domingo, 25 de mayo de 2014

Éste... Rafael Argullol

ὑμεῖς δὲ τίνα με λέγετε εναι;



            Podría haber empezado citando otro texto, casi en tercera persona, pero que nos hubiese conducido a la misma cuestión; además, posiblemente, hablar de una piedra viva que, para colmo, es angular rebasa el amplio territorio de la metáfora. Desde hace muchos años sostengo que la filosofía, al menos a partir del prusiano de Königsberg, vive bajo un complejo edípico, pues habiendo matado al padre (el Dios metafísico) desea poseer en exclusiva a la madre (la religión bajo la muy ambigua categoría de lo sagrado); pero esto lo hace con la mala conciencia de quien se ha quedado sin campo, salvo la grisura triste de la lógica en la que los matemáticos parecen llevar ventaja (salvo que uno se apunte a la escuela de Hegel en la que no cabe un procesamiento binario y que por esta razón escandaliza a los agrimensores). El caso de aquel situado en el dintel del cambio epocal es sintomático, pues buena parte de su tarea consistió en arremeter contra la fe cristiana en nombre de lo sagrado; es decir, en nombre de la religión justo cuando algunos de sus contemporáneos, quizás desconcertados, iniciaban una interpretación no religiosa del cristianismo. Que quien hiciese tal cosa haya pasado por un pensador irreligioso es tan discutible, al menos, como hacer de él un furibundo anticristiano o un devoto luterano.

            Es posible arremeter contra el cristianismo de mil formas en perfecta contradicción unas con otras; se diría que pese a la ingente materia doctrinal de la fe cristiana, ésta no es sino algo vacuo. De joven, hace mucho por tanto, escuchaba a profesores universitarios—que alcanzaban sus puestos gracias a la tradición nacional de consagración de la ineptitud cuando no a que tenían lenguas como alfombras—arremeter contra el cristianismo porque sin duda era el responsable de las guerras de religión, aunque a continuación no mostraban ningún empacho en defender que la fe cristiana era una pura superestructura sin ninguna incidencia en lo real, un simple epifenómeno. Uno de mis profesores universitarios de Filosofía (no daré el nombre para no hacer pasar a semejante espécimen por profesor y menos por filósofo), adalid de la crítica del cristianismo por intolerante, nos explicó la dialéctica hegeliana con un ejemplo adecuado para dejar patente su incompetencia, que no era un accidente sino su forma substancial: “queremos esta universidad o queremos otra universidad”. Servidor, alarmado por lo chapucero de la explicación, le replicó de modo impertinente (pues apenas rozaba los diecisiete años y ya sabe que la tolerancia dicta que los jóvenes han de callar ante los barbudos y maduros docentes universitarios) que podríamos no querer ninguna universidad. Entonces el susodicho profesor (perdón, substantivo admirable, por usarte en este lugar) me conminó a guardar silencio, porque “ninguna universidad” no era un alternativa (y no lo era para él, pues se hubiese quedado sin trabajo y, dado que algún miembro de su familia ocupaba ya una poltrona política, debía suponer que no había espacio en el asiento para sus dos enormes tafanarios); pero como mi impertinencia insistiera en que su proposición no era sostenible, amén de hacer ininteligible la idea hegeliana de negación de la negación, se me redujo al silencio con la argumentación definitiva, prueba patente de la exclusiva cristiana de la intolerancia: “O se calla o sale de la clase”, ante lo cual decidí levantarme y salir, absolutamente solo, conste, por el pasillo. Quizás la fe cristiana, dada su predilección por el vino y las bebidas con espíritu, esté también en la base de la intolerancia a la lactosa… He oído repetir que esa fe inculcaba el odio al cuerpo a la vez que se hacía mofa de la resurrección de la carne porque ésta tiene la mala costumbre de envejecer…

            Nosotros todavía fuimos educados en esa peste que se conoce con el nombre de Nacionalcatolicismo (sobre el que Fernando Savater hizo un chiste lleno de grecejo a propósito de dos obispos, Gomá y Segura…), pero nos afectó menos que la generación de los años cuarenta y cincuenta. Estas pobres criaturas sufrieron el cultivo sistemático de la ignorancia religiosa y el miedo a que cualquier crítica fuese verdadera. Además, muchos de ellos creyeron (y aún siguen pensando) que obtuvieron profundos conocimientos sobre la fe cristiana por haber memorizado el Ripalda. Hay una no despreciable multitud que aún respira por las heridas; por eso me resulta admirable y digno de encomio cuando uno de éstos, haciendo un esfuerzo que se diría sobrehumano, consigue sobreponerse a un resentimiento, que parece inevitable, e intentando tomar distancia, reflexiona no tanto sobre su pasado cuanto sobre lo que pudo ser (de haber recibido otra educación) y no fue. Sin embargo, no se trata de futuribles.

           
Toda esta trola para venir a hablar del libro recién publicado de Rafael Argullol, Pasión del dios que quiso ser hombre. Relato y confesión, Barcelona, Acantilado, 2014. Argullol ha escrito muchísimo, tanto que a veces no sé cómo ha tenido tiempo para vivir (sí, es una crítica, hecha desde mi más profundo respeto, a muchos doctos que producen libros como churros). Diré que me ha gustado más el relato, por lo que tiene de exégesis estética, que la confesión, aunque ésta no sea despreciable. Yo, que me siento miembro de la Infame, sé hace mucho que el κύριος Jesús no es patrimonio de nadie y, como he dicho en otras ocasiones, no se le pueden poner puertas al campo. Algunos miembros de la Infame han creído, no sé en función de qué, tener patente sobre el Señor y así han cometido los dislates que cometieron. Por eso es perfectamente legítimo hacer una lectura personal de la historia del Nazareno; pero esta legitimidad no la inmuniza de la crítica. Supongamos, por ejemplo, que un integrista religioso quiere hacer una lectura personal de Nietzsche: ¿acaso el hecho de ser personal la haría inmune a la crítica? Y supongamos que ese tal no ha leído ni siquiera el Curt Paul Janz, el Nietzsche del profesor alemán hermano de Fritz o la obra del de Röcken escrita por el mismo que hizo la exitosa biografía del profesor alemán, compañero de Bultmann, ¿qué pensaríamos? Tal vez si escribiese bien, tuviese imaginación… ¿qué hizo Nietzsche en el tren con la Salomé? El humo ascendía a la vez que el deseo del aún joven profesor, mas también se desvanecía, porque aguantar a Lou Andreas… ni Freud pudo. No es mi caso, porque escribo con patentes dificultades, pero no así Argullol a quien la mucha escritura le ha mejorado el estilo. Por lo tanto, lean ustedes Pasión del dios que quiso ser hombre (no sólo por las reproducciones del final), pues tendrán entre las manos algo valioso. Sin embargo, quiero anotar una protesta, pues no se ha tenido en cuenta la investigación exegética de los últimos decenios: no se puede despreciar lo que se desconoce basándose en lo que fue. Por otra parte, la idea de Dios que Argullol maneja está metafísicamente marcada por la negación de Dios, y esto es algo que parece no haber entendido—y de ahí que con frecuencia me parezca ciego para ver la exégesis estética de la vida de Jesús.  Dicho lo cual, admito que a ratos esta obra de Argullol me ha emocionado. Sin duda, se puede hablar de monstruo: ¿habrá leído el profesor aquel libro duro y magnífico, en cuya portada se ve el Cristo crucificado de Miguel Ángel, de Slavoj Žižek y John Milbank, The Monstrosity of Christ. Paradox or dialectic?, Cambridge, MA, MIT Press, 2009. Ciertamente, el filósofo de moda aboga ahí por una lectura hegeliana del cristianismo (no es mi caso, aunque mantengo mi devoción por Hegel) y no hace un relato y, menos, una confesión:

מה־שׁהיה הוא שׁיהיה ומה־שׁנעשׂה הוא שׁיעשׂה ואין כל־חדשׁ תחת השׁמשׁ׃
τί τὸ γεγονός, αὐτὸ τὸ γενησόμενον· καὶ τί τὸ πεποιημένον, αὐτὸ τὸ ποιηθησόμενον· καὶ οὐκ ἔστιν πᾶν πρόσφατον ὑπὸ τὸν ἥλιον.

Quid est quod fuit? Ipsum quod futurum est. Quid est quod factum est? Ipsum quod faciendum est. Nihil sub sole novum.

Lo que sucedió, eso sucederá. Lo que ya se hizo, eso se hará. Bajo el Sol no hay nada nuevo.


            Pero no es cierto del todo: mucho nuevo hay y mucho nuevo habrá. De hecho, ¿no viene Dios del futuro? Dicho en otro lenguaje: ¿no somos alcanzados por la belleza en la obra de arte precisamente porque nos abre futuro?

            Por cierto, ¿por qué no leen el gracioso, pero cargante, libro de Francis Spufford, Impenitente. Una defensa emocional de la fe, Barcelona, Turner, 2014. Si no, hay alguien nacido el año 3 d.M. también conocido como el 3 d. J.V.P. (el dos después de Mí, es decir, después de Juan Vicente Piqueras, es decir, del Año perfecto), uno de esos valencianos a los que les ha dado por escribir poesía; me refiero a Vicente Gallego, Cuaderno de brotes, Valencia, Pre-Textos, 2014. Harán bien, y también pensarán dejando volar a la loca de la casa: su imaginación.

            Shalom.



domingo, 11 de mayo de 2014

Accésit

ESTE AÑO PREFIERO EL ACCÉSIT



            La verdad es que ya no sé si cada vez escribo menos por cansancio o si, siendo cada día más consciente—quizás para mi propia desgracia—de la importancia de escribir con corrección, me atrevo a hacerlo con menos frecuencia. De todos modos, dados los ingentes ingresos que me proporciona esta gacetilla, tal vez lo mejor sea ir alejando en el tiempo las entradas no sólo con el sano fin de no cansar, sino sobre todo de no aburrir diciendo lo que se puede leer, y mejor escrito, en otros sitios, pues aquí se conjugan dos realidades: lectura y  escritura, casi como si volviese a párvulos, aquel Párvulos D del Colegio San José SS.CC. donde ya no recuerdo si hice mis primeros pinitos con las letras. Que mis compañeros de entonces me perdonen si ilustro este recuerdo con una fotografía, aunque la primavera no es tiempo propicio para la nostalgia; forse nessuno è, così Nessuno ha il diritto di sentire il dolore di casa, vero nostalgico (y me perdonarán mi italiano de pena), pero esta mañana de domingo parece haberse quebrado una copa dentro de mi alma.



            He seguido leyendo un poco de todo, como acostumbro. Tengo sobre mi mesa el último poemario de Vicente Gallego, cuyo hermoso título, Cuaderno de brotes (Valencia, Pre-textos, 2014), es una invitación a una lectura aún no comenzada. También reposa ahí, entre cereza y rojo, Canciones para una música silente (Madrid, Siruela, 2014), de Antonio Colinas: extraño el caso de un leonés que convierte a la mar en mujer, como los hombres de la costa. Sin embargo, tampoco hablaré de él. Ni siquiera de dos obras recientemente publicadas por Abada (que nos sigue debiendo parte de las obras completas de Walter Benjamin); una de Miguel Requena Jiménez, Presagios de muerte. Cuando los dioses abandonan al emperador romano; y el muy recomendable y extenso ensayo de Johann Chapoutot, El nacionalsocialismo y la Antigüedad, que nos advierte del riesgo de convertir la historia en ideología. No, tampoco quiero hablar de ese tipo extraño, con vocación de fundador de religión, Georges Bataille, cuya obra Lascaux o el nacimiento del arte, Madrid, Arena Libros, 2013, cayó en mis manos por casualidad y que me ha hecho recordar los tiempos en que me apasionaba la lectura de André Leroi-Gourhan porque sentía el latido del tiempo entre mis manos. Podría referirme tal vez a la Ciberteología. Pensar el cristianismo en tiempos de la red, de Antonio Spadaro (Barcelona, Herder, 2014), cuyo comienzo me ha llamado la atención porque tengo la sensación de que se le ha colado sin crítica la mayor. Preferiría hablar del Accésit del último Adonáis, que me ha gustado más que el Premio, Áspera nada, de Juan Meseguer (Madrid, Rialp, 2014).

EFECTO LÁZARO

A lo lejos, la fe te hace señales;
qusieras descrifrarla.
Es una llama viva.
Tú y yo
llevamos varios años muertos.
Nos queda la esperanza
del efecto Lázaro:
que a través de la noche de los tiempos
nos llamen unos ojos
rugientes como tigres de Bengala.

            Se lee bien el poemario y el ritmo de los versos te lleva adelante entre la alegría y la negrura, como una ola celeste que amenazase tormenta. Quizás sea un augurio de lo que me falta, porque ¿no somos precisamente lo que nos faltan, nuestra propia ausencia que reclama una mayor e innombrable? La belleza… ¿cuántas veces le habré dado vueltas al asunto del arte en los últimos años? Aterricé hace años en ese campo llagado de expertos agrimensores desde la exégesis debido a la sabiduría de Miguel Pérez del Valle, que tenía el don de poner una duda en cada una de mis certezas. Ahora, cuando leo algunos poemarios malos (que no cito, porque puedo equivocarme) o contemplo supuestas obras que no son sino mercadotecnia aprendida en talleres de creatividad, me asaltan dudas: ¿qué es una obra de arte? ¿Y por qué parecen desentenderse de la apertura al mundo y sólo consagran su clausura siendo así que sus raíces cristianas son innegables? Cierto, nosotros—que no somos hiperbóreos, sino meridionales—podemos interpretar, pues la obra está siempre más allá de las intenciones de su autor: toda verdadera obra de arte se escapa siempre, pues la explicación nunca la constituye; mas ¿qué sucede con esas obras informales cuya duración coincide con su ejecución y de las que no queda partitura alguna?

            Debería hablar de poesía o de novela, tal vez de ensayo. Lo he dicho: este año prefiero el Accésit. Dámaso enseñaba, poeta-profesor, que la auténtica poesía es religiosa: los creadores huelen lo invisible, aunque oler no sea la expresión correcta. Quizás sienten lo que no se puede sentir—y más tarde algunos harán reflexiones que ya no son poesía usando herramientas equivocadas. Así las cosas, y como tengo una tendencia notable a la estupidez, la otra tarde me asaltó una pregunta, copiada casi literalmente de Adorno: ¿cómo podemos crear arte hoy después de tanto negro? La negra columna de humo, Shoá, ofende al Cielo; pero ¿cómo podemos contemplar arte después de esto? ¿No acaba siendo esto también un acto de barbarie?

            Y me asaltan los recuerdos del camino. Una tarde de hace muchos años, lleno de infelicidad, salí a la calle con un libro de José Julio entre las manos. Tenía la esperanza insensata de dejar a mis espaldas toda pesadumbre. Caminé hacia la Plaza de Cuba por República Argentina y al llegar me detuve delante de la entrada del Centro de Estudios Hispano-Cubanos (el antiguo convento de Los Remedios y que yo, con una penosa ilusión, de niño soñaba llenar de libros algún día). Allí fue a sentarme en un banco de ladrillo; delante de mí estaba el busto severo de José Martí, metiendo la barbilla y mirándome ciego. Leí los poemas. Mi pesadumbre no quedó atrás, José Julio, pero tus palabras consiguieron transfigurarla y vi todo con otra luz, en una grieta que rasgaba lo negro. No, no hay poesía cristiana: hay poesía a secas—buena o mala—, porque la fe no es algo que se superponga a la realidad: ¿no lo supo Juan de la Cruz? Quizás por eso prefiero el Accésit: porque no ha tenido miedo y ha escrito belleza.

            Se alzarían contra mí, si yo tuviese alguna importancia, las turbas furibundas de una modernidad que se ahogó en el siglo XX, muchedumbre de agrimensores que ponen precio a lo que no tiene tasa. Quien me conoce sabe que no soy posmoderno (pese a mi afecto a Vattimo sobre el que he leído hace poco un libro escrito por José Miguel Núñez, A vueltas con Dios en tiempos complejos. Conversaciones con G. Vattino, Madrid, Khaf, 2013, que una mano amable me trajo desde Madrid, porque la editorial que no tiene distribución en mi Insólita Ciudad); si algo soy, es premoderno o refractario. Sí, Belleza: quieren una definición minuciosa, contable, escrupulosa y nimia; una definición exacta, inequívoca y tan matemática que aleje cualquier posibilidad de entender la belleza para seguir haciendo negocio; pero la belleza no es una cosa, sino que, como Dios, acontece como impacto. “Aquí estoy”, nos dice alegre, y con ese deslumbramiento nos basta.

            Por eso,

LA TÚNICA CELESTE

¿Dónde metes tu túnica, negra noche estrellada, que así te la has manchado, en qué aceite de perplejidades, en qué polvo de luz, en qué tinta de espejos?
(Vicente Gallego)

            Y también,

Sé que la noche
de primavera
oculta la nieve rosa
de los cerezos.
Sé que bajo la noche de invierno
duerme la primavera
sobre la nieve rosa
de los cerezos.
Yo sé que el fruto de los cerezos
es el otoño de la vida,
lo que dura el resplandor
ardoroso
de un verano,
lo que dura el incendio
que ha arrasado un bosque.
(Antonio Colinas)

            ¿Por qué no?

LAS MAÑANAS

De las mañanas
apenas retiraré tu voz

Despoblada

Sin promesas
sin barcos
y sin casa

No retiraré el rocío de las almenas
No retiraré el pulso de la enramada

De tu voz

retiraré los lugares de las mimosas
sólo los lugares de las mimosas

Las piedras
Las nubes
Tu canto

Retiraré las mañanas
Y madrugadas.
(Daniel Faria. Versión de Umberto Cobo  partir de traducción de Uberto Stabile)


            Shalom.

miércoles, 9 de abril de 2014

Lorenzo Oliván

LA CONSPIRACIÓN DE LOS AUTOBUSES
Este relato está basado en una historia verídica.
Cualquier coincidencia con nombres o localizaciones reales es puramente casual.
Ya lo decía el gran Ibáñez: “Increíble, pero mentira”.


            Nada hubiese sucedido si ella no me hubiese regalado un libro. Todo comenzó una soleada mañana de sábado de hace algunos meses  en el que una encantadora librera me había facilitado un poemario de un autor castreño al que hasta entonces yo no había leído (cosa nada extraña si se conocen mis aficiones). Esto sucedía en una librería que por entonces contaba con menos de un año de existencia y que se había abierto en una tan bulliciosa como estrecha calle de la Heroica Ciudad, en pleno centro histórico y comercial. Como mi narración lo necesitará, daré un nombre imposible a esa librería, Birlibirloque, dado que yo fui en otro tiempo un birlesco, aunque sólo en algunos negocios que no merecen el nombre de librerías; pues bien, allí Almoraima, una mujer encantadora, felizmente casada con un tipo alto, ligeramente arqueado y de ojos claros me recomendó la lectura de un  poeta y consiguió que me llevase uno de sus libros. Lo leí con agradecimiento, disfrutando de los juegos de imágenes que se enlazaban con la elegancia del vuelo de una rapaz a la que contemplamos en la lejanía de una carretera secundaria. Algún tiempo después, me regalaron un segundo poemario del autor, ilustrado esta vez. Finalmente, Almoraima me avisó de que el poeta castreño, cuyo nombre me resisto a dar, se disponía a visitar Birlibirloque para realizar la presentación y una lectura de su último libro, recién publicado por Tusquets, Nocturno casi, editado en Barcelona este mismo año. Adquirí este libro y lo disfruté con entusiasmo creciente. Algunas semanas después llegó el viernes en que el poeta acudía a Birlibirloque y decidí hacer acto de presencia, aunque lleno de dudas porque tiendo a ponerme nervioso y acabo haciendo preguntas muy largas que no vienen a cuento.

            Aquel viernes de comienzos de la primavera—los tironazos de abril se hacían esperar y por eso nuestro deseo crecía—llegué a Birlibirloque poco después de las ocho. Pululaban por allí otros autores; conocía a alguno de ellos y, movido por mi inveterada estupidez, me acerqué a un grupito. Resultó  el propio Rénzolo Voilán (daré este nombre al autor castreño), otro poeta, encargado de la presentación, y un excelente traductor cuyos ojos me miraron detrás de unas diminutas gafas redondas, constituían el grupo. Sin embargo, yo aún no le había puesto rostro a Rénzolo Volián, y me procedí con mi nefasta verborrea. Ellos hablaban, ¿cómo no?, de poesía y el traductor, del que yo había leído lustros atrás una versión de poesía gaélica, recomendaba algún libro. Hablé de Mazdirov, y me observaron con extrañeza; pero en la mirada de Rénzolo hubo un gesto no sé si de sorpresa o de incomodidad, aunque dada mi manera de irrumpir supongo que se trata de lo último. Me retiré, pues, lamentándome de mis torpes maneras, y fui a sentarme en una de esas no especialmente cómodas sillas, fabricadas en no sé dónde y que se venden en una tienda laberíntica llena de nombres extrañísimos y que a muchos les cuesta pronunciar; me retiré, decía, pero acabé quedando justamente delante de presentador del acto y de Rénzolo Voilán (he hecho un dibujo que refleja con bastante exactitud la perspectiva en la que me situé).


            El presentador del acto, español, aunque se hiciese llamar John M. Rosemary, llevaba unas gruesas gafas de pasta y lo informal de su vestimenta—una jersey bajo el cual se vislumbraba una camiseta blanca—le otorgaba cierto aire juvenil no del todo impropio de su edad, que quizás hubiese resaltado más si no hubiese mantenido bajada la cabeza, no sé si por timidez, pues su barba reforzaba su juvenil semblante. John M.—permítaseme llamarlo así—hizo un encendido elogio de la poesía de Rénzolo, que echado ligeramente hacia atrás, con los brazos cruzados, posiblemente se deleitaba con las palabras de su introductor. Acabada la lectura de los folios, agradeció Rénzolo las palabras y, con una pizca de emoción y descruzando las piernas, asió su libro, lo abrió y justificó entre tropezones la lectura; pero la justificación no era necesario pues el libro, Nocturno casi, no necesitaba ninguna justificación: la rosa es sin porqué. Durante algo más de media hora Rénzolo Voilán nos estuvo leyendo y a mí, que tengo una emotividad muy comedida, llegó a emocionarme y casi, como nocturno, me hace llorar. Es evidente que se me saltaron las lágrimas, pero las reprimí, pues no era ocasión de dar un espectáculo indigno buscando un protagonismo que ni siquiera correspondía a Rénzolo, sino a su obra. Sólo lo que podría definirse como la conspiración de los autobuses vino a enturbiar un poco el acierto de la presentación y del recital; mas ya se sabe que en la Invicta Ciudad el ruido sustituyó hace mucho a los trinos de los pájaros.

            Aplaudimos con entusiasmo y parquedad—como se debe en estos casos—y el público pudo preguntar. Fue A. Reviro Villarota, el traductor, quien lanzó la primera pregunta. Debe estar acostumbrado pues lo hizo con gran soltura. Rénzolo respondió ampliamente, con una benévola sonrisa en los labios y midiendo con exactitud su gesticulación: el cambio de verso a prosa lo pide el propio ritmo del poema, y en ese ritmo está buena parte de la realidad del poema—dijo Rénzolo citando al gran José Hierro. Tras la respuesta hubo silencio, pero yo, como no aprendí nunca para mi desgracia a permanecer callado, hice una pregunta tan mal formulada que resultó verdaderamente milagroso que Rénzolo acertase a responder con sentido. Sí, dijo, las imágenes constituyen parte esencial de mi poesía y un poema procede engarzando imágenes con sentido. Nos confesó entonces, echándose ligeramente hacia delante (quizás hubiese encendido un cigarrillo de encontrarse en otro lugar si es que acaso es fumador) que de muy joven empezó haciendo dibujos y que éstos les llevaron a la palabra. Debe ser así, porque sus imágenes son capaces de emocionar y, repletas de sensibilidad, huyen de los lugares comunes. Son casi preguntas, pues todo poema empieza donde acaba un pregunta para seguir preguntando más allá de la gramática (¿ven ustedes mi manera de hablar? Es digna de la guillotina).

            Acabó la presentación y pude hablar con Rénzolo sin llegar a transmitirle con acierto la emoción que me provocan sus poesías. Le dije que escribía una gacetilla (un blog, como se dice ahora) mintiéndole descaradamente para que continuase hablando conmigo. “Hablaré de Nocturno casi en dos semanas”, anuncié. Debería haber escrito el último sábado, pero los imponderables de la vida—marcada por la caducidad, la finitud y una fragilidad que se diría infinita—me obligaron a posponer mi palabra. Decía la sabia Mafalda que lo urgente no suele dejarnos tiempo para lo importante (sé qué no era exactamente así ¡y que nadie ose a discutir conmigo sobre este asunto!). Pedí a Almoraima un ejemplar de Lo que dijimos nos persigue con la aviesa intención de hacer un presente a Rénzolo, pero n había ejemplar disponible y aplacé el envío hasta que la librera—merece plenamente este nombre—consiguiese uno y averiguase un dirección factible para el envío.

            En cualquier caso, por favor, lean ustedes Nocturno casi, de Rénzolo Voilán, editado por Tusquets. No sólo disfrutarán, sino que su imaginación se elevará como las nubes que imitan a Fred Astaire.

            Shalom.

Personajes:

Rénzolo Voilán…………..…… LORENZO OLIVÁN
Birlibirloque……………..……. BIRLIBIRLOQUE
Almoraima ……………..…….. ALMORAIMA
Jesús………………………….. CHICO ALTO Y RUBIO
Antonio Rivero Taravillo…...... A. REVIRO VILLAROTA
Juan Manuel Romero……..…. JOHN M. ROSEMARY
José Hierro……………….……JOSÉ HIERRO
Nikola Mazdirov………...…….MAZDIROV
Mafalda………………….…….MAFALDA
Ginger Rogers…………..……..FRED ASTAIRE
Éste……………………………NARRADOR
Ombligo Sucio…………….…. HEROICA CIUDAD e INVICTA CIUDAD

y ustedes……………………...TIENEN MÉRITO SI HAN LLEGADO AQUÍ.

sábado, 29 de marzo de 2014

Fabrice Hadjadj

CON MIS DISCULPAS POR ESTA ENTRADA



            Los hombres de la antigüedad—en Sumer, Acad, Babilonia, China,  Asiria, Mitanni, Siria, Egipto o Grecia, supongo que nuestros hititas troyanos también—alzaban en la noche los ojos y ¿qué veían? Sin duda el Cielo y no un cielo. Ni siquiera veían lo mismo que nosotros: al viejo maestro de Stuttgart le debemos más de lo que reconocemos, incluso el otro maestro alemán que sólo sutilmente lo cita, aunque lo saquee; vemos los significados, vemos los λόγοι. En griego, como en hebreo, el término que traducimos por palabra significa más. Ciertamente, tanto λόγος como ῥῆμα significan tanto palabra como cosa o suceso. En hebreo דבר tiene también el significado de cosa o suceso, de manera que quizás sólo tardíamente hemos separado los conceptos. Una lengua sabia sabe mantener la ambigüedad de lo real y sólo su depuración científico-técnica, una verdadera maldición para los poetas, elimina con cartesiana descortesía los significados adyacentes; es decir, empobrece el lenguaje para nombrar no sólo a Apolo, sino también a Zagreo. ¿Qué significaban (es decir, qué cosas eran) aquellas estrellas a las que los hombre elevaban sus ojos? Desde luego no nuestras poco románticas bolas explotando por el gas caliente, pero manteniéndose unidas gracias a la gravedad; veían tal vez ángeles, quizás incluso dioses, seres poderosos que regían las vidas de los mortales. Y si afinaban el oído podían escuchar la música de las esferas. Fray Luis la escuchó de nuevo de la mano de Salinas, pero el mundo era ya otro:

A Francisco Salinas
Catedrático de Música de la Universidad de Salamanca


El aire se serena

y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada.



A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.



Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo

hasta llegar a la más alta esfera,

y oye allí otro modo

de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.



Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.



Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.



Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
estraño y peregrino oye o siente.



¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!



A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino,

Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos!


            ¿Qué dicen hoy los hombres cuando pronuncian la palabra “Dios”? Quizás se pudiese preguntar de otro modo, y en ese caso entra dentro de lo posible que la respuesta cambiase: ¿qué dicen los hombres cuando invocan el nombre de Dios? Porque claro, a estas alturas, uno va teniendo claras algunas cuestiones, maguer resulten irrelevantes para la gran mayoría de los occidentales, más preocupados por los concursos, el dinero o la fama. Dios no es un dios, ni siquiera es Dios. Y el nombre de Dios es algo que invocamos (humildemente, con temor y temblor, me introduzco en ese plural). Algo semejante ha pasado con los λόγοι capaces de dar sentido a nuestras vidas: belleza, amor, compasión, hondura…, pues los mortales no decían lo mismo que nosotros, empeñados en una inmortalidad ficticia conseguida a golpe de ventas.

            Los clásicos tenían razón: la corrupción de lo mejor es lo peor (de acuerdo, corruptio optimi pessima, no dice exactamente eso, sino que parece referirse a los cargos, ¡y qué sabios fueron los griegos al sortearlos!). Hace muchos años adquirí un libro del filósofo Martin Buber; recuerdo mi excitación al leerlo y el impacto que me causaron sus palabras. Se encuentran en su obra Elipse de Dios:

     Es Dios la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna otra está tan manchada no tan dilacerada. Las generaciones humanas han cargado el peso de su vida angustiada sobre esta palabra y la han dejado por los suelos; yace en el suelo y sostiene el peso de todas ellas; las generaciones huma­nas con sus dimensiones religiosas han matado y se han dejado matar por esa palabra, que lleva sus huellas dactilares y su sangre. Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra Dios.

            En los últimos siglos hemos asistido al nacimiento de la religión, un invento de los modernos para igualar lo diferente. El concepto es indefinible y quizás sólo por eso merezca la pena pensarlo, pues, pese a mi admiración por Wittgenstein, sigo pensando que el comentario de Adorno a la proposición 7 del Tractatus (Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen: De lo que no se puede hablar, hay que callar) es certero. Sin embargo, ¿no sería mejor callar de algunas cosas que caer en palabrería vana?


            Muchas de estas reflexiones han vuelto a mi cabeza leyendo la última obra del prolífico Fabrice Hadjadj, ¿Cómo hablar de Dios hoy? Anti-manual de evangelización, Granada, Nuevo Inicio, 2013. Tenía leídos ya varios de sus libros en español: La fe de los demonios, Tenga usted éxito en su muerte y El paraíso a la puerta, que han sido publicados en la misma editorial (envuelta hace unos meses en una divertida polémica no apta para bienpensantes). Hadjadj tiene en la actualidad cuarenta y dos años: nació en Nanterre en 1971 en el seno de una familia judía de ideología maoísta; en 1988, a los veintisiete años, se convirtió a la religión verdadera (es decir, aquella desde la que nuestros intelectuales han destilado el concepto de religión como bien vio Fierro). ´ha sido profesor de Filosofía y Literatura en Toulon, y en la actualidad dirige el Instituto Europeo de Estudios Antropológicos de Friburgo. Está casado con la actriz Siffraine Michel y cuentan con numerosa prole… De toda esta biografía nos informa la contraportada no sin algún complejo que sería digno de estudio, pero que no tiene espacio en este breve comentario. La obra es el desarrollo de una conferencia que dictó el año 2011 en el Pontificio Consejo para la Laicos (sólo la pobre preposición y el artículo merecen minúsculas: quizás por eso, estando lejos de Dios, estén más cerca de Dios, y valga esto como queja contra la lengua germana). Aborda el equívoco de la palabra “Dios”, pues con ella nombramos realidades realmente diferentes. Aquí cabría recordar el luminoso comentario de don Rafael Sánchez Ferlosio sobre el problema de la existencia de Dios; venía a decir algo así que la existencia sólo enmascaraba el verdadero problema: el ser de Dios (bueno o malo). Supongo que Cioran le habría dado la razón al bueno de don Rafael.

            Sin duda, el libro está bien y su lectura no sólo resulta amena, sino interesante. Sin embargo, he echado de menos una crítica radical (desde la raíz) de las sociedades capitalistas, pues es justamente en ellas—y curiosamente en contra de las previsiones de Marx—donde la palabra “Dios” ha acabado perdiendo su significado, un poco en la línea de aquella parábola de J. Widsom que A. Flew comentó con tanta sabiduría (antes de cambiar de opinión, lo que lo hace, me parece, aún más sabio). Ciertamente, aquí estamos lejos de la polémica de Oxford con aquella interminable secuela de parábolas; pero sí nos advierte Hadjadj de la perversión fundamentalista a la que en ocasiones se ve sometido el término “Dios”. Sin embargo, me parece que el ateísmo está mucho más cerca de la fe que cualquier fundamentalismo, pues quitarse el cerebro (o rapárselo como algunos hacen) no hace, precisamente, honor a aquel que es Λόγος. En esto estoy con Gadamer: el ateísmo está en el camino de la fe. Sin embargo, ningún fundamentalismo acerca a la fe—ninguno. Pablo tuvo que dar un giro de ciento ochenta grados a su vida (y a su pensamiento) para acceder a la fe; sin embargo, Esteban fue lapidado.

            Como habrá observado el lector (si alguno hubiese) yo tacho el término Dios, pues pienso que es la única representación posible; a veces incluso me parece que la propuesta de evitar el nombre de Dios que hicieron algunos teólogos en los años sesenta no estaba falta de razón. “Dios” es un concepto que se debe negar constantemente para evitar la idolatría, que lleva al fundamentalismo. Y aquí cabría hacer la crítica teológica del capitalismo, pues el Becerro de Oro emerge como una promesa de escapar de la servidumbre (אלה אלהיך ישׂראל אשׁר העלוך מארץ מצרים) cuando en realidad reduce a la mayoría a la esclavitud. Dicho de otro modo, nombra a Dios sólo tiene sentido para la fe judía y cristiana como liberación; es decir, camino del éxodo, de la salida de la tierra de la sumisión a la de la libertad. Por eso, Dios está siempre en el exilio y que la teología tiene como contenido sustancial también la crítica social. Nosotros sabemos, sin embargo, que algunos pueden usar el nombre de Dios para reducir a los seres humanos a la indignidad. En el midrash de las tentaciones apreciamos que el Fiscal (es decir, el adversario del hombre, que es el significado real de “Satanás” del mismo modo que el 666 es una manera delicada de insultar al tirano Nerón) es un maestro usando las citas bíblicas: Καὶ ἤγαγεν αὐτὸν εἰς ᾿Ιερουσαλὴμ, καὶ ἔστησεν αὐτὸν ἐπὶ τὸ πτερύγιον τοῦ ἱεροῦ καὶ εἶπεν αὐτῷ· εἰ υἱὸς εἶ τοῦ Θεοῦ, βάλε σεαυτὸν ἐντεῦθεν κάτω·γέγραπται γὰρ ὅτι τοῖς ἀγγέλοις αὐτοῦ ἐντελεῖται περὶ σοῦ τοῦ διαφυλάξαι σε, καὶ ὅτι ἐπὶ χειρῶν ἀροῦσί σε, μήποτε προσκόψῃς πρὸς λίθον τὸν πόδα σου. καὶ ἀποκριθεὶς εἶπεν αὐτῷ ὁ ᾿Ιησοῦς ὅτι εἴρηται, οὐκ ἐκπειράσεις Κύριον τὸν Θεόν σου.

            Sólo se puede hablar de Dios liberando al ser humano. Lo demás es, posiblemente, la palabrería que el Nazareno criticó con tanta radicalidad. Y esto supone no obligar a escuchar, pues si la fe es un don de Dios (como sostiene sensatamente la doctrina eclesial) cualquier intento de imponerla es blasfemo más allá de supuestas buenas intenciones que ocultan la más de las veces el miedo, que gana espacio allí donde el amor es disuelto en la obediencia, esa virtud tan mediocre que no es posiblemente ninguna virtud. No es “someteos”, sino amaos los unos a los otros. Y donde no hay libertad, el amor es imposible.

            Shalom.