lunes, 17 de septiembre de 2012

Jorge Juanes


A MORO MUERTO, GRAN LANZADA



            No sabía si traerlo a la gacetilla o dejarlo ahí, en el descanso de los anaqueles de mi biblioteca. Theodor W. L. Adorno ha sido siempre para mí, como sabe cualquiera que haya seguido mis torpes pasos, un referente tanto por su modo de hacer filosofía como por su itinerario personal pues en medio de numerosas vacilaciones fue capaz de culminar una obra abierta, pero coherente. Y en una época de nueva obscuridad, como hubiese dicho Hannah Arendt, en la que lo valioso acaba identificándose sin más con aquello que es objeto de propaganda, tuvo el coraje de decir “no” ante muchas propuestas artísticas aun corriendo el riesgo de quedarse, como le sucedió en sus años finales, solo. Por eso, cuando un amarillo en un fondo azul sobre una partitura de Schönberg  se me apareció en los expositores de una librería no pude sino tomarlo y abrirlo; eché un vistazo al índice, leí apresuradamente un par de párrafos, fui a la caja, pagué y me fui. Se trataba de Jorge Juanes López, T. W. Adorno. Individuo autónomo-arte disonante, México, Libros Magenta, 2010 [1]. Una obrita de poco más de ciento treinta páginas, que se lee bien (y Adorno nunca fue de fácil lectura, pues creció en la escuela de Hegel), a veces sorprende y en muchas más decepciona profundamente. Y lamento decirlo.

            Comenzaré diciendo que no tenía el placer de haber leído nada de Jorge Juanes López, cuya fotografía reproduzco a la derecha [2]. Ahora sé que es investigador y profesor de la BUAP (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla). Ha publicado numerosos catálogos y un buen número de libros: Hegel o la divinización del Estado; Walter Benjamin, física del graffiti; Goya y la modernidad como catástrofe  y otros muchos. Se ha especializado en crítica de arte y en la modernidad. En unas semanas impartirá un curso en el Centro de Arte San Agustín titulado El Arte y la estética en el cambio de siglo; suena interesante, no cabe duda (pese al uso de esa germánica A). Mi desconocimiento de su obra me situaba, como poco, en la posición de emitir un juicio—usaría la palabra dictamen si la mayoría la entendiese rectamente—benevolente teniendo en cuenta, además, mi inclinación favorable hacia Adorno. De hecho, comencé la lectura con interés. Subrayé, tomé algunas notas y escribí, como acostumbro, en los márgenes. Una primera sorpresa poco grata fue la peculiar forma de citar las obras de Adorno válida sólo en el caso de que uno se las hubiera aprendido de memoria, pues en casi ningún caso cita la procedencia (no vayamos a pedir ni la edición ni la página). Cabe suponer, siendo bienintencionado, que cita según la edición española de las obras completas publicada por Akal, editorial a la que debemos estar agradecidos aunque sólo fuese por esto. Resulta si no imposible, un trabajo excesivo ir a comprobar las citas con la sana intención de encontrar el contexto original de las mismas. También me sorprendió encontrar numerosos lugares comunes propios de la gente que no piensa y, para colmo, usados para criticar a Adorno. Sin embargo, lo peor fue un quizás inconsciente ajuste de cuentas, poco caballeroso, con el filósofo de Fráncfort. El final del libro da testimonio de ello; pero Adorno se merece otra justicia que ésta. Claro que Jorge Juanes López no es Leibniz. La actitud del profesor mexicano explica el título de esta entrada, pues hoy resulta muy fácil—y poco digno—arremeter contra Adorno cuando ya no tiene ninguna posibilidad de defenderse. La crítica es justa y necesaria, pero no la puñalada trapera. Sin embargo, como ni quiero ni puedo juzgar intenciones, prefiero suponer que la constancia penosa que dejó aquí es fruto del entusiasmo poco reflexivo sobre el arte, incapaz de distinguir entre juicio filosófico y persona. De todos modos, el sarcástico autor de La jerga de la autenticidad hubiese replicado con humor.

            La obra trata de ser un recorrido por el pensamiento estético de Adorno, aunque el lector ignora si se ha seguido un criterio cronológico, genético o, sencillamente, se ha tratado la obra adorniana como un todo sin meterse es ulteriores distinciones. Esto no sería malo, conste. T. W. Adorno. Individuo autónomo-arte disonante se divide en once capítulos a los que se deben sumar el prefacio y la bibliografía final (curiosa la escasa presencia de alguien como Horkheimer que compartió parte no desdeñable de su itinerario vital con Adorno): Dialéctica de la Ilustración; Kafka, las sirenas que callan y la literatura en un mundo sin sentido; T. W. Adorno, Walter Benjamin: reproductibilidad técnica e industria de la cultura; de Bach a Schönberg, el camino hacia la música disonante; Adorno como consejero secreto del Doctor Faustus de Thoman Mann. Schönberg monta en cólera; dialéctica negativa; Beckett: ¡Basta ya!; teoría estética. Diferencia del arte, diferencia de la forma; arte, progreso, resistencia a la política de los políticos; arte y expresión. Solidaridad con el dolor, desconocimiento del placer; Adorno en el debate de las vanguardias artísticas.

            Utiliza el autor la expresión “idea tradicional del arte” en varias ocasiones; pero yo, una persona que no sabe demasiado de nada de esto, no alcanzo a entender a qué se refiere y lo admito con rubor: ¿a la conceptualización escolástica? ¿A la forma que el arte alcanzó en el Renacimiento italiano? ¿A las observaciones de Pascal? ¿A las de Kant? ¿Quizás a las de Kierkegaard? ¿Al maestro Hegel? Ya que hablamos de Adorno no será malo citar el inicio de su Teoría estética:

Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia (Madrid, Taurus, 1980, pág. 9).

Pues no me parece que se puede hablar sin ningún matiz de una idea tradicional de arte, salvo como lugar común usado para condenar a los que no comparten determinadas categorías. Hay, como parece evidente, una comprensión popular del arte como pura copia de la naturaleza, pero de ninguna manera es una idea tradicional. La falta de reflexión sobre esta cuestión lastra la obra, pues no se sabe bien a qué blanco apuntan ciertas críticas.

            No se puede, por otra parte decir: “Los disparates de Adorno sobre Nietzsche emulan a los propalados por Heidegger en la obra que le dedica (Nietzsche I-II). Ninguno de los dos entiende el significado de voluntad de poder y de eterno retorno de lo mismo” (pág. 111). Afirmación ésta que sólo tendría como disculpa no haber invertido el tiempo suficiente en la lectura de Adorno y de Heidegger. No seré yo—tampoco tiene necesidad él—quien defenderé al filósofo de la cabaña, pero Nietzsche ha quedado como un hito en la interpretación del filósofo de Röcken; pero, sobre todo, afirmar que el eterno retorno abre mundo y da lugar a lo inesperado es no haber entendido absolutamente nada ni de la letra ni de las intenciones nietzscheanas. Porque, precisamente, el eterno retorno de lo idéntico ciega toda transcendencia (contra este pozo ciego se revolvieron en verdad Adorno y Horkheimer) y cualquier experiencia estética que le siga [3]. El capítulo “arte y expresión” está plagado de lugares comunes; en realidad aparecen a lo largo de todo el libro: desde la acusación de elitismo que se formula contra Adorno hasta la manera de entender a Mann o a las vanguardias. Acusaciones de eurocentrismo o patriarcalismo dicen realmente muy poco de quien las formula; pero si se me permite dará un paso más para observar que el autor parece preso de la catalogación e interpretación  gringa del arte y de la modernidad (el MOMA fundamentalmente [4]). Quizás los capítulos dedicados a la música resulten los más interesantes y en ellos encontramos, por fortuna, algún material para pensar.

            Como muchos modernos, el autor denosta cualquier sentido, aunque supongo que no rechazará el sentido que rechaza el sentido; pues, como enseñó Kolakowski, si no hubiese un sentido, ni siquiera podríamos pensar en el absurdo. Ésta es la razón por la que malentiende el concepto de totalidad implicado en la interpretación adorniana al que nadie podrá acusar de haber sido insensible a la historia de sufrimiento. Es posible que yo tenga mi interpretación del asunto, que pasa por aceptar la materialidad como algo significativamente dado a lo que el artista debe prestar atención; por eso, más que de creación, tengo para mí que el arte puede entenderse mejor desde las categorías de revelación-desvelamiento y providencia, por cuanto que saca a la luz significados reales del mundo transformándolo (sin reducirlo, sin someterlo a un mero estar-a-mano-para) y cuidando de él; la obra de arte provoca así un verdadero cambio en quien lo contempla de modo que lo realmente es importante es cómo interpreta la obra nuestra existencia personal quedando en un lugar secundario nuestras opiniones sobre ella. No es mímesis, sino cuidado [5]. Por eso, el arte (y no el Arte) se ubica en los antípodas de un mundo clausurado cabe sí mismo: en la grieta de la transcendencia. Y aquí es donde emerge la totalidad precisamente como exigencia de la finitud real, pues Jorge Juanes piensa ya desde el mundo fragmentado y, por ello, no es capaz de entender que el arte es ese otro modo que nos ofrece el todo en el fragmento. Esta visión exige, desde luego, superar la visión del arte como fin en sí mismo, como si una parcialidad tal lo pusiese a salvo. El paso atrás, muy heideggerianamente, y la esperanza (Bloch ausente) son necesarios para comprender nuestro mundo, ése donde el arte nos ofrece un más allá que rompe la clausura del mundo.

            Shalom.

[1] Hago constar que prefiero abreviar el nombre Theodor como Th. y no como una simple T. Por una razón semejante prefiero escribir Fráncfort a Frankfurt, aunque sea ésta la forma que se impone en la actualidad gracias a nuestros queridos y respetados analfabetos, los periodistas.

[2] Ciertamente, él hubiese preferido verse ubicado a la izquierda. Valga como venganza por el final mezquino al que me referiré.

[3] El uso de el concepto de anagké que Jorge Juanes hace en la pág. 113 implica, sencillamente, que no lo ha entendido.

[4] De esto ya he hablado en otros lugares; pero conviene no olvidar que el Departamento de Estado gringo (vamos, su ministerio de Asuntos Exteriores) apoyó económicamente las investigaciones que presentaban al arte desembarcando tras las Segunda Gran Guerra en el País Sigla para instalarse definitivamente en él. Y aquí el nombre de Duchamp, pero ¡basta!

[5] Y me parece posible desde ahí apuntar la importancia del vestido, del gesto (de eso que suele llamarse moda) por cuanto desvela significados que están latentes en nosotros como posibilidades. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Karl Ove Knausgård


COMPLEJO DE EDIPO



            Hace bastante tiempo que no me acerco a la gacetilla para escribir [1]. No ha sido, gracias a Dios, por falta de lecturas; tampoco porque me haya abandonado de repente el interés por escribir, pues lo he hecho. Si hubiese de dar una razón (y no tengo ninguna obligación) sería precisamente la falta de razones, pues en un pesimismo sensato no entiendo qué aportan mis pobres comentarios al caudal de la cultura, enferma desde hace mucho tiempo. Quizás sólo sirvan para incrementar unas décimas la fiebre. Sin embargo, como además de una caña pensante soy un tipo contradictorio [2], retomo la gacetilla aunque desconozco el ritmo que seré capaz de imprimirle.

            He leído este verano algunas obras interesantes; otras, menos, y finalmente guardaré un escrupuloso silencio sobre las malas. Quiero empezar hablando de un libro al que pude acceder por un favor a principios de agosto, pues debía ponerse a la venta sólo a partir de septiembre (mes que consta como fecha de edición). Se trata de la novela, si es tal, del noruego Karl Ove Knausgård, La muerte del padre, Barcelona, Anagrama 2012. Desde luego, no tenía yo el placer de conocer al autor noruego, pero la fotografía de la portada, una vez más, y el retrato del autor me llevaron a buscar el libro. El retrato me recordó, quienes tenga mi edad lo recordarán borrosamente, a las marionetas que protagonizaban un serie espacial: mandíbulas cuadras y grandes ojos que se movían con premeditada lentitud. La fotografía de la portada, alegre antes de sumergirse en la obra y que deja un extraño amargor en los ojos al final, reproduce al padre de Karl Ove con sus dos hijos sentada en una roca en una mañana luminosa de verano. Esto es una conjetura, pero las ropas ligeras invitan a sacar esa conclusión, pues no me imagino a nadie en Noruega con mangas cortas en pleno invierno.

            Karl Ove Knausgård, nacido en 1968, no es un autor menor; aunque tengo para mí que el ojo editorial (¿a quién pertenece Anagrama?) ha visto el filón de la literatura de los países nórdicos. El curso pasado leí sin demasiado provecho la obra de la danesa Janne Teller, Ven, Barcelona, Seix Barral, 2012. Lo adquirí por la frase impresa en la portada: Se puede sobrevivir a lo que los demás te hacen, no a lo que tú haces a los demás”.  Es verdad que la fotografía de la autora me resultó atrayente, pues aparecía una mujer guapa con una mirada interesante (eso explica que ponga también su fotografía), pero no fue decisiva. Supongo que vendrán nuevas novelas frías en la medida en que la moda escandinava se extienda como una Ikea de la literatura. Al menos, es una ventaja, los libros vienen montados. Karl Ove ha escrito otras novelas (Fuera del mundo, Un tiempo para todo) por las que ha recibido varios premios. Tampoco me parece muy extraño, aunque sólo sea porque no debe existir un número excesivo de escritores en noruego. La muerte del padre es, se nos dice en la solapa, la primera de una serie de seis novelas tituladas Mi lucha (título que se me antoja, sin que llegue a ver con nitidez la causa, poco deseable.  En noruego es Min Kamp, que me suena de algo…). Los críticos europeos se han deshecho en recensiones favorables: hay desde quien lo ha comparado a Proust hasta quien habla de “un proyecto demencial”.

            Lo primero que debo decir es que el libro se deja leer muy bien y que sus quinientas páginas no se hacen largas. Aún más: desearía haber proseguido con la lectura del segundo volumen de inmediato; pero como todo el Universo sabe, mi conocimiento de la lengua de Ibsen es menor que cero. Por lo tanto, se trata de un libro que se lee con placer (al que, pese a pequeños deslices casi imperceptibles, no es ajena la labor de los traductores, Kirsti Baggethum y Asunción Lozano). Nadie con buen gusto (es decir, un número bastante limitado de personas) que se sumerja en La muerte del padre sentirá rechazo, aunque es posible que la experiencia le provoque algún cansancio (y no sólo por los apellidos impronunciablemente noruegos). Debo decir también que no soy capaz de asignar a la obra un determinado género literario; pues si bien se presenta como una ficción, el estilo es propiamente el de unas memorias y puesto que los personajes son reales, parece que no estamos propiamente ante una novela, sino más bien ante una biografía novelada. Sin embargo, no pondría la mano en el fuego.

El autor narra su vida en una obra hecha mediante mordiscos temporales, pues nos lleva desde su infancia hasta, precisamente, la muerte del padre, alcoholizado y víctima de un proceso de autodestrucción. Así, llevándonos de un tiempo a otro, no sólo construye un relato que mantiene su interés, sino en el que las digresiones de índole filosófica y hasta religiosa son oportunas y no merman en nada el interés del relato; al contrario: contribuyen a mantenerlo.

            Sin duda, hay nostalgia por el hogar perdido, la infancia, un tiempo en el que la inocencia nos hacía ver el orden del mundo y su justicia no sólo como inevitables, sino sobre todo como una realidad buena y deseable. Semejante orden se desmoronada—el autor lo hace ver con increíble acierto—en la adolescencia cuando la búsqueda de la identidad se confunde con la negación de las dependencias. Hay también en La muerte del padre mucho sentimiento poético, no poesía, y  una manera extrañamente hermosa de expresar sentimientos. Esto quizás se deba a que nuestro autor proviene de otra cultura, una en la que la sensibilidad salvaguarda con delicadeza la intimidad personal. He encontrado mucho pudor en la novela y digo esto en el primer sentido de la palabra: se habla con honestidad y veracidad. Aunque menos joven que el autor (lo digo así para evitar la palabra mayor), me he sentido identificado con muchas de sus experiencias. Espero con alguna impaciencia las próximas entregas de Mi lucha. Que estas palabras hayan dejado de resultarme repelentes es para alguien como yo un mérito no menor de la obra. Además, ¿no tenemos todos que rendir cuentas al recuerdo de nuestro padre?

            Debería hablar ahora de otros libros leídos, algunos con un retraso notable (confieso que he leído ahora Doktor Faustus), otros bastante pesados… Pero he cumplido mi promesa y, además, he escrito más de mil palabras y no quiero ser más pesado.

            Shalom.

[1] Nombre que me parece más adecuado que el de bitácora, cuyas hermosas resonancias prefiero dejar para el mundo de los marinos por el que—todo el mundo lo sabe—siento un enorme respeto. Por otra parte, blog* es una palabra que por ahora prefiero evitar, al menos al escribir, aunque la Academia acabe por admitirlo (aparecerá, de hecho, en la nueva edición del DRAE), pues el plural debería ser “blogues” y, claro, nadie lo usará. De nuevo, a causa de una aceptación poco crítica del imperialismo lingüístico anglosajón, veremos cómo se acaba admitiendo blogs* como forma usual de la misma manera que ha terminado haciéndose habitual el plural zigzags, que ha sido aceptado por la Academia.

[2] Una maravillosa persona me dijo que digo una cosa para hacer acto seguido la contraria.