domingo, 4 de julio de 2010

El tiempo perdido

INICIO DE VERANO


Quería desde hace unos días hablar del último poemario que ha publicado Miguel d´Ors, Sociedad limitada, Sevilla, Renacimiento, 2010. Del autor compostelano escribí recientemente y ya había leído otros dos poemarios. Me tocaría hablar del último; sin embargo, como no me ha gustado nada –los poemas me parecen forzadas e incluso faltos de tacto—lo obviaré. Dejaré dicho, sin embargo, que se trata de un poemario fallido y prescindible (lamento de todos modos tener que hablar así).

            Podría hablar de una maravillosa antología que de R. M. Rilke cuya segunda edición acaba de publicar la editorial madrileña Trotta: Cuarenta y nueve poemas (selección, traducción e introducción de Antonio Pau), Madrid 2010. Sólo dejaré una muestra (que pone de relieve, a su vez, la cuidada traducció):

Apágame los ojos, y te seguiré viendo,
cierra mis oídos, y te seguire oyendo,
sin pies te seguiré,
sin boca continuaré invocándote.
Arráncame los brazos, te estrechará
mi corazón, como una mano.
Párame el corazón, y latirá mi mente.
Lanza mi mente al fuego
y seguiré llevándote en la sangre.

            Por otra parte, como pronto es una fecha de cierta relevancia en mi vida, decidí embarcarme en la lectura completa de la gran obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. De entre las ediciones disponibles he elegido la de Alianza Editorial, y no sólo porque la traducción se deba a Pedro Salinas, sino también porque es literalmente la más llevadera. Había leído algunas secciones, pero nunca había osado a decirme: “La leo completa” (1). Me lo he dicho y espero haber concluido al final del verano, porque tengo más tiempo.

            Y quiero acabar hoy con una reflexión sobre el circo: el último sábado, a la hora del partido de fútbol, fui a sentarme en un velador de una plaza totalmente vacía. El dueño, dentro del bar, seguía el partido. Pedí una cerveza y me dispuse a leer con toda la tranquilidad del mundo (2). Cierto que la noche era calurosa, pero apetecible para estar charlando con los amigos. El balompié se lo llevó todo por delante y yo no alcanzo a entender un mundo en el que once fornidos tipos en calzoncillos son capaces de conseguir una hazaña impensable: que las gentes se queden encerradas en sus casas delante del televisor. Don Rafael Sánchez Ferlosio dijo en una ocasión que el fútbol era un espectáculo fascista; no sé yo si hay realmente espectáculos fascistas o simplemente crueles, pero sí se que todo esto me recuerda mucho al panem et circenses con el que Juvenal criticó la apatía provocada en los ciudadanos romanos (4). Pero como no quiero ofender a nadie en el inicio de mis vacaciones de verano (ya veremos al final), mejor guardo un prudente silencio.

(1)   Esto es algo que sólo he hecho con algunos libros: Biblia (en la maravillosa traducción de Luis Alonso Schökel y Juan Mateos, que ha dejado de editarse por desgracia), Ilíada, Odiesa, los Diálogos (en la edición de Gredos), Poética y Metafísica de Aristóteles, Eneida, La ciudad de Dios, Suma Teológica, La Comedia, El Quijote, Guzmán de Alfarache... Si me lo propuse es porque no me veía con fuerzas para hacerlo. Claro que había leído el Nuevo Testamento completo, el Génesis..., pero ¿quién se mete en las zonas desérticas del Pentateuco sin preparar su voluntad? Lo mismo puedo decir de otros libros. Hago constar como testimonio contra mí que posiblemente no es necesario hacerse un propósito: a todos esos libros regreso con frecuencia y todos me han dado mucho más de lo que nunca seré capaz de agradecer.
(2)   Hasta que oí el desaforado grito de “¡gol!” sólo acertaron a pasar por la plaza dos grupos de chicas que celebraban según la detestable nueva costumbre una despedida de soltera haciendo un ridículo que sólo mis ojos presenciaron, y un buen hombre, vendedor de jazmines (¡contra d´Ors y el vil poema!). También, es cierto, pasó un vendaval hermoso que agitó las copas de los árboles y se llevó a la mitad de la plaza algunas sillas.
(3)   No tengo nada contra el deporte, pero no soy, sin duda, un espíritu deportivo: tengo un nulo sentido de la competitividad quizás porque he tenido muy pocas cualidades deportivas. Mi ausencia de eso que dan en llamar “espíritu competitivo” explica por qué un buen amigo se enfadaba conmigo cuando hace unos años jugaba de tarde en tarde a ese tenis jíbaro que se llama pádel. Sólo otra persona—de la que sólo diré el nombre sin apellidos: Santiago—tiene incluso menos espíritu competitivo, razón por la cual es divertido y agradable jugar con él.

Shalom.