domingo, 12 de enero de 2014

Chil Rajchman

TESTIGO


            Muchas cosas y muy diferentes han pasado desde la última vez que escribí en esta gacetilla; entre ellas, otro año. Sin duda, el tiempo no vuelve y nuestra experiencia, la de los hombres que hemos nacido donde se pone el Sol, es ésa: la línea del tiempo no se curva, al menos no se curva lo suficiente como para acabar formando un círculo. No hay gran año, no hay Santana Dharma, orden eterno; por fortuna, este orden—el autor del Cuarto Evangelio diría tal vez ἐκεῖνος κόσμος—es pasajero. Sin duda, semejante visión encierra algo de melancolía y se acompasa mal con la nostalgia, pues el hogar queda remitido al futuro. Pero, cañas pensantes como somos, es verdad que también somos la memoria de donde venimos. No obstante, quien comete el error de acercarse a esta gacetilla no espera reflexiones como éstas, pues viendo que se trata de libros, supone tal vez algo de sensatez; maguer también se trata de vida y ésta, por muchas bridas que le pongamos, fluye llena de sorpresas, pues nunca sabemos lo que se encuentra detrás de la próxima curva del camino (y hago esta afirmación con solemne respeto a quienes se creen capaces de recordar su futuro). Una vez más, lo admito, he tardado en escribir; me encantaría poseer el descaro de Wilde a quien, preguntado en qué había empleado toda la mañana, enumeró de forma exhaustiva todas las tareas completas hasta el mediodía: “Cuando me levanté puse una coma, pero al final de la mañana decidí quitarla” (e se non è vero, è ben trovato) de donde se deduce no tanto la cantidad del esfuerzo cuanto la calidad del mismo y, sobre todo, la hora en que se levantaba de la cama el autor dublinés.

            Durante este tiempo he estado leyendo bastante; deseaba, y aún lo hago, dar con un ensayo capaz de entusiasmarme (no sé el próximo de Luciano Canfora o quizás el de Richard Sennet lo conseguirán), porque algunos de los que han pasado por mis manos se me han hecho cuesta arriba. Ciertamente no es el caso de los Escritos inéditos (volumen I) de Levinas, que ha publicado recientemente Trotta: no se trata de un ensayo. Ni el de otra obra de Carl Schmitt, Teoría del partisano. Acotación al concepto de lo político, que ha publicado la misma editorial; pues no es un ensayo nuevo, porque la obra tiene mis años. Esta observación me lleva a preguntarme qué obras de nuestra época serán leídas dentro de doscientos años. Nosotros aún leemos con gusto las Memorias de ultratumba… Claro que visto el título de uno de los actuales éxitos editoriales, Yo fui a EGB, dudo mucho que dentro de doscientos años los autores de hoy tengan muchos lectores, pues los descendientes de quienes han tenido la desgracia de cursar la ESO (ya el horripilante nombre parece un programa para la barbarie) acabarán escribiendo otro libro, Llo fuy  al heso, y no serán capaces de entender la alta complejidad del español de principios del siglo XXI. Lamentable esta decadencia del analfabetismo. Sí, he leído bastante; algunos libros y otros malos: de éstos no hablaré, porque quizás sea mejor dejarlos en el olvido.


            Schnell! Scheneller! Schnell! Schnell! Se trata de un grito más cercano al latigazo que a la palabra humana, porque la lengua de los hombres también puede pervertirse. He leído numerosos testimonios de la Shoá y libros que intentan—un poco en vano—razonar sobre las causas de una absoluta falta de razón. Ahora me asalta un recuerdo de principios de los años setenta: “el Prieto” (que nos repetía siempre la misma anécdota sin que perdiese su gracia)  nos daba Historia en tercero de bachillerato y fue él quien me abrió las puertas de una disciplina que acabaría fascinándome: quizás fue la primera vez que en verdad disfruté intelectualmente (como puede hacerlo un niño de doce años); pero en cuarto, con el cura José Antonio, “el Orejas” (un buen mote no está reñido con el respeto: sólo a los estúpidos se les ocurriría semejante desatino), la Historia me entusiasmó. Me dio entonces por leer una y otra vez el Atlas histórico mundial  de Kinder e Higermann, publicado por Istmo, y que por entonces ya mantenía las tapas pegadas gracias a dos cintas de esparadrapo. El nombre de una cultura me sobrecogió y recuerdo con nitidez las resonancias sombrías en mi mente infantil, aunque nunca he sabido bien por qué: quizás ya hubiese escuchado alguna conversación sobre otros campos… La cultura de los campos de urnas, al final del Bronce, en Europa Central, en la misma región que los otros campos: incineración y enterramientos en urnas. Quizás en esa época Homero ya cantaba al divino Aquiles y el rey David imploraba la misericordia de un Dios al que había traicionado. He leído de un tirón sin poder soltarlo el testimonio de Chil Rajchman, Treblinka, Barcelona, Seix-Barral, 2014, con un epílogo de Vasili Grossman. Es un libro inexcusable, pues lejos de reflexionar o hacer memoria, los recuerdos de Rajchman nos gritan: Schnell! Nos golpean en cada página haciéndonos sentir. No quiero caer en lugares comunes, pero sí me atrevo a decir que se trata de un testimonio distinto que no busca sino describir la experiencia con la que el autor se encontró en Treblinka. Y esto es lo aterrador, pues la memoria no nos concede un respiro.

           
A finales de 1942, cuando la máquina de guerra nazi parecía imparable y los asesinos se creían con las manos del todo libres, Chil Rajchman y su hermana fueron deportados a Treblinka, aunque por unos días pudieron creer que eran transportados a las tierras de labor ucranianas para trabajar como campesinos. Desde su llegada todo fue rápido, sin dejar posibilidad alguna de pensar: la hermana es eliminada de inmediato en la cámara de gas mientras que él consigue salvar la vida (si es que esta expresión tiene algún sentido en semejante contexto) realizando diversos trabajos: peluquero, dentistas, transportador de cadáveres… Durante la rebelión de agosto de 1943, diez meses después de ingresar en el campo, Rajchman consigue escapar y, escondido por un amigo en Varsovia, escribe su historia. Estas memorias proceden, pues, del año 1944, pero sólo han visto la luz después de la muerte de su autor, quien ordenó en su testamento que a su muerte viera la luz su testimonio sobre Treblinka. ¿Por qué esperar? Toda la tragedia de lo que narra el autor se encierra tal vez en esa pregunta, pues las imágenes atroces lo debieron perseguir toda su vida y en el insomnio vería los rostros de las mujeres a las que cortaba el pelo, las bocas abiertas de aquellos a quienes debía quitar las coronas de oro o los brazos rígidos de los muertos en las cámaras de gas. Lo más estremecedor es que Rajchman no se detiene a hacer observaciones sobre el espanto, sino que deja que las cosas ocurran delante de nosotros y querríamos apartar la mirada, pero no podemos por humanidad. Existe el deber de recordar no sólo para que la barbarie no regrese—y en los últimos tiempos no deja de intentarlo—, sino en honor de las víctimas. Podría seleccionar cualquier párrafo del libro, porque todos son como impactos en el alma. Abro el libro al azar y me encuentro en la página 91:

     Cuando se producía una breve pausa en el trabajo, una vez que terminábamos de limpiar una cámara y la otra todavía no había terminado por completo de gasear a las víctimas, y las personas en su interior aún mostraban signos de vida, o quizás se oían los gritos que salían de allí, las bestias nos obligaban a bailar y a cantar al son de la orquesta integrada por judíos, que estaba junto a nuestro barracón y que tocaban permanentemente.

            He recordado muchas veces el maravillosamente trágico poema de Paul Celan, Fuga de la muerte, y no he podido quitármelo de la cabeza:

Fuga de la muerte

Leche negra del alba la bebemos en la tarde

la bebemos al mediodía y en las mañanas la bebemos en la noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires donde no es estrecho
un hombre vive en la casa y juega con las serpientes que escribe
que escribe a Alemania cuando oscurece tus dorados cabellos Margarita
lo escribe y sale frente a la casa y refulgen las
estrellas y con un silbido llama a sus perros de presa
y silba a sus judíos les hace cavar una tumba en la tierra
nos manda tocad para el baile
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos en la mañana y al mediodía te bebemos en la tarde
bebemos y bebemos
Un hombre vive en la casa y juega con las serpientes que escribe
escribe a Alemania cuando oscurece tus dorados cabellos Margarita
tus cabellos cenicientos Sulamita cavamos una tumba en los aires
donde no es estrecho
Vocifera cavad más profundo en la tierra y vosotros cantad y tocad
coge su arma del cinto y la enarbola sus ojos son azules
hundid más profundo las palas y vosotros seguid tocando para el baile
Leche negra del alba te bebemos en la noche
te bebemos al mediodía y en las mañanas te bebemos en la tarde
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tus cabellos dorados Margarita
tus cabellos cenicientos Sulamita él juega con las serpientes
Vocifera tocad más dulcemente a la muerte la muerte es un maestro
venido de Alemania
vocifera haced sonar más lúgubres los violines y luego subid como
humo en el aire
y tendréis una tumba en las nubes donde no es estrecho
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro venido de Alemania
te bebemos en la tarde y en las mañanas bebemos y bebemos
la muerte es un maestro venido de Alemania su ojo es azul
te acierta con bala de plomo te acierta con precisión
un hombre vive en la casa tus cabellos dorados Margarita
nos lanza sus perros de presa nos da una tumba en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro venido de
Alemania
tus cabellos dorados Margarita
tus cabellos cenicientos Sulamita.



            La muerte es un maestro alemán, pero ¿quién es semejante maestro? Lo dejó dicho Adorno: el imperativo categórico es que Auschwitz no vuelva a producirse. La memoria de Rajchman, rebosante de dolor como un caldero caliente, es también para eso. No se trata, sin embargo, de vivir en el espanto; pero sí de mantenerse como el centinela, alerta, sobre las murallas de Jerusalén.




            Shalom.