miércoles, 20 de julio de 2011

Albert Camus

DONDE NO CABE MÁS LUZ



          Los cuerpos de los muchachos, brillantes, estirándose en la playa bajo el sol del Mediterráneo. Quizás ésa sea la primera imagen que me viene a la cabeza si debo hablar de él, aunque no se trate de una obligación, sino de una curiosa forma de hablar de mí mismo, porque él forma parte de mi vida. No sé con exactitud desde cuándo me acompaña, pero es seguro que han pasado más de treinta años desde que leí las primeras líneas de aquel cuyo recuerdo permanecerá para siempre asociado a la honestidad.

          Si lo amaba ya, mi amor creció al leer el maravilloso ensayo escrito por el genial pulso de un sacerdote belga, Charles Moeller, en el primer tomo—si no recuerdo mal—de su embriagadora Literatura del siglo XX y cristianismo, que editó Gredos allá por 1970. Como la edad no me lo permitió, en mi biblioteca tengo la séptima edición publicada un año después, en el setenta y uno [1]; pero no me puedo dejar engañar: adquirí el ejemplar en una librería que ya no existe en diciembre de 1984. Tenía yo por entonces algo menos de la mitad de los años que sin mucho éxito sobrellevo. Años antes de leer a Moeller me había hecho con una selección de obras del autor a quien me refiero. Durante muchos años sólo he citado al escritor por esa edición y los diálogos que aprendí de memoria—éste al menos era inocente: usted lo sabe perfectamente—son los que cito de aquel francés, uno de los muchos pieds-noirs, al que el americano instalado en París dedicó una biografía admirable [2].

          Había nacido en Modovi, Argelia, en 1913 y falleció en un desgraciado accidente, cuando trabajaba en El primer hombre, el mismo año de mi nacimiento. Todos conocemos su vida: dura infancia en la escuela de la pobreza, que con tan grande nitidez se trasluce en sus novelas y en sus obras de teatro. Sus intentos de escapar a través del deporte jugando como portero de balompié [3]; tuvo que dejarlo a causa de una tuberculosis que lo acompañó de una u otra forma a lo largo de toda su existencia. Y él era un fumador constante. Quizás hoy lo hubiesen privado del Nobel por tal motivo; pero claro para mí que el Nobel fue premiado con Albert Camus. Sabemos también que en el instituto conoció a Jean Grenier y, sobre todo, a quien con toda probabilidad más influencia ejerció sobre el autor de La peste, Louis Germain [4], su profesor en primaria. De hecho, siempre he creído que nos influyen más aquellos que están más cerca de nuestra infancia, aunque semejante ascendiente permanezca dormido para siempre en los pantanos de nuestro inconsciente.

          Conocemos de Camus su militancia en el Partido Comunista, que abandonó con prontitud, su afición al teatro, al ensayo... y a la vida; porque si algo queda para mí de Camus es que amaba la vida por encima de todo. Sé que la frase es de otro francés, pero bien podía haberla dicho el hijo de Catalina: Amo más este mundo de lo que nunca me atreveré a confesar. Y la vida con toda sus contradicciones. ¿Quién no admira al Camus, sucesor de Pascal Pia, al frente del diario clandestino Combat? Al acabar la guerra consigue un puesto (que envidiaré siempre) como lector de la editorial Gallimard. Publica, dirige, discute, se acerca a los anarquistas..., pero sobre todo escribe movido por una honestidad irrenunciable. Sufrió el ataque de uno de los grandes mandarines, el de la mirada extraviada que se creía el faro del mundo y permaneció estrictamente estalinista durante demasiado tiempo como para olvidarlo. La crítica de aquel que en su última entrevista afirmó que todo aquello—los años cincuenta, la Rive Gauche, la literatura comprometida y como compromiso, el comunismo...—fue una pose, quizás porque nunca tuvo un perfil bueno; fue miserable con Camus, él y toda la redacción de su revista, porque era suya. Sólo unas palabras extrañas de Debord pueden poner en su sitio a ese mandarín cuya envidia por Camus fue, no tengo duda, la última causa de las acusaciones y de la ruptura.

          Sí: a los premios Nobel le dieron a Camus allá por 1957, el año del nacimiento de una persona a la que quiero más de lo que imagina. El premio fue al conjunto de la obra por plantear los problemas que atormentan al hombre de hoy. ¡Qué error decir semejante cosa! Camus escribió para su época, pero no para el hombre de hoy: por eso lo seguiremos leyendo siempre. Es verdad que un diario cercano al mandarín de los mandarines tituló más o menos así: Se le concede el Premio Nobel a un autor cuya obra está concluida. Semejante bajeza sólo es imaginable desde el peor de los resentimientos: el de aquellos que no saben reconocer la grandeza de los demás; pero ¿qué se podía esperar? Al fin y al cabo, todos sabemos—y todas lo sabían en la Rive Gauche—que Camus no sólo era más fotogénico que Sartre, sino más honesto. ¿Quién de entre los citados estrenó alguna de sus obras de teatro en el París ocupado obteniendo gran éxito de público?

          Un desgraciado cuatro de enero de 1960 estando a unos cien quilómetros de París, cerca de Le Petit-Villeblevin, el automóvil en que viajaba sufrió un accidente. Llevaba consigo el manuscrito inconcluso de El primer hombre. No, la obra de de Camus no estaba concluida pese a las traiciones y las mentiras de sus adversarios.

          Hace unos días llegó a mis manos un libro de Camus que no había tenido la fortuna de disfrutar: La postérité du Soleil, París, Gallimard, 2009, con unas muy hermosas fotografías de Henriette Grindat. Acompaña además un Itinéraire escrito por un gran poeta—aunque no está entre mis preferidos—, René Char. Es una edición hecha con gran encanto, en formato grande, y que proporciona un gran placer leer. Los textos de Camus son muy breves y las fotografías que Grindat hizo lo ilustran a la perfección. Es un homenaje al departamento de Vaucluse, en la Provenza, la tierra bañada por la luz de la verdad, homenaje que nació de la amistad entre Camus y el poeta. Sólo me queda invitar a leerlo y, con permiso del editor francés, citaré dos textos:

          Des vieux troncs de saule jaillissent des gerbes de branches fraîches. C'est le premier jardin du monde. A chaque aurore, le premier homme (pág. 24).

          Le matin est radieux; la lumière pique. Renonce à ta visite. Ils peuvent attendre et non ta joie (pág. 34)

          ¿Por qué debemos seguir leyendo a Camus? Porque queremos seguir siendo hombres libres, porque sentimos que sólo la Belleza nos redime y no queremos entregarnos a los ídolos de este mundo. Sí, como Calígula, quizás queremos la Luna. O tal vez sólo lo imposible: la felicidad.

Shalom.

[1] Como los primeros premios Adonáis que compré, era preciso abrir con un cortaplumas los libros de Gredos. Ese placer lo hemos perdido y los que sólo lleguen a conocer el pseudolibro electrónico no comprenderán nunca lo que sentíamos al cortar las hojas: también nosotros hacíamos el libro. Quiero, además, recordar con orgullo, aunque sólo sea por tocayeidad, el fabuloso trabajo de Valentín García Yebra: se aprende a escribir en español leyendo cualquiera de las obras que ha traducido, Aristóteles incluido, o sus deliciosos artículos. Ciertamente, la palabra tocayeidad no existe. Se trata, pues, de un palabro, mas divertido.

[2] Por eso me sorprendió desfavorablemente Depuración, pues se mostraba complaciente en exceso y clausuraba responsabilidades prematuramente.

[3] Digo “balompié” porque es un arcaísmo que molesta. Sé que algunos hombres inteligentes han sido aficionados a ese juego; no entiendo, sin embargo, las pasiones que levantan veintidós personas en calzones y camisetas. Me aburre soberanamente ver correr a los jugadores detrás del balón.

[4] En verdad los nombres franceses tienen algo de encantadores: Germain, Yves, Jean, Etiene, Jean-Jacques... una sonoridad que permite pronunciar el nombre de las personas amadas con dulzura, doucement.