domingo, 9 de diciembre de 2012

Tomás Segovia, Daniel Bell, Joan Didion...


ADVIENTO


       
En memoria de JMCG, amigo de la infancia

-- Karamazov—dijo Kolia—, ¿es verdad eso que dice la religión de que resucitaremos después de morir y nos volveremos a ver todos? Si es así, nos encontraremos de nuevo con Ilucha.
-- Si, es cierto: todos resucitaremos y nos volveremos a ver—respondió Aliocha, sonriendo y rebosante de fe—. Y entonces hablaremos alegremente de las cosas pasadas.
D. Dostoyeski, Los hermanos Karamazov.

Quizás me estoy volviendo perezoso, porque no escribo en esta gacetilla con la misma asiduidad que en años anteriores. Podría alegar que estoy muy ocupado; pero resultaría falso, pues mi única preocupación parece ya esa nada que se enrosca en la existencia y que apenas me deja respirar. De todos modos, responderé a las personas que han tenido la gentileza de dejar algún comentario, pero antes me gustaría referirme a algunos acontecimientos y libros que han marcado estos días.

Titulé esta gacetilla Hojas que fueron libros, libros que fueron vidas porque siempre he sentido que los libros son mi vida; no digo una parte irrenunciable de, sino sencillamente mi vida. Y creí que hablar sobre ellos aliviaría las cicatrices dejadas por el tiempo y la soledad; sin embargo, yo, que acierto en todo lo accesorio, me he equivocado en lo fundamental, porque mi vida está ya hecha de retazos de recuerdos, que se borran con la lentitud de una tarde lluviosa. Unos días atrás falleció prematuramente JMCG, amigo desde la infancia. Recuerdo con cristalina nitidez el día en que llegó, allá por el año 1972, y  nos reveló su secreto. Apareció en la puerta del Colegio con un gorro de lana gris—nosotros nunca usábamos esas cosas—y nos reunimos en torno a él con nuestros pantaloncitos cortos en el patio de columnas. Habló con rapidez, un poco atropelladamente como hizo siempre, y dejó claro que nos revelaría lo que había bajo la gorra, que se quitó con un gesto entre melodramático y cómico para dejarnos ver la piel que cubría su cráneo. Reímos y ninguno de nosotros pensó entonces que aquella novedad se debía a unos visitantes no deseados. Él salió de la situación con elegancia. Fue un excelente compañero de juegos e incluso encabezó la persecución de uno de los Arrambarri que había saltado con un compás en el bolsillo jugando al cielo voy [1]. Estuvimos juntos los cuatro primeros años de bachillerato, pues en quinto él fue a Ciencias mientras que yo elegí Letras. Nos seguimos viendo, pues era una persona maravillosamente simpática, algo alocada y un excelente dibujante. Después nuestros caminos se separaron. José María acabó en el Ejército—yo objeté—y allí sufrió un accidente cuyas secuelas condicionaron su vida de manera permanente: se había hecho buzo y en una de las inmersiones debió sufrir hipoxia. Los años siguientes su vida fue un ir y venir de todas partes sin parar en ninguna, arriesgando y buscando algo que posiblemente no encontró nunca. Andaba siempre a la cuarta pregunta y pasó muchos apuros; lo recuerdo viniendo hacia mí para intentar colocarme alguna de sus pinturas. Le compré dos o tres y le encargué un retrato de mi hija; pero José María sólo pintaba entonces pesadillas llenas de cuervos y con una luz tan oscura que parecía un abismo. Le fallaba el pulso; él lo sabía, aun sin reconocerlo, y aprovechaba la vacilación permanente de su mano para imprimir a sus dibujos un carácter enigmático. Siempre mantuvo, sin embargo, una maravillosa sonrisa en los labios, que muchos no supieron comprender. Ningún relato podría hacer justicia a su vida, pues la soledad es más pesada que cualquier hoja. Estos recuerdos están tal vez mediados por el malestar que me invadió ayer y que ha logrado ponerme gris y algo taciturno. Sin duda, lo que se va nunca vuelve, pese a Odiseo.

Tomás Segovia, Rastreos y otros poemas, Madrid, Pre-Textos, 2012. Es un poemario delicioso, que invita a entrar en la propia memoria, a no olvidar lo que somos, pero tampoco de dónde venimos para vislumbrar las posibilidades hermosas de nuestra vida. Es éste poemario precisamente el que me ha animado a escribir hoy. Séame permitido citar parcialmente Cuarto rastreo:

Por una vez me lo diré a mí mismo
Porque tampoco tiene cara para nadie
Quien no sabe qué cara poner ante el espejo
Porque tiene que haber un sitio
Donde yo siempre dé la cara
A todo aquello a lo que alguna vez
No pude dar la cara

Por una vez me lo diré en secreto
Confesaré para mí mismo que nunca quise en serio
Ganarle a nadie una victoria
Ni defender un sitio
Que creyese de veras que era mío
Ni hallarme a la cabeza de algún sonoro grupo
Enarbolando una bandera

Por una vez me lo diré en un sitio
Donde pueda decirme
Sin ser oído de ninguno
Que soy yo el más valiente
Soy el que no le teme
A la dulzura a la ternura a la emoción
Al peligroso amor ingobernable
Que soy aquel que imperdonablemente
No teme ser amado
Se atreve a dar la cara a esa deuda insaldable
Y prefiere arriesgarse a morir endeudado
Pero no mentirá que debe nada […]

He leído algunas obras interesantes. En la Feria del Libro Antiguo tope con el libro de Daniel Bell, El fin de las ideologías, Madrid, Tecnos, 1964 (=Col. de Ciencias Sociales, 38). Hace muchos años había leído del sociólogo de neoyorquino Las contradicciones culturales del capitalismo y El advenimiento de la sociedad postindustrial, que fueron publicadas por Alianza. Sociólogo inteligente y con una gran capacidad de análisis, Bell se adelantó en más de una década a las teorías sobre el fin de la Modernidad. En El fin de las ideologías, cuyo original data del año 1960, se puede observar cómo su análisis de la sociedad gringa anticipó la crisis ideológica del capitalismo y la consiguiente conversión de toda realidad en mercancía. Resulta curioso observar, por ejemplo, cómo en fecha tan temprana percibió la conversión de la vida privada en un espacio público—idea que hoy con las nuevas tecnologías se ha radicalizado hasta límites que traspasan con creces la conversión de las personas en mercancías. La lectura del libro me ha hecho aprender e incluso ha contribuido a que me plantee preguntas nuevas y reformule algunas de las que me he venido haciendo en los últimos años.

Mientras disfrutaba con Bell, uno de cuyos hijos me es un afamado teólogo, autor del recomendable Teología de la liberación tras el fin de la historia (publicado en la editorial granadina Nuevo Inicio, que tiene el coraje de publicar obras que de otra manera nunca nos llegarían), cayó en manos un libro de Joan Didion, Noches azules, Barcelona, Mondadori, 2012. Reconozco que al principio me pareció adecuado clasificarlo bajo el epígrafe “los ricos también lloran”; sin embargo, a medida que avancé en su lectura—y no se tarda mucho en hacerlo, pues es un testimonio bastante breve—me fue ganando, pues el sufrimiento que evoca, muchas veces de manera indirecta, no sólo merece respeto, sino que está narrado desde un desgarro amoroso si se me permite hablar así. El libro, que comienza siendo un lamento por la muerte de la hija (Quintana), se transforma imperceptiblemente en una reflexión sobre la existencia y sobre el hecho de envejecer, pues quizás vivir es sólo la forma que tenemos de acumular recuerdos. Ahora, con el recuerdo de José María llagando mi memoria, me merece aún más respeto el esfuerzo de una madre por hacer de sus recuerdos algo vivo, una misteriosa forma, llena de luz, de sostener la existencia de lo que se ha perdido.

También me ha acompañado la poesía. Un libro magnífico: Li-Young Lee, Mirada adentro, Barcelona, Vaso Roto, 2012. Como de costumbre, descubro el Mediterráneo. Ciertamente, empecé a leerlo porque, pese a ser gringo, su mirada tiene otro visaje. Es verdad que somos coetáneos (yo un poco más joven, permítaseme la vacía vanidad): cada vez estoy más convencido de que los itinerarios vitales unen mucho más allá de lo que pensamos. Li-Young [2] contempla la existencia desde su pasado, desde las preguntas de la infancia permitiéndonos asomarnos a su interior. Hay mucha sabiduría y belleza en Mirada adentro. Compré y leí con poco entusiasmo el poemario al que se ha otorgado este año el premio San Juan de la Cruz: Javier Asiáin, Liturgia de las horas, Madrid, Rialp, 2012; lo calificaría de poemario tramposo porque si consigue algún efecto es porque abusa de los símbolos bíblicos (amén de esas citas en latín de alguien que no parece conocerlo bien). Arrancar las piedras de una catedral para fabricarse no ya un puente sino un simple muro para hacer pintadas no parece buena cosa. Aunque sería injusto decir que no hay ningún poema que merezca la pena.

Le debo Angelus a haber alcanzado un libro al que nunca hubiese llegado (entre otras porque los canales de distribución funcionan bien sólo cuando hay negocio): Poesía a contragolpe. Antología de poesía polaca contemporánea (selección y traducción de Abel Murcia, Gerardo Beltrán y Xavier Ferré), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012. Aún estoy con él, y me llevará días culminarlo. Es una selección de autores nacidos entre los años 1960 (un año magnífico, válgame el Cielo) y 1980. Algunos poetas polacos se cuentan entre mis predilectos, pero gracias a Poesía a contragolpe estoy conociendo a algunos autores realmente magníficos. Angelus se quejaba diciendo que no era una edición bilingüe; pero yo me conformo porque mis conocimientos del polaco se encuentran exactamente en el mismo nivel que los del kawésqar, por decir algo.

Jardín de agosto

a todos
nosotros
nos cayó del cielo
la lluvia cómo
nos aplauden los árboles
(Jakub Ekier)

Leo con fruición las memorias de Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza, Barcelona, Acantilado, 2012, en las que hay una total ausencia de resentimiento. Y dejo para otra ocasión un libro recién terminado, también editado por la barcelonesa Acantilado: Loren Graham y Jean-Michel Kantor, El nombre del infinito. Un relato verídico de misticismo religioso y creatividad matemática, Barcelona 2012.  En fin, soy dejado para escribir, pero aún no para leer. Quizás este Adviento sea la época de retoñar.

A los amigos que han tenido la gentileza de dejar algún comentario, además de las gracias, les diré que aquí y aquí pueden encontrar los comentarios a los libros de Kawakami (quizás haya un tercer comentario, pero no lo he encontrado, porque en estas cosas procedo, como es manifiesto, con notable desorden).

Shalom.


[1] Si hoy algún profesor viera a los alumnos jugar al cielo voy no me cabe duda de que lo prohibiría de inmediato actuando, no cabe duda, con sensatez, pero privando a los niños de una locura maravillosa. Tengo para mí que no dejamos crecer a los niños como tales, sino que los convertimos en adultos prematuros e idiotizados. Claro que en nuestra niñez no aparecían los padres con una demanda bajo el brazo…

[2] Cuyo segundo nombre traerá a la memoria a muchos de mi generación al incasable luchador Bruce Lee, remedado hasta la saciedad por una saga de Lees, Li, Ly… Las películas de artes marciales fueron todo un subgénero: nunca me gustó, pero me hacían gracia los títulos y los rocambolescos argumentos, amén de los fantásticos nombres de los protagonistas.