sábado, 27 de agosto de 2011

Pierre Bergounioux. Inolvidable

¿UNA VIDA, UN MUNDO O UN SIGLO?
“Escribir contra los que profundizan en las ciencias”


            Se trata, sin duda, de un texto importante, algo semejante a una revelación para quien se acerca sin prejuicios. Me refiero, claro está, al libro de Pierre Bergounioux, Una habitación en Holanda, Barcelona, Minúscula, 2011, al que ya me había referido con aviesas intenciones en la entrega anterior de esta humilde gacetilla. Sin embargo, no hay tanta diferencia con Los Once y el estilo, conciso y lleno de elisiones, nos seduce. Empleo el plural porque me parece que Bergounioux lo merece. Sin embargo, el contenido… porque el señor Descartes, René Descartes, tiene todos los visos de haber dado origen a los agrimensores si no fue él mismo el primero; el mérito, no obstante, será siempre compartido con la época y habrá otros mil rostros que lo reclamen.

            En una traducción rematadamente deficiente que publicó la editorial salmantina  Sígueme, el teólogo alemán, quizás el último en la estela de los gigantes del siglo XX, Eberhard Jüngel hablaba ampliamente de Descartes. Leí Dios como misterio del mundo en 1984 y, aunque ya estaba acostumbrado a Hegel, me costó verdadero trabajo y tuve que esforzarme mucho para entender lo que Jüngel quería decir por debajo del malhadado español del traductor; el teólogo alemán censuraba a Descartes haber “certifijado a Dios” y haber puesto de esa manera fin a la “teofianza” [1]. Había topado con el filósofo francés mucho antes y reconozco sin ambages que nunca me cayó simpático. Quizás también por la época, pues el siglo XVII siempre me produjo rechazo sin que hasta hoy sepa bien por qué. Tal vez por el absolutismo regio, quizás por los golletes que imagino almidonados y sucios a la vez; es el siglo de Richelieu, a quien detesto porque puso en evidencia la decadencia española y, cuando se ha estudiado en los años sesenta, hay cosas que no se perdonan fácilmente a los franceses y a los ingleses:

Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
por la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el Sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espalda.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

            También es de la época; Miguel de Cervantes  asomó con timidez dieciséis años de su vida a ese siglo, que conoció al Fénix de los ingenios y al Monstruo de la naturaleza que fue Lope de Vega; pero también la profundidad nunca lo suficientemente valorada—Bergounioux lo cita con respeto—de Calderón. Gracián, Tirso e incluso Góngora, que conoció de esos cien los mismos años que Cervantes. Parte del Siglo de Oro. Sin embargo, ¿no recuerdo a Miguel paseando entre los pupitres recitando versos de Molière? Sí, porque también es el siglo de aquel que hacía temblar el Pont Neuf; el de Racine, Corneille, Bolileau, La Bruyère. ¿No me emocionaban las palabras de Hamlet repetidas siglos después por León Felipe? También el XVII vio dieciséis años de la vida de Shakespeare, muerto el mismo día que Cervantes; también los ingleses nos entregaron belleza, muerta ya la pérfida Isabel: Donne y Milton… Tantas gentes haciendo reverencias, tomando la pluma, mirando de reojo a sus competidores, con reservas a sus reyes a quienes tal vez hubieran decapitado con gusto. Sí, pero un siglo terrible con su Guerra de los Treinta Años, usando de forma blasfema el nombre de Dios para engrandecer los dominios de los señores. Los Tercios huyendo en la frontera portuguesa, dejando un rastro de sangre y pobreza en Extremadura. El Sol feroz que bebe las vidas de los hombres; apenas hay sombra de encina en la que refugiarse; un Sol que está en pleno mediodía y, sin embargo, es sólo un declinar. ¿Un lugar en el que refugiarse? Y Pierre Bergounioux nos descubre a Descartes, el antipático, escondiéndose en Holanda para que lo dejen en paz. Quizás escuchó la voz del joven, ausente de manera cruel en Una habitación en Holanda, cuya perspicacia le hizo descubrir el origen de las desgracias humanas:

Quand je m’y suis mis quelquefois à considérer les diverses agitations des hommes et les périls et les peines où ils s’exposent dans la Cour, dans la guerre, d’où naissent tant de querelles, de passions, d’entreprises hardies et souvent mauvaises, etc., j’ai dit souvent que tout le malheur des hommes vient d’une seule chose, qui est de ne savoir pas demeurer en repos dan une chambre.

            Tengo para mí que esa ausencia, ese ocultamiento consciente, forma también parte del texto. Quizás Descartes no fuera, después de todo, ni inútil ni incierto…, aunque sí usó a Dios porque necesitaba ese papirotazo inicial del que vivirán los siglos posteriores. Hubo un encuentro, que resultó decepcionante para los dos [2], pero tal vez los dos quisieron los salones parisinos, aunque huyeron de ellos. Desear esa gloria moderna, que ya no es belleza, sino renombre, aun sabiendo que todo es vanidad. Las presencias en Una habitación en Holanda son muchas y no es uno de los méritos menores del autor, pese a que el Renacimiento no sea un invento francés, hacernos ver que hay más de un río en el siglo. Se da una confluencia—yo no me hubiese atrevido a relacionar de la manera que Bergounioux lo hace al Hidalgo castellano con la duda metódica—y podemos verla. El ausente, pese a todo, ¿no inventó la primera calculadora para su padre? ¿No midió el campo para hacer la primera línea de transporte en París? Sin embargo, seguiré sosteniendo que la duda es falsa por metódica y buscada: quien busca sus dudas, de antemano tiene las respuestas. Ésa es al menos mi humilde convicción.



            De todos modos, ¿no es también hermoso el siglo XVII? Muchos nombres lo redimen y, parado en esta hora delante de una historia que he querido olvidar, admito mi error, señores. Debo y quiero rectificar, pues es el siglo de J. S. Bach, que me hace llorar de alegría; el mismo Bach que de noche se quedaba despierto para hacer los pentagramas en los que dibujaría su música. Es también el siglo Juan de Araujo, de Purcell… Es el siglo de Velázquez, que al decir de Foucault, inaugura el mundo moderno con Las Meninas;  pero también de un genio capaz de transfigurar lo que ve en Belleza. El cuadro está en el Louvre, casi dejado de la mano de Dios. Quizás he hablado de él más veces, porque siempre me impresiona; como de la lágrima oculta en el ojo de Santiago. El XVII es también el siglo de Ribera, de Murillo, de Rubens, Rembrandt, Vermeer, Pouissin, la Tour, Borromini, Reni… ¿Y dónde está todo esto en Una habitación en Holanda? No es poca cosa habernos dejado el aroma de la época. Bergounioux lo ha conseguido, pese a dar oído a la calumnia de los antikantianos—siendo Kant un buen agrimensor, conste—, pese a que deja al Medievo como mil años de lodazal, quizás sólo como recurso literario para que la luz resalte el conjunto del edificio, pues la luz de los hombres siempre necesita de las sombras para brillar. Y ésa es parte de la tragedia, pues algunos crean sombras. Quizás el Octavo Día, deslumbrados, conoceremos la Luz sin sombra, la que no conoce ocaso.

            Descartes, el padre oficial de la filosofía moderna que acabó decretando la muerte de todos los padres. Cierto, los franceses no se han inclinado mucho a la filosofía hasta que decidieron vivir a la sombra de Alemania después de la catástrofe de Sedán. Sin duda, el filósofo convivió con la brutalidad de la soldadesca, con sus asesinatos, estupros, blasfemias y crueldades. ¿Cómo pudo pensar en semejante ambiente? Quizás éste explique el amor por las ideas claras y distintas; pero a mí al leer Una habitación en Holanda me ha vuelto a asaltar aquella duda dolorosa: ¿mató Descartes a alguien? ¿A cuántos asestó con su espada de caballero el postrer golpe mortal? Quizás por esto abolió para siempre los sentimientos del horizonte del pensar y dejó, en mala hora, que fueran pasto de la caterva moderna de charlatanes. Tal vez la duda metódica fue primero el abismo de la duda moral, del prójimo, de un rostro que, agonizante, tal vez despedazado, exigía vivir. Es posible, aunque no probable, que el recuerdo de un rostro semejante debiera ser removido del mundo de las certezas, pues no es una idea clara y distinta, sino, precisamente, el rostro de un prójimo. Las escasas noventa páginas del libro de Bergounioux me han obligado a meditar.

            Pierre Bergounioux ha escrito un libro que habla de Descartes; pero también, y sobre todo, de Europa. Un continente anciano al que hoy muchos quisieran doblegar por mil razones y al que incluso sus propios hijos rechazan, porque se han vuelto incapaces de sentir asombro ante las obras de sus padres, ante su tradición. Al fin y al cabo, PUF ha sido engullida por una tienda de moda juvenil… ¿Rebeldía? Creían que era una marca de zapatos.

            Sé que Una habitación en Holanda se merece un comentario mejor. Por eso mismo debo acabar con una invitación algo urgente: leer y pensar el magnífico librito de Pierre Bergounioux.

            Shalom.

[1] Se sabe la contumaz manía teutona en crear palabras que resultan intraducibles…

[2] Y hubo una obra de teatro hermosa, tal vez injusta con el más joven por el magnífico trabajo de Flotats.

viernes, 26 de agosto de 2011

Verano... adiós

LECTURAS DE VERANO

            Desde que yo era pequeño el verano ha sido una época peculiar respecto a las lecturas; no leo más que durante el resto del año, sino bastante menos. Tal vez es falta de ritmo o no sé qué; pero en verano me suelo decantar por las novelas quizás por algún deseo inconsciente de evasión. Además de los libros de estudio que no dejo, este verano también  he leído; quizás no demasiado, porque he debido prestar atención a asuntos más urgentes; pero he leído. La semana pasada hice referencia al libro de Luis Arenas. Podía haber empezado por un libro de Hans Fallada, Solo en Berlín, Madrid, Maeva, 2011, que me recomendó un lector excelente, Ángel y qué él ha comentado en su gacetilla Tembladeral de sílabas (cuyo enlace se encuentra a la derecha de la página). Mi hermano mayor me regaló la larguísima novela de Der Níser, La familia Máshber, Barcelona, Libros del Silencio, 2011, cuyo original se escribió en yidis y cuya excelente traducción ha corrido a cargo de Rhoda Henelde y Jacob Abecasis. Podría referirme al librito que da que pensar de Wilhelm Schmid, La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida, Valencia, Pre-Textos, 2010. Contra lo que puede parecer no se trata, afortunadamente, de ninguno de esos libros modernos de autoayuda, sino de una reflexión bastante sensata, quizás por breve, sobre el sentido de la existencia. Una conversación en un bar con unos bonaerenses la mar de salados, a los que acompañaba una italiana que vivía en Brasil, me hizo descubrir a Macedonio Fernández. He leído de él lo que he encontrado a mano: Manera de una psique sin cuerpo. Relatos. Poesía y metafísica, Barcelona, Tusquets, 2004. He leído de nuevo con deleite a Régine Pernoud, Eloísa y Abelardo, Barcelona, Acantilado, 2011. Fue una gran medievalista dispuesta a acabar con los tópicos propagados por los estúpidos y, como persona inteligente que fue, su libro está en clara deuda con el ensayo que el filósofo francés, especialista en el Medievo, Étienne Gilson publicó sobre los mismos personajes: Eloísa y Abelardo, Barañáin, Eunsa, 2004. Leí con decreciente interés  el relato que Hans Magnus Enzensberger ha hecho de la vida de un general alemán en la época del ascenso nazi, Hammerstein o el tesón, Barcelona, Anagrama, 2011. Abigarrado en exceso e incapaz de retratar la época. He leído una de las novelas que tenía pendiente de Irène Némirovsky, El maestro de almas, Barcelona, Salamandra, 2009. No me ha defraudado. Sí lo ha hecho, sin embargo, la novela de Daniel Pennac, Señores niños, Barcelona, Mondadori, 2011, porque los niños (preadolescentes si se quiere usar ese vocabulario un tanto criminal) no son así en ningún caso. Me parece que Pennac falsifica un mundo para construir una novela. Tengo sobre una de las mesas el libro de Dieter Schlesak, Capesius, el farmacéutico de Auschwitz, Barcelona, Planeta, 2011, pero no me atrevo a comenzarlo. Lo veo ahí, tan tranquilo sobre la mesa del salón, y busco otra cosa… He leído poesía, bastante, que me ha deparado instantes maravillosos: no sólo a Vicente Aleixandre y a Luis Cernuda (curiosamente, ahora me inclino por el segundo cuando desde muy joven mis preferencias estuvieron del lado del habitante de la villa en Wellingtonia, aunque después de leer la correspondencia con José Antonio Muñoz Rojas, Aleixandre se me ha hecho un poco antipático); también me he acercado a otros poetas, pero sólo mencionaré a dos: al valenciano Rafael Soler, Las cartas que debía, Madrid, Vitruvio, 2011, y al murciano Enrique García-Máiquez, Casa propia,  Sevilla, Renacimiento, 2004, un poemario simpatiquísimo. Y lo digo en el sentido etimológico, pues como se sabe simpatía y compasión son idénticas [1]. Estoy leyendo una novela conmovedora de Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, Barcelona, Anagrama, 2011, de la que me gustaría hablar en algún momento. Al francés lo conocía yo sin saberlo: un buen amigo y mejor persona, Jordi, me regaló hace algún tiempo un libro extraño: Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, que ahora no soy capaz de encontrar, como me ocurre con frecuencia. También leo con verdadera fruición un conjunto de artículos de Ivan Klíma, El espíritu de Praga, Barcelona, Acantilado, 2010. Sin duda acabaré por acudir a una novela que tiene publicada en la misma editorial, Amor y basura.

            Sin embargo, no quiero hablar de estos libros, y no es porque no lo merezcan, sino porque mi interés se ha focalizado en un libro de Pierre Bergounioux, Una habitación en Holanda, Barcelona, Minúscula, 2011. Había leído antes, atraído por el nombre Pierre Michon, B-17G, Barcelona, Alfabia, 2011. Me pareció excelente—me recordó enormemente al autor del postfacio—digno de una segunda lectura. Reconozco que el título me recordó a un libro de diálogos del abulense José Jiménez Lozano que hace ya bastantes años publicó Anthropos, Una habitación holandesa, y que debe andar por ahí. Sé que Bergounioux tiene traducido otro libro, que ya he encargado, La huella; pero me gustaría hablar de Una habitación en Holanda, porque ha sido un verdadero acontecimiento; aunque por hoy ya me he extendido lo suficiente para cansar a cualquiera que haya tenido el valor de soportarme.

            Shabbat Shalom.

[1] Los charlatanes de feria, es decir, los psicólogos, se han sacado de su ancha manga—porque tienen teorías para explicarlo todo—el palabro “empatía”, término del que abjuro públicamente. Autorizo a quien me oyese usarlo a imponerme la sanción que considere más oportuna; pero en ningún caso me someteré al castigo del hablar profesionalmente con algún psicólogo, ¡Dios nos libre! En la psicología se cumple el dictum marxiano: “Éstos son mis principios y si no les gustan, tengo otros”.

domingo, 21 de agosto de 2011

Luis Arenas, 3

PERORATA (III)
CONSTRUYENDO PESADILLAS:
PENSADO POR USTED PARA QUE USTED NO PIENSE

            Termino hoy esta perorata inspirada por el libro de Luis Arenas, Fantasmas de la vida moderna. Decía que los símbolos no se explican: se comprenden [1]. El intento de hacer de la forma arquitectónica un origen absoluto me parece no sólo vano, sino una inversión—muy derridaniana—del rechazo de la finitud: ¿acaso la arquitectura moderna también rechaza la finitud como la mayor parte de la filosofía del siglo pasado? No hay nostalgia del absoluto cuando se pretende colocar un ídolo en el lugar vacío. El discurso contra el oculocentrismo y el antropocentrismo de la arquitectura occidental lo conocía en una versión light: la que se ofrece en el Museo Guggenheim de Bilbao, obra del insigne aperiontecto (perdón por el palabro) canadiense Frank O. Gehry [2] a la que me referiré más adelante. En realidad, ha hecho una nave y la ha decorado por fuera de manera llamativa; pero la idea responde bien a la idea misma de museo como contenedor incluso de obras creadas de forma expresa para los artilugios arquitectónicos.

            Lo diré: la arquitectura moderna es demasiado locuaz. No sólo me refiero a los arquitectos, sino a sus edificios: quieren decir demasiado, pero se quedan cortos. Las variantes de House, de P. Eisenman, pueden ser interesantes experimentos, pero ¿son habitables? “La casa misma ha sido una fuente continua de placer estético, si bien no siempre un lugar que nos haya protegido de la lluvia y de la nieve”. No se ha comprendido algo, cosa que ha visto con claridad Arenas; pues algo que no tiene valor independiente tiene, precisamente, una razón para existir (contra lo que dice Eisenman). Los edificios que se presentan ahí son reproducciones de un mundo clausurado cabe sí mismo; pues algo que puede tener cualquier significado, entonces no significa realmente nada: una mera atribución.

            Todo se ha hecho líquido… Todo se ha descentralizado [3]. En fin, el discurso de las páginas 72ss me parece marcado por una profunda demagogia, pues nunca el poder real ha estado más alejado de los individuos reales. Así, el intento de suprimir la perspectiva centralizada no es sino la ocultación del lugar donde reside el poder. Por ello, la idea de “ocupar el espacio sin medirlo” me parece, en este contexto, pura ideología. Puede que no haya perspectiva adecuada para mirar algunas edificaciones (¿edificios?), pero eso implica que la obra arquitectónica tiene dueño, no seamos ingenuos. Antes hice referencia al Museo Guggenheim de Bilbao. Luis Arenas reproduce casi al pie de la letra el audio guía que se entrega después de haber pagado la entrada [4]. Tras recogerla me proporcionaron un cacharro de ésos que te explica—ya en cualquier museo—lo que estás viendo, pues su autor supone que eres imbécil. “Acérquese a la pared. ¿No le entran ganas de acariciarla...?” Inmediatamente devolví el aparato al mostrador: la explicación pretendía ponerse en lugar de mis ojos, sustituir mi capacidad de contemplación y eso es sólo una parte de la estrategia—mercadotecnia si se prefiere—de las maneras de hacer hoy determinados edificios que, según afirma con frecuencia la prensa, se convierte recién terminados en “emblemáticos” [5]. “¿Qué otra experiencia puede suplir a la imperiosa necesidad de recorrerlas [las obras referidas] como un flâneur, extendiendo de cuando en cuando la mano para sentir el tacto de sus materiales y el peso de sus espacios?” (págs. 72s). Amén de que no entiendo bien la necesidad de ese flâneur en vez de un simple “paseante”, salvo la necesidad de provocar asombro, y de quedarme un poco sorprendido por la necesidad de extender la mano para sentir el peso del espacio, bueno, pues además de eso no entiendo qué se quiere decir: ¿antes no se tocaban los edificios? ¿No se han tenido que poner en algunos lugares gruesos cordones rojos para evitar precisamente que la gente meta la mano donde no debe? [6]. Esas palabras son, dicho con sencillez, técnica de ventas. Y me temo que mucho que el rechazo de los permanente y duradero del que habla Arenas es un equívoco: ¿quién no recuerda a Frank Gehry quejándose con amargura del deterioro del Guggenheim de Bilbao? Las placas de titanio perdían su brillo y se ensuciaban… así que mejor limpiarlas y ponerlas en orden para dejar patente la voluntad de permanencia. Y no quiero dejar de mencionar aquí los problemas que semejante arquitecto ha tenido con su mastodóntico proyecto para el Bois de Boulonge, al oeste de París. La Justicia francesa ha detenido la obra y el arquitecto está profundamente abatido. ¿Quién ha protestado por la detención de las obras? Las multinacionales que han encargado la obra, porque aquí sí que el edificio se constituye por sí mismo no es un signo, sino en un medio de propaganda.

 Hay algo en todo el discurso de esta arquitectura, que Arenas parece compartir, una marca fuerte de la realidad del capitalismo: el ejemplo tomado de Toshiko Mori me parece que no confirma sino la dominación casi absoluta del capitalismo, pues la transitoriedad de la vivienda de la que se nos habla es consecuencia directa de la pobreza y de los abusos de ese capitalismo, que necesita dejar a las personas sin puntos de referencia para dominarlos sin que ofrezcan demasiada resistencia. Por otra parte, las construcciones, por llamarlas así, de Shigeru Ban me sugieren, en primer lugar, no el rechazo de la durabilidad, sino una cierta conciencia crítica que no quiere hacer permanente la existencia del refugiado como una persona sin hogar: sería éticamente reprobable hacer de una condición de tránsito, la de refugiado, algo permanente.

            En todo esto veo muchos problemas, pero sólo puedo aludir a algunos. Diré, de entrada, que el discurso de la arquitectura líquida no representa a la gran mayoría de las obras de los arquitectos: quien salga a las afueras de Madrid, Barcelona, Valencia, pero también de París o de Roma, verá que casi todos los edificios se parecen. Dejado en las afueras de cualquier lugar, uno no sabría decir dónde se encuentra. Esto no necesariamente tiene una connotación negativa, pero sí significa que la mundialización tiene algunos efectos perversos el último de los cuales no es la abolición de las identidades: se quiere la diferencia en falso, porque se rechaza la identidad. Los modelos de arquitectura que se nos presentan no cuentan en realidad con el hombre, sino con las funciones sociales que el capitalismo le permite ejercer; la variabilidad aparece así como una consecuencia del desarraigo y la arquitectura moderna lo único que parece hacer es consagrarla. Lógicamente, en afirmaciones como las que hago hay mucha injusticia, pues es cierto que un buen puñado de arquitectos está empeñado en tomar otros caminos. Me gustaría saber por qué no se estudian los granes edificios de los suburbios o el horror de esas viviendas unifamiliares que se amontonan en unos espacios pensados por la industria del automóvil. Puede hacerse la misma pregunta de otro modo: ¿quién decide qué es vanguardia? [7].

            Me parece, además, que la capacidad creativa de muchos arquitectos está cada día más condicionada por los programas informáticos y las variables que éstos pueden manejar. Sé que los medios son necesarios; pero cuando se convierte en métodos suelen dar el contenido. Quizás por eso la diferencia tradicional entre arquitectos e ingenieros ha desaparecido; sí, la arquitectura ha muerto, pero no sólo el urbanismo ha ocupado su lugar, sino también la ingeniería y la informática, ese recurso binario que reduce el mundo a lo representable por los impulsos eléctricos. Todo esto hace que el deseo de concebir los edificios como máquinas (que procesan la información en “tiempo real”) no deje de recordarme a Frankenstein: vida falsaria de la vida. Tengo en mente el proyecto para una orquesta filarmónica en París que, dicho sea de paso, recuerda a cierto teatro de la ópera nórdico con su rampa suicida. En vez de pensar en los seres vivos—personas—que habitan el espacio, se piensa en éste de manera abstracta (pero nunca más allá de las condiciones de mercado) para someter a los individuos a un espacio in-humano. Recuerdo con horror las imágenes que de la ciudad del futuro ofrecía Blade Runner, película de Ridley Scott creo recordar. Allí los edificios también se adaptaban a un mundo en el que lo humano había sido prácticamente abolido. La arquitectura que se quiera científica irá siempre a la zaga y habrá abandonado su timbre de gloria: crear espacio, como la maravillosa cúpula de Brunelleschi, un solo ejemplo, que no sólo está en el espacio, sino que genera espacio a su alrededor. La arquitectura sólo será vida si recupera lo humano y no lo reduce a mero residuo del pasado. Esto no significa, ni mucho menos, repetir modelos del pasado o intentar regresar; no, significa que el mundo se nos ha dado para habitarlo. Siempre pensaré que la buena arquitectura nos habla en el lenguaje de la belleza.

            Hace años una famosa cadena comercial con nombre de rotonda hizo un famoso latiguillo publicitario: “Pensado por usted”. Sentí espanto porque lo completaba mentalmente con un “para que usted no piense”. Al hablar estos días de arquitectura y al obligarme a reflexionar—gracias al libro de Luis Arenas—he sentido algo parecido: parece que buena parte de la nueva arquitectura quiere pensar por nosotros… para que nosotros no pensemos. La dignidad del ser humano no debería estar ausente del discurso arquitectónico.

            Shalom.

[1] Uno de los numerosos problemas que en la actualidad tiene la liturgia católica es precisamente ése. La palabrería explicativa acaba sustituyendo al símbolo merced a la inflación de moniciones supuestamente pedagógicas, pero que destruyen la belleza de las cosas. Me ha parecido siempre que esa comprensión intuitiva se produce en buena medida por co-implicación; es decir, desde “fuera” es muy difícil acceder a una comprensión adecuada. Recuerdo la anécdota narrada por C. Geertz en La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1988 (un libro cuya lectura considero imprescindible). Asistía en una ceremonia ritual en el extremo oriente: los dioses y los demonios, interpretados por los fieles cubiertos con máscaras y telas, luchaban. Al acabar el ritual, Geertz se acercó a uno de los participantes y le preguntó si de verdad creía lo que había visto. El otro lo miró con una cara que expresaba algo más que una idea: “No te has enterado absolutamente de nada”, y Geertz ha sido uno de los antropólogos más perspicaces de los últimos decenios.
[2] En realidad, vista su obra, podría ser canalladiense, pues ha hecho una verdadera canallada.
[3] Contra lo que dice Luis Arenas en la pág. 72 se debe mantener expresamente que el término “descentralización” no evoca siempre connotaciones progresistas. Admitiré, empero, la insoportable ambivalencia del término “progresista”: un cajón en el que cabe cualquier cosa.
[4] Tengo un vívido recuerdo de mi primera visita al Guggenheim de Bilbao. Nos habíamos detenido en Burgos y, como siempre que paso por allí, entré en la catedral previo pago de cuatro euros. Un señor quizás más joven que un servidor (algo ya bastante fácil y que no tiene otro mérito que haber nacido después) protestaba enérgicamente contra el precio y acusaba a la Iglesia de negociante (una curiosa forma de actualizar el antisemitismo). Tales fueron sus gritos que un canónigo (un eclesiástico y no un ingrediente de una rica ensalada) se acercó y trató de calmarlo. El hombre gritaba: “¡Estafa!” Tuve la suerte de coincidir con el mismo espécimen en Bilbao, en el Guggenheim, y lo vi pagar gustoso los doce euros de la entrada sin decir una palabra más alta que otra, cosa que me sorprendió; pero después pensé: ¡claro! ¿Cómo se puede cobrar por ver un edificio antiguo? La Modernidad es tan líquida como el dinero que la sostiene, cash, y tiene la ventaja de que nadie se queja.
[5] ¿Es posible aún protestar por el uso y abuso de esa palabra? Los medios de manipulación de masas se han hecho expertos en despojar de su significado a las palabras.
[6] Quien en alguna ocasión haya acudido a un edificio importante, catedral o palacio, acompañado por jóvenes y no tan jóvenes, tendrá una experiencia semejante a la de muchos profesores cuya primera labor es la evitar que los alumnos rasquen la piedra en el lugar por donde ésta se deshace. ¿Para qué vamos a hablar de la visita a los museos?
[7] Una observación crítica respecto a los que se dice al principio de la pág. 75: los egipcios no pretendían que el tiempo se detuviera; querían alcanzar, sencillamente, la eternidad. Admito gustoso que me encantaría tener una larga discusión sobre este asunto.

jueves, 18 de agosto de 2011

Luis Arenas. 2


PERORATA (II)
CONSTRUYENDO PESADILLAS… CADA VEZ MÁS CERCA

            Charles Jenks fechó la muerte de la arquitectura moderna el 15 de julio de 1972. Por esa fecha estoy casi seguro de que, aún niño, me encontraba en Montpellier, pues mi padre nos llevaba a navegar en aquellos maravillosos cargueros durante un mes del verano y aquel año fondeamos en Sète. Lógicamente, siendo pequeño y estando en Francia no pude enterarme del acontecimiento referido. Para ser precisos, casi con toda probabilidad yo estaba durmiendo porque las tres y media de la tarde en Sant Louis, Misuri, son aproximadamente las diez y media de la noche en Montpellier y mi padre era muy estricto con la hora de mandarnos a la cama [1]. A esa hora se dinamitaron las viviendas que Minoru Yamasaki había hecho desde una perspectiva tan racional como abstracta. El caso de las viviendas Pruitt-Igoe, que Arenas refiere en la página treinta y siete, me llama la atención porque no he podido dejar de ver paralelismo con algunas de las obras que se han hecho en la Invicta Ciudad [2]. ¿Quién de nosotros no recuerda la fotografía de Brunelleschi subido a lo más alto de la cúpula de la catedral de Florencia gritando a voz en cuello, como profeta veterotestamentario: “¡El Medievo ha terminado! ¡Acabo de inaugurar el Renacimiento!” Es el problema de poner fechas tan precisas: uno ya no sólo parece estúpido, sino que ha dado un paso más. Esto, que no deja de ser gracioso, pone de manifiesto la presencia de numerosos agrimensores en el mundo que rodea a la arquitectura y los arquitectos no harían mal guardándose de ésos. Todo esto pasa de otra manera cuando se hace preciso explicar los edificios, porque no hay quien los comprenda: no sólo se han ido de escala (abandonado Vitruvio), sino que se han hecho ininteligibles; pero las explicaciones no son parte de las obras y cuando el arte, cosa que la arquitectura fue, quiere significar lo hace por sí misma y no explicándose.

            El problema no es la arquitectura racional, sino el concepto de razón que se maneja. Confundir la razón con la matemática está bien para algunos profesores miopes, pero no para una sociedad que se quiere racional. Así, abolir la idea de centro puede presentarse como algo progresista; pero nosotros sabemos que el desorden de la ciudad moderna es el orden que impone el capitalismo. Las ciudades no se han edificado al azar y reproducen en retícula la segmentación social en clases. El libro de Luis Arenas tiene muchos méritos, pero olvida con frecuencia que son las personas las que habitan los edificios. Sólo recordaré algo, porque las palabras dicen más: “diseminar en red”, reproducir la red, etc. Implica, de hecho, que seremos tratados como peces: la red informática—y me temo que la urbana—se ha hecho como un elemento de dominación.

            Me gustaría hacer una observación simple, quizás estúpida, a las afirmaciones que se recogen sobre las dos tipologías preferidas por la mirada deconstructiva. Se presenta el laberinto: “metáfora privilegiada del espacio sin principio ni fin, del espacio diseñado para perderse dentro de él, del lugar que rompe con las jerarquías y pone en el mismo plano de significación infinitas trayectorias posibles” (pág. 45 con remisión a Derrida en la nota; pero el francés no dice nada que se parezca a lo transcrito aquí). ¿El laberinto no tiene principio ni fin? ¿No es jerárquico? ¿Pone en el mismo plano de significación..? Un dislate, ¿no?, porque el laberinto tiene una entrada y una salida—a veces el mismo lugar con diferente significado—estableciendo una rígida jerarquía entre quienes encuentran la salida y los que se pierden. El laberinto pre-su-pone la noción de orden, y de orden estricto. Desde luego, de ni ninguna manera están puestas en el mismo plano de significación todas las trayectorias posibles: decir eso es negarse a ver que hay una salida [3]. Todo laberinto es, a fin de cuentas, un cosmos en miniatura. Tampoco el jardín, la otra tipología, tiene mucho que ver con lo que se nos dice. Sobre todo el jardín francés es la razón matemática poniendo orden en una naturaleza que no es capaz de comprender. Los partidarios apresurados de declarar el absurdo suelen olvidar que el sinsentido sólo es pensable cuando se recorta sobre el sentido; de lo contrario ¿para qué se esforzarían en proclamarlo?

            El deseo atroz de conseguir que la obra no signifique, y no para hacer espacio a otro modo de significar, parece un poco absurdo. ¿Acaso el “objeto arquitectónico” tiene sus leyes internas? No quiero discutir aquí la vieja dicotomía [4] entre naturaleza y cultura; será suficiente decir que los edificios no son objetos naturales (en su sentido ordinario) y que, por tanto, están ligados significativamente al contexto. Un edificio que no signifique (nada) sería un edificio inexistente, hecho con materiales inexistentes por trabajadores inexistentes bajo las órdenes de un arquitecto inexistente, ¿alguien se atreve a intentarlo? Toda esa palabrería puede ser un modo interesante, pero torpe, de esconder la incapacidad para crear belleza. Tanto insistir en la inexistencia significa, me parece, que se acaba existiendo y, por ello, significando: vemos ideas y no cosas. Decir que el edificio se convierte en un signo que “ya no oculta tras de sí significado alguno” (pág. 51) viene a ser lo mismo que decir que el edificio no es ningún signo, pero nadie rompe de forma absoluta con la tradición (lenguaje). En este mundo nadie es causa sui, un concepto que tampoco me parece aplicable a Dios. No: el significado no se puede instaurar “desde sí” y por eso todos estos arquitectos y sus cómplices se ven obligados a explicar lo que hacen. De hecho, lo que se dice en las páginas 52ss no es sino una simple transposición de términos teológicos al edificio y sin ninguna crítica por parte de Arenas, conste. Lo repetiré una vez más: el hecho de que algunos arquitectos se vean forzados a largos discursos de interpretación significa que su obra no se puede entender y que, de paso, se acaba entendiendo sólo la explicación y no la obra. El corolario es que no están hablando de la obra; así, pues, la supuesta ausencia del sujeto no es sino su presencia apabullante que se impone al objeto. Los símbolos no se explican. Por eso y por otras razones que harían las delicias de Wittgenstein no deja de ser una ironía que el fin de la metafísica nos lleve a hablar de la naturaleza (ser) de la arquitectura, concepto que se emplea como absoluto repetidas veces.

            Yo ya he hablado demasiado por hoy.

            Shalom.

             [1] En esa ciudad, aunque es posible que el año anterior, ha sido en el único lugar en que he tenido puntería. Detesto lar armas de fuego porque me dan miedo—las lleven quien las lleve—, pero otra cosa era las escopetas de balines, que funcionaban con aire comprimido. En el campamento del colegio el monitor me felicitó porque fui el único que no acertó una sola vez en el cartón de la diana; ¡ah, pero en Montpellier! Ésa es otra historia, amigo: Mi padre nos había llevado a unas atracciones. Una de ella consistía en disparar balines contra tres globos que se movían continuamente dentro de una casa impulsados por aire. No sé cuántos balines tiré, pero exploté los tres globos y la expresión de uno de los que miraba se me quedó grabada para siempre: “Eh bien pour le petit!” No recuerdo, sin embargo, el premio, pues supongo que lo hubo. En Montpellier tuve también una experiencia culinaria extraordinaria: la esposa de un marino amigo de mi padre nos sirvió para comer langostinos al enfado, es decir, congelados, porque acaba de discutir con su marido. Cuando uno es pequeño a veces se asusta, pero también aprende a reírse en circunstancias adversas porque confía en la felicidad.


[2] No sólo me recuerda a las Tres Mil Viviendas, con sus Vegas de delincuencia organizada en la que ni los bomberos, ni el servicio de correos ni siquiera la policía se atreven a entrar habitualmente, sino también a algunos problemas planteados por un hermoso edificio rojo de viviendas sociales, debido al estudio de Nieto y Sobejano, paralelo a la SE-30, en La Plata, poco antes de la salida a la A92 (cuyos costes darían para un buen libro). Parece una solución sensata, porque protege las viviendas del ruido; además, el deterioro del material no lo afea. Sin embargo, los espacios al aire—escaleras y pasillos—se vuelven problemáticos; por otra parte, está el problema eterno de la ciudad sucia y ruidosa con los aparatos de aire acondicionado que destrozan cualquier fachada. Quizás la “solución” buscada se inspire en el Ruedo de Sáenz de Oiza (en la M30), pero me parece bastante mejor (sobre todo estéticamente). El arquitecto navarro ha hecho en la Muy Leal Ciudad una obra, verdadero panóptico, un tanto infernal, un edificio propio de un Estado policial, y a la que me refiero habitualmente como “el tapón”, pues el edificio Torre-Triana visto desde el puente de Isabel II tapona la salida natural de la mirada. Chato, gordo y apabullante, Torre-Triana deja ciega a la ciudad; ahora a su lado construirán una torre (Pelli) para acabar de vaciar los ojos de quien mire: la ciudad tan leal como estúpida se dejará encerrar por unas construcciones de mal gusto. Como Miguel Hernández  nos indignaremos: “¿Rascacielos? ¡Rascaleches!”. En fin, a semejante ciudad le viene bien tener edificios horteras para que no olvide a lo que el progreso la ha destinado. Itálica famosa.



[3] Recuerdo que cuando yo era pequeño venia a la feria de la Muy Noble Ciudad la atracción del laberinto. Estaba hecha de cristal y la primera diferencia era entre los que veían los cristales y los torpes miopes como yo que nos dábamos de bruces contra unas paredes invisibles provocando la carcajada de los espectadores. Muchos años después mi hija sufrió un accidente en uno de esos laberintos. Un buen chichón.
Caos. Una pregunta: ¿estamos en la obligación de creer (sí, dar fe a) la explicación que el arquitecto da su obra? Mucho de la arquitectura moderna recuerda a un “arráncate los ojos que yo veo por ti”.

[4] Dicotomía por supuesto falsa. Poco tiempo después de empezar a trabajar me vi involucrado, sin quererlo pues en absoluto soy un ser polémico, en una discusión con un compañero especializado en arte sobre el significado de los símbolos. Quiso zanjar la discusión con una disyuntiva: “O es natural o es cultural”. No sabía el pobre que la naturaleza también es cultura.

martes, 16 de agosto de 2011

Luis Arenas

PERORATA (I)
CONSTRUYENDO PESADILLAS


            He leído con atención el libro de Luis Arenas,  Fantasmas de la vida moderna. Ampliaciones y quiebras del sujeto en la ciudad contemporánea, Madrid, Trotta , 2011. En la solapa del libro se puede encontrar información sobre el autor, la misma que aparece en la página web de la universidad de Zaragoza. Quiero lanzar aquí, tal vez porque se acerca el final de las vacaciones (es una razón tan buena como cualquier otra) una pequeña perorata sobre los tres primeros capítulos. Procederé con cierto desorden; pero antes de dar comienzo a un discurso que hasta mí me resulta incómodo, quiero hacer dos observaciones. Primera: nada se dirá aquí, salvo en algunas cuestiones menores, en contra de las afirmaciones del autor, sino de los arquitectos. Luis Arenas ha escrito un libro que, salvo que el lector esté desprovisto de sensibilidad, obliga a pensar y que a veces limita con la provocación.  Y segunda: el libro no se puede comprender de manera satisfactoria sin las ilustraciones que no lo acompañan. No sé a qué ha sido debido; tal vez al afán moderno de mezclar, pero este lector hubiese agradecido no verse obligados a mirar su ordenador cada dos por tres, porque esa tarea interrumpe el proceso de lectura y a los que vamos teniendo una edad tal cosa nos resulta no sólo incómoda, sino molesta. Espero que la ausencia de imágenes en la edición no se deba a que haya sido el autor quien ha corrido con los gastos de edición, sino a un error grave de la editorial. Y digo grave porque quien compra un libro no está obligado a tener ordenador. A lo peor los de la editorial andan pensando ya en el pseudolibro que funciona con pilas…


            En Fantasmas de la vida moderna hay demasiada jerga. Adorno, al que se cita en alguna ocasión, se hubiera reído, aunque no se trate aquí del problema de la autenticidad, sino de las geometrías [1]. La responsabilidad no recae en el autor, desde luego, sino en algunos arquitectos metidos imprudente e impunemente a filósofos. Se trata de un caso semejante—sólo semejante—al de aquellos filósofos con cabaña que se quisieron hacer pasar por poetas; pero una cosa es poetizar y otra, menos mal, escribir poemas. Alguien se ha atracado de Derrida y no ha hecho bien la digestión; otros han preferido a Deleuze cuando deberían haber leído a Hegel, que sabía bastante más del devenir real. A fin de cuentas, la mejor praxis es una buena teoría y, como sabía el de Stuttgart, los conceptos tienen tendencia a vengarse cuando se ignora su realidad.

            En los orígenes de mi interés por la arquitectura (como simple aficionado) está, sin duda, la historia del arte de sexto de bachillerato; pero, quizás sobre todo, un buen amigo, Javier Grondona, que decidió estudiar arquitectura. Fue la primera persona a la que escuché, poco después de terminar en la Escuela, que los ordenadores acabarían condicionando la forma de edificar. Se dio cuenta de que el método acaba dando el contenido. Algo de esto nos dice Luis Arenas. A Javier le regalé Lo sagrado y lo profano (me parece recordar que en una antigua edición de Guadarrama), inspirado por un comentario que el también arquitecto Claude-Henri Roquet hacía en La prueba del laberinto, que editó Cristiandad allá por 1980, un libro de conversaciones con Mircea Eliade. Allí se descubre la importancia simbólica de la noción  de centro, idea que la moderna arquitectura parece haber finiquitado. Antes de eso había caído en mis manos el libro Dios y la ciudad. El título, en griego, sería todo un programa de sociología moderna. La obra debe estar por alguno de los anaqueles altos de mi biblioteca [2]; si no recuerdo mal, trataba sobre teología política (sí, pólis).  Había descubierto—por entonces yo era demasiado joven y descubría hasta el Mediterráneo—a J. B. Metz y a J. Moltmann; llegué también al H. Cox de La ciudad secular y a toda la teología americana de la muerte de Dios, que después de leer a Hegel me parecería no sólo superficial, sino sobre todo desabrida. Quizás en todo este proceso latía en el fondo mi asombro por las grandes catedrales. Pasé sin darme demasiada cuenta a centrar mi interés más en el urbanismo que en la arquitectura propiamente dicha; la configuración y los modelos de ciudad me parecían tener mucha relación con los sistemas de dominación del capitalismo tardío; de esto también habla, aunque poco a mi juicio, Luis Arenas. El motivo para ese desplazamiento del interés fue en principio teológico y, más precisamente, bíblico, pues yo deseaba por aquellos años especializarme en exégesis bíblica. Recuerdo a Juan Guillén explicándonos el concepto de segullah y cómo acabó por aplicarse a Jerusalén tras la toma de la ciudad por David. La teología de Sión tenía todos los visos de ser la primera teología política propiamente dicha y era, creía yo entender, una justificación del poder regio. Fue sobre todo la transformación de la fe cristiana en una religión urbana [3] la que me hizo plantearme las relaciones entre esa fe y el urbanismo [4]. Aprendí muy pronto que pagano significaba “del campo”. Con  Pablo el cristianismo se hizo una “religión urbana” y así permaneció durante siglos. Desde luego, ni las ciudades ni el campo eran lo mismo que hoy. El ámbito rural fue el que más tardíamente y con más dificultades fue evangelizado. Estas dificultades se expresan bastante bien en la radicalidad de algunos anacoretas y monjes orientales [5]. Sólo en el largo proceso que va desde la caída del Imperio de Occidente hasta el asentamiento de los otónidas en el Imperio, la fe cristiana penetrará en el campo (parroquias rurales) mezclándose de manera a veces curiosa y chocante con las tradiciones campesinas. Es evidente, según lo que acabo de contar, que mi interés por el urbanismo tiene unas claras raíces teológicas. En la Modernidad parece que la fe cristiana queda fijada al campo; las ciudades fueron el ámbito donde creció la indiferencia religiosa y el ateísmo [6]. Sin embargo, ¿no siguió Roma siendo una ciudad? Y Europa no es explicable sin ella—ni sin París y Berlín, aunque no, con mil perdones, Londres o Madrid. Ignoro si la frase la he leído en algún lugar o se la he escuchado a alguien; lo cierto es que hoy podemos decir sin miedo a meter la pata en exceso que la arquitectura ha muerto y sólo sobrevive el urbanismo. Esta muerte de la arquitectura viene detrás de toda una serie de muertes, que sin duda comenzaron cuando el loco proclamó que Dios había muerto y que nosotros lo habíamos matado. El libro de Arenas es por eso también un libro sobre urbanismo y cabe una lectura teológica.

            El autor ha puesto su obra bajo la invocación del sociólogo Z. Bauman, que ha escrito un buen número de libros sobre la licuefacción de la sociedad moderna recordando la frase de K. Marx que dio título a un muy interesante libro de M. Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire [7]. La tesis: el mundo ha devenido líquido y la arquitectura ha debido, en consecuencia, hacerse líquida… a no ser que sea retrógrada y conservadora. Éste es uno de mis problemas con el libro, pues la palabra “conservador” parece haber sido usada por Arenas como una estrategia para descalificar: tiene siempre un significado implícitamente peyorativo, aunque se refiera a los otrora “progresistas”; pues parece que los progresistas de hoy serán los conservadores del mañana y los conservadores de hoy fueron ayer progresistas, así que la parte contratante… ¿quiere decir todo eso algo aparte de la proyección de un prejuicio? Más importante es el artículo determinado que he encuadrado más arriba, porque, ya cité a Hegel, los conceptos se vengan ¡y de qué forma más admirable! Quizás al final el problema aquí radica en otro concepto, el de progreso, cuyo sentido parece haberse también licuado. Al fin y al cabo, lo licuado y liquidado pertenecen a la misma familia.

            Se habla de la arquitectura deconstructiva; pero tengo para mí que la verdadera decostrucción de la arquitectura se hizo en las favelas. La arquitectura de los modernos no es, desde luego, una arquitectura de suburbio (Arenas recuerda con precisión cuándo feneció la arquitectura moderna), sino de diseño pijo, de grandes edificios administrativos y comerciales, bancos, museos hechos para ser museos y albergar muertos creados ad hoc…  Los arquitectos no proyectan las casas de los que no tienen casa y, sin embargo, configuran las ciudades (si es que tal concepto mantiene su sentido, cosa de la que Arenas duda dando muestras de sensatez y finura), pero lo hacen las más de las veces sin tener en cuenta a sus habitantes, sino a los agrimensores; claro que también hay problemas políticos; una vez más, de la póliς.

            La denuncia de la razón reducida a razón calculadora es tan antigua, al menos, como el padre de las modernas calculadoras, B. Pascal. Sí, el corazón tiene razones que a veces hasta el propio corazón desconoce y que la razón matemática ni siquiera ha olido desde lejos; pero me cuesta mucho imaginar el espacio como una realidad a-morfa; entenderlo como puro contenedor de formas no parece ninguna solución. Desde luego, la materia no es a-morfή, al menos para los que nos educamos en la convicción de que no hay materia sin forma.

            La ecuación entre arquitectura y biología no ha dejado de fascinar a muchos. bίoς, claro; pero no la humana, sino más bien como entomología, como el logos de un  bίoς, pero ¿qué lògoς? Al final los problemas vienen por lo más evidente, pues la razón es un puente que se construye con los materiales que uno tiene a mano mientras avanza. La vida que sea bio – logía no es, desde luego, la humana, sino que parece más bien una regresión al mundo de los insectos. Hace años, cuando la Heroica Ciudad celebraba el puente al que le fallan los tirantes, una construcción que se quedó a medias, pues le falta su gemelo debido a problemas con el presupuesto, a mí me asustó el monstruo pues no he podido dejar de ver a una mantis religiosa—esta vez sin matices teológicos—a punto de devorar mi sentido de la belleza; dígase lo mismo de la Ciudad de las Ciencias o de otros edificios. Es cierto que a algunos arquitectos se les caen las escaleras [8]; pero a otros los puentes se les hunden… o nos hunden en una pesadilla a plena luz.  Contra algunos arquitectos hipermodernos se debe decir que las personas no son insectos y que, para nuestra desgracia, tomado el modelo entomológico, es pensable que se acabe tratando a las personas como insectos. Tampoco es agradable pensar la ciudad o los edificios como unas prótesis.


            Ciertamente, la Modernidad es un animal de novedades y se traga todo al paso de las modas que, por definición, están también de paso. Lo único permanente parece el cambio—ya lo vio astutamente Hegel—y el mundo ha cambiado tantos que parece más un caos que un cosmos. ¿Vendrán otros dioses a ordenarlo? Ése es el papel que algunos arquitectos han querido. Otros un poco más antiguos tuvieron sueños napoleónicos y se vieron a sí mismos arrasando el centro de París para alzar una pesadilla. Le Corbousier se redimió parcialmente en Notre Dame du Haut en Ronchamp, pero la pesadilla que tuvo inspiró a otros arquitectos, aunque él—como señala con agudeza Arenas al comienzo del libro—acabase también, como Wittegenstein o Heidegger, en una cabaña. Sin embargo, el pasado nunca ha sido el verdadero futuro y quien sea de la estirpe de Abraham sabe que no hay vuelta atrás: no regresamos a Ítaca nunca.

            A mí, desde luego, no me gusta Las Vegas. La horterada puede ser llamativa, pero nunca es hermosa; jamás tendrá el aura que nos deslumbra cuando somos captados por la belleza [9]. La sociedad no está bien como está y uno se pregunta humildemente cómo podemos dormir con tanta tranquilidad cuando la sangre de los inocentes nos llega con frecuencia hasta los tobillos. Es verdad: las tesis de Robert Venturi está emparentada con el neoliberalismo económico y con todos aquellos que has desescatologizado la historia; pero cabe recordar que ese proceso ha sido muy moderno y progresista y que usar para referirse a él la palabra “conservador” sólo lleva a la confusión [10]. Desde luego, hablar de Gadamer a propósito de los despropósitos de Venturi (no me he resistido, lo siento) no parece acertado, porque la hermenéutica es otra cosa que mirar atrás y quien la reduce a eso no ha entendido nada; pero es notorio que se puede ser injusto de muchas maneras. Definitivamente, los arquitectos deconstrutivistas pueden tener algo serio; pero ni han deconstruido la casa ni la ciudad. Eso lo han hecho sólo los que viven en los márgenes.


               Shalom.


[1] Confieso gustoso que La jerga de la autenticidad ha sido uno de los libros que más me ha hecho reír. Adorno no sólo demostró ser un maestro de la ironía, sino, además, dejó patente—y que se me perdone la expresión—su mala leche. Me recordó algunas partes de El concepto de religión (que leí por primera vez en la edición de FCE) de Hegel, que también sabía reírse.

[2] Los visito de tarde en tarde, porque soy más bien bajo. Una nunca sabe bien qué va a condicionar su lectura…

[3] Las parábolas de Jesús están claramente sacadas del mundo rural.

[4] En esa relación veía yo una clave para comprender algunos de los procesos más conflictivos de la modernidad en relación con el fenómeno religioso. Aquí debo citar el impacto que me causó la lectura de Reyes Mate, El ateísmo, problema político. Este libro lo perdí en una de las muchas mudanzas que hice en los años ochenta. Quizás sea hora de recuperarlo.

[5] En el occidente latino el monacato tuvo una inspiración diferente y aquí debo recordar que algunas importantes ciudades europeas nacieron, precisamente, en torno a los monasterios benedictinos.

[6] La fe que se queda en la estación de París al llegar del pueblo según se decía en los años cincuenta.

[7] Conocí ese libro gracias a aquel caballero de la Filosofía, profesor en el I. B. “Martínez Montañés” y más tarde en la Facultad de Filosofía de Huelva, que ha sido Rafael Martínez, persona educada y sensata donde las haya.

[8] No ha sido el caso de la maravillosa escalera de Fisac en Alcobendas.

[9] Contra la subjetivación desmedida de los transcendentales—que se ha llevado a efecto, justamente, cuando se derrumbaba el sujeto moderno—recomendaré siempre el delicioso libro de C. S. Lewis, La abolición del hombre, que publicó hace treinta años la editorial Encuentro. Es cierto que nosotros captamos la belleza, pero me parece que sólo lo hacemos cuando previamente hemos sido captados por ella. No, la belleza no está en el ojo que ve; en éste se encuentra la admiración y el reconocimiento.

[10] Por cierto, la nota diez de la página 36 se aplica también al propio Luis Arenas; pues también es deliciosamente divertido asistir a las posteriores y  angustiadas exigencias de nuestro autor. Fukuyama dio marcha atrás, sin duda, pero de nada sirve tal cosa. Aquí cabe recordar el dictum de Horkheimer sobre teología y política. En fin, la nostalgia de que el verdugo no triunfe sobre la víctima nos puede mantener en pie.