre los mu­seos. Siempre he creído que el primer pecado de la Modernidad en todo esto fueron los museos, preparados sin duda por la emergencia del “arte” como algo aparte. Fragmenta­ción. El sistema de mecenazgo contaba con artesanos y no artistas (piénsese en el trato que daban los pontífices romanos a sus pintores). Los artesanos sólo accedían a la considera­ción de artistas después de pasar por la prueba del fuego del tiempo, que se fue acortando a partir del siglo XVI. El Renacimiento comenzó algo que la Modernidad acabó consagran­do: el artista separado y producido en solitario; pero los talleres, bien lo sabe Dios, aún eran fundamentales (pienso, por ejemplo, en Velázquez) como escuelas de formación y gusto, y continuaron siéndolo durante algunos siglos.

            Con el museo aparece la descontextualización (que ya había comenzado con esa tí­pica manía de agrimensor, el coleccionismo): la obra de “arte” queda aislada y se convierte en un fragmento insignificante. Mientras que antes la obra nos daba el todo en el fragmen­to que era ella, ahora ella queda reducida a una totalidad encerrada cabe sí misma. Caso tí­pico y desastroso: la desubicación de las pinturas románicas de algunas iglesias del Pirineo catalán. Los coleccionistas americanos hicieron de las suyas desmontando iglesias y casti­llos; los otros expoliadores destruyeron buena parte del patrimonio (pienso en los mosai­cos de Itálica jamás recuperados). El “arte” pierde así su existencia y se convierte en objeto catalogable, medible y, sobre todo, vendible—¡que se lo digan a los museos neoyorquinos!

            Las mitologías surgen cuando los hombres han dejado de creer en los mitos [8]; los museos ¿no surgen cuando se ha acorralado la belleza, cuando se ha dejado de creer en su capacidad para transformar (trans-tornar) la realidad? El arte arrinconado deja de ser peli­groso: ¿se recuerdan los versos de Rilke sobre el ángel? No me caben muchas dudas: la destrucción de la belleza como programa comenzó con el Futurismo. El Arte Contemporá­neo sigue a pie juntillas esa idea: nihilismo estético (Nietzsche volvería el rostro espanta­do). Incluso la expresión “Arte Contemporáneo” es un engaño pues nos da a entender que hay un “arte” que pertenece al pasado; claro que los valores seguros son los modernos, porque se cotizan en bolsa. Todo verdadero “arte” (la expresión es redundante, lo sé) es nuestro contemporáneo: el hombre que en la semioscuridad trazaba las siluetas de los bisontes, Fidias, Duccio, Giotto, Rublev, Moro, Murillo, El Greco, Rafael, Velázquez, Rembrandt, Goya, Turner, Cézanne... (que Dios me perdone, pero no puedo hacer una lista), todos ellos son nuestros contemporáneos, pues no sólo nos siguen hablando (aunque sesudos profesores de arte se empeñen en someterlos a una rigurosa clasificación), sino que denuncian con su presencia lo que se ha hecho con el “arte”: un negocio; precisamente, Fumaroli, la privación del otium [9].

            ¿Cómo se valora hoy el arte? En dólares y, en menor medida, en euros.

             Ocaso de la belleza. Cierto: nos hemos vuelto incapaces de estilo. Salvo en las honrosas excepciones del mundo de la literatura, el arte es incapaz de estilo. Quizás las vanguardias fueron las responsables, pues hubo un tiempo (ya mandaba el mercado) en el que ser de vanguardia era estar retrasado, llegar después de las campanadas.

            Descomposición de la forma y degradación de la materia. Basura informe como reflejo. El arte bajo el modelo explícito de la fotografía: reproducción pura de lo que hay, de lo dado. Nada de transfiguración. Quizás sea un relato que Fumaroli no aborda, el del Monte Tabor, el que haya inspirado en última instancia las grandes obras del “arte” occidental: se trata de transfigurar la realidad (no de sustituirla) haciendo que en la materia, que es buena, se transparente la belleza de Dios, la divina belleza de la creación que tiene como marca las huellas dactilares del Creador. Situar la realidad, diría un ortodoxo, bajo la luz tabórica. Nosotros, retomando la célebre frase de Horkheimer, podríamos decir: un “arte” que no contenga, aun como nostalgia, la promesa última no será sino un puro arreglo de cuentas.

            El ocaso de la belleza (incluso se dice que el “arte” no debe ser bello) es el triunfo de la mediocridad. En el gesto de asco que retrocede ante la belleza sólo se manifiesta la incapacidad del que se dice artista. Ya he dicho que los talleres y las academias fueron importantes porque contribuyeron a formar (dar forma) al gusto de los futuros artesanos. No es extraño, pues, el triunfo de las reproducciones en cadena.

            Desaparición del paseo: ¿sería concebible en una ciudad como las modernas un libro como el de Proust? No, porque ya no se pasea. Hoy se sale de compras—usando incluso esa ridícula palabreja estúpida que remeda al genial compositor polaco, chopin. Nuestra obligación como personas decentes sería arremeter contra todo esto. El absurdo de muchas iglesias llenas de imágenes para entronizar el gusto plebeyo. Sé que las palabras son duras, pero apuntan al espanto que produce el relleno de algunas iglesias.

            Otra vez los museos como mortuorios, la obra-de-arte-para-el-museo; pero si el museo es un mortuorio, se encargan obras para la posteridad, para el cementerio, sin haberse tomado la molestia de superar la prueba del tiempo. ¿Cómo ha acontecido todo esto? Los museos no fueron concebidos como lugar de oración [10]; por eso han educado exclusivamente el gusto de algunas minorías, pero sólo acostumbrándolas a series cronológicas (una forma de medir lo inmedible, es decir, de volver ciegos a los visitantes). Sólo cabe pensar aquí en el ejemplo de la reacción de los cistercienses ante el lujo de Cluny. Las iglesias formaron el gusto de generaciones porque en ellas se iba a rezar, el “arte” no acontecía fragmentado. Y aquí los modernos deben saber que “rezar” no es lo que ellos suelen pensar. Los museos no son templos laicos, sino lacios. En España son más bien templos desamortizados (secularizados a veces); pero pagamos carísima la eliminación del aura. Así las cosas, hoy el gusto lo conduce la televisión: de ahí el irresistible triunfo del mal gusto, de la ordinariez que alcanza hasta la misma configuración de las ciudades (se pueden alabar aún, Fumaroli lo hace, las fachadas de París). Llegado aquí debo decir: algunas cosas eran necesarias, pero no era necesario hacerlas tan mal, casi con perversidad, y con un mal gusto que raya la excelencia.

            La oposición no es la americana entre lo high y lo low (Fumaroli se la traga sin darse cuenta), sino entre lo bello y lo ordinario, entre lo hermoso y lo soez. No es alto y bajo lo que se contrapone—y menos en Europa. En ese binomio yanqui se ha introducido de matute el poder del dinero, pues lo high es poderoso mientras que lo low es menesteroso. Sin embargo, hoy lo high es precisamente lo ordinario. En Europa la fe cristiana nos acostumbró a ver belleza en lo bajo, pues ¿qué hay más bajo que la cruz de Cristo? En ella el “arte” no vio nada ordinario, sino que descubrió el impacto de la belleza (gloria) de Dios. Los artistas fueron capaces de hacernos ver la transfiguración de lo dado: no negaron nada, sino que nos descubrieron su hermosura. Pero esto hoy ni se huele.

            Llegados aquí no puedo menos que felicitar al lector por su paciencia y recomendarle que no pierda el tiempo y vaya a leer el libro de Marc Fumaroli, París – Nueva York – París. Podrá estar en desacuerdo, pero le obligará a pensar [11].

            Shalom.


[1] En buena medida la filosofía moderna—como he dicho en otras ocasiones—debe su éxito al saqueo sistemático (al menos desde Hegel, aunque éste debe ser contado en el nú­mero de los grandes teólogos) del botín teológico. La secularización ha sido también una forma de supervivencia para la filosofía, aquejada de un permanente complejo de Edipo frente a la teología: quiere a la madre (la religión) mientras procura eliminar al padre (Dios). Este complejo edípico de la filosofía se hace patente al comprender no sólo el ori­gen (contra Blumenberg), sino el desarrollo del pensamiento filosófico en la Modernidad. En España apenas hay una reflexión serena de raíz teológica.  Ahora puede leerse con pro­vecho el excelente trabajo del teólogo abulense, formando en Tubinga, Olegario González de Cardedal, La teología en España (1959-2009), Madrid, Encuentro, 2010. Eugenio Trías ha intentado aprovecharse de la matriz teológica, pero se aferra a la categoría “religión”, que tiene la ventaja de resultar más manejable por cuanto es una abstracción; más interesante me parece en este sentido el pensamiento de José Jiménez Lozano.

[2] Porque hay libros que merecen estudiarse.

[3] Sin duda esto forma parte de la cristofobia de muchos modernos, que ni siquiera son capaces de entender su origen. Quiero dejar aquí bien claro que Nietzsche no fue presa de ese pánico.

[4] Semejante expresión dice en qué se ha convertido el “arte” en el mundo de la mercado­tecnia conocido como Arte Contemporáneo (así, con mayúsculas).

[5] Hace ya muchos años que está mejor visto socialmente hablar de la pornografía sea vio­lenta o sexual que de Dios, quien se ha convertido en un verdadero tabú.

[6] No se trata, pues, del ateísmo lingüístico al estilo de Widsom y Flew. Aquí ha sido todo más sencillo y no se ha necesitado ninguna discusión. No ha habido polémicas en Oxford, sino en la televisión.

[7] La lista podría engrosarse. Incluso con el español Avida Dollars. Recuerdo haberlo visto hace muchísimos años en un famoso programa de televisión (Un, dos, tres, responda otra vez) presentado en aquella época por Kiko Ledgard. Como premio fabuloso para los con­cursantes—en un tiempo en el que la humillación pública se había hecho requisito para ganar concursos—Avida Dollars puso sobre una cartulina una calabaza (el emblema del programa televisivo); con un aerosol esparció pintura sobre la calabaza, firmó con su nom­bre y, voilà!, hizo a los ojos de toda España en un minuto una obra de arte. Y seguro que al­guien guardó semejante engendro. ¿Es casualidad que surgiera el interés de Disney por Avida Dollars y de éste por aquel?

[8] La primera vez que escuché esta afirmación, en boca del padre Miguel Pérez del Valle, tenía yo catorce años. Años más tarde, en el curso de Simbología, se la oí de nuevo y dio una maravillosa explicación cuyos apuntes aún conservo.

[9] Recuerdo haber asistido a finales de los años setenta—época de compromiso—a una exposición contra la urbanización de Isla de la Cartuja (en el Colegio de Arquitectos de la ciudad, entonces preocupados aún por problemas urbanísticos). Fui incluso a una pequeña manifestación contra una urbanización que era, según se decía, contraria al espíritu de la ciudad. Ahora está en marcha la construcción de un rascacielos (“¡rascaleches!”, que diría Miguel Hernández) tan moderno como una estación espacial. De hecho, su justificación bancaria es ésa: la modernez. Espero lleno de espanto el momento en que las conjunción celeste de autoridades bancarias y ciudadanas (que no cívicas, por desgracia) decida que es el momento en bien de la ciudad y por la salud pública de construir una estación espacial. Pueden ofrecer el espacio desde el Alcázar hasta la Torre del Oro; incluso podemos imaginar cómo crecen los nuevos hongos mientras se derriban los residuos del mundo antiguo. Todas las ciudades acaban siendo idénticas mientras se grita que se quiere la diferencia.

[10] Reconozco, sin embargo, que yo me arrodillo en los museos para rezar delante de  las imágenes de culto—¡Guardini!—ante el estupor de los incrédulos visitantes; porque rezar ha sido siempre en Europa una forma de contemplar la belleza.

[11] Como final sin excusa y fuera del escenario diré que estas reflexiones han sido perfumadas por los vapores del huisqui y el humo del tabaco. Quizás ahora que estamos en plena campaña, se prohíba el libro de Fumaroli por incitar a actividades delictivas y perjudiciales para la salud (sé que el mismo chiste sin gracia lo hice a propósito de la traductora de El pentateuco de Isaac, conste). El Arte Contemporáneo también os desea una sana felicidad: no fumaréis y practicaréis sexo con espíritu deportivo; acabado el asunto, os levantaréis para echar unas carreras en las que no beberéis sino agua embotellada en plástico; no comeréis alimentos prohibidos... ¿Seréis felices? Ni siquiera superficiales, más bien estúpidos. Por cierto, en la tachadura procedo a la inversa que Fumaroli, porque sé que estamos derrotados... como el don Quijote de León Felipe.