lunes, 7 de septiembre de 2009

Poesía. Jan Twardowski



UN POETA POLACO


El sentido religioso





De Jan Jakub Twardowski había oído yo hablar, pero no tenía hasta el presente el pacer de haber leído ningún poemario suyo. Me conformo con la excelente antología que publicado ediciones Rialp: Jan Twardowski, Antología poética (selección, traducción y estudio preliminar de Anna Sobieska y Antonio Benítez Burraco), Madrid, Ed. Rialp, 2009. El autor nació en Varsovia el uno de junio de 1915 y murió el 18 de enero de 2006. Le tocaron, por lo tanto, vivir los años durísimos de Polonia: la invasión alemana, la guerra y el exterminio llevado a cabo tanto por los nazis como por los comunistas (alemanes y rusos respectivamente). No hay que olvidar que Polonia perdió a casi diez millones de sus hijos entre los años 1939 y 1945 (lo que supone la espantosa cifra de cuatro mil quinientos muertos al día: recordemos Auschwitz, pero también Katyn) muchos de los cuales fueron judíos, católicos y, entre éstos, tanto nazis como otros comunistas mostraron especial ensañamiento con los sacerdotes católicos—Polonia era una isla católica entre la luterana Prusia y la ortodoxa Rusia. Twardowski, que se ordenó sacerdote con treinta y cuatro años, en 1948 de sí mismo dijo siempre que era sacerdote, condición de la que se sentía orgulloso.



Los polacos han sufrido en sus carnes a Europa: desde la época napoleónica hasta el final del siglo XX. Recordemos el destierro de Adam Mickiewicz, el poeta de la nación polaca, en 1824, los avatares del siglo XIX (el yugo ruso), la independecia tras la Primera Gran Guerra, la invasión nazi y la comunista; la guerra y el exterminio, la ocupación rusa y el sometimiento durante décadas al poder soviético. En este contexto debemos leer la poesía de Jan Twardowski. Theodor Adorno llegó a decir en uno de sus momentos más oscuros que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie; Ernst Bloch le preguntó en una ocasión al por entonces joven teólogo aleman Jürgen Moltmann cómo se podía rezar después de Auschwitz. . La respuesta que Moltmann le dio a Bloch ha pasado a la historia: “Se puede rezar después de Auschwitz porque en Auschwitz se rezó”. Pues bien, con el poeta polaco Jan Twardowski nos encontramos, gracias a Dios, con una persona que ha escrito poesía y ha rezado después de Auschwitz. De la misma manera, supervivientes de los campos han escrito poesía; pienso ahora en Primo Levi y, aunque no padeció directamente la política concentratoria, en el inmenso Paul Celan. Muchas veces nosotros, presos de momentos oscuros, podemos creer que la barbarie ha ganado la partida—pero Horkheimer y Adorno nos advirtieron que toda política que no contenga teología acaba siendo, al final, un mal arreglo de cuentas. La nostalgia de que el verdugo no triunfe sobre la víctima inocente, así definió Horkheimer su teología.



La poesía de Twardowski está llena de ternura y de humor; es poesía religiosa en el sentido que expresó Dámaso y quería Tillich: ahondar la pregunta por el sentido de la existencia a la vez que uno arriesga una respuesta. En ningún caso de trata de fragmentar la vida como si fuera divisible entre compartimentos (ésa es la política de los agrimensores de la cultura, ciegos que no pueden ver porque se niegan a usar sus ojos). Las experiencias no son compartimentables. Lo esencial, aquello que como decía Saint-Exupéry es invisible a los ojos, no se puede fragmentar a posteriori con el filo embotado de la cuchilla ciega de la razón instrumental. Lo esencial se nos da en la vida como totalidad. Diría que la poesía de Twardowski nos muestra esto: no es poesía de tesis, sino de la vida cotidiana. Se alcanza a Dios en el lenguaje no a través de una especulación abstracta, sino del encuentro con la realidad de cada día y el Eterno no permanece como un objeto manipulable (para poder adorarlo a gusto o para poder negarlo también a gusto), sino como el Misterio fontal de la vida que se nos escapa siempre porque es mayor que nuestra conciencia. Pondré algún ejemplo:



Sentí miedo



Sentí miedo. La vista me falla: ya no seré capaz de leer;
pierdo la memoria: ya no seré capaz de escribir;
temblé como el redil zarandeado por el viento.
Dios Te lo pague, Señor, porque me ofreció su pata
el perro que ni lee libros ni escribe poemas.



¡Oh, Dios!



¡Oh, Dios, a Quien hoy no veo,
pero a quien veré algún día!
Me acerco a Ti como un parado,
me pongo en cola
y Te pido amor como si Te pidiera un pesado trabajo.



Consuelo



No se aflija, señor catedrático,
los zapatos no hacen falta: se muere descalzo;
en el infierno las cosas se han suavizado;
ya no queman a la gente;
sólo a la erudición la cuelgan de los ganchos,
apesadumbrados y con presteza.


Oda a la desesperación



¡Pobre desesperación,
íntegro monstruo!
Aquí te atormentan terriblemente:
los moralistas te ponen la zancadilla,
los ascetas te dan patadas,
los médicos recetan pastillas para que te marches,
te tildan de pecado...
Y sin embargo, sin ti
yo acabaría sonriendo sin parar, como un lechón bajo la lluvia,
caería embelesado cual ternero,
me volvería inhumano,
aterrador como un drama sin actores,
inmaduro frente a la muerte,
solo en mi propia compañía.




Mis conocimientos de polaco no son nulos, porque si fueran así ya sería algo y ni siquiera llegan a la nulidad; por lo tanto, no puedo examinar la calidad de la traducción, aunque me hubiese gustado que al texto castellano se le hubiera dado más ritmo. Quien sepa polaco, consuélese porque esta antología es una edición bilingüe.



Shalom.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Novela. Hiromi Kawakami

UNA HERMOSA HISTORIA DE AMOR


La editorial Acantilado ha hecho muy buenas ediciones de autores centroeuropeos que de otro modo permanecerían desconocidos para los hispanohablantes. En esta ocasión vamos a hablar de un maravilloso libro de una autora japonesa, Hiromi Kawakami , El cielo es azul, la tierra blanca. Una historia de amor, Barcelona, Ed. Acantilado, 2009. Esta obra, que por lo visto ha sido llevada al cine, recibió en Japón el prestigioso premio Tanizaki y es la primera que de la autora se traduce al español.


Hiromi Kawakami, nacida el uno de abril de 1958 en Tokyo, había comenzado a publicar hacia 1980, pero sólo saltó a la fama en 1994 por Kamisama (Dios). Desde entonces se ha convertido en uno de los autores más populares de Japón. Reconozco que la literatura japonesa empezó a interesarme por un autor del que ya he hablado en esta gacetilla, Shûsaku Endô. De la misma manera, leo con interés a los poetas, teólogos y filósofos japoneses (sin se heiddegeriano, conste). La primera lectura que recuerdo, allá por el año 1978, fue la Teología de dolor de Dios (su título japonés, que memoricé, era algo así como Kami no Itami no Shingaku, de Kazoh Kitamori, editado por la salmatina Sígueme y que fue malentendido por buena parte de la crítica), que se adelantó unos años a las teologías europeas; pero claro, uno de los mejores comentarios que he leído sobre el himno de Filipenses se debe a un monje budista japonés, cuya delicadeza y profundidad son impagables. Lo cito con respeto: Keiji Nishitani, La religión y la nada, Madrid, Ed. Siruela, 2003. Como es sensato, me gusta la poesía nipona: hay haikús maravillosos (aunque, lamentablemente, se ha puesto de moda entra algunos autores occidentales pergeñar haikús como si fuesen churros: un poco más de respeto, señores. Por cierto, hago aguda la palabra, porque tiene mejor sonoridad: haikú).


He leído El cielo es azul, la tierra blanca (Sensei no Kaban, en mejor castellano sería: el cielo es azul; la tierra, blanca. Hay que cuidar estas cosas, por favor...) de un tirón y me ha cautivado como pocas novelas que haya leído en los últimos años. Es un relato muy simple y a la vez con una extraña profundidad, pues es capaz de decirnos lo más complicado en un lenguaje del todo simple—algo que, según Sábato, caracteriza a los buenos escritores. Se trata de la historia de un reencuentro o, si se prefiere, una historia de amor (como reza el súbtítulo) o incluso de la historia de dos soledades que se abrazan. El argumento se podría enunciar de muchas maneras.


Tsukiko Omachi, una mujer que bordea los cuarenta años, es encontrada por un antiguo profesor, Harutsuna Matsumoto, que anda por los setenta, en la taberna regentada por Satoru y comienza ahí una relación que irá transformando a los dos protagonistas. El libro narra con extremada delicadeza la historia de esta relación: empieza por ser compañía que alivia el peso de la soledad (el hecho de no beber solo) para acabar transformándose en un amor capaz de superar las barreras de la edad, pero también las de la educación.


Siguiendo una técnica impresionista, por llamarla así, Kawakami nos muestra la transformación que sufren los personajes con una lentitud extrema, con reiteraciones, acercamientos y desecuentros. Unos ejemplos:

“El maestro y yo no nos hablábamos.
“Eso no significa que no nos viéramos. Nos encontrábamos de vez en cuando en la taberna de siempre, pero no nos dirigíamos la palabra. Entrábamos, nos buscábamos con el rabillo del ojo y simulábamos no habernos visto. Yo fingía no conocerlo, y él hacía lo mismo conmigo.
“Todo empezó el día en que en la pizarra donde anunciaban el plato del día apareció escrito: «Hay guisos». Desde entonces había pasado un mes. A veces nos sentábamos de lado en la barra, pero no nos decíamos nada”
(pág. 31).


“Había metido la pata. Un adulto debe evitar palabras que puedan desconcertar a los demás, y nunca debe decir nada de lo que pueda avergonzarse a la mañana siguiente.
Pero ya era tarde. Quizás se me había escapado por la falta de madurez. Yo nunca sería tan adulta como Takashi Kojima.
—Estoy enamorada de usted—repetí, como si quisiera asegurarme la victoria. El maestro me miraba perplejo”
(pág. 136s).


Si algo cabe destacar de El cielo es azul, la tierra blanca es la delicadeza y la ternura con la que la autora describe una relación imposible. Sólo un pero a la edición: me parece que se debe cuidar algo más la sintaxis española, pues a veces se deslizan algunas incorrecciones que podrían haberse evitado—no cuento ahí la reiteración del verbo “enarcar” provocada por la falta de voluntad para los sinónimos. El libro, maravilloso, no defraudará a quien se acerque a devorarla en poco más de dos horas.


Shalom.