domingo, 19 de febrero de 2012

Terry Eagleton

UN LIBRO DESAFIANTE Y MOLESTO PARA ALGUNOS


           ¿Qué había leído yo de este tipo un tanto excéntrico? No conseguía recordarlo, pero estaba seguro de que en mis manos, y tal vez en mi biblioteca, había tenido alguna obra de este inglés un poco insoportable, ciertamente engreído, mas certero en muchos de sus diagnósticos (tal vez porque sus abuelos nacieron en Irlanda). ¿Quizás fue el que se atrevió a llevar la contraria a George Steiner? Buscaba algunas novedades en Palas, una librería que ciertamente ha nacido de la cabeza de alguien y no de un tratado de mercadotecnia sobre la venta al por mayor de libros. Sobre una de las mesas doy con el dichoso libro. La portada es sombría y el apellido del autor está escrito en letras tan grandes que se produce un involuntario juego de palabras. ¿Qué libro había leído yo del profesor nacido en Salford? Asocié su nombre, sin saber bien por qué, al de un famoso escritor británico, Martin Amis, algunos de cuyos libros me habían captado mientras que otros me han decepcionado profundamente. Sin duda, Koba el temible, que en España editó Anagrama, me gustó y me llevó hasta el irregular Experiencia, pues he sido partidario de hacer públicos los ajustes personales de cuentas. Tuve en mis manos El segundo avión, un ensayo más sobre el once de septiembre (no se refiere Amis al día en que el país sigla derrocó al presidente legítimo de Chile, sino al ataque a los rascacielos de Nueva York), pero no lo compré, aunque después sí leí una novela algo decepcionante, La viuda embarazada. Relacioné también al profesor con otro autor inglés una de cuyas novelas me había hecho sonreír, La caída del Museo Británico (si no recuerdo mal),  David Logde. Empecé a sospechar que el profesor  era un crítico literario… Me asaltó entonces el recuerdo de la polémica que Ian McEwan había debido soportar al apoyar unas declaraciones de Martin Amis. McEwan acabó disculpándose de manera mal disimulada, dejando claro que la peor de las censuras es la autocensura. Y aunque tanto Chesil Beach como Solar fueron una gran decepción, siempre estaré en deuda con McEwan por Expiación. Finalmente, dejé el libro sobre la mesa y abandoné la librería pensado que mi obligación, sólo por el título, era haberlo adquirido con la saludable intención de leerlo.

            Pocos días después volví a tropezar con el libro. La verdad: me cautivó la encuadernación, firme, y el formato, compacto. Eché un vistazo más allá de la portada, algo que no se debe hacer con frecuencia, pues siempre hay algo que me gusta obligándome a comprar el libro por razones poco profesionales que, sin duda, son las mejores para comprar y leer un libro. Para colmo una de las pocas neuronas que aún nadan en mi cabeza [1] tuvo a bien recordar el título del libro que había leído, Cómo leer un poema, que había editado Akal, una editorial que siempre tendré asociada a la Historia Antigua por razones que ahora no hacen al caso y que no son, precisamente, buenas. En fin, se trata de Terry Eagleton, Razón, fe y revolución, Barcelona, Paidós, 2012. Sí, Terry Eagleton es de sobra conocido por las polémicas que ha mantenido en los últimos tiempos y que sólo han llegado a España de refilón. Sin duda, incluso la izquierda española apuesta más por Amis que por el profesor emérito de la Universidad de Lancaster, de modo que el impacto de los trabajos de esta pesada águila ya entrada en años ha sido menor del merecido. Sus obras más conocidas son, me parece, La estética como ideología (ahora en Trotta) y Después de la teoría. Han traducido también muy recientemente Dulce violencia, un ensayo sobre la tragedia en el que el atrevido Eagleton vuelve a contradecir las tesis de Steiner sobre el asunto. Y no es poco atreverse con Steiner, conste.

            Procedo por fortuna de un ambiente familiar escasamente religioso [2] lo cual me permitió hacer mis propias elecciones, casi siempre equivocadas. En fin, puedo decir como el poeta: he acertado en todo, menos en lo importante; pero alguien que se ha equivocado tanto como yo, debe hacer acertado alguna vez aunque sólo sea por casualidad. Volviendo al asunto, desde hace muchos años me sorprende el tratamiento que personas supuestamente cultivadas ofrecen de un asunto tan complejo como “la religión”, si es que existe, algo no sólo dudoso, sino bastante improbable (como Fierro sostuvo en un excelente libro hace muchos años). Suceden dos cosas llamativas: por un lado, se igualan todas las religiones dando validez universal y empírica a la etiqueta “religión”; es como si al hablar de política igualásemos sin matiz alguno experiencias tan dispares como el fascismo y la socialdemocracia; o como si en filosofía se hicieran equivalentes las ideas de Hegel y las de Nietzsche. En el caso de la religión no es sólo pereza intelectual, sino una dosis abundante de mala intención (de la que uno siempre podrá arrepentirse, pues no quiero pensar que sea algo tan incurable como la estupidez). Por otro, en el cajón de “la religión” se meten todos los disparates imaginables y sólo ellos. Sin embargo, a la vez se quiere poner de manifiesto su inanidad; recuerdo bien algunas de las polémicas que mantuve con algunos marxistas de cerrado entrecejo sobre el asunto: culpaban a la religión (se referían al cristianismo) de todos los males del mundo occidental, pero sostenían a la vez que el verdadero motor de la historia era la lucha de clases. El libro de Eagleton apunta una crítica de este aspecto [3], aunque olvida por completo el primero.

            Razón, fe y revolución es fruto de las Conferencias de la Fundación Dwight Harrington Terry sobre religión a la luz de la ciencia y la filosofía (título tan largo que no es sólo una declaración de intenciones, sino una conferencia en sí mismo) pronunciadas en el 2008 en la Universidad de Yale. El libro ha conservado el tono coloquial y audaces golpes de humor no exentos de sarcasmo. Tan sólo por eso merecería la pena leerlo. La obra arranca de la siguiente manera:

     La religión ha supuesto indescriptibles sufrimientos humanos. En su mayor parte, ha sido una sórdida historia de fanatismo, superstición, falsas ilusiones e ideología opresiva. Simpatizo en buena medida, pues, con sus críticos racionalistas y humanistas. Pero también es cierto, tal y como se sostiene en este libro, que la mayoría de esos críticos fundamentan su rechazo de la religión sobre una versión empobrecida de ésta. En lo que al Nuevo Testamento respecta, al menos, lo que atacan es una caricatura inservible de la versión real: una caricatura asentada sobre un grado de ignorancia y prejuicio sólo comparable con el de la religión misma. Es como si alguien pretendiera desestimar el feminismo basándose en las opiniones que Clint Eastwood pudiera tener sobre él (pág. 13).

            Eagleton tiene, a diferencia de otros muchos autores, conocimientos teológicos, que provienen, sin duda, de su contacto con los bebedores de pintas de cerveza conocidos en ámbitos académicos como blackfriars [4]. Conoce bastante bien al Aquinate lo cual, como mínimo, garantiza que no se dirán demasiados disparates. Uno puede estar en desacuerdo con muchas de las afirmaciones que Eagleton hace—no es mi caso—, pero el lector al menos deberá reconocer que le ha hecho pensar. Todo empieza por Ditchkins, esa mezcla de dos autores que han alcanzado popularidad, incluso en España [5], por sus diatribas contra “la” religión [6]. El crítico inglés se enfrenta sin ningún tipo de complejo a las tesis de Dawkins y de Hitchens dejando claro sobre todo que no se han tomado la molestia de pensar “la” religión real, sino un constructo mental. Uno de ellos incluso reconoció abiertamente la nulidad de sus conocimientos sobre la religión, pero aún así, ¡qué demonios!, escribió un libro para rebatir los disparates de lo que desconocía profundamente. Dicho de otro modo, la incultura religiosa no es un defecto exclusivo de los habitantes de la Península (lo sé, incluyo a los amigos portugueses, que nos han dejado una maravillosa hornada de poetas en el siglo XX). Por mi parte debo decir que el dios del que habla Ditchkins, si se me permite usar la gracia de Eagleton, no tiene nada que ver con Dios, pero es éste un asunto que ningún autor posmodernamente burgués, bien asentado en sus prejuicios, se muestra dispuesto a discutir; prefieren meterse en el traje con el que hicieron la primera comunión—que fue la última como suele ocurrir—y quejarse amargamente de la pequeñez de semejante vestidito: “No sirve”, es la sentencia. Y a ellos ni como recuerdo de una infancia feliz.

            Evidentemente, nada de esto es serio y cada vez me apetece perder menos el tiempo con quien se limita a gritar que su prejuicio es el único razonable. La lectura del libro de Eagleton puede ayudar a que algunos se paren a pensar… esperemos. Aunque tengo mis dudas y no porque desconfíe de las personas, sino porque el capitalismo tardío—expresión que detestan los buenos burgueses posmodernos—debe neutralizar cualquier pensamiento crítico que pudiera ponerlo en peligro. Dice tolerancia para significar que lo único importante en la realidad es la capacidad de consumo de los individuos [7]. Dice ciencia y se refiere sólo a la capacidad de manipular la naturaleza para obtener beneficios; dice libertad y se refiere a la elección entre un opel y un fiat. Todo esto es conocido de sobra, pero se sigue actuando como si no se supiera. La mala conciencia juega aquí un papel que no se le conocía hasta el presente.

            Terry Eagleton divide su obra en cuatro partes. La primera la dedica a reflexionar sobre el hecho de que la fe cristiana (pues eso entiende ahí por “religión”) no es un discurso que compita con el científico. Muchos de los que critican “la” religión, por ejemplo, siguen entendiendo el relato yahvista del Génesis (es decir, la segunda creación del ser humano) como un conjunto de afirmaciones históricas. Creo que Orígenes ya se burló hace mil setecientos años de ésos; pero ¿para qué leer a Orígenes teniendo a mano a los telepredicadores del país sigla? No dudo que en nombre de la religión se hayan cometido un sinnúmero de tropelías; pero no me parece razonable meter en el mismo saco a Simón de Monfort y, pongamos, a la Madre Teresa de Calcuta. De la misma manera, sé que “la” ciencia no es Hiroshima y no meto en el mismo saco a los científicos que fabrican bombas respetuosas con las infraestructuras industriales con aquellos empeñados en acabar con el cáncer. En la segunda parte, la revolución traicionada, Eagleton arremete contra la banalización de la fe cristiana provocada por los mismos cristianos. Vale, el autor es uno de esos cristianos izquierdistas que a muchos les cuesta imaginar; pero incluso si no se comparte su ideología, hay que darle buena parte de la razón. En ese mismo capítulo dedica el autor una serie de buenas andanadas al optimismo con el que Ditchkins entiende el progreso y la ceguera que muestra para la barbarie occidental [8]. Eagleton, sin embargo, olvida decir que el país sigla seguirá ganando cualquier guerra de propaganda y que el americano sigue siendo impasible. La tercera parte es una enjundiosa reflexión sobre la fe y la razón. La obra se cierra con el capítulo titulado cultura y barbarie en el que el autor ha intentando que nos asomemos a la barbarie que hay en mucho de lo que llamamos cultura.

            Supongo que Razón, fe y revolución no tendrá demasiado impacto y que en este dichoso país seguirán campando a sus anchas viejos prejuicios contra la religión. Conste: el ateísmo me parece un fenómeno perfectamente respetable y, por supuesto, digno de ser pensado con toda la seriedad y serenidad del mundo. De hecho, suelo sostener que la fe cristiana aparece realmente cuando uno ha pasado por el ateísmo (así lo quería también Ricoeur). Cualquier fundamentalismo me parece nefasto, pero el religioso más porque en nombre de Dios acaba en un dios tan soso como manipulable. No tengo dudas de que el terrorismo islámico es algo aborrecible; pero, pese a mis escasas simpatías por la Sumisión, sé que no se puede confundir la religión musulmana con lo que los descerebrados hacen de ella. Sé también que en los algunos países en los que la Sumisión es la religión única y oficial se persigue con saña a los cristianos; pero también sé que no todos los musulmanes son así. En fin, pido excusas por haberme alargado tanto sin necesidad; mas quiero acabar diciendo que la lectura de este libro de Eagleton resulta estimulante y a muchos les puede ayudar a revisar sus prejuicios.

            Shalom.


[1] Es verdad que debe quedar más de una neurona viva, pues sólo así puedo explicar las asociaciones. En fin, conexiones sinápticas, pero también sinópticas.

[2] Vale: uso aquí el adjetivo “religioso” para referirme a determinados ambientes en los que la fe cristiana se ha vivido como lo que nunca puede ser, es decir, una imposición. De pequeño veía en ocasiones una “religiosidad chapucera”,  de cumplimiento culpable fruto de la ausencia de cultura religiosa. Por fortuna, nunca me obligaron a asistir al culto y ni siquiera los curas de mi colegio—de los que conservaré siempre un grato recuerdo—nos obligaban a una misa semanal. La fe cristiana sólo puede aparecer allí donde existe la libertad (¿no es esto en gran medida parte de su raíz judía?), pues sólo en ese ámbito puede acontecer la gracia.

Es cierto que en la primera adolescencia los domingo para ir temprano al club solía decir que iba antes a misa; el más descreído y anticlerical de mis hermanos, curiosamente, llegó a acusarme ante mi madre, pues mi padre estaba casi siempre ausente, por saltarme el precepto dominical—cosa que también él hacía—sin conseguir ni siquiera una palabra de censura de mi madre a mi comportamiento. Y de esto hace ya muchos años. Entiéndeme, lector. Mi hermano mayor lo hacía todo con más discreción, pero tenía la ventaja de no tener encima al mediano, una de las felices desgracias de mi infancia y adolescencia.

[3] He elegido el ejemplo del marxismo sabiendo que el autor es de los pocos confesionalmente marxistas que quedan, dado que hoy se prefiere el término más feble de “progresista” para marcar distancias de lo que fue. Algo parecido ha sucedido con el ateísmo, pues la mayoría sólo osa confesarse agnóstica. Cosas de un posmodernismo que también Eagleton critica.

[4] Y puedo dar fe de que estos blackfriars son buenos bebedores de cerveza. Aún recuerdo un pub de Galway en el que fui tumbado casi literalmente por uno de ésos y que, para mi sorpresa, siguió bebiendo cuando ya me había dejado en un estado lamentable. No sé cómo, pero mi siguiente recuerdo es estar tirado sobre la yerba cerca de los acantilados de Moher mientras me daban uno de los mejores consejos que recibido nunca: Los puentes se cruzan cuando llegan. Lamentablemente, después me he caído varias veces al río.

[5] Conozco a varias personas que han leído ambos libros o me han dicho que lo hicieron, pues, la verdad, tengo mis dudas sobre la veracidad de su testimonio. Se trata de personas incapaces de leer (buenos burgueses del tipo “tengo una pantalla enorme de plasma, pero no veo la televisión”). Si hubiesen empleado la mitad del tiempo que han dedicado a pavonearse de estas lecturas en estudiar algo de teología, habrían aprendido algo más interesante. Lo reconozco: aquí soy perfectamente racionalista y no soporto que se hable de un problema sin un conocimiento adecuado. Hasta yo puedo en una charla de sobremesa opinar sobre algo tan apasionante como el principio de indeterminación, pero desde luego no se me ocurre sostener una discusión con un físico decente. Sin embargo, ocurre con harta frecuencia que un montón de gente cuya formación teológica acabó en el catecismo de primera comunión (¡si al menos se lo supieran!, pero ni siquiera saben recitar el Decálogo. Me suelen responder que no lo necesitan; pero ni aún así se privan de discutir sobre él) dicta fallos infalibles sobre el problema de Dios o sobre los fundamentos de la moral cristiana. Discutir con gente así es una pérdida de tiempo y yo no tengo ningún inconveniente en reconocer mi superioridad. Recuerdo a una persona con una inteligencia mediana que se me acercó para discutir conmigo sobre Fides et Ratio; después de soportar una larga perorata sólo le pregunté si había leído la encíclica y hubo de reconocer que ni siquiera la portada: hablaba por la entradilla de un diario de tirada nacional (cuyo autor, como supe después, tampoco la había leído)… Si alguien quiere discutir de Hegel espero que se haya leído, al menos, La fenomenología o Las lecciones sobre Filosofía de la Religión. Además, cada vez tengo más claro que no conviene discutir con gentes que no saben nada, pues desarraigar la nada de su ignorancia es extremadamente difícil.

[6] Richard Dawkins, Dios no es bueno, Barcelona, Debate, 2008; Christopher Hitchens, El espejismo de Dios, Madrid, Espasa, 2007.

[7] Hace ya muchos años que sabemos que el consumo funciona como una pseudorreligión. La única finalidad acaba siendo la falta de finalidad alguna con lo cual el único consuelo de la criatura oprimida es el consumo; pero la frustración que éste produce sólo conoce ya una salida, más consumo.

[8] Hace poco una persona nada sospechosa de antioccidental me refirió su recuerdo de los hornos crematorios en Argelia, aunque dudo de que su explicación del término pied-noir sea correcta.

domingo, 5 de febrero de 2012

En honor de Wisława Szymborska

PALABRAS QUE NO NAUFRAGAN

            En verdad no pensaba escribir esta semana, porque estoy cansado y la dichosa tos—tan agradable, sin embargo, el frío—no me deja en paz. Una excusa tal vez; mas el uno de febrero murió Wisława Szymborska a los ochenta y ocho años. Le dieron un premio de los grandes, pero ella no lo necesitaba, aunque tal vez sí el cheque que lo acompañaba… todos necesitamos un cheque de un tipo u otro, porque ningún hombre es una isla, como nos enseñó John Donne en un hermoso poema. La poeta [1], por lo que sé, fue tan generosa personalmente como parca en palabras. He disfrutado de varios de sus poemarios y de un maravillosamente sencillo libro de prosa, siempre traducidos; de hecho, me siento incapaz de transcribir ninguno de sus poemas originales, pues no creo que mi máquina de escribir (sí, estoy delante de una computadora, lo sé) tenga suficientes zetas. Pese a la barrera del idioma, que se alza en mi caso a una altura impresionante, sus palabras han sido siempre cercanas, alegres y han tenido ese hálito que insufla vida a la realidad cotidiana. Las palabras de Wisława Szymborska me conducen siempre un puerto de aguas serenas; mis palabras se hundirán siempre sin encontrar si quiera el rumbo del poema. Por eso hoy, desde este apartado rincón de una humilde gacetilla, brindo por la autora polaca, que nos dejó un pequeño hilo de luz abierto en la clausura agobiante de este mundo.

METAFÍSICA

Fue, pasó.
Fue, por lo tanto pasó.
Siempre en este irreversible orden,
porque ésas son las reglas de este juego perdido.
Conclusión banal, ya no vale la pena ni escribirla,
si ni fuera por el hecho incuestionable,
un hecho por los siglos de los siglos,
para todo el universo, como es y será
de que algo fue verdaderamente,
mientras no pasó,
incluso el hecho
de que hoy has comido fideos con tocino.

Aquí, Madrid, Bartleby Editores, 2009.

Traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano.

          Shalom.

[1] Me niego a aceptar el femenino propuesto por el DRAE. Incluso me parece ofensivo para las mujeres poetas.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Paul Gavrilyuk.

¿DIOCHOSO AQUEL A QUIEN
LOS DIOSES DEJAN EN PAZ?
Primera parte



            Hace muchos años, tantos que la lluvia del tiempo y de la nostalgia ha suavizado todas las aristas, tuve yo un profesor de Teología Dogmática, que se parecía enormemente por los gruesos cristales de sus gafas a uno de los políticos en ascenso en aquellos finales de la década de los setenta, aunque no llevase chaqueta de pana, sino de lana inglesa. Mi profesor era un buen tipo, con su Seat 127 blanco, destartalado, con el que iba y venía a todas partes. Le encantaba el alemán, de hecho allí hizo los estudios de especialización, y tenía la costumbre—mala costumbre para alguien a quien como yo le encantaba el griego—de realizar la exégesis de los textos neotestamentarios sobre la Vulgata. En alguna ocasión se lo recriminé [1], pero él replicó que no se sometía a la dictadura de los traductores… Hablaba con mucha sorna y el distanciamiento que dan la cultura y los años; por eso me caía bien, pese a que no comulgaba ni con su manera de hacer teología ni con sus posiciones; pero fue un magnífico profesor con su teutona cabeza muy bien ordenada, romanizada y algo balthasariana. Un día con el fin exclusivo de provocarlo escribí en una de las pizarras de la clase, más visible, en letras enormes: “Viva Nestorio”. El profesor, entró, echó un vistazo a la clase, y empezó su explicación con un “quien haya leído a Cirilo de Alejandría que levante la mano”. Fue una manera sutil no sólo de responderme, sino también de descalificarme. Esta anécdota me vino a la cabeza cuando echaba un vistazo en la librería a la obra de Paul Gavrilyuk, El sufrimiento del Dios impasible, Salamanca, Sígueme, 2012. El capítulo sexto se titula: “Refutación del nestorianismo. La teoría de la kénosis divina de Cirilo”. Recordé mi enojo con Cirilo de Alejandría y su política miserable con quien fuese patriarca de Constantinopla y hombre ejemplar desde muchos puntos de vista [2].

            El autor—Pavel lleva por nombre auténtico[3]—es un historiador y teólogo ucraniano, ortodoxo, que ha terminado estableciéndose en la Universidad Católica de St. Thomas en St. Paul, Minnesota, donde enseña desde hace poco más de diez años. Antes había recorrido diversas universidades europeas, enseñado en la Facultad de Teología de Harvard [4] y realizado diversas publicaciones en torno a la historia, liturgia y catequética de los primeros siglos del cristianismo y al conflicto provocado por la atribución de sufrimiento a Dios (que no tacho en este caso). El sufrimiento del Dios impasible  se publicó originalmente en Oxford con el clarificador subtítulo: The dialectics of Patristic Thought. La traducción española—realizada con interés y nervio teológico—se debe a Juan García-Baró. Mi interés por el tema se remonta, posiblemente, a mis primeros intereses personales en la juventud. Tras leer la Ilíada por primera vez en una edición de Bruguera me pregunté si los dioses griegos conocían realmente el sufrimiento; leí entonces que el hombre griego era superior a sus dioses pues era capaz de sufrir. No sabía que rastreaba las huellas dejadas por Nietzsche en multitud de lugares. Al empezar a interesarme la historia antigua de Israel (¡la moderna también me interesa!) percibí un agudo contraste entre el pensamiento de los autores bíblicos y las grandes obras de la literatura griega. Debo dar gracias a Dios por haber caído en manos de Platón sólo tardíamente, pues sólo en 1976 leí por primera vez una obra completa del fundador de la Academia. Fue la Apología; una tarde después le siguió el Fedón, que me convenció por completo pues me dejó obnubilado. Poco tiempo más tarde descubrí al teólogo japonés K. Kitamori, de quien ya he hablado en laguna ocasión, y, por supuesto, a J. Moltmann. Debía detestar yo a los teólogos liberales alemanes de principios del siglo XX, pero me dejaba arrastrar por muchas de sus ideas y una de ellas es la que se debate con amplitud y criterio en la obra de Gavrilyuk, la caída de la teología en el helenismo. Durante bastante tiempo suscribí sin ningún recelo la afirmación los griegos no tuvieron los dioses que merecieron con la que hoy estoy en un algo más que profundo desacuerdo. Mi sincera opinión se resume en que pese al esfuerzo realizado, muchos de los primeros autores cristianos (excluyo a Orígenes) no supieron hacer justicia a la religión griega, como tampoco le hicieron justicia las escuelas helenísticas. Pero esto no se lo debo a la lectura de Nietzsche, más cercano a los epicúreos de lo que parece. Se lo debo sin duda a los estudios de fenomenología de la religión y de simbología cultural.

            El libro de Gavrilyuk examina con detenimiento los argumentos a favor y en contra de la teoría de de la caída de la teología en la filosofía helenística; en realidad, esa teoría es una prolongación de la tesis nietzscheana de que el cristianismo no es más que platonismo para el pueblo. Así, la mayoría de los teólogos a los que he leído y que sostienen de una manera u otra la tesis de la helenización excesiva del cristianismo identifican básicamente “helenización” con caída en el platonismo o en alguna de sus secuelas, fundamentalmente en la filosofía de Plotino. Y sostiene Gavrilyuk que esto es muy discutible si nos  fijamos en la cuestión de la impasibilidad divina, pues incluso dentro de las escuelas helenísticas no había uniformidad. La famosa sentencia de Sexto Empírico en las Hipotiposis Pirrónicas (1, 162) sobre que todos los filósofos dicen que los dioses son impasibles debería interpretarse, según esto, como una crítica a la mitología clásica en la que los dioses parecen sufrir toda clase de pasiones mientras se dedican a perpetrar los peores actos. Ahora bien, dice nuestro autor, si no había unanimidad entre las escuelas helenísticas, ¿cómo es posible defender la tesis de la helenización? Sencillamente, no hay pruebas pues las afirmaciones de los Padres pueden entenderse en diferentes sentidos y, cree Gavrilyuk, básicamente como mantenimiento de la transcendencia divina.

            Ahora bien, esa misma falta de unanimidad puede apreciarse en los escritos bíblicos, pues algunos son antropopáticos y otros, anti-antropopáticos de la misma manera que algunos parecen sostener una clara tendencia antropomorfizadora y otros van en contra de semejante idea. Así, pues, debemos matizar. Defiende a los Padres de la crítica obligándonos a mirar a la Septuaginta; esto valdría para los teólogos cristianos de los primeros siglos que hicieron de los LXX su texto de referencia; pero el problema es para los teólogos de hoy, pues la tendencia anti-antropopática de los LXX no se encuentra en el Texto Masorético, que es al que atribuimos la inspiración [5]. Además, el texto de los LXX está fuertemente helenizado, como demuestras algunas de sus preferencias. Es verdad que los primeros teólogos cristianos de la diáspora, si se me permite la expresión, no entendían el hebreo (y los siglos deberán estar agradecidos al hercúleo trabajo de Jerónimo), pero eso no debe hacernos canonizar el texto griego. La referencia a Filón, que se situó claramente en una línea anti-antropopática, no hace sino subrayar la helenización, pues precisamente el filósofo alejandrino interpretó las categorías bíblicas en el fecundo suelo del helenismo del siglo I a. C. Podría decirse, matizando al teólogo ucraniano, que sí hubo helenización, pero desde los LXX como principal fuente. El problema que yo veo en toda la discusión es un prejuicio previo: entender la helenización como un fenómeno negativo, cuando es justamente lo contrario, pues la fe cristiana al hacerse teología no destruye el pensamiento que la recibe, sino que lo fecunda transformándolo. Esto mismo debe decirse del arte cristiano y, contra L. Boff, no se trata de ningún sincretismo, sino de la capacidad de inculturación porque el ser humano al que se dirige es el mismo en todas las culturas.

            Por otra parte, es necesario matizar… pero ¿hasta el extremo de que las palabras dejen de significar lo que acostumbramos a entender por ellas? De acuerdo que el axioma de la impasibilidad divina en muchos de los Padres tiene un sentido que no se corresponde con lo que suele llamarse hoy impasibilidad, porque se le atribuyen a Dios sentimientos como la compasión, el cariño, la ternura… Se trataba, sin duda, de salvaguardar no sólo la transcendencia divina, sino el carácter positivo—sin sombra de mal—de aquel a quien llamamos Dios. Por eso, Gavralyuk hubiese hecho bien en distinguir entre Dios y Dios ya que lo que está en juego es el concepto mismo y sabemos que con el mismo término apuntamos a realidades muy diferentes. No seré yo quien niegue el carácter divino de Dios, pero sí me interrogaré críticamente sobre la divinidad de Dios, aunque tampoco aquí cabe caer en el exclusivismo, pues la fe cristiana sostiene la voluntad salvífica universal de Dios y sabemos que la teología viene determinada por la cristología, que a su vez responde a desarrollos de la soteriología.

            Merecería una atención más crítica la interpretación que los Padres hicieron de la religión clásica (griega y romana). Como se sumaron a la crítica que habían emprendido los filósofos, suele pasarse un poco de puntillas sobre el asunto; pero es fundamental para entender la evolución de la fe y de la identidad cristianas. Y aquí una estética teológica debería hacer resonar su voz con más fuerza a favor de la imagen mítica no porque queramos recaer en el mito, sino para aprovechar su potencial. Lo he dicho: se cometió una injusticia y, si no somos fatalistas, no cabe decir que era inevitable. Comprensible tal vez, pero no inevitable. Y cabe una lectura profundamente cristiana de muchos mitos griegos. En este sentido, me parece muy aprovechable el estudio de Ch. Möeller, Sabiduría griega y paradoja cristiana, que se ha reeditado hace unos años [6]. Cabe recordar el axioma clásico: gratia non tollit naturam, sed perficit  (Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2). Y respecto al problema del antropomorfismo siempre he pensando que no lo era en absoluto, pues todo lo que pensamos tiene forma humana. En términos teológicos: el ser humano es un ubi digno de Dios.

            Pero la pregunta sigue en pie: ¿sufre Dios? Hoy estamos en una civilización en la que la imagen ha perdido todo su valor por su sobreabundancia hasta el hastío. Por eso me gusta tanto Rotkho, pues supo hacer un lugar para otro modo que ver. Y siempre he pensado que la cultura occidental está marcada por siglos de contemplación de la cruz: hombres y mujeres de todas las época han entrado en iglesias de piedra, sencillas, despojadas de casi todo, pues eran tiempos de penuria, pero allí vislumbraban entre las sombras el rostro de un hombre clavado en una cruz al que se dirigían como a su Dios, locura para los griegos y escándalo para los judíos, pero sabiduría de Dios. Esta contemplación ha formado la conciencia europea que hoy perdemos a pasos agigantados.

            Una próxima entrega acabaré de hablar del libro de Gavrilyuk, que nos invita a pensar. Pido perdón a quien esto lea por mi entusiasmo y mi expresión sincopada.

            Shalom.

[1] Mi atrevimiento fue grande con los profesores de Teología. Esto lo digo en su honor, porque siempre nos dejaban replicar, siempre nos escuchaban aunque estuviesen en los antípodas de nuestros planteamientos… Incluso el más cerrado—y los había—tenía la suficiente inteligencia como para saber que la juventud es fogosa, jactanciosa, atrevida y que la experiencia consiste básicamente en aprender de los propios errores. A veces iba yo demasiado lejos; recuerdo el día en que afirmé con una rotundidad estúpida que la resurrección de Jesús era un mito (en el sentido que Eliade daba al término); para mi sorpresa, el profesor, pese a las protestas que suscitó mi exposición en algunos compañeros, dijo que no iba desencaminando, aunque mis ideas necesitaban clarificación y espíritu de fineza. En otra ocasión, le espeté a mi profesor más querido que se había expresado mal. Él, con toda la tranquilidad del mundo, se subió ligeramente las gafas, me miró sin embargo por encima de los cristales y replicó: “¿No querrá decir usted que me ha entendido mal?” Aquella tolerancia entre teólogos distaba enormemente de lo que había encontrado entre los filósofos. Fui expulsado por discutir una explicación estúpida, chapucera y torpe de la dialéctica hegeliana. El argumento ilustrado fue contundente: “Se marcha usted de mi clase”, pero es que el marxismo de pacotilla siempre fue una ciencia extraña…

[2] No podemos culpar hoy a Nestorio de las falsificaciones posteriores que hicieron algunos de sus discípulos. No sólo de la célebre carta de Hipatia a Nestorio… que debió escribirse en una fecha imposible. Por otro lado, nunca me he sentido cómodo con ningún Cirilo que haya conocido en este; pero hay recuerdos que es mejor no recordar.

[3] En tercero de bachillerato nuestro libro de inglés se hilaba mediante las aventuras de un matrimonio español que se hallaba en Inglaterra. No eran emigrantes; recuerdo los dibujos: el marido español bajito, grueso, moreno y escaso de pelo mientras que el inglés era rubio, más alto y delgado. Mr. Brown se llamaba. El compañero al que le tocó traducir en voz alta por vez primera quiso lucirse y se había preparado a conciencia el trabajo (pues aprendíamos el inglés como si de una lengua muerta se tratase sin darnos cuenta de que era, en realidad, la lengua del Imperio la que se nos metía con calzador). Empezó: “La señora y el señor Marrón…”. La profesora, la señorita Pozo, lo detuvo inmediatamente: “Los nombre propios no se traducen nunca”. No lo dijo en tono agresivo, pero aquello se me quedó grabado en la memoria. El compañero rectificó, mas recuerdo que aquella preparación no sentó ningún precedente, pues no volvió a hacer los deberes de inglés.

[4] Esto me trae a la memoria una metedura de pata increíble por la ignorancia que supone en un corresponsal de prensa en el país sigla. El de El País (que por entonces llevaba su título sin tilde en la cabecera) refería un encuentro, quizás del Príncipe, con profesores en la Universidad de Harvard. En la entradilla decía literalmente que el encuentro había tenido lugar en “el aula de la divinidad”. Al principio me quedé espantado pues ¿cómo era posible que un estudiante de Teología tan preocupado como yo desconociese que en Harvard habitaba una divinidad? ¿De qué dios nuevo se trataba? Claro que ya para entonces hasta yo sabía que Divinity Room significaba “Aula de Teología”. El corresponsal del periódico español puso una vez más de manifiesto la inquina centenaria de la cultura española a la Teología amén de una notable ausencia del sentido del olfato en la traducción.

[5] Ciertamente, la historia conoce los intentos de referir el carácter inspirado también a la traducción de los LXX. Las razones fueron diversas (piénsese en la traducción del famoso texto de Isaías), pero la Iglesia mantiene el carácter inspirado exclusivamente para el texto hebreo que, como sabemos, está lleno de variantes. Esto ha sido afortunadamente para la Iglesia una de las defensas contra el fundamentalismo bíblico. Incluso el judaísmo del siglo I tuvo una fiesta para conmemorar la traducción de los LXX, aunque posteriormente fue declarada día de luto ya que los cristianos (mayoritariamente de origen judío) hicieron suya la primera traducción de la Biblia al griego.

[6] Tengo la edición de 1989, pero muchos años antes, en 1963, la editorial Juventud (asociada para siempre al nombre de Tintín) hizo una edición.