El dios que baila
III. ARTE / 4
el final de un poema bellísimo:
[…]
No he de olvidar
nunca
tu cuerpo contra
aquel vestido
de flores, como papel
pintado
sobre un blanco
africano,
que te ha ocultado
poco a poco
con la delicadeza
con que se embala
una tanagra,
o un fresco tebano
de la III Dinastía.
Y he vuelto a
comprender,
ya pasados los
cincuenta,
el fin de Marco
Antonio,
el destino de
Urías,
o que Troya
ardiera
por los cuatro
costados.
De El vestido de flores.
Con permiso, quisiera seguir
hablando un poquito de arte. Bueno, ¿no es arte la poesía? ¿No
fueron desterrados los poetas de la πόλις platónica? Cierto, los políticos no
se han llevado nunca bien con la poesía, porque ésta, aunque a veces sea
oscuramente negra, es liviana: pone alas en nuestros pies y nos permite romper
las cadenas con las que pretenden sujetarnos a lo dado. El poeta, el creador
diré haciendo honor a la etimología, están siempre un paso más allá y cuando
son atrapados, como el pobre Ósip,
se marchitan como una golondrina enjaulada. No, al poeta se le dieron alas para
volar. Quizás el bueno de Platón
(admito que el adjetivo es discutible) en realidad quiso proteger el λόγος
poético de la ὀμιλία política (debería haber usado el mismo substantivo, lo sé;
pero ha sido sólo por marcar las diferencias y nadie dudará que, oído lo que a
veces escuchamos en las homilías, la palabra adquiere un matiz de letal
aburrimiento).
Imaginemos una esfera sin ventanas,
perfectamente cerrada, como las mónadas de Leibniz.
Estamos dentro y deberíamos ser capaces de percibir sus límites (πέρας) tocando
sus paredes o muros (¡la audioguía del Guggenheim!). Pero se nos dice que el interior de la esfera o es todo y que, por
tanto, no existen esos muros: el interior clausurado se convierte así en ἂπειρον,
en lo ilimitado. Todo lo que supongo remitir a un “más allá”, a un “afuera” o a
un “después” es eliminado como residuo. La conversión de la clausura (κλεῖσις)
en ἂπειρον no afecta sólo al espacio, sino también al tiempo: el “ahora” de lo
dado se convierte así en lo único, por lo que no es posible esperar nada. Esto,
en nuestro caso, quiere decir: no se
espera que el arte produzca ninguna esperanza. Así, el arte
institucional contribuye a la consagración de lo dado como lo definitivo; por
eso, cuando algunas obras hipermodernas
pretenden ser una crítica desde ese marco, sólo contribuyen, en cambio, a la
angustia del espectador, que acaba viéndolas como puros signos cuyo significado
es del todo convencional: abandonamos toda esperanza. No es la angustia que nos
puede provocar, por ejemplo, Pubertad
de E. Munch, pues nos toca dentro
abriendo nuestro corazón; si se me permite el uso de una palabra que amo,
aunque esté desprestigiada y los psicólogos y medios de comunicación se hayan empeñado
en borrarla de la faz de la Tierra, diré que inspira compasión. Y lo digo literalmente: no es que nos haga sentir
compasión (cosa posible también), es que nos la entrega, pues lo decisivo, como
digo habitualmente, no es lo que uno siente ante la obra (mi opinión, mi gusto,
mi criterio: el sujeto decide sobre la obra), sino cómo ésta lo interpreta a él
y qué mundos le abre (es la obra la que decide sobre nosotros dándonos nuevas
posibilidades en este mundo). Incluso la sombra de la muchacha, proyectada a la
derecha del cuadro, se nos ofrece como una primera ala que elevará la liviandad
de su cuerpo sobre la nube blanca de la cama.
Ahora bien, la negación de cualquier
transcendencia implica la renuncia a la belleza—ya sea como nostalgia o como
promesa. El cambio sería sólo apariencia, pues lo dado ahora es el todo; la
diferencia, la variedad, sólo serían espejismos que nos confunden (negación del
principium individuationis): el arte
al revelar esto real lo único que podría hacer es consagrarlo. Esto implica que
el arte debe repetirse idéntico a sí mismo; tal vez sea ésa la razón por la que
muchas de las obras de arte que se fabrican hoy (empleo el verbo
conscientemente) nos produzcan la impresión de lo ya visto. Sin duda, el abandono de la belleza tiene mucho que ver
con la anulación de los transcendentales, pues buena parte de la crítica de la
tradición ha querido ser abolición de la tradición; porque la belleza se manifestaba
allí donde se nos reveló un sentido (por lo tanto, situada siempre más allá de
la apariencia aunque sólo fuera apariencia); pero si no cabe otro sentido que
lo dado, se acaban los juegos y danzas de remisiones a los que nos acostumbró
el arte, que no remitiría sino a lo dado como el significante de un
signo a su significado. Quizás el hecho de que algunos creadores se hayan
decantado por el feísmo tenga que ver
con esa imposibilidad de acceder a la belleza y esas obras estén señalando el
trono vacío. A veces he pensado que una de las condiciones del arte es
que renuncie a presentarse como arte, es decir, como un objeto consagrado por
la industria del entretenimiento. Así,
me parece razonable suponer que el arte es en buena medida una denuncia
y la renuncia al mundo clausurado; pero esto lleva la marca de la pregunta, que
formula todo arte auténtico, por el sentido. Esto implica cuestionar lo
dado; pero si la belleza es en alguna medida la gloria que se nos revela en el
arte (incluso como lo ausente), resulta que la belleza pone en cuestión nuestro
presente porque es resplandor que anuncia un futuro diferente. Es quizás lo que
intentaron las vanguardias con sus apuestas utópicas y es en buena medida lo
que tuvieron de grandeza, pues no temieron fracasar.
El arte pregunta, cuestiona abriendo
mundos y afirmando que no todas las respuestas están-a-la-mano (si sólo se
pudiera preguntar por lo que está-ahí, la respuesta no podría no estar-ahí:
clausura). Y sin duda esto tiene que ver con el abandono del silencio, con la incapacidad
de escuchar lo real (no lo dado). Aquí han jugado su papel los procesos de la
razón instrumental, pues los artistas se creyeron obligados a dar respuestas
traducibles: el arte dejó de ser gloria (epifanía) y se transformó en
discurso que debía ser explicado: los poetas fueron aceptado en la πόλις al
precio de dejar fuera de ella el peligro
de la verdadera poesía.
Sin
silencio no hay creación artística, pero el silencio no es una finalidad en
sí mismo, sino que está en función de la escucha. El problema es que muchos
modernos no creen que hay algo que escuchar: quizás por eso los montajes se
llenan no sólo de luces, sino también de ruidos o, a veces, de algo parecido a
la música. el arte, sin embargo, siempre ha sido creador de espacios de silencio (el que sentimos en una iglesia
románica o ante una obra de Rothko, por ejemplo) que nos otorgaban una libertad
diferente. Recuérdese aquí la importancia que tiene el silencio en la música,
pues sin aquel ésta no sería posible: la forma de escribir, como he dicho, a
veces es borrar (imaginad una pizarra completamente cubierta de tiza, repleta
de letras; la única forma escribir es usando el borrador: la nada de su estela
escribe). La saturación de imágenes,
que ya denunció Benjamin, ha sido y es una enemiga acérrima del arte. El
exceso de imágenes las reduce a la insignificancia. Pero ¿cuándo comenzó ese
exceso?
Shalom.
2 comentarios:
Me quedo con la primera parte, la que dedica al poeta. Cuando encuentre La dádiva, aunque hubiese que esperar a que acabe septiembre, háganos llegar sus poemas.
Muy interesante lo de Nietzsche y lo de Fray Luis.
¡A ver si acaba septiembre y Dios- muy entretenido con su baile (debe haberle tocado bailar con la más guapa, con la del vestido de flores)- se asoma al mundo!.
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