viernes, 26 de julio de 2013

Veranos, 3

El dios que baila

III. ARTE / 1



            Por diferentes motivos llevo meditando sobre arte algunos días. Comprendo que a estas alturas de la historia más de uno se sorprenda al ver juntos en la misma frase un sujeto como yo, el sustantivo arte y el verbo meditar; pero pido un poco de paciencia para ver cómo no llegamos a nada y, así, el camino hecho en vano quizás nos haga algo más libres (empleo aquí el famoso argumento enunciado por el filósofo polaco fallecido en el 2009, especialista en marxismo primero y más tarde en lógica, L. Kolakowski, que me robó el título del único libro que yo me hubiese atrevido a publicar en vida: Por qué tengo razón en todo. Se trata del argumento del cuerno de la abundancia y se enuncia como sigue: hay argumentos disponibles para cualquier cosa que uno quiera demostrar). Bueno, pues me ha dado por meditar sobre arte. En esto tienen mucho que ver algunas lecturas y relecturas que vengo haciendo desde hace unos meses. Como decía magníficamente F. Ibáñez en una de sus tiras cómicas, increíble, pero mentira. Así, hay veces que prefiero con toda claridad el consejo del Coro sobre Sócrates en Las ranas que la seductora voz del propio hijo de la partera:

Χορός

μακάριός γ᾽ ἀνὴρ ἔχων

ξύνεσιν ἠκριβωμένην.
πάρα δὲ πολλοῖσιν μαθεῖν.
ὅδε γὰρ εὖ φρονεῖν δοκήσας   
πάλιν ἄπεισιν οἴκαδ᾽ αὖ,
ἐπ᾽ ἀγαθῶ μὲν τοῖς πολίταις,
ἐπ᾽ ἀγαθῷ δὲ τοῖς ἑαυτοῦ
ξυγγενέσι τε καὶ φίλοισι,
διὰ τὸ συνετὸς εἶναι. 
χαρίεν οὖν μὴ Σωκράτει
παρακαθήμενον λαλεῖν,
ἀποβαλόντα μουσικὴν
τά τε μέγιστα παραλιπόντα
τῆς τραγῳδικῆς τέχνης.   
τὸ δ᾽ ἐπὶ σεμνοῖσιν λόγοισι
καὶ σκαριφησμοῖσι λήρων
διατριβὴν ἀργὸν ποιεῖσθαι,
παραφρονοῦντος ἀνδρός.

[Feliz el hombre que posee
una inteligencia exacta.
Es capaz de enseñar con muchos argumentos.
Pues éste, por mostrar que es sensato,
volverá de nuevo, además, a su casa,
para bien de sus conciudadanos,
para bien de sus parientes y amigos,
por ser inteligente.
Es agradable, ciertamente, no parlotear
sentado junto a Sócrates,
rechazando el arte de las Musas.
y descuidando lo más grande.
del arte trágico.
Pero, el perder el tiempo
en discursos pomposos
y en parloteos de bagatelas,
es propio de un hombre insensato.
Trad. de José García López]

            Tal vez para hablar de arte hemos de evitar parlotear junto a Sócrates, porque hay que asomarse al abismo del exceso, ése que el Demiurgo rehúye por conservar el orden guardado con mano de hierro por los filósofos. En este sentido, el teólogo está más cerca de Aristófanes que de Platón. Esto a algunos puede parecerle un disparate, pero me resulta curioso que empezase a tachar la palabra arte inmediatamente después de la palabra Dios, pretendiendo expresar una diferencia (alguno diría diferancia) con los conceptos al uso en la sociedad tardocapitalista. Quizás el único matiz es que, con el uso, Dios ha podido ser usado como nombre propio, pero arte aún no.



            Entre los libros que he estado leyendo, además de algunas monografías que publica con acierto la editorial Casimiro (¡qué curioso Alvar Aalto! ¡Mira que negarse a mirar a El Escorial!), he vuelto a leer, en una nueva edición, a Ernst Fischer, La necesidad de arte, Barcelona, Península, 2011. La edición anterior era del año 1967 y debe andar perdida por ahí; a veces me sucede: he buscado en la librerías en las últimas semanas el libro del que fuera alcalde de Venecia, Massimo Cacciari, El dios que baila, Buenos Aires, Paidós, 2000. Está agotado, pero he aquí que, precisamente buscando el Fischer, he ido a dar con el Cacciari en mi biblioteca. Está leído, subrayado, anotado desde el año… ¡2002! ¿Qué le pasa a mi memoria? Se me ha olvidado. También he leído, con placer, el último libro del historiador británico, de origen judío y comunista, Eric Hobsbawm, Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX, Barcelona, Crítica (es decir, Planeta), 2013. Y me espera sobre la mesa Will Gompertz, ¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos, Madrid, Taurus (es decir, Santillana), 2013. Además, he estado con charlando con Rothko, Ribera y otros amigos entre los que también contaré a Chagall, Schiele y, por supuesto, Klee.

           
Pero comenzaré recordando a José E. Auñón, un tipo de apariencia deslavazada, pero encantador, con cara permanente de despiste, y con quien jugaba al ajedrez cuando los tiempos eran otros. Sostuve con él, en presencia de otros compañeros, una discusión sobre el arte contemporáneo (designábamos con esta palabra al que se hizo tras la Segunda Gran Guerra). Sostuve que el arte era un lenguaje, y un leguaje universal. El accedió a esta definición con el buen talante que lo caracterizaba y, como de costumbre, se llevó la mano a la barba, aún negra, inclinó la cabeza y expresó alguna duda sobre la idea de universalidad. Esto me lleva a recordar otra discusión (hay quien estima que soy un ser polémico, pero se equivoca y estoy dispuesto a discutirlo el tiempo que haga falta) algunos años antes con otro compañero cuyo nombre he olvidado en un instituto de cuyo nombre no quiero acordarme. En este caso yo había sostenido públicamente que los símbolos no eran convencionales, como los signos, y que eso les otorgaba universalidad. Él me replicó que lo único universal era la naturaleza y en consecuencia como evidentemente los símbolos pertenecían al ámbito de la cultura no podían ser universales. Yo (educado en la escuela de Munz, Balthasar, Bachelard, Eliade, Ries, pero también lector voraz de Kerényi y de Blumenberg) estaba ya decidido a nos distinguir, al menos de manera absoluta, cultura y naturaleza y pensaba, más bien, que la naturaleza humana es cultura, pues es un animal no fijado, y que por tanto en la misma cultura accedemos a la universalidad. Mi joven compañero, pero conste que yo era más joven, no había pasado por Hegel. Todo es cultura (conozco el proceso lógico subsiguiente, ¿vale?) y la cultura es el ser humano en la historia: el símbolo nos facilitaba el acceso, creía entonces como ahora, a lo humano en el hombre.

           
Lógicamente, mi comprensión del arte es simbólica. De hecho, el arte como fenómeno es muy reciente, como lo son la religión y la filosofía… Desde hace unos siglos nos hemos acostumbrados a ver la realidad desde el prisma de nuestra fragmentación que acabamos identificando sin más con la realidad. Esto error ha llevado, a mi modesto juicio, a la fragmentación de lo humano y a toda esa jerga de las dimensiones de la que Adorno se quejaba con tanta razón. Porque el arte es un lenguaje universal—en el espacio y en el tiempo—pueden seguir las obras de arte parietal comunicándonos significados no aprehensibles de otra manera y en razón de esa universalidad un creador puede dirigirse sin miedo a las generaciones futuras. En otras ocasiones he hablado de Miguel P. del Valle, a quien tantísimo debo. En sexto nos daba Historia del Arte y gustaba formular preguntas retorcidas; imaginábamos que algún día nos preguntaría sobre la influencia de Picasso en los creadores de Altamira: no sabíamos que con semejante broma enunciábamos una verdad, pues hoy sé que la influencia es patente. Quizás por eso toda gran obra de arte sea una botella lanzada al océano de los tiempos. Los buenos marxistas ortodoxos (que gozaron de enorme prestigio, no debe olvidarse) siempre han andado preguntándose por la necesidad del arte pues no entendían el, por decirlo así, sobrepotenciamiento (perdón por el palabro) que el arte ofrecía a la realidad. No se daban cuenta de que no hay nada más real que el arte.

            Bastantes incoherencias he dicho como para seguir escribiendo hoy. Otro día será.

            Shalom.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

El dios que baila... no baila solo: ¿es eso?

Anónimo dijo...

No sé si es bueno asomarse al abismo de los excesos, yo, como el Demiurgo, busco el orden y el equilibrio. Como siempre, gracias por sus recomendaciones.

Un abrazo