domingo, 9 de diciembre de 2012

Tomás Segovia, Daniel Bell, Joan Didion...


ADVIENTO


       
En memoria de JMCG, amigo de la infancia

-- Karamazov—dijo Kolia—, ¿es verdad eso que dice la religión de que resucitaremos después de morir y nos volveremos a ver todos? Si es así, nos encontraremos de nuevo con Ilucha.
-- Si, es cierto: todos resucitaremos y nos volveremos a ver—respondió Aliocha, sonriendo y rebosante de fe—. Y entonces hablaremos alegremente de las cosas pasadas.
D. Dostoyeski, Los hermanos Karamazov.

Quizás me estoy volviendo perezoso, porque no escribo en esta gacetilla con la misma asiduidad que en años anteriores. Podría alegar que estoy muy ocupado; pero resultaría falso, pues mi única preocupación parece ya esa nada que se enrosca en la existencia y que apenas me deja respirar. De todos modos, responderé a las personas que han tenido la gentileza de dejar algún comentario, pero antes me gustaría referirme a algunos acontecimientos y libros que han marcado estos días.

Titulé esta gacetilla Hojas que fueron libros, libros que fueron vidas porque siempre he sentido que los libros son mi vida; no digo una parte irrenunciable de, sino sencillamente mi vida. Y creí que hablar sobre ellos aliviaría las cicatrices dejadas por el tiempo y la soledad; sin embargo, yo, que acierto en todo lo accesorio, me he equivocado en lo fundamental, porque mi vida está ya hecha de retazos de recuerdos, que se borran con la lentitud de una tarde lluviosa. Unos días atrás falleció prematuramente JMCG, amigo desde la infancia. Recuerdo con cristalina nitidez el día en que llegó, allá por el año 1972, y  nos reveló su secreto. Apareció en la puerta del Colegio con un gorro de lana gris—nosotros nunca usábamos esas cosas—y nos reunimos en torno a él con nuestros pantaloncitos cortos en el patio de columnas. Habló con rapidez, un poco atropelladamente como hizo siempre, y dejó claro que nos revelaría lo que había bajo la gorra, que se quitó con un gesto entre melodramático y cómico para dejarnos ver la piel que cubría su cráneo. Reímos y ninguno de nosotros pensó entonces que aquella novedad se debía a unos visitantes no deseados. Él salió de la situación con elegancia. Fue un excelente compañero de juegos e incluso encabezó la persecución de uno de los Arrambarri que había saltado con un compás en el bolsillo jugando al cielo voy [1]. Estuvimos juntos los cuatro primeros años de bachillerato, pues en quinto él fue a Ciencias mientras que yo elegí Letras. Nos seguimos viendo, pues era una persona maravillosamente simpática, algo alocada y un excelente dibujante. Después nuestros caminos se separaron. José María acabó en el Ejército—yo objeté—y allí sufrió un accidente cuyas secuelas condicionaron su vida de manera permanente: se había hecho buzo y en una de las inmersiones debió sufrir hipoxia. Los años siguientes su vida fue un ir y venir de todas partes sin parar en ninguna, arriesgando y buscando algo que posiblemente no encontró nunca. Andaba siempre a la cuarta pregunta y pasó muchos apuros; lo recuerdo viniendo hacia mí para intentar colocarme alguna de sus pinturas. Le compré dos o tres y le encargué un retrato de mi hija; pero José María sólo pintaba entonces pesadillas llenas de cuervos y con una luz tan oscura que parecía un abismo. Le fallaba el pulso; él lo sabía, aun sin reconocerlo, y aprovechaba la vacilación permanente de su mano para imprimir a sus dibujos un carácter enigmático. Siempre mantuvo, sin embargo, una maravillosa sonrisa en los labios, que muchos no supieron comprender. Ningún relato podría hacer justicia a su vida, pues la soledad es más pesada que cualquier hoja. Estos recuerdos están tal vez mediados por el malestar que me invadió ayer y que ha logrado ponerme gris y algo taciturno. Sin duda, lo que se va nunca vuelve, pese a Odiseo.

Tomás Segovia, Rastreos y otros poemas, Madrid, Pre-Textos, 2012. Es un poemario delicioso, que invita a entrar en la propia memoria, a no olvidar lo que somos, pero tampoco de dónde venimos para vislumbrar las posibilidades hermosas de nuestra vida. Es éste poemario precisamente el que me ha animado a escribir hoy. Séame permitido citar parcialmente Cuarto rastreo:

Por una vez me lo diré a mí mismo
Porque tampoco tiene cara para nadie
Quien no sabe qué cara poner ante el espejo
Porque tiene que haber un sitio
Donde yo siempre dé la cara
A todo aquello a lo que alguna vez
No pude dar la cara

Por una vez me lo diré en secreto
Confesaré para mí mismo que nunca quise en serio
Ganarle a nadie una victoria
Ni defender un sitio
Que creyese de veras que era mío
Ni hallarme a la cabeza de algún sonoro grupo
Enarbolando una bandera

Por una vez me lo diré en un sitio
Donde pueda decirme
Sin ser oído de ninguno
Que soy yo el más valiente
Soy el que no le teme
A la dulzura a la ternura a la emoción
Al peligroso amor ingobernable
Que soy aquel que imperdonablemente
No teme ser amado
Se atreve a dar la cara a esa deuda insaldable
Y prefiere arriesgarse a morir endeudado
Pero no mentirá que debe nada […]

He leído algunas obras interesantes. En la Feria del Libro Antiguo tope con el libro de Daniel Bell, El fin de las ideologías, Madrid, Tecnos, 1964 (=Col. de Ciencias Sociales, 38). Hace muchos años había leído del sociólogo de neoyorquino Las contradicciones culturales del capitalismo y El advenimiento de la sociedad postindustrial, que fueron publicadas por Alianza. Sociólogo inteligente y con una gran capacidad de análisis, Bell se adelantó en más de una década a las teorías sobre el fin de la Modernidad. En El fin de las ideologías, cuyo original data del año 1960, se puede observar cómo su análisis de la sociedad gringa anticipó la crisis ideológica del capitalismo y la consiguiente conversión de toda realidad en mercancía. Resulta curioso observar, por ejemplo, cómo en fecha tan temprana percibió la conversión de la vida privada en un espacio público—idea que hoy con las nuevas tecnologías se ha radicalizado hasta límites que traspasan con creces la conversión de las personas en mercancías. La lectura del libro me ha hecho aprender e incluso ha contribuido a que me plantee preguntas nuevas y reformule algunas de las que me he venido haciendo en los últimos años.

Mientras disfrutaba con Bell, uno de cuyos hijos me es un afamado teólogo, autor del recomendable Teología de la liberación tras el fin de la historia (publicado en la editorial granadina Nuevo Inicio, que tiene el coraje de publicar obras que de otra manera nunca nos llegarían), cayó en manos un libro de Joan Didion, Noches azules, Barcelona, Mondadori, 2012. Reconozco que al principio me pareció adecuado clasificarlo bajo el epígrafe “los ricos también lloran”; sin embargo, a medida que avancé en su lectura—y no se tarda mucho en hacerlo, pues es un testimonio bastante breve—me fue ganando, pues el sufrimiento que evoca, muchas veces de manera indirecta, no sólo merece respeto, sino que está narrado desde un desgarro amoroso si se me permite hablar así. El libro, que comienza siendo un lamento por la muerte de la hija (Quintana), se transforma imperceptiblemente en una reflexión sobre la existencia y sobre el hecho de envejecer, pues quizás vivir es sólo la forma que tenemos de acumular recuerdos. Ahora, con el recuerdo de José María llagando mi memoria, me merece aún más respeto el esfuerzo de una madre por hacer de sus recuerdos algo vivo, una misteriosa forma, llena de luz, de sostener la existencia de lo que se ha perdido.

También me ha acompañado la poesía. Un libro magnífico: Li-Young Lee, Mirada adentro, Barcelona, Vaso Roto, 2012. Como de costumbre, descubro el Mediterráneo. Ciertamente, empecé a leerlo porque, pese a ser gringo, su mirada tiene otro visaje. Es verdad que somos coetáneos (yo un poco más joven, permítaseme la vacía vanidad): cada vez estoy más convencido de que los itinerarios vitales unen mucho más allá de lo que pensamos. Li-Young [2] contempla la existencia desde su pasado, desde las preguntas de la infancia permitiéndonos asomarnos a su interior. Hay mucha sabiduría y belleza en Mirada adentro. Compré y leí con poco entusiasmo el poemario al que se ha otorgado este año el premio San Juan de la Cruz: Javier Asiáin, Liturgia de las horas, Madrid, Rialp, 2012; lo calificaría de poemario tramposo porque si consigue algún efecto es porque abusa de los símbolos bíblicos (amén de esas citas en latín de alguien que no parece conocerlo bien). Arrancar las piedras de una catedral para fabricarse no ya un puente sino un simple muro para hacer pintadas no parece buena cosa. Aunque sería injusto decir que no hay ningún poema que merezca la pena.

Le debo Angelus a haber alcanzado un libro al que nunca hubiese llegado (entre otras porque los canales de distribución funcionan bien sólo cuando hay negocio): Poesía a contragolpe. Antología de poesía polaca contemporánea (selección y traducción de Abel Murcia, Gerardo Beltrán y Xavier Ferré), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012. Aún estoy con él, y me llevará días culminarlo. Es una selección de autores nacidos entre los años 1960 (un año magnífico, válgame el Cielo) y 1980. Algunos poetas polacos se cuentan entre mis predilectos, pero gracias a Poesía a contragolpe estoy conociendo a algunos autores realmente magníficos. Angelus se quejaba diciendo que no era una edición bilingüe; pero yo me conformo porque mis conocimientos del polaco se encuentran exactamente en el mismo nivel que los del kawésqar, por decir algo.

Jardín de agosto

a todos
nosotros
nos cayó del cielo
la lluvia cómo
nos aplauden los árboles
(Jakub Ekier)

Leo con fruición las memorias de Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza, Barcelona, Acantilado, 2012, en las que hay una total ausencia de resentimiento. Y dejo para otra ocasión un libro recién terminado, también editado por la barcelonesa Acantilado: Loren Graham y Jean-Michel Kantor, El nombre del infinito. Un relato verídico de misticismo religioso y creatividad matemática, Barcelona 2012.  En fin, soy dejado para escribir, pero aún no para leer. Quizás este Adviento sea la época de retoñar.

A los amigos que han tenido la gentileza de dejar algún comentario, además de las gracias, les diré que aquí y aquí pueden encontrar los comentarios a los libros de Kawakami (quizás haya un tercer comentario, pero no lo he encontrado, porque en estas cosas procedo, como es manifiesto, con notable desorden).

Shalom.


[1] Si hoy algún profesor viera a los alumnos jugar al cielo voy no me cabe duda de que lo prohibiría de inmediato actuando, no cabe duda, con sensatez, pero privando a los niños de una locura maravillosa. Tengo para mí que no dejamos crecer a los niños como tales, sino que los convertimos en adultos prematuros e idiotizados. Claro que en nuestra niñez no aparecían los padres con una demanda bajo el brazo…

[2] Cuyo segundo nombre traerá a la memoria a muchos de mi generación al incasable luchador Bruce Lee, remedado hasta la saciedad por una saga de Lees, Li, Ly… Las películas de artes marciales fueron todo un subgénero: nunca me gustó, pero me hacían gracia los títulos y los rocambolescos argumentos, amén de los fantásticos nombres de los protagonistas.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Aniversario de Paul Celan

VEINTITRÉS DE NOVIEMBRE




Unlesbarkeit dieser
Welt. Alles doppelt.

Die starken Uhren
geben der Spaltstunde recht, heiser.

Du, in dein Tiefstes geklemmt, entsteigst dir
für immer.

(Mundo ilegible.
Todo dos veces.

Los relojes fuertes
concuerdan con la hora agrietada, sin voz.

Tú, acuñado en tu profundidad, te elevas
para siempre.)





Paul Celan, poeta, supo decir palabras nuevas, como semillas, que nosotros apenas alcanzamos a entender.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Hiromi Kawakami


SUCEDE QUE NADA SUCEDE,
 PERO LA VIDA PASA Y ESO ES LO QUE SUCEDE CUANDO PASA LA VIDA



He hablado de Hiromi Kawakami al menos en otras dos ocasiones, pues recuerdo haber comentado Algo que brilla como el mal  y la primera novela que leí de la autora japonesa, la maravillosa El cielo es azul, la tierra blanca, ambas publicadas por Acantilado. He leído también Abandonarse a la pasión, un conjunto de relatos, alguno de los cuales puede resultar hasta inquietante. La misma editorial acaba de publicar El señor Nakano y las mujeres, Barcelona 2012. Poco puedo decir de la autora que no esté en la solapa del libro; incluso ese poco sería algo, pues sólo tengo el placer de conocerla gracias a sus libros y a alguna fotografía que aparece en la red. Sin embargo, sé que es ligeramente mayor que un servidor y, aunque pertenecemos a culturas distantes y distintas, nuestro trayecto vital corre casi paralelo en el tiempo y dado que hemos accedido a una especie de subcultura mundial [1] posiblemente compartimos algunos gustos e inclinaciones, pero también rechazos y execraciones. Hay algo, además, que no se me escapa: ambos pertenecemos al género humano (increíble en mi caso, pero tal vez cierto. Y hablo así, conste, para no parecer presuntuoso) y es por eso que su perspectiva me resulta tan cercana.

La nueva novela de Kawakami es una delicia y se acuesta más a El cielo es azul que a las otras publicadas en castellano. Digo esto no por el tema, sino por la delicadez que destila la obra. El argumento, si puede llamarse así, es simple: Hitomi cuenta cómo transcurre la vida en la prendería del señor Nakano. Varias veces el dueño de la tienda repite a sus empleados, a su hermana y a sus clientes que no tiene un negocio de antigüedades, sino una tienda de objetos de segunda mano; por eso rechaza comprar antigüedades (aunque las compra); por eso niega ser un tasador (aunque tasa con frecuencia los objetos que le llevan a la tienda y los reconoce de un simple golpe de vista); por eso, sus compañeros de negocio regentan tiendas de antigüedades… El señor Nakano es un hombre encantador, incluso dulce, tan real como las contradicciones que arrostra en su existencia. Hitomi, una chica joven a la que me imagino acodada en una mesa [2] contemplando cómo pasa la existencia por la puerta de la prendería, observa al señor Nakano con curiosidad no exenta de respeto y de una distancia que en ocasiones queda abolida por la confidencia; pero no es sólo el señor Nakano, sino la hermana de éste, Masayo, que lo mismo fabrica muñecas que dirige la prendería cuando el propietario se ausenta. Son también los clientes, a veces tímidos, otras heridos por su historia, en los que Hitomi posa su mirada compasiva, llena de ternura, pues no rechaza a nadie, aunque no todos sean de su agrado. Y, sobre todo, es Takeo, ese joven desgarbado y silencioso que acompaña al señor Nakano en la vieja camioneta cuando éste sale de expedición a recoger objetos. Ahí se percibe el fondo triste sobre el que se recorta el relato y que apenas percibimos, pero nos impregna: alguien muere o, sencillamente, se muda y tiene que deshacerse de los viejos objetos que han formado parte de su vida cotidiana. No son cosas importantes ni valiosas: unos platos descascarillados, un ventilador, tal vez una silla. La prendería es así un baúl lleno de recuerdos que nadie recuerda, pero que aún son capaces de suscitar presencias tan umbrátiles como grises y que nos remiten a la fragilidad de la existencia, a ese fondo de Misterio sin el cual la vida sería irrespirable. De ese Takeo, capaz de caminar bajo la lluvia de otoño sin responder a ninguna de las preguntas de su compañera de trabajo, se enamora una Hitomi tan llena de dudas como reflexiva (condiciones que no suelen darse por separado).

Hay algunos episodios que dejan al descubierto la herida que todos tenemos y que las más de las veces ocultamos por vergüenza, esa soledad última que sólo deja de aullar cuando un corazón se abre a otro corazón [3]: el señor Nakano deja a Hitomi el sorprendente texto escrito por su amante. La confidencia parece haber abolido la distancia, pero ésta crece, pues se asemeja a la selva capaz de tragarse el asfalto de una carretera. El sexo juega ahí un papel  ambivalente, pues Hitomi queriéndose acercar a Takeo, en realidad lo aleja hasta que descubre que hay una distancia mucho más profunda que la física y que sólo la ternura y la delicadeza pueden superar: también el corazón de los hombres necesita caricias, no sólo su piel. Otros episodios nos muestran el secreto que lleva cada objeto: el cuenco que un muchacho desgraciado lleva a la tienda y no quiere ni vender ni regalar… Estoy tentado de decir que Kawakami ha sido capaz de expresar con increíble acierto la coincidencia de los opuestos a través de un simple cuenco. En cada uno de los incidentes hay una mirada profundamente compasiva, llena de ternura, que sabe encontrar una belleza no exenta de tristeza.

En verdad en El señor Nakano y las mujeres suceden muy pocas cosas relevantes desde la perspectiva del que anda buscando sensaciones fuertes; sucede, sin embargo, que lo que pasa en y por la prendería es la vida misma, ésa que dejamos escapar esperando que nos suceda algo. Kawakami deja que suceda delante de nuestros ojos la vida cotidiana y nos enseña a enfocar la mirada, pues aquello que nos parece irrelevante acaba siendo la vida.

La experiencia del tiempo que relata es nítidamente distinta a la que nosotros solemos hacer. Sé desde hace mucho que el abismo abierto entre Oriente y Europa (evito a propósito la palabra “Occidente” porque los incluiría a ellos) es en buena medida el abismo provocado por dos maneras de entender el tiempo que en apariencia son diametralmente opuestas. Cuando nos quedamos en la superficie sólo vemos una diferencia irreconciliable, pero si profundizamos un poco descubrimos que esa experiencia diferente no sólo no es irreconciliable, sino que nos enriquece. Al fin y a la postre, el tiempo es la vida y una visión distinta de ésta puede abrirnos a una forma nueva de entender el tiempo que se nos ha dado. El señor Nakano y las mujeres es capaz de asomarnos a una visión de la temporalidad distinta que se hace realidad incluso en el mismo acto de lectura.

Nadie puede a estas alturas dudar de que la novela me ha gustado, y mucho. No sólo se lee con facilidad e interés, sino que yo al menos he vuelto a alguno de sus párrafos para meditar en eso que, como decía Lennon, pasa mientras hacemos otros planes: la vida.

Shalom.

[1] Me refiero, atento lector, a la mezcla que ha propiciado la industria de la propaganda gringa. Supongo que Kawakami detesta—como yo—los subproductos culturales que ofrece la industria gringa. Pondré un ejemplo: en ninguna ocasión encontramos a los protagonistas de las obras de la autora japonesa alimentándose de comida basura (suelen llamarla “rápida”), sino que manifiestan gustos acordes con la tradición cultural japonesa (pues la gastronomía ha sido cultura hasta la invención de las cadenas industriales).

[2] Y enarcando las cejas, como diría la fantástica traductora, Marina Bornas Montaña, a quien sin duda debemos buena parte del encanto que los textos de Kawakami tienen para el lector español.

[3] Me sorprendió hace muchos años la cita que de Agustín de Hipona hizo mi profesor de Antropología: “Un corazón está cerrado a otro corazón”. La he buscado en muchas ocasiones. He sido incapaz de dar con ella, pero nunca he dudado de que aquel profesor citara bien al maestro de Hipona. Por otra parte, me gustaría recordar a Pascal, pues supo ver cómo su sociedad, ya moderna, sabía entretener a los hombres para que ignorasen su soledad última.




domingo, 11 de noviembre de 2012

Peter McPhee


LA VIRTUD SE HACE REVOLUCIONARIA


Mi salida a alta mar, donde paradójicamente se encuentra la calma, resultó fallida, pues los amarres de la sinusitis son fuertes y, tras una nueva visita a los galenos, sigo no convaleciente, desde luego, pero sí fastidiado: el dolor se ha fijado con fruición en mi mandíbula superior. Sin embargo, no me doy por vencido y en esta batalla doméstica—una auténtica nostalgia—confío salir vencedor. Entre tanto, como es normal, he estado leyendo. Y un libro ha llamado mi atención.



París es una ciudad maravillosa en la que estuve por primera vez a finales de los años setenta. Entonces, lo reconozco, lo pasé mal, porque iba sin blanca y el trato recibido de los parisinos que conocí no fue, desde luego, encantador, sino que sentí más bien un desprecio disfrazado de desinterés por mi humilde persona; pero sería un poco prematuro confundir a una ciudad con sus habitantes. Unos años después en Dublín, invitado gentilmente a una fiesta por una amigo al que llamábamos PJ (algo así como Piyei, nombre más fácil de pronunciar que el de su inseparable Aiden, que me corregía indefectiblemente cuando osaba yo pronunciar su gracia), una de las personas allí presentes se maravilló—es posible que yo confunda la maravilla con el espanto o incluso que ella me confundiese con ébano vivo—por el color de mi piel. Ciertamente, siendo joven mi color en verano se volvía tan intenso que sin dificultad alguna podría decirse que era negro (a punto he estado de escribir de ébano, pero mi piel no estuvo nunca a la altura de la de los príncipes nubios); pero en Irlanda el Sol escasea y yo en otoño soy más bien de un verde desteñido que siempre horrorizó a mi madre (cierto también que el espanto se producía por mi costumbre de cortarme el pelo sólo de muy tarde en tarde: mis greñas sólo consiguieron provocar el malestar de mi madre y las burlas de algunos que, con el tiempo, se quedaron calvos). Quizás fui confundido con un hombre de Marte, uno de esos alienígenas verdosos, pero también dichosos porque no existen. En Dublín, no obstante, me sentí más exhibido que despreciado pues por primera vez mi cuerpo no fue objeto de mofa y en consecuencia no hube de aguantar la befa de alguno de mis seres queridos: “Tendrás la muerte del loro, pues acabarás clavándote la nariz en el pecho” y frases semejantes que tanto hirieron a escondidas mi alma; pero evitemos ahora ese pasado, pues nunca viene a cuento. He regresado a París varias veces y la ciudad guarda para mí un secreto permanente, que espero descubrir algún día y semejante anhelo me lleva a mirar y remirar con frecuencia el plano de Turgot, aunque, como supe desde pequeño, lo que se va, nunca vuelve: Abraham nunca regresó a Ur.

Hace poco más de un año leí un libro de David Andress que aborda los años duros de París: El Terror. Los años de la guillotina, Barcelona, Edhasa, 2011, una visión tan interesante como sesgadas de los años turbulentos de la Revolución Francesa. No se me ocurrió comentarlo; sin embargo, en estos días de agua y sombras ha caído en mis manos una obra del historiador australiano Peter McPhee, Robespierre. Una vida revolucionaria, Barcelona, Península, 2012.  Por primera vez he leído la obra de un historiador de los antípodas y la experiencia no ha sido desafortunada. Sin duda, Robespierre es un personaje controvertido, pues su nombre se asocia al terror revolucionario, que acabó dando nombre a un período de la Revolución. Denostado por unos, admirado por otros, la vida del político de Arrás parecía reducida a unos pocos años. Pero todo hombre tiene un pasado, que lo ha llevado a su presente: éste es el presupuesto de McPhee para abordar la biografía de Robespierre. Sin embargo, al leer la biografía parece haber olvidado la circunstancia y, sobre todo, el hecho indudable de que las personas cambian y con extrema frecuencia se adaptan a sus circunstancias con el fin no despreciables—recuérdese al abate Seyés—de sobrevivir.

Reconoce el autor que no ha tenido acceso a los borradores de los discursos de El Incorruptible, pues fueron adquiridos demasiado tarde por los Archivos Nacionales de París como para que McPhee pudiese tenerlos en cuenta. Sin embargo, esto no priva de valor ni de interés a una biografía que pretende eliminar las máscaras que el tiempo ha colocado en el rostro de Robespierre; así, McPhee huye de la caricatura que presenta al abogado de Arrás o bien como un dictador tan fanático como virtuoso o bien como el sacrificado padre de la patria siempre dispuesto a entregar su existencia por el bien de la República; pero precisamente este planteamiento del historiador australiano me parece discutible, pues en la historia la verdad no está en el término medio. Desde luego, mis limitadísimos conocimientos no pueden ofrecer una visión alternativa, pero sí puedo hacer notar que el mito (en un sentido que no acostumbro a usar y que significa directamente lo elaborado por la propaganda) está presente en Una vida revolucionaria, pues el Robespierre que no duerme, que aun enfermo está lleno de preocupación me trae a la memoria la detestable demagogia de la “lucecita del Prado encendida” [1]. En otras palabras, McPhee ha obviado todo lo que podría empañar su retrato de Robespierre. Sin embargo, incluso viendo las cosas así, el libro resulta valioso y aporta una perspectiva novedosa sobre aquel que hizo de la virtud el núcleo de sus primeras intervenciones. De hecho, parece que las poco afortunadas circunstancias de su infancia hicieron, al menos parcialmente, al hombre que llegó a París donde se vio envuelto en una vorágine que él mismo alimentó y que, finalmente, acabó costándole la vida.

Así, pese a esta biografía, que se queda algo corta, sigo contemplando la figura de Maximilien como la de un cátaro republicano. Admito, sin embargo, que Robespierre no quiso conservar sus manos limpias: “¿Queríais revolución sin revolución?”. Dicho de otra manera: toda revolución exige sus víctimas. No deja de ser chocante que el abogado que se opusiera en Arrás a los castigos físicos acabase defendiendo la necesidad de limpiar los estercoleros y justificando algunos linchamientos. McPhee ha visto con justeza cómo Robespierre fue capaz de justificar ideológicamente la violencia revolucionaria, pues también para él acabó el fin justificando los medios. Así, el afán de pureza conlleva con frecuencia el deseo de eliminar toda impureza, pero la vida en sí misma es impura y, por eso, los revolucionarios que no saben dudar (¡y nuestra historia ofrece muchos ejemplos!) acaban haciendo rodar tantas cabezas. Se cuenta que el pobre Danton, poco antes de ser enviado a la guillotina, formuló una pregunta que respondió con sarcástica agudeza: “¿Sabéis por qué a Robespierre le gusta tanto la guillotina? Porque no soporta que ninguna cabeza sobresalga por encima de la suya”. Bien sabido es que Maximilien era bajo, pero también que Danton era un tipo más bien corpulento… Si Cronos devora sus hijos, la revolución parece en ocasiones no ser sino un Cronos desquiciado al que nadie es capaz de embridar.

El libro de McPhee tiene el mérito de devolvernos al hombre de Arrás por encima de las mistificaciones y aunque el lector pueda pensar que el australiano se ha colocado con nitidez en el bando de El Incorruptible, no por eso dejará de admitir su valor y la ocasión de repensar a una de las figuras más discutidas de los últimos siglos.

Shalom.

[1] Demagogia que años más tarde recuperaría la propaganda del primer presidente socialista de la Monarquía Constitucional. Es el paternalismo que se traslucía en las palabras del Primer Ministro Chino cuando decía que su primera preocupación al levantarse era pensar cómo dar de comer a mil millones de personas. Aquí cabría recordar la crítica freudiana a la religión sustituida ahora por la política.

lunes, 22 de octubre de 2012

Patrick Modiano y Pascal Quignard


DOS FRANCESES
Dos mundos: espacio y tiempo


Salgo del puerto de una complicada sinusitis con temor y temblor, porque los dolores de cabeza han sido tumbativos [1], insoportables los de los ojos,  y sus tambores de guerra resuenan aún en éstos y en aquella. No sabía si escribir ya, porque siempre que me he puesto enfermo leyendo algún libro, he acabado por cogerle manía; la primera vez me sucedió con la obra de Ramón J. Sender, En la vida de Ignacio Morell, que fue Premio Planeta, y de la que sólo alcanzo a recordar una escena de marionetas. Los ecos desaconsejan aventurarse hacia las tierras de escritura, porque no sólo se hará un poco a regañadientes, sino, sobre todo, mal y con poco provecho propio, pues los días de nublos empañan la necesaria capacidad crítica. Sin embargo, aunque estoy en puerto, hay una diferencia fundamental: me encuentro frente a la mar, estoy en la bocana con la proa a punto de salir del puerto. Las otras veces fue al revés, así que el riesgo, supongo, es menor.



He hablado de estos dos autores en otro momento, y de los dos lo hice desde la admiración. Hace poco he leído los libros de los que hoy quiero hablar: Patrick Modiano, Barrio perdido, Barcelona, Cabaret Voltaire, 2012 (traducción fantástica de Adoración Elvira Rodríguez); Pascal Quignard, Las solidaridades misteriosas, Barcelona, Galaxia de Gutenberg-Círculo de Lectores, 2012 (traducción de Ignacio Vidal-Folch). Del primero tengo pendiente la lectura de Flores de ruina y Perro de primavera, que se han editado en un solo volumen, pero ya me he referido a la mala suerte, que me ha enviado una sinusitis y, claro, no quiero arriesgarme a tomar manía a un autor que se cuenta entre mis predilectos.






Barrio perdido expresa los temas, modelos y modos de escritura de Modiano; es una anticipación de lo que vendrá después, pues la obra francesa se editó en 1984, pero también una reiteración, porque para entonces Modiano ya había publicado Villa triste, Los bulevares periféricos… En todos los casos nos encontramos, me parece, con personajes que se han quedado al margen de la historia y que, si han entrado otra vez en ella, ha sido al precio de cambiar su identidad como en el caso de Ambrose Guise, protagonista de Barrio perdido si es que acaso nos es permitido hablar de un protagonista al margen de París, pues Modiano hace de la Ciudad de la Luz el centro y eje de la novela de modo que podemos usar la obra casi como un libro guía. Quien conozca bien París no tendrá dificultad en reconocer la mayoría de los lugares e incluso podrá verse paseando por ellos: por la Place de l’Alma, el Palais de Tokyo, la Av. Rodin, el Carrusel… Pero este mapa no es pura geografía, sino más bien temporalidad, pues el París que recorre Guise es el fantasmal recuerdo de Dekker: se busca en la geografía lo que fue, la juventud perdida, si se prefiere decir así; la identidad a la que se renunció por un turbión nunca aclarado que hiere la memoria feble incapaz de poner orden en lo que fue. Podría decirse que ahora vemos lo que fue como a través de un cristal empañado y tal vez por fidelidad a eso el autor se niega a reconstruir al milímetro el ayer. Ahí están los nombres, las sombras que sobreviven malviviendo en un tiempo que no les pertenece. ¿Quién es en realidad Guisa? ¿Acaso es Dekker? La identidad perdida, ese dar vueltas característico de Modiano, enjaulado en una nostalgia creativa, aparece en cada rincón de la novela, porque no sólo es el protagonista, sino todos los que le acompañan desde el pasado, pues el presente—que tantas veces hacemos el momento decisivo—se desdibuja con la precisión de un rostro en el vaho de un cristal a través del cual podemos contemplar el desconsuelo de lo que fuimos, pues, escribe Modiano, si bien es cierto que la felicidad estuvo en la punta de los dedos, en aquella esquina en la que esperamos a nuestra amada, también es verdad que desapareció en la corriente del tiempo, gran escultor que todo lo borra para volver a tallar lo efímero. Barrio perdido es, sin duda, más de lo mismo; pero es Modiano y merece la pena adentrarse en sus doscientas páginas [2] no sólo porque la novela se lee con placer y de un tirón, sino porque la extrañeza con que el francés se sitúa ante el tiempo esconde una pregunta para cada uno de nosotros.






Debo decir que la segunda novela, Las solidaridades misteriosas, me ha parecido magistral salvo, es evidente, por la portada de la edición española que era todo menos una invitación a leerla. Una vez concluida la novela este pensamiento se afianzó. Debo decir también, si se me permite, que la traducción es correcta, pero que se han colado algunas incongruencias [3]. Si Barrio perdido nos sitúa en el ámbito del tiempo, Las solidaridades misteriosas lo hace en el del espacio, pues Quignard—en una línea que recuerda sin duda a Michon, a Duras y a otros autores franceses—nos hace ver que el espacio es también un gran escultor y que, pese a las apariencias, es capaz de esculpir el tiempo e incluso de suspenderlo. Los protagonistas, por decirlo así, se hacen en el espacio en que habitan: Claire, la traductora, es una con el paisaje salvaje de las costas normadas hasta tal punto de fundirse poéticamente con él, pues de manera magistral Quignard nos ofrece descripciones del paisaje que en realidad lo son de los personajes. Con un aliento poético maravilloso—la primera descripción de Claire, por ejemplo—y una escritura tallada con una frialdad no carente de espíritu, el autor nos lleva a ninguna parte, porque el tiempo es algo que ha sido suspendido. Cierto que aparece el mundo como tiempo en la crisis económica, en los personajes que llegan de París o acaban en el hospital, pero ese tiempo es sólo el escenario donde trascurre el espacio, si se me permite hablar así. El título refleja a la perfección esto: las personas estamos hechas de espacio, allí donde habitan nuestros recuerdos, pues éste es lo permanente. Claire es capaz de regresar a su infancia—a su amor imposible, al piano, a su hermano—merced al espacio que la constituye. La novela contiene—no como reflexión teórica, sino habitando el espacio que construye—una profunda reflexión teológica, yo diría que de honda raíz cristiana. Quizás sea una teología nostálgica. No me refiero sólo a la relación de Paul, el hermano de Claire, con Jean, sacerdote—una relación abordada con exquisita delicadeza y comprensión merecedora de mi sincera admiración—, sino sobre todo a esa búsqueda de una lugar sagrado, el espacio donde pueda irrumpir el sentido; a veces asoma en la capilla abandonada, a veces en la soledad de la landa o en el color de la mar, presente y esquiva. Así, el modo de Quignard de situarse ante el espacio esconde también una pregunta para cada uno de nosotros.



Reconozco que la novela de Quignard, cuya estructura descoyuntada la hace aún más interesante, me atrapó con mayor intensidad y emoción que la de Modiano. Tal vez es mi mundo. Sin embargo, cualquiera que se acerque a una de estas novelas, mejor a las dos, no sólo sentirá la emoción física de la lectura, sino que aprenderá, pues tiempo y espacio no son sino las preguntas en las que habitamos.

J'ai fait un lapsus en disant « ce soir, je vais voir Patrick Modiano » au lieu de Pascal Quignard... Existe-t-il un pont entre Modiano et Quignard ?



Peut-être que moi et Modiano avons en commun l'art de la paix ou l'ombre d'une guerre avec cette ville du Havre détruite par la Seconde Guerre mondiale puis reconstruite.



Como esto no ha salido bien, no olviden culpar a mi sinusitis; pero ella ¿es yo?

Shalom.

[1] Palabra (no es ningún palabro) construida sobre el modelo de turbativo. Me parece magnífica y se la escuché por primera vez hace muchos años al padre Antonio García del Moral.

[2] Alguien algún día tendrá a bien explicarme el precio de los libros. Cierto que el papel que se ha usado para Barrio perdido es bueno, pero eso no basta para entender el precio del libro. El mismo librero tuvo a bien vendérmelo me hizo notar el asunto, porque él tampoco comprendía. En fin, la soledad acompañada es menos soledad.

[3] Como esa mesita de hierro tratada como un objeto volante no identificado pues se encuentra posada. Quizás el original francés use el verbo poser, pero ¿no hubiese sido menos chocante traducir sencillamente por “situada”?

jueves, 18 de octubre de 2012

Antony Flew (y Richard Swinburne)


¿QUÉ HARÍA UN ANALFABETO CON UNA BIBLIOTECA?




En el comienzo de mi acercamiento a la Teología está, no tengo dudas al respecto, la exégesis bíblica y, especialmente, la del Tanak (Antiguo Testamento) porque la Historia Antigua de Israel comenzó a apasionarme a los dieciséis años (entonces, no vayan ustedes a creer, no era una edad muy temprana). Ha hablado en otras ocasiones del padre Roland de Vaux, Martin Noth, Bright, Albright y, como suele decirse, toda la pesca. La reconstrucción arqueológica del pasado me sigue pareciendo arrebatadora; por ejemplo, las disputas en torno a la (imposible) anfictionía israelita son un modelo de capacidad crítica, aunque ahora los nuevos historiadores (pienso en el italiano Liverani, pero también el exégeta Ska) hayan echado por tierra muchas de las construcciones que se hicieron en los años cincuenta y sesenta. Junto a la exégesis se fue abriendo camino, no de manera insospechada, la filosofía, porque ya en COU me sedujo no sólo el profesor de la asignatura, que me hizo pasar ratos inolvidables, sino aquel austríaco tan personalísimo al que conocemos por Ludwig Wittgenstein. Lo primero que leí de él fue una selección que se había publicado en Alianza; el libro, aún lo tengo por ahí, mostrada el rostro permanentemente espantado y maravillado de Wittgenstein, que miraba hacia ninguna parte con los brazos caídos. ¿Quién no ha oído el famoso dictum “"Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen” (“de lo que no se puede hablar, debe callarse”)? Un tiempo después leí en Adorno que no había escuchado sentencia más antifilosófica, pues precisamente la filosofía tiene como misión llevar al lenguaje lo indecible. Más tarde llegaría la alegre compañía, me refiero al amigo Hegel cuya lectura me dio tantas satisfacciones precisamente por el esfuerzo que me supuso (aquel viejo El concepto de Religión editado por FCE). Por una parte, yo estaba familiarizado con el mundo bíblico en el que me sentía como en mi casa; por otra, la filosofía (y la teología fundamental, claro está, aunque de esto no fui consciente hasta más tarde. El hecho es que siempre me he considerado teólogo) tiraban de mí hacia este mundo y el ateísmo no me parecía tanto un reto cuanto una cuestión que merecía la pena ser pensada porque podía purificar los conceptos de Dios (para hacernos llegar a Dios), porque era una posibilidad real y por la dignidad de aquellos que lo pensaron. Siempre defendía la necesidad de una lectura teológica del ateísmo. Confieso que L. Feruebach nunca me impresionó, porque su argumentación me parecía—lo diré con palabras del divertido polaco Kolakowski—aventurera. Nunca he acabado de comprender el peso de la acusación de antropomorfismo, pues evidente (Pero Grullo nos los enseñó) que los hombres piensan al modo humano y, consecuentemente, proyectan su subjetividad en todo lo real no pudiendo ser esa proyección un argumento en contra de la existencia de lo real, sino una invitación a la precaución en nuestro acercamiento a la realidad. Confieso que La esencia del cristianismo  me parece un maravilloso ejemplo de quehacer teológico. La crítica de Marx me parecía, a mis dieciocho años, verdadera si se la contextualizaba históricamente, pero en ella no veía yo (y nadie con sentido común lo hará) una crítica a la idea de Dios, sino a la religión en cuanto organización institucionalizada. Para colmo, las prognosis de Marx resultaron equivocadas (pues, entre otras cosas, el proceso de secularización no parece compatible con la necesidad de mantener la religión como forma de alienación). Nietzsche siempre estuvo ahí, desde mi primera lectura de El Anticristo del que memoricé párrafos enteros; admito sin rubor que no me parece digno de pensar hoy un concepto de Dios que no haya atravesado el fértil desierto nietzscheano; al fin y al cabo siempre he creído que Nietzsche fue cristiano de otro modo y que será emocionante hablar con él. Freud me hizo reír muchas veces, aunque reconozco la profundidad de muchos de sus análisis (pero la tesis del origen de la religión por el sentimiento de culpa provocado por el asesinato primordial del padre de la primera horda humana es tan graciosa como incoherente). A Sartre nunca lo tragué, y no sólo por su comportamiento con Camus, que me mordió con fuerza y me condujo directamente a los brazos de Dostoiesky, quien después de leer a Hegel en Siberia rompió a llorar e imaginó a Aliocha. Sin embargo, por el camino se me había cruzado el Círculo de Viena y el positivismo lógico; respiré con Popper, y de esta manera llegué a lo que sí supone un interesante reto (pues así estaba planteado): el desafío lanzado por el sagaz A. Flew en su reutilización de la parábola de Widsom (que, para hacer más entretenidas las cosas, era psicoanalista). Ese camino me llevó a Hare, Plantinga, Hick, Mitchell, Allen, McPherson, Swinburne y otros muchos cuyos nombres se han ido borrando de mi memoria con el tiempo. Entendía yo que al desafío de Flew había que plantarle cara en su propio terreno; en pocas palabras, se busca de acuerdo con lo que se quiere encontrar por lo que la argumentación me parecía (y aún creo que lo es) circular: presuponía precisamente lo que pretendía demostrar. Me sentía sin duda más cerca de Wittgenstein (tan pascaliano) que a Plantinga y sus turps de sufrimiento. El Dios de muchos teístas me parecía, precisamente, Dios y no Dios. Y como siempre he recordado el memorando de Pascal sobre el Dios de Abraham, me parecía que el ateísmo podía servir—y sirve de hecho—para estar más humildes ante nuestro Dios (y esto, conste, sin que nunca haya abjurado de la razón, sino precisamente porque la respeto enormemente. Lo que algunos llaman el sacrificum intellectus me parece directamente abominable y blasfemo. Y si con las palabras se quiere decir otra cosa, ¡por favor!, cambiad las palabras). Aún recuerdo a mi profesor de Metafísica I argumentando contra Pascal de modo tan convincente como ineficaz. Con los años estas inquietudes, o entretenimientos si se prefiere, se fueron desdibujando y mi atención intelectual (aunque parezca dudoso el hecho de que alguien como yo pueda tener tal cosa) pasó a un problema que no me ha abandonado nunca: la irrelevancia actual de la idea de Dios. He dedicado muchas horas de mi vida a pensar este problema en muchas de sus vertientes. Y aún las dedico. Adorno y Horkheimer me enseñaron una senda que tal vez, sin que yo fuera consciente, apuntó Heidegger; éste me condujo a los franceses, especialmente a Levinas (cuyas Lecturas talmúdicas me siguen pareciendo imprescindibles), a los hermeneutas y a otra mucha gente entre la que debo señalar especialmente a M. Henry. De vez en cuando me llegaban los ecos de la antigua polémica suscitada por Flew y caían en mis manos algunos libros, que leía pero ya sin la pasión de mis primeros años. Ciertamente, muy pronto fui consciente de que en nuestra sociedad no tiene cabida la fe, que vive en las grietas, pero tampoco el ateísmo sensato. Es la sociedad del fácil agnosticismo (tan feble como la defensa que hizo de él en un librito que no pasará a la historia el Viejo Profesor, la Víbora con gafas, como lo bautizó Alfonso Guerra). Por eso llamó mi atención el surgimiento de lo que se ha dado en llamar nuevo ateísmo: ¿era posible en la situación de principios del milenio un debate? Leí el libro de Dawkins (se han vendido millones de ejemplares), pero no encontré ningún argumento relevante, sino la consabida denuncia de los males de la religión. Lo diré con palabras duras: tuve la impresión de que era un insulto a la inteligencia. Nadie negará que la religión, como toda realidad tocada por los seres humanos, sea ambigua; pero el problema, me temo, no está ahí. El fundamentalismo cristiano (me horroriza esta expresión) es nefasto y nefando: quien niegue la evolución. niega un hecho y es, perdón por la dureza, estúpido, aunque ya sabía san Agustín que el número de los estúpidos era incontable; también lo es el fundamentalismo de los que se niegan a discutir (y que tienen, de hecho, unos conocimientos muy limitados de filosofía y teología). El famoso libro de Hitchens es una brillante exposición de los prejuicios del autor; si uno quisiera rechazar el ateísmo invocando a Stalin, yo desde luego no me lo tomaría en serio. Por eso no me puedo tomar en serio ese best seller (para colmo, el autor es un periodista y ya sabemos qué se puede esperar de éstos).

Y he aquí que suceden novedades. Hace poco tiempo llegó a mis manos la obra de Richard Swinburne, ¿Hay un Dios?, Salamanca, Sígueme, 2012. Le leí con atención; me pareció interesante y una demostración de cómo reformular viejos argumentos (en realidad, Swinburne insiste una y otra vez en el carácter teleológico de lo real y eso, no cabe duda, es interesante). Me quedaron reservas, pues no comparto su identificación entre el dios de las tres grandes religiones monoteístas. No creo que Dios sea Dios, dicho sea con todo respeto. Sin duda, las fes judía y cristiana se dan la mano en el acercamiento a Dios, pero considero que la fe musulmana es otra cosa. Mi respecto por Dostoiesky, pero también por Camus, Nietzsche y otros me impulsan a pensar que en buena medida el Dios del teísta Swinburne no es Dios (él me rebatiría, sin duda, con una reducción al absurdo, pero el argumento resultaría ineficaz porque ahí no me muevo en el plano de la lógica vacía). Y ayer llegó a mis manos un libro que nunca imaginé ver: Antony Flew, Dios existe, Madrid, Trotta, 2012. Ya sabía que el filósofo londinense había cambiado de opinión. Aún recuerdo el revuelo que se formó y algunos comentarios despectivos. Sin embargo, que el ateo más reconocido del siglo XX cambiase de opinión dice mucho de su integridad intelectual y, a la vez, denuncia la estupidez y el resentimiento, ¡ay, amigo Nietzsche!,  de los que buscaron en su cambio de opinión razones espurias. Sin duda, lo mejor de Dios existe es la primera parte: en ella Flew narra de manera amena su negación de lo divino. Los argumentos que ofrece en la segunda parte merecen, por lo menos, ser sopesados; pero me asaltan las mismas dudas que con la obra de Swinburne. Pero debe subrayarse que ambos se han tomado el trabajo de pensar, que no falsean los datos ni citan a los científicos falsificándolos (como hizo Dawkins, y que conste contra él). Flew ha procedido con una admirable honestidad intelectual, porque no ha renunciado a la razón (a la que nunca se debe renunciar). Sólo por eso merece la pena leer Dios existe; pero además quien venga de donde yo, pasará un rato formidable, y lleno de recuerdos, con la agilidad mental de uno que—ésa es mi esperanza—ya estaré en plena discusión con Hume y su negativa a admitir el principio de causalidad.

Shalom.

[Por cierto, el título recoge una nueva parábola de Flew quien, dicho sea de paso, es bastante bueno en eso de las parábolas filosóficas: da que pensar]



viernes, 12 de octubre de 2012

Jonathan Safran Foer, 2


AULLIDO EN LA MEMORIA
Comer animales, dos
En memoria de Viejo.



            El libro de Safran impresiona a quien no haya visto o leído nada sobre el trato que damos a los animales con los que nos alimentamos. Sólo por el impacto que causa es ya recomendable su lectura. Desde hace muchos años conocía yo las miserables condiciones en que se crían las gallinas ponedoras y los pollos que vemos en los supermercados. En tiempos había una expresión sobre el aspecto de estos animales: “Tienes más mala cara que un pollo de Simago”. De color blanquecino, cuando no gris, pensábamos en su mal aspecto, pero nunca en los sufrimientos que había padecido el animal hasta llegar a la línea del supermercado. En la Red se pueden ver sobre el asunto muchos vídeos de la misma manera que es posible hallar vídeos sobre el maltrato a los animales en las granjas; curiosamente, en muchos se solicita la confirmación de la mayoría de edad para el visionado, pues contienen impías escenas de violencia. Quizás todo esto también lo sabía; pero, como dije en la entrada anterior, ha sido sólo con ocasión del libro Comer animales cuando me he detenido a pensarlo un poco. Ciertamente, las granjas europeas no son las gringas, pues allí la agricultura y la ganadería han sufrido un proceso de industrialización imparable en el que priman exclusivamente los beneficios. En Europa y en otras regiones del mundo la situación parece que podría ser diferente, ya que en ellas priman sólo los beneficios. Como entiende cualquiera, la diferencia es muy notable. Por la información que he recabado hasta el presente, parece verdad que en Europa la legislación es menos permisiva que en el País Sigla. Sin embargo, el Viejo Continente (tan extraño que ni siquiera es realmente un continente) es una isla en nuestro mundo. No deseo pensar hoy cómo serán las granjas en China o en otros países de crecimiento acelerado. Se me dirá que todo el mundo tiene derecho a comer. Estoy dispuesto a defender esta verdad, pues desde muy joven he estado convencido de que la injusticia impera en el reparto mundial de alimentos (no me hizo falta descubrir el año de COU el problema de los monocultivos en África, aunque ayudó). Sin embargo, eso no significa que tengamos derecho a consumir animales. Puedo decir que más bien que inclino al lado exactamente opuesto: no tenemos derecho y estoy dispuesto a defenderlo con argumentos incluso teológicos (que son los de mayor peso, conste).

Debo al libro plantearme por primera vez con seriedad la posibilidad de hacerme vegetariano (ciertamente, de muy joven la lectura de Todos los hombres son hermanos, de Gandhi, me llevó a pensar en la posibilidad, pero había otras urgencias). Sin duda, jamás hubiese comido a ninguno de mis animales. Aquí llega, empero, la voz del que busca la excepción: “¿Ni en caso de extrema necesidad?” Bastará que recuerde que en quinto de bachillerato leí Viven y admiré el coraje de los supervivientes del accidente de Los Andes. Sin embargo, a diferencia de mi admirado Gandhi, inveterado vegetariano y defensor de todas las criaturas, no creo que hombres y animales seamos iguales: siempre elegiré salvar a una persona antes que a un animal, pero preferiría no verme nunca en esa tesitura. De todos modos esta diferencia, pienso, no nos autoriza a sacrificar animales ni a poner toda la naturaleza en función de nuestras supuestas necesidades alimenticias. Y todo esto sin entrar, porque sería excesivamente largo y triste, en las consecuencias ecológicas (¡para nosotros también!) del actual sistema productivo agropecuario.

En toda discusión hay grados y confieso sin pudor que cualquier fanatismo me pone enfermo, incluso el de aquellos que pretenden instaurar una racionalidad absoluta. Es una evidencia, por lo menos, que no necesitamos consumir tanta carne, huevos y leche; por lo tanto, parece un grave error la estrategia del capitalismo de reconvertir el sistema agropecuario en su totalidad en un sistema para la obtención masiva de beneficios económicos. Como siempre, el capitalismo causa los problemas y no forma parte de la solución. Ésta sea tal vez la objeción más objetiva que se le puede hacer al libro de J. Safran: parece no entender que un cambio radical en la dieta implica no sólo muchos factores sociales, sino un cambio de paradigma económico. Sin embargo, como nunca he pensado que el capitalismo fuese bueno (y, sí, amigos, uso un término moral para criticar a un sistema económico, pues no soy de aquellos que creen que las leyes económicas se asemejan a las layes de la naturaleza). Hay sábados en los que, poniendo un poco de orden en la casa, escucho en la radio programas dedicados a la agricultura y a la ganadería, y no deja de sorprenderme, incluso de provocarme espanto, la noticia de que el trigo, la cebada, la soja, pero también el simpático cerdo, la amable vaca, la inocente ternera… cotizan en bolsa de manera que el precio de los productos agropecuarios está en función de eso que se da en llamar leyes de mercado (y habría que clarificar qué se entiende ahí por ley) y no de las necesidades de alimentación de la población. Se abalanzan sobre mi débil memoria unos versillos de una canción de Godspell:

Han racionado el agua,
han secuestrado el Sol.
Los ricos tienen todo,
menos nuestro dolor.
Lo dice el Cielo,
lo dice el mar:
tanta injusticia ha de acabar.
¡Cese el dolor!
¡Venga la paz!
Salva a tu pueblo.

Y es evidente para quien tenga sensibilidad humana: el trato que damos a los animales es una flagrante injusticia. Y prefiero alinearme con los ingenuos que coleccionan estampitas de san Francisco o de san Antonio cuidando animales que con quienes se sitúan enfrente. ¡Bendita ingenuidad que pretende eliminar el dolor de nuestro mundo!

No es justo tratar a los animales como una inversión. Las granjas tradicionales, tal como Safran las refleja en su libro, daban a los animales un trato diferente de las granjas industriales; pero ha sucedido que, primero en el País Sigla y después en todos sus imitadores, las granjas tradicionales han ido desapareciendo al no poder competir con las industrias que, incluso con un margen menor de beneficios, obtienen mayores ganancias a la aplicación de  criterios de beneficio puro y duro. Si el futuro es el capitalismo, entonces todo ser vivo (incluyendo esa curiosa especie que adjetivamos como humana) será puesto en función de las necesidades del beneficio de las minorías que controlan el poder económico (es lo que ellos llaman “mercado” escudándose de manera permanente en el anonimato del “se”. Curioso que aquí coincidan Horkheimer, Adorno y el poeta frustrado, Heidegger). El condicional, por fortuna, no es necesariamente cierto; mas eso implica que no podemos quedarnos con los brazos cruzados y que, como en el caso del agua, nosotros debemos estar dispuestos por pagar más por nuestra alimentación, pues el mundo, tal como lo hemos está, es injusto. Sin embargo, la estrategia de los defensores del capitalismo es anular la posibilidad de un juicio moral no sólo sobre las consecuencias de ésta, sino sobre el sistema mismo. El fin de la historia llegó también para los defensores tradicionales del progreso, pero, gracias a Dios, no por eso se ha acabado la historia.

Reconozco que las dificultades que plantea la reconversión de la dieta son inmensas, aunque podríamos probar a sabotear a KFC, empresa que, para más inri ocupó el la Heroica Ciudad el lugar del café Los Tres Reyes Magos. Posiblemente, un buen capitalista (pongamos por caso, el amo del Santander o el presidente del País Sigla: es preciso ponerle rostro al mercado) hubiese sacado más rendimiento al oro, incienso y mirra que los tres magos depositaron ante la fragilidad infinita en Belén. Mejor no pensar lo que hubiesen hecho con los animales… pues frente a la demagogia del mercado (¿qué es la publicidad?) sólo nos cabe a veces invocar otra retórica, más humana, que toque nuestros sentimientos: los hombres de Lascaux o de Altamira no hubiesen querido alimentarse en nuestras mesas. Podemos ir, por lo tanto, dando pequeños pasos en la dirección correcta, que es la del respeto a los animales: asegurarnos de la procedencia de nuestra leche, de los huevos, por ejemplo, o renunciar a los pescados cuya captura provoca la muerte de otros millones de seres vivos; solicitar en los restaurantes (en los cuales resultaría de lo contrario prácticamente imposible comer [1]) no sólo la procedencia de los productos, sino menús vegetarianos.

El libro de Safran provoca a veces una cierta perplejidad no por el tono de fondo, sino por ciertas argumentaciones. Dice que la naturaleza no es cruel; pero eso parece suponer que el ser humano es algo más que naturaleza (y yo estaría básicamente de acuerdo pese a las discrepancias terminológicas). De manera semejante, conjura el mal como algo subjetivo (en función de la conciencia, que vendría, en una paradoja, a ser el origen último del mal), sin darse cuenta de que así se desarma la permanente resistencia contra el mal… Podrían ser dichas más cosas, pero esto no cambiaría el fondo. Ha llegado el tiempo—el Mesías ya ha venido—en que debemos conseguir que el oso y la vaca pazcan juntos porque nos alimentaremos de toda semilla y toda fruta que los árboles produzcan sobre la faz de la Tierra.

Shalom.

[1] En la tierra de los germanos, por cierto, han negado desde una sabiduría coquinaria que deberíamos seguir, el nombre de “restaurante” a todas esas cadenas de alimentación rápida (aún recuerdo cómo me echaron en Dublín hacen muchos años después de haberme obligado a tomar asiento con unos desconocidos) de origen gringo. Puedo decir, de paso, que desde luego las patatas no están hechas con aceita de oliva, y puede probarse a comprar una hamburguesa y dejarla unas horas: adquiere una espeluznante apariencia plástica.