domingo, 27 de octubre de 2013

Nicholas Carr

Arremetamos



            El verbo arremeter lo asocio a un libro de Chesterton, a quien leí con asiduidad hace muchos años y a quien hoy, para mi desgracia, tengo un poco olvidado. Siento ganas de arremeter, de acometer con ímpetu, aunque sin demasiada furia. ¿Contra qué? Esta mañana arremetió contra mí, llena de furia, una de esas jaquecas cuyo ensañamiento consigue abatirme; sin embargo, no me ha destrozado del todo y estoy un poco como los tercios españoles en Flandes: rodeado, pero de pie (y como tituló con genialidad Francisco Ibáñez una de sus tiras cómicas, increíble, pero mentira, porque he estado vilmente postrado). Se lo debo a un médico, gran amigo, del que sólo daré su nombre, Joaquín, y a quien recordaré la deuda que tengo contraída, pues hace dos semanas se presentó en mi casa, después de una desesperada llamada telefónica, para liberarme de un dolor de cabeza tan impertinente como prolongado. Le aseguré que en como presente por su amabilidad —pues pagar los servicios de alguien capaz de librarte del dolor es imposible—le regalaría 14. Como es natural, la excelente persona que es Joaquín soltó: “No hace ninguna falta”, pero yo contraje una deuda de gratitud, una más, y quiero dejar constancia, pues ante la presente arremetida de la jaqueca mis murallas resisten, aunque no incólumes, gracias a un prodigioso fármaco. Quizás yo sea un ser hecho de tabaco, alcohol, irresponsabilidad y pastillas—alguien poco recomendable—, pero también estoy hecho de afectos, aunque como decía mi querido Antonio García del Moral nunca amamos a los demás como quieren ser amados y nunca nos aman con la exactitud que nosotros desearíamos. Recuerdo mis primeras jaquecas con catorce años: pensaba que mi cerebro se expandía y, consuelo estúpido para soportar el dolor, que aquellos espantosos dolores de cabeza capaces de llevarme a la cama a las seis de la tarde me harían más inteligente; pero la cabeza me siguió doliendo y no sólo no me volví más inteligente, sino que, nunca he alcanzado aquella lucidez de los catorce años, pues como reconoce con sabiduría Thomas Bernhard en la entrevista que le hizo Peter Hamm (recién publicada por Alianza) nunca somos tan lúcidos como en la adolescencia. Leer ¿Le gusta ser malvado? es casi una obligación. Admito aquí otra deuda, pues fue hace más de veinte años José María Vaz de Soto quien me recomendó por primera vez a Bernhard al que, como de costumbre, llegué tarde y eso que había escrito sobre Glenn Gould, por quien siento una devoción sin límites.


           ¿Cuándo entraron los ordenadores en nuestras vidas? Mi padre trajo a casa un  Spectrum allá por 1982 ó 1983. No me fascinó y sólo conseguí programar, y mal, un juego… Ya en aquellos tiempos yo escribía con pluma, como aún hago hoy, y presentaba trabajos y escritos en una máquina de escribir Olivetti. Un tiempo después mi hermano mayor adquirió para su empresa un ordenador Inves y, ampliando el negocio, hacia 1985, el primer portátil que conocí: un Toshiba que tenía, aunque no sé si recuerdo bien, un megabyte de disco duro y pantalla de gas. El fondo era oscuro y las letras, naranjas como las bombonas de butano; al encenderlo se tenía la impresión, debido al sonido, de estar trabajando con un quemador. Le costó un pastón (más allá de medio millón de pesetas) y cuando se le volvió inútil acabó en mis manos. Recuerdo haberlo conectado a una de aquellas viejas impresoras matriciales. Comencé trabajando con el procesador de textos Word Star; pasé al Word Perfect (diferentes versiones) y acabé en el Word. Como con el Dbase, perdí un montón de tiempo aprendiendo a manejar correctamente cada programa (especialmente con el Harvard Graphics con el que dibujaba los mapas de mis apuntes). Compré un equipo de sobremesa, lo cambié por uno mejor… una carrera interminable para poco, pues disfruto mucho más escribiendo a mano, oyendo el sonido de la pluma sobre el papel. En realidad, yo no necesito mucho más que un procesador de textos y, desde luego, prefiero escribir mis cartas a mano (aún me queda algún corresponsal, por fortuna). Desde muy pronto me llamó la atención que los genios de la informática y aquellos que estaban fascinados por el poder de la tecnología comparasen el cerebro humano con un ordenador. Confundían, sencillamente, el orden temporal de las cosas, pues los ordenadores guardan alguna semejanza con nosotros porque somos nosotros los que los fabricamos. Turing, al que conocí leyendo a Penrose, pudo ser un genio, pero sus secuaces se han confundido el pensamiento humano es mucho más complejo que el binomio uno/cero. Un ordenador no procesará la dialéctica…, pero como hoy se ha renunciado a cualquier razón que no sea reductible a la cuantificación matemática, acaban rechazándose  las formas de pensar que no son computables informáticamente. El mundo es más que álgebra.

               Arremetamos.


            Hace una semana leyendo teología tropecé con una cita del libro de Nicholas Carr, ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales, Madrid, Taurus, 2011. Ese mismo día compré el libro y lo leí de un tirón. No sólo me resultó interesante, sino que me ofreció muchos datos nuevos obligándome a repensar ciertos aspectos del impacto de las nuevas tecnologías. Al terminar el libro recordé unas declaraciones que Robert Redford hizo después de dirigir Quiz Show: introdujimos en nuestras casas la televisión sin pensar en las consecuencias. Redford, pensé (y un buen número de personas compartiría sin empacho mi juicio), no sólo era guapo, sino que además decía cosas con sentido. Ese viene a ser el mensaje de Carr sobre los ordenadores e interné; pero extrae, además, consecuencias. Así, pues, es hora de arremeter contra todo ese optimismo desaforado sobre interné, los ordenadores, los ivúes (recuérdese, por favor, que esa bárbara palabra se refiere a los cacharros que falsifican los libros) y toda la parafernalia comercial que los acompaña. En breve: nos volvemos tontos. Sólo por esta advertencia merece la pena leer la obra de Carr, aunque uno esté en desacuerdo con algunas de sus interpretaciones.

            El libro vuelve una y otra vez sobre la misma idea: los efectos que sobre nuestros cerebros tiene el uso continuado de las tecnologías informáticas. He calculado que un niño recién nacido pasará delante de las pantallas del ordenador, del teléfono móvil y de la televisión, si alcanza los ochenta años, la friolera de doscientas cuatro mil cuatrocientas horas; es decir, ochenta y cinco mil diecisiete días, que equivalen a veintitrés años y medio aproximadamente. Casi tanto tiempo como las horas de sueño; pero esto sin contar las horas que pasará ese niño delante de un ordenador en su trabajo… Alguna consecuencia debe tener semejante exposición, ¿no? Desde el principio pensé que interné, como los teléfonos móviles, las tarjetas de crédito, los documentos de identidad y las tarjetas sanitarias no eran sino mecanismos de control. Como he dicho en otras ocasiones, una cadena de infinitos eslabones invisibles; por cierto, una de las mañanas de la semana pasada al mirar mi teléfono móvil al levantarme descubrí el siguiente mensaje: “En las actuales condiciones tardaría 14 minutos en llegar a B. (lugar donde trabajo)”; ¿es posible un control mayor? Lógicamente, procedí a anular la localización; pero mi teléfono emite una señal y alguien siempre sabe dónde estoy. Control. Pero no sólo es el control. Hay algo más: las nuevas tecnologías hacen estúpidas a las personas. No sólo generan dependencia (¿quién no ha estado con alguien incapaz de dejar de mirar su móvil cada dos por tres?), sino que debido a la plasticidad de nuestro cerebro (que yo creía conclusa antes de lo treinta años), hacen que nuestro pensamiento se adapte a los modelos con los que trabajamos. Volver tontas a la personas garantiza, sin duda, la posibilidad de controlarlas. Carr nos advierte, de manera amena, de los efectos ya visibles de las tecnologías informáticas.

            Sin duda se trata de empresas que buscan obtener beneficios y, en este sentido, necesitan a consumidores enganchados. Como dijo el primer presidente hispano de la bebida gringa que disuelve la carne: “No se trata ya de que más gente consuma nuestro producto, sino de que los que lo hacen lo hagan con más frecuencia”. Seguro que los dueños de Google o de Apple, por no hablar de Microsoft, piensan lo mismo. Todo esto lo sabemos y, sin embargo, lo aceptamos acríticamente pretextando las ventajas de la tecnologías. Carr nos advierte de nuevo: alguna ventaja hay, pero son muchas más las desventajas: incapacidad para concentrarse no sólo por las continuas interrupciones, sino por los vínculos que nos llevan cual cabras de un sitio a otro sin parar en ninguno; desaparición de la memoria, incapacidad para seguir razonamientos largos, pérdida de tiempo, superficialidad del pensamiento… Cualquier que haya leído los mensajes de Twitter le dará la razón a Carr. Ejemplos: “Buenos días”. “Duchado y a cenar”. “Pal cine”. “Jugando en el ordenador…” Los ejemplos podrían multiplicarse. Sin duda, los adultos, acostumbrados a pensar de otra manera, se expresan con algo más de complejidad; pero nuestros jóvenes o aquellos que sólo leen y escriben con las nuevas tecnologías están, sin duda, alfabetizados digitalmente, pero son analfabetos. No es sólo la lectura en F, sino el soporte. Como dice Carr, internet parece hecho para que no leamos. Se ha hecho para volvernos superficiales.

            Si lo que pienso es cierto, la mayoría de las personas no habrán llegado hasta aquí, pero tal vez si leen esta frase volverán sobre sus pasos por el inmenso placer de llevarme la contraria. Los medios informáticos han añadido un poco de comodidad, pero su invasión no compensa las pérdidas. Quizás es hora de desconectar para volver a pensar. Interné nos vuelve superficiales, nos atonta y nos controla. Antonio solía decirme en broma, pues era un gran amante de los libros y poseía una formidable biblioteca, que lamentaba profundamente el invento de la imprenta, pues le había obligado a leer un gran número de libros perfectamente prescindibles. Ahora, sin embargo, no se trata de eso: el peligro que nos amenaza es perder la profundidad de la existencia, aquello que nos hace auténticamente humanos. Arremetamos, pues, contra la invasión no de las siglas, ¡ay, Dámaso!, sino de la tecnología. Viendo a los jóvenes, sentados sin mirarse mientras teclean mensajes en sus móviles, me siento de una raza en extinción. Muñoz Molina dijo que las lágrimas jamás empañarán la pantalla de un ordenador…

            No soy enemigo de la técnica, porque sería como ser enemigo de la filosofía, de la religión o del derecho: los conceptos son sólo eso y uno no puede emprenderla a golpes con todas las palabras que los sesudos alemanes escriben con mayúscula (el bueno de Savater, que me merece cada vez más respeto, se deslizó durante un tiempo por la pendiente de los sustantivos mayúsculos provocando un jocoso comentario de Carlos Díaz, de quien hace tiempo no sabemos nada); pero sí me parece que ha llegado la hora de oponerse a que las innovaciones tecnológicas invadan nuestras existencias (y nuestros cuerpos, como mostró en su momento un tipo al que sería bueno prestarle más atención, Paul Virilio) sin pasar por ningún filtro crítico salvo el de la rentabilidad y el del control de la población. Interné se ha convertido en un gran policía (véanse las condiciones de privacidad de Google, por ejemplo); pero no es lo peor, porque uno puede correr delante de la policía y puedes ofrecerle resistencia, aunque peguen duro (la policía, como el detergente, siempre pega más duro y se justifica lamentablemente con el monopolio de la violencia por el Estado, con su e mayúscula intimidatoria). No, lo peor es que cortocircuiten tu capacidad de pensar anulando de raíz cualquier oposición: es exactamente eso lo que está haciendo interné con las jóvenes generaciones. Al igual que nosotros, nacidos antes de los ochenta, debimos luchar para liberarnos de los estereotipos que grabó en nuestras mentes la industria gringa del cine (los pobres indios eran malos; los mexicanos, perversos… y el Imperio, Washington convertido en un nuevo Zeus, la salvación), las jóvenes generaciones tendrán que luchar por desconectar si no quieren acabar sufriendo una lobotomía. Sí, claro, exagero; pero, como en ecología, prefiero dar antes mi asentimiento a Greenpeace que a los estados; prefiero sospechar de tantas cosas supuestamente gratis ofrecidas por un sistema que sólo vive de la obtención de beneficios.

            Y una coda sobre los ivúes. La excusa del espacio (hasta Manuel Rodríguez Rivero la usó) es eso: una excusa. Leo en El País:

                   Las tabletas y lectores no son solo soportes, y los libros no son solo contenido. Los dispositivos son una ventana a un ecosistema de contenidos, como lo define Koro Castellanos, de Kindle España [este enlace remitía a una página de publicidad]. Los libros son objetos conectados que se abren otros libros y otros lectores. La experiencia está determinada tanto por lo que aporta el autor como por las posibilidades que aporta la plataforma (subrayados míos).
        (http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2013/10/25/actualidad/1382718498_258312.html)

            Lo dicho: el ivú quiere acabar con los libros y la industria editorial sonríe complaciente, porque hace negocio. Todo es progreso, satisfacción y, arremetamos, completa estupidez. Los usuarios de ivúes (me niego a llamarlos lectores) contribuyen a este asesinato premeditado. Juro odio eterno a las empresas vendedoras de semejantes aparatejos. Los autores no cobrarán más, pero el negocio será pingüe y los usuarios estarán entontecidos. Acabarán con las librerías, con los lectores y, peor porque borrarán todo horizonte de esperanza, con los libros. Por lo tanto, amigos, ¡resistid! Soltad carcajadas de desprecio cuando alguien os hable de los ivúes. Y apagad el ordenador, dejad de leer esto (oh, paradoja) y abrid un libro para perderos en sus bosques: será la única forma que tendréis de encontraros.


            Shalom.

jueves, 3 de octubre de 2013

Jérôme Ferrari

Forte Roma non perit,
si Romani non pereant



            Con todo, incluso el mundo que hizo Dios ha de caer y por eso te creó mortal, dice Agustín en el Sermón 81, 9 (Obras Completas de San Agustín, X, Madrid, BAC, 1983, pág. 465. Tentado estoy de citar todo en latín, pues hoy mismo he oído decir a alguien que se hace llamar profesor que la lengua de la inmortal Roma no sirve de nada, ¡toma andanada! Claro, tampoco sirve Dios, el arte, la felicidad o los valores, pues son frui y no uti; sirva el latín, al menos, para fastidiar a los imbéciles cuyo número, según el propio Agustín, es infinito: Tamen et mundum fecit tibi Deus casurum; et ideo te condidit moriturum). Hace muy poco cité uno de los textos de Jerónimo que más me ha conmovido:

     De pronto vinieron a anunciarme la muerte de Pammaquio, de Marcela, la toma de Roma, la muerte de muchos de nuestros herma­nos y hermanas. Quedé consternado, desconcertado, estupefacto. De día y de noche, no pensaba en otra cosa y me creía cautivo con todos ellos, con esos santos. Anhelaba tener más luz sobre estos sucesos, dividido como estaba entre la esperanza y el desaliento. Me imponía mi parte de cruz por las desgracias del prójimo. Pero cuando se apagó la luz gloriosa del mundo, cuando fue tomada la capital de nuestro imperio, cuando en esa sola ciudad el universos entero y la civilización perecieron, «me callé, me humillé, no podía pronunciar una sola palabra y mi dolor se hizo más vivo; mi corazón se abrasaba y el fuego me inflamaba mientras meditaba» [...].
     No hay nada que no tenga término; los siglos pasados pasaron para siempre y es justo decir que todo lo que comienza debe pe­recer, todo lo que crece conoce la decrepitud y la muerte. No hay obra creada que la vejez no ataque y haga desaparecer. ¡Pero Roma! ¿Quién pudiera pensar que, edificada con las victorias alcanzadas en todo el mundo, se derrumbaría y sería la tumba de los pueblos que ella misma había dado a luz? Todas las orillas del oriente, de Egipto y de África están ahora llenas de sus hijos, fugitivos y esclavos. ¿Quién habría dicho que Belén la santa recibiría cada día, como mendigos, a hombres y mujeres antes nobles y ricos? ¡Ay! No podemos socorrerlos a todos, pero al menos lloramos con ellos y mezclamos nuestras lágrimas con las suyas.

Jerónimo, Prólogo al comentario de Ezequiel, en: Obras Completas, 5a, Madrid, BAC, 2006.

            La Caída de Roma, el saqueo de la que fue primera capital de nuestro Imperio, Roma, por los visigodos encabezados por Alarico el veinticuatro de agosto del 410 (el veintitrés de mayo de 1453 otros bárbaros tomarían la otra capital de nuestro Imperio, la única ciudad que nos quedaba y cuyo resplandor iluminaba todo el Mediterráneo con el brillo de su belleza) fue una tragedia que difícilmente nosotros podernos comprender. El citado sermón de Agustín se escribió poco después de tener noticia de la barbarie, pues ya sabemos cómo se las gastaban los bárbaros (recuérdese lo que hizo el franco Clodoveo a uno de sus muchachos por haberle obligado a compartir un cáliz): los romanos del África debieron quedar aterrorizados ante el hecho de que unas bestias pudieran penetrar en la inexpugnable Roma. El fin de un mundo, que a la vez se vivió como el fin del mundo. Lógicamente, pluvia defit, causa christiani! y Agustín se vio en la obligación de escribir Civitas Dei.


            Algunos siglos después—no demasiados desde una perspectiva que hoy nos supera aún—el escritor francés Jérôme Ferrari ha escrito El sermón sobre la caída de Roma (traducción de Joan Riambau), Barcelona, Mondadori, 2013. Lo primero es ser honrado: un amigo tingitano, cuyo nombre no mencionaré por discreción y no porque no lo merezca, había leído en francés la novela de Ferrari y me la recomendó con un ardor tal que fui a buscarla al día siguiente; pero estábamos a primeros de septiembre y Mondadori no la distribuía hasta finales de ese mes. Esperé con impaciencia y, en cuanto tuve noticia de que había sido puesta a la venta, me acerqué a la maravillosa librería que lleva el primer nombre de Atenea, la compré y la terminé ese mismo día. Doy las gracias a mi amigo de Tingis, porque se trata de una obra en la que merece la pena perderse y a la que habré de volver para disfrutar releyendo algunos de sus pasajes. Lo segundo es una queja: ¡Mondadori! ¡Ojo enfermo!, es decir, tacaño: ¿por qué nos castigas con tan escasos márgenes izquierdos? ¿Por qué usas ese papel abominable, tanto como el de la pobre Seix-Barral, que se nos deshace en polvo entre los dedos? Quousque tandem abutere, Mondadori, patientia nostra? Supongo que es la búsqueda de beneficios y, tal vez, la apuesta por el ivuk (he decidido referirme con este palabro a la barbarie de lo que llaman con desfachatez libro digital; esperemos que evolucione como ivú para hacer el plural en ivúes. Lleve la marca ortográfica de la vergüenza). Sin embargo, ¿no merecemos los lectores que se nos cuide un poco? Las propias editoriales que hacen de la edición sólo un negocio asesinarán con sus estrategias comerciales el amor a la lectura, el placer de sentir en la yema de los dedos el papel y de oír el frufrú de las páginas.

            Sin embargo, sé que mona se queda. Por lo tanto, vamos a lo que realmente importa. Estamos ante una novela que no dudo en calificar de excelente, una obra merecedora de un alto en el camino de la vida: grandes mundos, pequeños mundos… todos pasan. Con una estructura que no se quiere innovadora—desplazamientos en el espacio, pero sobre todo en el tiempo—, Ferrari es capaz de acercarnos a las razones por las que emergen mundos de mundos que se hunden. La danza cósmica de Shiva, que baila y en cada gesto, al destruir su posición anterior, hace sucumbir un mundo para engendrar otro. La sabiduría encerrada en esta visión nos la ofrece El sermón sobre la caída de Roma de manera concreta y palpable en la trayectoria vital de sus personajes; es decir, Ferrari es capaz de darnos un todo en el fragmento de unas vidas, que sólo quedan desubicadas cuando sus mundos desaparecen.

            El arranque de la novela es magnífico:

     Como testimonio de los orígenes, como testimonio del fin, estaría esa foto tomada en el verano de 1918 que Marcel Antonetti se obstinó en contemplar en vano a lo largo de toda su vida para descifrar el enigma de la ausencia.

            El mundo seguirá cuando no estemos: ese mismo edificio, aquella calle, la alcantarilla que pisamos sin darnos cuenta; pero el mundo estaba ya cuando nosotros no éramos aún. Se nos ha dado un tiempo, es decir, un mundo, esto es, una vida; podemos verla crecer como un prodigio pretendiendo ignorar que la alcanzará la decrepitud y la muerte. Macel Antonetti, siempre enfermo, superviviente imposible, siente cómo sus mundos van hundiéndose (hermosa esposa, muerta en África, de la que uno podría enamorarse justo después de leer cómo la describe Ferrari) y encuentra tal vez un placer malsano en ver fracasar a su nieto, al caprichoso Matthieu, en la isla de la que ha huido pero que lleva dentro. El pobre Matthieu, filósofo sin vocación, que se engaña a conciencia, intenta edificar un mundo con su único amigo, Libero, hijo de la isla, también filósofo, pero fracasado. Y contemplan con placer el mundo del que son demiurgos, el paraíso que fabrican (no crean), su sueño realizado: Gratas, Annie, Rym, Agnès, Izaskun, el brutalmente ingenuo Virgile… y Marcel. Su mundo, un pequeño bar en Córcega, se eleva para acabar cayendo hasta la brutalidad más obscena: excelente escena la del final del mundo, cuya noche era tranquila, taladrada por el grito angustiado de Pierre-Emmanuel y la caída de Libero. Ferrari tiene un pulso firme; nos conduce no adonde quiere, sino adonde la vida de los personajes nos lleva: no es una novela tesis, sino un verdadero relato. Una novela teológica, pues, en efecto, no son Dios (y mucho menos Dios), sino dos demiurgos, y ya se sabe que éstos entienden que la materia es mala y niegan así la salvación de la carne. Han dejado atrás, o quizás no han alcanzado, no lo sé, la fe cristiana que ve la carne como irrupción de la gloria. La finitud—el hecho incontestable y escandaloso de que somos mortales y hasta Dios mismo ha pasado por la muerte—no es salvada sino por la belleza, que nos lleva, como Kierkegaard quería, al límite de un abismo, donde está el peligro, y donde nuestra condición finita está instalada. Matthieu no entiende esto (y quizás al fin Judith lo salve llegando desde el pasado); Libero, sí, pero se revela para perecer con el mundo que ha ordenado: el mundo era vencido por las tinieblas y no quedaría nada de él. Como contrapunto, el éxodo de Aurélie, la hermana de Matthieu, cuyo amor, sin embargo, no logrará salvar a Massinissa, reducido a la nada por la burocracia ante la que no cabe rebelión: existir es ser censado, tener papeles, un pasaporte… en un mundo, claro.

            Novela a veces brutal, dura, que no niega la realidad ni traiciona nuestro mundo: no plantea hipótesis, sino nos ofrece personajes vivos, que se rebelan un poco contra el autor, pues ¿no merece Aurélie otro destino? Si todos tenemos lo que merecemos, nadie lo tiene: el mundo es injusto y, sin embargo, salvo que pertenezcamos a la estirpe de Alexis Kirilov o la del hermano de Aliocha, no devolvemos el billete de entrada: nos lo arrebatan al final. El sermón sobre la caída de Roma da que pensar por lo que cuenta y por cómo lo cuenta: por eso es una novela, y muy buena.

            ¿Cuándo sabemos que se hunde un mundo? Quizás sólo cuando naufragamos con él manteniendo la lucidez, terrible, como Libero. Hay un pasaje del Génesis (sin duda un relato etiológico, lo sé) en el que se dice:

ותבט אשׁתו מאחריו ותהי נציב מלח׃
Bueno, el hebreo tampoco debe servir, así que
κα πέβλεψεν γυν ατο ες τ πίσω κα γένετο στήλη λός.
¿Tampoco el griego? El latín, ya lo sabemos:
Respiciensque uxor eius post se, versa est in statuam salis.
¡Al menos el castellano !
Y su mujer [de Lot] volvió la vista atrás y quedó convertida en columna de nada (elijo una traducción poco usual para στήλη ἁλός pegándome al hebreo נציב מלח. Acostumbra a traducirse por estatua de sal.).


            Quizás sólo cuando giramos nuestro rostro y contemplamos la desolación de lo que fue, como la mujer de Lot, se acabe un mundo dejándonos a nosotros fuera del tiempo, pero no en la eternidad. Quien se vuelve al pasado, ¿acaso no queda destruido y se convierte en señal de la nada de un mundo inexistente? No me refiero a la memoria (dejemos para mejor momento al Leteo), sino al empeñarse en vivir lo que no es, en volverse hacia atrás y recuperar lo que fue: οὐδεὶς ἐπιβαλὼν τὴν χεῖρα αὐτοῦ ἐπ᾿ ἄροτρον καὶ βλέπων εἰς τὰ ὀπίσω εὔθετός ἐστιν εἰς τὴν βασιλείᾳν τοῦ Θεοῦ (lo digo así por fastidiar a todo aquel que desprecia lo que desconoce, conste; quien no se lo merezca que lea nadie que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás es digno del Reinado de Dios). Todo se está acabando siempre (esperemos, entonces, que el acabarse conozca también su término) incluso antes de comenzar. El insoportable Bécquer decía: nacer es morir. ¿No es todo esto la experiencia judía y cristiana del tiempo? No hay Gran Año, no hay Akitû, no hay ἀναγκή: la finitud no se salva con su incesante retorno; pero el precio que pagamos por semejante libertad es la finitud concreta (sí, a Virgile con la navaja en la mano). A veces he pensado, casi de forma blasfema, que semejante libertad, tan en la raíz de lo que existimos, es una forma de venganza, pues elegirás mal, y ya has elegido. Sin embargo, ¿no es ésta la única forma de amar la carne? Hay un hermoso verso de Carlos Marzal:

Puestos a suponer, el único consuelo
consiste en apuntar a lo imposible,
consiste en apostar
                            por lo absoluto.
(de Resurrección, en Metales pesados).

            Sí, quizás Matthie y Libero también quieren que se restituya su carne. Yo quiero que se restituya la de quienes amo y tal vez por eso, por el deseo, creo en lo imposible, que no es absurdo, sino hermoso. Los mundos sucumben porque dejamos de amarlos (es decir, la vida duele más sin huisqui).

            Durante años mantuve una conversación con algunas personas, vamos a llamarlos amigos, sobre dónde estaban los bárbaros. Y no éramos capaces de encontrarlos (pese a la cantidad de gente brutal que habitamos en nuestro mundo). Zubiri nos dejó dicho: los griegos somos nosotros, y yo siempre me he sentido un poco bizantino, lo confieso, porque prefiero discutir sobre el sexo de los ángeles a blandir una herrumbrosa lanza que hiere la gloriosa carne humana. Leyendo a Ferrari he pensado que nosotros somos los bárbaros, nosotros penetramos en nuestros mundos, como Libero, y los destruimos con minuciosidad.

            Leamos, pues, El sermón sobre la caída de Roma con detenimiento; volvamos a la novela, que fue premio Goncourt, y detengámonos en el abismo del poniente: nosotros hemos nacido en el lugar en el que se pone el Sol; por eso arrastramos una nostalgia infinita. Odiseo regresó a su patria; Abraham no lo hizo. En ese filo se mueve con maestría Ferrari, pues quizás Matthieu cree regresar, pero Libero sabe que es imposible. Leamos también Metales pesados.

            Hay grandes mundos y pequeños mundos. Todos son demasiado frágiles, pero no podemos traicionarlos; quizás su belleza nos parezca frágil y fugaz, pero es lo único que puede salvarnos. Dios mismo se ha marcado por una fragilidad infinita y hecho carne se hizo tiempo, existencia. Quizás un leve giro de cabeza sea suficiente para alcanzar el fin, pero lo que es ha sido preservado por la belleza. En el fragmento contemplaremos la faz del todo.

            Shalom.