miércoles, 28 de abril de 2010

Régine Pernoud.


LEONOR DE AQUITANIA

            La Edad Media ha tenido mala suerte desde que existe como tal, es decir, desde que  fue inventada por los que, sin conocerla, la detestaron. Su mismo nombre fue una forma de denigrar a los siglos que, supuestamente, suponían una época de oscurantismo entre la gloriosa Antigüedad greco-latina y el sublime Renacimiento. Porque ¿qué son mil años? La difamación, esa hija de la Ilustración, conoció su réplica en el romanticismo. Todavía recuerdo mi emoción al leer en una de aquellas ediciones baratas de la editorial Bruguera*, que se vendían en los quioscos, una obra inconclusa de Novalis, Enrique de Ofterdingen, romanticismo en estado puro. Poco tiempo después leí La muerte del rey Arturo... Sin que yo sepa demasiado bien cómo surgió, con los años el Medievo fue interesándome cada vez más: primero en un ámbito puramente teológico y filosófico (el bueno de Gilson); después en el literario. Sin embargo, han sido los ensayos históricos los que más me han entusiasmado. Harto de la imagen generalizada de la Edad Media, acabé por darme cuenta de que, una vez más, los agrimensores (en este caso de la historia) habían hecho de las suyas equiparando épocas que tan diferentes como el siglo VII y el siglo XIV. En todo esto hay mucho del amor a Bizancio que me inculcó Miguel Pérez del Valle; aún lo recuerdo en clase de Historia el Arte—yo tenía entonces quince años recién cumplidos—alzando aparatosamente las manos ante un comentario de nuestro libro de texto, que calificaba a la cultura bizantina de “decadente”. Sí, una decadencia que dura mil años... Lecturas de Chetién de Troyes, Mío Cid, Cantar de Roldán, pero también de Gonzalo de Berceo, del Romancero y, ¿cómo no?, de Jorge Manrique. Allá por 1974 andaba yo leyendo Los Milagros de Nuestra Señora en una edición de Austral poco lustrosa que me había prestado Joaquín Herrera. Leía al clérigo con entusiasmo (más por estar leyendo al mismísimo Berceo que por la obra) y mi tutor me lo reprochó: ¿Por qué no hacía como todos y leía La vida sale al encuentro o El diario de Daniel? Lógicamente, leí estos dos libros, pero no fue nada comparable a la catarsis que me provocó, sin que yo tuviera noticia consciente, Berceo.


            Con los años he seguido leyendo ensayos sobre la Edad Media; aprendí que hay dos versiones más o menos antitéticas: una Edad Media desde los infiernos—Le Goff—y una Edad Media desde las alturas—Genicot. Lógicamente, es obligatoria la lectura de G. Duby, de J. Flori, aunque éste sea un poco más moderno, y de los magníficos estudios de M.-D. Chenu, que Le Vrin sigue editando. La imagen que del Medievo nos ofrece hoy la investigación está mucho más matizada y, aunque no se ha liberado de todos los estereotipos, nueva. Quien hay visitado en París el Museo Cluny** (Musée National du Moyen Age), aparte de impresionado, tendrá conocimiento de lo poco que se ha salvado**, pues ¿qué queda del París Medieval? Los periodistas—una de las pestes modernas—siguen usando tan alegre como estúpidamente su incultura histórica para extender prejuicios a través de los todopoderosos medios de manipulación de masas.


             El libro del que quiero hablar es: Régine Pernoud, Leonor de Aquitania, Barcelona, Editorial Acantilado , 2009. Traducción (magnífica, por cierto) de Isabel Riquer. Acantilado ya nos tiene acostumbrados a no avisar de que, en ocasiones, reedita libros ya traducidos. Leonor de Aquitania es uno de estos casos, pues había sido publicado previamente en 1969 por la Espasa-Calpe. Estamos ante un recorrido fantástico a través del apogeo de la Edad Media si es que cabe hablar de tal manera. La autora es una famosa mediavalista que, entre otras cosas, fue conservadora del Museo de Historia Francesa. Nacida en 1909, y fallecida en 1998, pertenece a la generación que consiguió cambiar la manera de mirar el Medievo—la misma a la que me he referido más arriba: Duby, Le Goff, Flori, Genicot... De hecho, una de sus obras más conocidas, editada en español por José J. de Olañeta, es Para acabar con la Edad Media; en esta obra se proponía acabar con los estereotipos al uso: oscurantismo, brutalidad, marginación absoluta de la mujer... Esos lugares comunes y falsos (pues que algo sea un lugar común no implica per se su falsedad) siguen funcionando hoy: la lectura de Leonor de Aquitania puede ser un buen antídoto.



            Recorre Pernoud la casi totalidad del siglo XII, pues nace hacia el 1122 y muere a comienzos del siglo XIII. Vivió, pues, la época del apogeo del feudalismo. Personajes de vida apasionante—y que marcaron profundamente el devenir de Europa—van apareciendo a lo largo de las páginas: desde el abuelo de Leonor, aquel Trovador llamado Guillermo, hasta Juan Sin Tierra***. Los personajes están perfectamente recortados sobre el fondo de la época, que está pintado con la maravillosa precisión de un flamenco: brillan los colores, son negras las sombras sobre las que destacan la reina, sus esposos, los prelados, trovadores y pajes; vemos al pueblo vivir y celebrar, que no es poco. La biografía es un género difícil incluso ante personajes de inmensa talla****; Regine Pernoud consigue lo imposible: meternos de lleno en el siglo XII. Escuchamos los cascos de los caballos sobre las piedras de París, el crujido de las ruedas en Londres, el batir del viento golpeando las velas de las naves que cruzan el Canal, las voces susurrantes en los monasterios y, en ocasiones, los gritos de guerra. Nos llega nítida la voz de Leonor: la imaginamos dulcemente firme. Todo esto, sin embargo, no elimina para nada el crudo realismo de esta biografía: nada de exaltación, sino mesura en los juicios. La leyenda ocupa su lugar justo, es decir, el que tuvo en su época, pues también las leyendas forman parte de la historia y prescindir de ellas es una forma de hacer irreconocibles las mentalidades. Por la misma razón cada capítulo comienza con una citas literarias de la época; emanan éstas un extraño sentido poético, amoroso, el que tuvo la lengua de Oc.

            Si hay hojas que fueron libros y libros que fueron vidas, Leonor de Aquitania es una vida hecha libro. La personalidad exultante de Leonor es el hilo conductor que nos guía por una época apasionante. Merece la pena dedicar algo más de un rato a leer este libro, algunos de cuyos capítulos están destinados, sin duda, a una relectura más reposada a la luz de una chimenea when I´m sixty four, pues no en vano Leonor estuvo casada también casada con un inglés, angevino, pero inglés.

*A esta editorial le debo muchos de momentos felices de mi infancia. Recuerdo mi nerviosismo esperando recibir la paga semanal. Con ella me lanzaba como un rayo, con azogue que diría un cordobés, al quiosco de la esquina para comprar Pulgarcito, DDT, Mortadelo y las historias de El Capitán Trueno. ¿Quién de mi edad no recuerda 13 Rue del Percebe o a Sir Tim O´Teo, de nombre más gaélico que inglés. El intachable mayordomo pedía un aumento de sueldo a lo que  Sir Tim respondía: “No”, pero el mayordomo le daba las gracias; sorprendido, el señor le preguntaba por qué y el criado daba una respuesta que es, de lejos, el mejor retrato de la actitud de algunos de nuestros políticos: “Cuando el señor dice `no´, sé que quiere decir `quizás´; pero cuando dice `quizás´ quiere, sin duda, decir `sí´. Así que gracias”.  Inolvidables son los primeros álbumes (“a todo color”) de Mortadelo y Filemón, especialmente El sulfato atómico y Valor ¡y al toro!, una delicia de imaginación y un prodigio de humor. F. Ibáñez ha repetido muchas veces que la editorial hizo caja gracias a sus dibujos y no es de extrañar. Tardaron mucho en perder frescura los personajes de Ibáñez e incluso hoy, cuando releo los viejos tebeos, consiguen arrancarme una carcajada.
            Ha sido penosa la desaparición real de los tebeos, cuya su frecuencia semanal formaba parte de su encanto. Fueron, sin duda, una buena iniciación a la lectura: quizás el lector que soy hoy se lo debo en buena medida a mi afición infantil a los tebeos. Nunca fui seguidor del TBO y sus personajes me parecían adecuados sólo para mis abuelos; incluso los famosos inventos del TBO me dejaban frío. No así Rompetechos ni Carpanta, ni Pepe Gotera y Otilio... Después llegaron los “comics” de Marvel, en blanco y negro salvo las portadas: Spiderman (nunca dijimos “spyaderman”), la Masa, Thor y aquella tropa yanqui de escasa imaginación, nulo sentido del humor y dudoso gusto estético, porque ¿qué pinta un tipo en calzoncillos colorados volando por ahí? Creo que Otilio (con la nariz tapada delante de un cerdo asado, porque “me ha dicho el médico que el cerdo ni olerlo”), hubiese dado buena cuenta de la pulga verde (pues eso era la Masa).
            Bruguera fue mucho más que los tebeos. Publicaba aquellos libros de tapa dura, papel nefasto, y dibujos estereotipados, con resúmenes—seamos buenos—de novelas, biografías e historias. Durante algunos años cubrieron los anaqueles de mi habitación. Y sólo he conocido un tipo de encuadernación más infame: en efecto, me refiero a las de Austral, que aún hoy sigue ofreciéndonos magníficas ediciones.
**Producto del saqueo del Monasterio de Cluny, el mayor de la Cristiandad occidental, que fue demolido en la Revolución y del que apenas queda en pie la nostalgia de la belleza.


***Nombre que se debe, según la autora, a que no obtuvo tierras en el reparto de hecho por su padre, Enrique II Plantagenet. Creía yo que el apelativo “Sin Tierra” se debía más bien al forzado vasallaje al que fue sometido por el cardenal diácono Lotario Segni, más conocido como Inocencio III. La versión de Régine Pernoud es la auténtica, pero a mí me venía como anillo al dedo el ejemplo (falso ahora) de Juan después de ser excomulgado.
****¿Cuántas biografías fallidas habré leído? Sólo mencionaré la profunda decepción que me ha embargado al leer un par de biografías de Tomás Moro, hombre grande donde los haya. De los que he leído, sólo el librito de Louis Bouyer, Tomás Moro, humanista y mártir, de 1986, publicado por Encuentro, hace justicia a la grandeza del personaje. Hay otras biografías igualmente maravillosas. Citaré la que me entusiasmó de manera especial: la de Erasmo de Rotterdam escrita por el inigualable Joan Huzinga (la de Zweig es buena, pero se queda lejos).

Shalom

sábado, 24 de abril de 2010

Angel Wagenstein



UNA TRILOGÍA
Si Dios tuviese ventanas, hace tiempo que le hubieran roto todos los cristales

            Allá por el lejano 2008—tan lejano como el primer día de la Creación, pues es imposible regresar—adquirí un libro no sé si porque el nombre de la traductora, Liliana Tabákova, me parecía una crítica implícita a la corrección política a la vez que me recordaba a una de aquellas deportistas de los países del Este ganadoras de todo*, o tal vez por el título, cercano a mis inquietudes intelectuales. Lo compré; lo leí; me gustó y se lo recomendé a ese hermano con el que siempre estaré en deuda**. Le encantó. Y como desde hace años he tenido la costumbre de confiar en sus gustos literarios, debía concluir que era un buen libro. Digámoslo de otra manera.

A mi hermano sólo le gustan los libros buenos.
El libro que le dejé lo enjuició como bueno.
Luego El Pentateuco de Isaac es un buen libro.

            Lo cual puede expresarse igualmente así:

pq
qs
pr

            O tal vez de otro modo, aunque quizás nos llevase una pequeña discusión:

  
            De donde se deduce que lo mejor es hablar con claridad y que las fórmulas lógicas están hechas fuera de la vida. El señor Descartes puede ser teatralmente más hermoso que el señor Pascal, pero yo leo al último con pasión y al primero con frialdad***.

            A estas alturas debe ser evidente que me estoy refiriendo a las tres obras de Angel Wagenstein, El Pentateuco de Isaac. Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerra, en tres campos de concentración y en cinco patrias, Barcelona 2008; Adiós, Shanghai, Barcelona 2099, y Lejos de Toledo, Barcelona 2010, editados todos ellos por Libros del Asteroide. Sin que pueda encontrar otra razón que mi propia ignorancia, no sé por qué se ha prescindido de la señorita Liliana Tabákova a la hora de traducir los dos últimos libros**** , trabajo del que se ha hecho cargo Venceslav Nikólov. Las tres noveles me han gustado en una línea quizás descente, pues sin duda El Pentateuco es la más interesante y la que se ha escrito con más brío. Conviene decir algunas cosas de Angel Wagenstein. Su origen materno es sefardí (esto explica a la poco menos que insoportable esposa del borracho Abraham), pero por línea paterna es, si no me equivoco, asquenazí; nacido en la ciudad búlgara de Plovdiv en 1922 ha tenido una ajetreada vida, siendo incluso condenado a muerte en 1944. Gracias al Eterno, salvó la vida y se nos ha conservado como un excelente novelista. Claro que también es guionista de cine, algo que se deja notar especialmente en Adios, Shangahi, novela escrita en blanco y negro, pues uno se imagina viéndola rodeado del humo de un vieja sala de cine (razón de más para que Tabákova la hubiese traducido, ¿no?).


             No quiero ser más pesado de lo habitual y por eso me ahorraré advertir sobre los argumentos. Sólo daré algunas razones para leerlas:

1.      Están bien escritas.
2.      Tienen unos argumentos interesantes. Yo quisiera, alguna vez en mi vida, lanzar al Sena los zapatos de alguien.
3.      Están llenas de buen humor.
4.      Hay ternura sin lloriqueos: ¡corazón tan blanco!
5.      Me lo he pasado bien leyéndolas.
6.      Hay una armenia.
7.      Un japonés también puede ser bueno.
8.      El tren se detiene, pero no estaban en una estación.
9.      Los niños volverán a nacer.
10. Aparece algún borracho, santo, como el de la Leyenda.

            Estas diez razones se cierran en dos:

1.      Angel.
2.      Wagenstein, que suena como Wittgenstein.

            Un tipo loco, que se dedicó a recorrer los burdeles de Roma ayudando a las prostitutas y a sus cardenalicios hijos, Filippo Neri***** se llamaba, creo (y el español Ignacio no lo soportaba demasiado bien), dijo que la santidad consiste también en saber mirar al mal cara a cara (es posible que no lo dijese exactamente así, pero ¿ha colado?*****): los personajes de Wagenstein lo hacen: miran al mal de frente y, en el espanto, siguen siendo humanos y no se dejan arrastrar por la barbarie.

*Tras la Caída del Muro la prensa occidental hizo especial hincapié en lo ficticio de muchas de las marcas de aquellas atletas, porque tomaban hormonas o incluso hacían cosas peores. Las occidentales, por su parte, sólo se drogaban después de hacerse un estiramiento de piel.
**¿Puedes percibir la ambigüedad de ese siempre? ¿Quiere decir que nunca liquidaré mis deudas o que te estaré eternamente agradecido?
***De acuerdo: Flotats se come a Triola, pero ¿Descartes se comió a Pascal? Con esto no quiero menospreciar la actuación de Triola, pero Flotats, como se suele decir, está hecho para el escenario
****A estas horas, cansado y tal vez abatido, pero bebiendo un huisqui y fumando un puro, me pregunto si la campaña de acoso a los fumadores no tendrá algo que ver en todo eso, pues el apellido de nuestra querida traductora puede malinterpretarse hasta entenderse como una perversa incitación al fumeteo. Aunque no sé si el traductor tiene algo que ver en el asunto, la novela que más me ha agradado ha sido, precisamente, la traducida por Tabákova. Plasmo aquí su imagen (y espero que realmente sea la suya, porque tiene un aire hermoso a mi querida Alda Merini) en un homenaje a la mujer que ha traducido una de las novelas que más me ha encandilado haciéndome reír y llorar.


*****Hay una leyenda hermosísima sobre Filippo Neri, que no puedo dejar de referir: su corazón creció tanto que le rompió algunas costillas.
******Mi querido Antonio García del Moral, que el Eterno lo tenga en su gloria, después de tenerme trabajando hasta las tantas de la madrugada (andaba yo ayudándole con mi proverbial torpeza en una nueva traducción de la Carta de Santiago), escribió algo que no estaba en absoluto justificado filológicamente. Le pregunté y su respuesta llena de sabiduría fue: “Lo he puesto por si cuela”.

Shalom.

martes, 20 de abril de 2010

Sobre Mark Rothko. Amador Vega





Καὶ τὸ καταπέτασμα τοῦ ναοῦ
ἐσχίσθη εἰς δύο ἀπὸ νωθεν ως κάτω
(y el velo del Templo
se rasgó en dos de arriba abajo)

            Esto es lo que, finalmente, me ha evocado la lectura del magnífico y discutible—sin duda, discutible por magnífico—libro de Amador Vega Esquerra, Sacrificio y creación en la pintura de Rothko. La vía estética de la emoción religiosa, Madrid, Siruela, 2010. Amador Vega ha publicado numerosos estudios sobre mística y ha traducido, también en Siruela, algu­nos escritos del Maestro Eckhart bajo el título El fruto de la nada. Nacido a finales de los años cincuen­ta, se doctoró en Filosofía por Friburgo de Brisgovia—la universidad de Hus­serl, pero también la de Heidegger—y en la actualidad, si no me equivoco, es profesor de la Pompeu y Fabra. Sin embargo, aquí nos interesa menos Amador Vega que Mark Rothko y éste es uno de los méritos de Sacrificio y creación en la pintura de Rothko, con­ste.



            Marcus Rothkowitz, nacido en Letonia en 1903, es universalmente conocido como Mark Rothko y, aunque a muy temprana edad emigró al país cuyo nombre es una sigla, EE.UU., fue marcado en profundidad por la cultura europea—no vendría mal recordar de nuevo las reflexiones de Steiner sobre el papel de EE.UU. Con unos comienzos difíciles, se fue abriendo camino en el mundo del arte—menos corrompido por el mercado que en la actualidad—y comenzó a trazar un camino que le llevaría a sus grandes obras de los años sesenta, entre ellas la Capilla Rothko. Antes de que se produjese la inauguración de esta cap­illa—que probablemente le había provocado más problemas con el diseño arquitectóni­co que con los lienzos—, Rothko se suicidó. La ruptura con su segunda esposa y la muerte de ésta, unos veinte años más joven que él, Alice Beistle, conocida familiarmente como Mell. El apellido Roth parece que lleva la marca del alcohol, pues al igual que Joseph Roth, Rothko era adicto al alcohol y es probable que a los antidepresivos. Podríamos enumer­ar algunos de los sucesos relevantes en la vida de Rothko, pero aquí nos interesa su obra, independiente ya de las intenciones del autor.

            Amador Vega lee al pintor norteamericano como si de un libro se tratase: Rothko buscó afanosamente la expresión de la emoción religiosa por diferentes caminos intentan­do expresar lo inexpresable mediante las sucesivas simplificaciones—desde la desaparición de cualquier figuración hasta su evolución en el uso del espacio y del color. Este intento admirable de interpretación me suscita numerosas preguntas y reflexiones a las que sólo daré aquí cabida en parte.


            Quizás fue el impresionismo—con sus primeros derivados—la última oportunidad de que el arte fuese accesible a todos, pues aunque se revolvió contra la tradición, fue tradición—y cabe aquí recordar que Rothko tampoco deseaba una ruptura con la tradición. Esto nos plantea una cuestión urgente sobre los movimientos pictóricos posteriores al impresionismo: ¿hay que seguir la biografía de cada artista para comprenderlo? La forma de proceder del profesor Vega parece apuntar a esto; pero si las cosas fuesen necesariamente así, ¿habría desaparecido ese “yo” que Rothko se empeñó en desterrar de sus obras? Se empeña Vega en seriar la obra del pintor, porque parte del supuesto que no es posible comprenderlo si conocer su trayectoria. Esta seriación, que en otras épocas puede ser útil, ¿se vuelve ahora imprescindible? Descubrí hace mucho que la única manera coherente de acceder a la comprensión de los símbolos era comprenderlos serialmente (idea ésta expuesta con claridad en el excelente trabajo de Peter Munz, Cuando se quiebra la Rama Dorada. ¿Estructuralismo o tipología?, editado por FCE en español a mediados de los ochenta). Así, por ejemplo, el pilar gótico soporta también el significado del árbol como axis mundi. ¿Hemos de suponer esta seriación en cada artista, de manera que los símbolos van cargándose de significado a partir de su biografía? Pero responder a esta pregunta de una tajante manera positiva, ¿no significa convertir la obra en un lenguaje privado (simbólico o no, encriptado o no, pero ininteligible en cualquier caso) que impediría, por su misma condición, la comunicabilidad, que también Rothko exigió para sus obras?

            Hay otro problema. Me he quejado siempre de la tentación heideggeriana: apropiarse filosóficamente del arte (la relación con Paul Celan, que no pretendió en ningún momento ejercer como filósofo, aunque el hijo de sacristán sí quiso ejercer como poeta); la presentación que Vega hace de Rothko invierte la tentación heideggeriana: es el artista el que se hace (se cree) filósofo; pero ¿no se convierte así su arte en discurso racional y, por ello, en algo discutible? Sin duda es importante atender a las declaraciones de Rothko e incluso a sus intenciones, pero ¿son éstas lo que decide la interpretación de su obra? Todo esto tiene, sin duda, mucha relación con la fragmentación del mundo moderno que la razón no ha podido mantener unificado. ¿Y no es tal vez esa razón—una razón reducida—la que ha desatado las fuerzas irracionales? A la vista del siglo XX la respuesta quizás debería ser afirmativa. Es ésta la razón por la que no acabo de entender ciertas latencias hegelianas: “[...] si recordamos que para Rothko el arte es `una anécdota del espíritu´, y que todo cuando no contribuya a la expresión universal del espíritu debe quedar eliminado, incluso el arte mismo” (pág. 73).


            Al contemplar una obra de Rothko acontece una epifanía porque la obra no es un medio-para; pero me parece que es exactamente en esto en lo que las convierte el proceso de claridad que Vega pretende descubrir en Rothko: una des-simbolización que acabaría subsumiendo la obra en un discurso racional o puramente subjetivo-emotivo, pues si se niega que el arte re-presente, ¿qué hace? Vega nos dice: “El arte no representa nada, sólo expresa emociones” (pág. 72), pero éstas sólo pueden ser las del espectador, pues en caso contrario la obra debería hablarnos de alguna manera de las emociones del autor, y todo lenguaje es una representación a menos que aceptamos un tipo distinto de lenguaje como símbolo, esto es, como presencia viva de lo que representa, es decir, epifanía (en la misma línea de las explicaciones de Mircea Eliade a las que Vega acude gustoso y lúcido). A esto apunta el intento de “forzar una nueva comprensión de los límites de la razón occidental” (pág. 75). De hecho, la afirmación de que el arte no representa nada, “ningún mundo” es ambigua, porque “Rothko es consciente de la urgencia por obtener un modo de representación que transmita emociones universales en un escenario unificado en el que la representación esté a cargo únicamente del color y de las formas que éste crea” (pág. 77). De hecho, esta contradicción podemos explicarla si entendemos que Vega usa el término “representación” en dos sentidos, uno propio de los signos y otro, de los símbolos. Y se acerca a la comprensión del arte como des-velación o re-velación, pues sigue siendo mediación—aunque, la historia se repite, la escalera que el arte es deba desaparecer del mismo modo que la escalera wittgensteniana.


            Estas reflexiones en torno a la re-presentación pueden llevarnos lejos..., pero ¿no nos lleva aún más lejos la contemplación de la obra de arte? Respondo: sí, porque nos abre al silencio, pues la obra de arte es un algo en sí, pero ¿cabe sí mismo? Me inclino a pensar que la experiencia estética—si hablamos desde la fragmentación de la razón—se sitúa también, como la fe, en la grieta del mundo clausurado por la razón tecnológica. De hecho, las grandes obras de Rothko, ¿no nos abren expresamente un horizonte allende la clausura? Diría que incluso nos lo dan como gracia. Y aquí nuestro pintor se muestra de hecho en la tradición occidental: creación y no cosmogonía. La mediación estética adopta aquí un talante nuevo y me parece que podría ser pensado con cierta adecuación bajo la categoría griega  μυστήριον o la latina sacramentum. Esto no es un capricho personal, pues Vega señala explícitamente: “el máximo reto en la interpretación [está hablando de la Capilla Rothko] consiste en comprender el modo en que un arte explícitamente no religioso consigue dotar de  significación a un conjunto dedicado al culto” (pág. 97, subrayado mío). Aquí, no cabe duda, está presente el problema de la secularización, pero de una forma expresamente neotestamentaria. En el hermoso texto con el que he encabezado estas reflexiones el evangeliosta Marcos nos dice: “Y Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró, y la cortina del Templo se rasgó en dos de arriba abajo” (Mc 15, 37s). Se trata de la abolición de la presencia de Dios en un ámbito exclusivo (lo sagrado). Esto es lo que se encuentra en las palabras del propio Rothko: “Quien quiera tener una experiencia de lo sagrado venga a ver mi obra, y quien quiera tener una experiencia profana venga también a verla” (pág. 116). Sin duda, aquí somos deudores del concepto de religión de Paul Tillich para quien el nombre de Dios se refiere a aquello que nos atañe incondicionalmente. Es importante subrayar este significado profundamente religioso de la pintura de Rothko, pues intenta ir más allá del cansancio en la expresión de los símbolos fundamentales de la fe (cfr. Pág. 97). Ciertamente, lo sagrado “requiere de modelos estables para su manifestación” (pág. 97: por esto los lugares de culto permanecen en el tiempo), pero los modelos (arquetipos) no son las formas. Y aquí una observación importante (e inoportuna para algunos empeñados en iluminarlo todo): Rothko no quiso iluminación eléctrica para la Capilla; es decir, no quiso ver transformado el lugar de culto en un museo (ese invento nefasto, aunque necesario, tan reciente y que deriva del coleccionismo, el modo de comportarse que tienen los agrimensores respecto a la cultura). La pintura de Rothko, con sus intenciones, es también crítica teológica más allá del discurso, pues las iglesias acaban por convertirse en lugares turísticos y no de peregrinación perdiendo con ello su significado. El que acude hoy, cámara de fotografía en ristre, sólo va a mirar lo externo, no a contemplar; pues toda contemplación—incluso de la nada, que puede ser la representación más sublime de Dios—implica una κάθαρσις (purificación, sacrificio) o, si se prefiere, una μετάνοια (un cambio en la manera de pensar, sentir y actuar). La Capilla implica, no tengo duda, el Sabbath tanto en su significado judío (pues es el descanso de la Creación, allí donde se recoge lo creado) como también en su sentido escatológico propio de la fe cristiana: la espera del Octavo Día, el Domingo, en el que se correrán todos los velos y nos bañará la luz de la Vida.


            El libro de Amador Vega nos acompaña en la contemplación de la pintura de Rothko; pero, como quería el pintor, debemos abandonar las mediaciones y entregarnos a la contemplación de la obra. Poco importa lo que yo piense de la pintura de Rothko (es el error de los modernos mirarla así, pues miran sin ver); lo realmente importante es lo que la pintura dice de mí mismo: como me sitúa y me abre mundo. Antes he dicho que las obras de Rothko nos abren un horizonte como gracia, y de esto precisamente se trata: nosotros podremos perdernos en las opiniones, pero la belleza se nos otorga siempre como algo inmerecido para comprender la más de las veces sin necesidad de palabras.

Shalom.

Lamento, por lo demás, la pobreza de mis palabras sobre una realidad tan pasmosa.

jueves, 15 de abril de 2010

George Harrison


Siempre fue "mi" beatle favorito. Siempre fue la canción que me puso más triste. Siempre la escucho los días grises. 

domingo, 11 de abril de 2010

John D. Caputo (2)

DESPUÉS DE LA MUERTE DE DIOS y 6
LA VENGANZA HEGELIANA SE SIRVE FRÍA (II)
O de cómo la debilidad puede en ocasiones ser más cruel que la fuerza

            Quiero sólo hacer algunas observaciones finales al capítulo “Hermenéutica espectral” de J. D. Caputo. Hegel se toma cumplida venganza, como si de una de las Erinias se tratase, claro que Caputo parece haberlo invocado como una Euménide intentando evitar su furia: “El acontecimiento (léase: el Espíritu) es irreductible; me siento inclinado a decir que es la auténtica forma de la irreductibilidad en sí (léase: me he puesto en el ojo de Dios y lo he captado). Y lo irreductible resiste la contracción a una u otra forma finita (ninguna manifestación agota el Espíritu, que expone a la finito astutamente), busca liberarse de los recipientes finitos en los que le han depositado (acepto: ese “le” implica que hay otro sujeto): esto es lo que queremos decir cuando hablamos de acontecimiento” (pág. 84). ¿Quién recuerda las Lecciones de Filosofía de la Historia?


            Hay que situar todo esto en el devenir de la filosofía en la Modernidad para comprender cómo ha quedado atrapado en las garras hegelianas. Procederé simplificando: desde Descartes han intentado algunos filósofos liberarse del engorro de la finitud de muchas y variadas formas; pero todas tienen en común que acaban rechazando la finitud real e invocan un sujeto infinito (Hegel) o una finitud abstracta (Nietzsche). La vía pascaliana ha sido escasamente explorada (quizás Kierkegaard lo intentó mediante la paradoja) porque acaba en el estupor de lo concreto indecible, lo finito real. A fin de cuentas, es el gran escándalo de la teología cristiana y una de las razones por las que la Modernidad  acaba disolviéndose a sí misma: quiere secar su raíz cristiana, pero a sí se destruye a sí misma—algo que ya vio con claridad Nietzsche. ¿Cómo en lo finito real—una persona—puede encontrarse el Absoluto? ¡Necedad para los griegos! Pero hemos estado lidiando con esta admirable idea—un verdadero abismo—veinte siglos. En la Modernidad esto se tradujo en la búsqueda de una razón absoluta (matemática la más de las veces) que huía espantada ante la finitud. Quien no acepta caer en manos de una fe que hace de un acontecimiento finito el significado universal, se agarra a Hegel, un intento honesto de superación de la fe desde la fe, pero que desemboca en un Absoluto que consume todas sus figuras y, por tanto, también al Crucificado. Escándalo ante lo concreto: búsqueda permanente de un “más allá” de lo finito incluso con la sana intención de sanar lo finito (Nietzsche sin duda), pero acaba con lo finito  porque hace de él un abstracto y busca en él la razón de sí mismo para convertirlo en un absoluto—un mal finito abstracto. ¿No sería más fácil reconocer que Deus definiri nequit? Ésta no es la posición del final de Tractatus: Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen (“de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”). Claro que el vienés no pudo resistir el silencio, porque la escalera wittgensteiniana acaba tirada, pero no por eso es inexistente. El escándalo de una razón que supera la razón matemática (también venganza hegeliana), porque, claro, si “Dios no se revela en el mundo” (Gott offenbart sich nicht in der Welt), ¿qué es el mundo? Ni siquiera es ya lo finito, sino sólo lo matematizable. Heidegger vio bien qué significa esto como muchos en su época; la posición de Horkheimer me parece, con todo, más aceptable pues aunque no renuncia a pensar se sabe abocada a lo inexpresable permanentemente. Adorno tenía razón en su comentario del dictum wittgensteiniano. 

            El acontecimiento del que nos habla Caputo me parece un disfraz del Espíritu hegeliano. Y digo “disfraz” a sabiendas: “Artificio que se usa para desfigurar algo con el fin de que no sea conocido”. En vez de encaminarse a la finitud real, busca detrás de ella un algo reductible a lo irreductible. La posición kafkiana es más honesta: descubrirse y maravillarse ante la finitud real. Por eso todo lo que Caputo dice después no pasa de un chismorreo abstracto. No negaré que lo ha intentado—y hacerlo merece la pena sabiendo que estamos condenados a empezar de otra forma una y otra vez sin que nada se repita (dicho esto expresamente contra el de Röcken). Y contra Caputo diré que no se pueden usar “la oración y las lágrimas” para argumentar a favor de la propia posición: sencillamente, no es honesto. Las últimas páginas del artículo no demuestran sino que luchar contra Hegel—al menos de la manera que ahí se hace—es darle permanentemente la razón, pues la supuesta debilidad (abstracta) acaba derrotando a la fuerza convirtiéndose, ¡oh, dialéctica!, en la fuerza. A Hegel no se le puede querer ganar, porque se venga.


Shalom.

martes, 6 de abril de 2010

John D. Caputo

DESPUÉS DE LA MUERTE DE DIOS, 6
LA VENGANZA HEGELIANA SE SIRVE FRÍA (I)
O de cómo la debilidad puede en ocasiones ser más cruel que la fuerza

            Hablaré por última vez del libro de Gianni Vattimo y John D. Caputo, Después de la muerte de Dios. Conversaciones sobre religión, política y cultura, Barcelona, Ed. Paidós, 2010. Hasta ahora sólo me he referido a la aportación del filósofo italiano (y algo se dijo también sobre la introducción); quiero referirme hoy al capítulo escrito por Caputo, “Hermenéutica espectral”.

            John D. Caputo, del que conocía el libro publicado por Tecnos, Sobre Religión, que también me pareció confuso. Caputo, nacido en 1940, es en la actualidad profesor en Nueva York, en la Universidad de Syracuse y parece ser que se ha acabado especializando en filosofía contemporánea, fundamentalmente en el pensamiento de J. Derrida (sin duda también ha encontrado un filón de inspiración en la obra de Gilles Deleuze) y ha desarrollado la “teología débil” (en clara correlación con el “pensamiento débil vattimiano”). No es necesario aquí dejar constancia de su itinerario vital—empezó en las filas teológicas del catolicismo, algo que conviene recordar como en el caso de Heidegger. Es preciso dejar patente que para entender a Caputo es necesario haber pasado, al menos, por Derrida—cuyo modo intratable de hacer filosofía ha suscitado más de un acalorado debate. Siendo posible que se me note el enfado con Caputo, procuraré administrar mis palabras con prudencia; pues, en efecto, es una sensación de desagrado e insuficiencia la que se me ha quedado después de leer las cincuenta páginas del capítulo “Hermenéutica espectral”.

            Comienza intentando “definir” lo indefinible, porque resiste a toda deconstrucción, el acontecimiento (en Hispanoamérica se habla de evento, palabra que reproduce mejor la inglesa event. Un problema similar nos ocurre con Heidegger). ¿Qué es un acontecimiento? No lo que ocurre, sino “algo dado en lo que ocurre” (pág. 75). Digamos que el acontecimiento es lo que está “detrás” del nombre. Remedando las palabras de un teóloga, podríamos decir que el acontecimiento no es una palabra, sino un impacto. Mientras que las cosas y las palabras (¡Foucault!) son deconstruibles, los acontecimientos (s'il y en a)  no lo son. Su marca de temporalidad es el futuro, pues dan eso “imprevisible por venir” (Derrida): reclaman—nos reclaman—para el futuro, aunque Caputo echa también mano de J. B. Metz y nos dice que pueden llegarnos como “recuerdos peligrosos”. “Los acontecimientos convocan y evocan” (pág. 77), sentencia Caputo. Como toda fuerza parece negativa, se echa mano de la obra de S. Žižek (publicada en España por Pre-textos, El frágil absoluto. ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?) para afirmar que el acontecimiento es el “frágil absoluto”. Aquí tiene lugar la primera venganza de Hegel, pues Caputo identifica sin más absoluto con valioso. Esto se traducirá, más tarde, en el rechazo de la finitud real invocando un abstracto; pero no adelantemos acontecimientos y, quien tenga ganas, lea la verborrea de la página 77 donde, entre otras lindezas, se nos dice que “el posmodernismo es el jardinero del acontecimiento”. Hasta aquí tenemos una ensalada con ingredientes interesantes, pero muy mal aderezados. Y, si se me permite, diré que es lo que suele pasar con los filósofos y teólogos norteamericanos: recogen las tradiciones europeas, las mezclan y voilà! De esto ya nos advirtió, quizás de una forma críptica, G. Steiner. Pienso que Caputo ha digerido mal el pensamiento europeo... si es que ha llegado a digerirlo. En cualquier caso, el “acontecimiento” parece el eje del pensamiento de este teólogo norteamericano. Ahora bien, siendo un punto de arranque indefinible cabe preguntarse dónde nos sitúa. Y aquí se marca una clara diferencia con Derrida, que nos lleva hasta lo indecible, pero no hace de ello su punto de partida.

            Por eso no se entiende muy bien lo que Caputo pretende. No exigiré ideas claras y distintas (no seré yo quien haga tal cosa desde luego), pero si pido que haciendo filosofía los conceptos estén mínimamente perfilados, pues de lo contrario caemos en aquello que L. Kolakowski llamaba simpáticamente el argumento de cuerno de la abundancia: hay argumentos para todo lo que uno quiera. “En mi opinión—dice Caputo—, las cosas toman un giro teológico en el posmodernismo cuando el significado de los acontecimientos se desplaza hacia Dios” (pág. 78). Es decir, las cosas son teológicas cuando llevan la huella de Dios. Maravillosa tautología digna de una obra de tal envergadura... El problema que tengo se enuncia de manera simple: no sabiendo qué sea Dios (salvo que sea el acontecimiento, como parece que Caputo concluye), ¿cómo sabemos que un acontecimiento se desplaza hacia lo divino? Petición de principios y circularidad... ¡a la hegeliana! “En la teología posmoderna el acontecimiento otorga a las cosas cierto brillo divino” (pág. 79): ¿qué quiere decirnos Caputo con esta perla? Al final está el eterno problema de la traducción de conceptos y a mí esto me suena al λὸγος σπερματικός (de Filón de Alejandría entre otros), en cuyo caso Hegel se estará removiendo de gusto en su tumba, pues a la postre el brillo sería el claro de la razón donde acontece lo real—por decirlo al gusto heideggeriano—y el acontecimiento el πνεῦμα que se escapa siempre. Por esto la interpretación que Caputo hace del relación “fundador” del Génesis mata al mito, pues lo usa de manera ideológica, metafísica—lo siento—y no poética. ¿No es esto lo que sucede con el viejo Heidegger, a quien presento mis distantes respetos? ¿No quiso el hijo del sacristán poetizar para establecer un nuevo comienzo? Pero sus versos eran malos y ningún entendimiento se produjo en su encuentro con Paul Celan. ¿Y no cae también la interpretación del norteamericano bajo la epígrafe de nueva mitología, magistralmente expuesta por Manfred Frank? Llama mi atención, como aficionado al hebreo, que Caputo hable de Elohim en este lugar, pues no comprendo a qué preserva ahí el término semítico*, pues no puede estar usándolo como nombre propio (¡horror!) y no se saca la impresión de que ese plural tenga algún significado en su explicación. En otras palabras: se dice “Dios” en otra lengua... ¡eso es todo!, pero se genera la impresión de que hay algo más. En pocas palabras: se hace trampa.

            Caputo procede a identificar, finalmente, el acontecimiento con Dios: “en la teología posmoderna lo que nos ocurre es el acontecimiento refugiado en el nombre de Dios”. Tomás nos había enseñado esto antes (Caputo sin duda lo sabe) y en una jerga menos rocambolesca. Lo diré como tengo la costumbre de formularlo: no creemos en la palabra Dios, sino en el hacia de Dios, pero este “hacia” nos lo jugamos también en las palabras. Cito: “El acontecimiento constituye un pre-sentido trascendental (...) que hace que el sentido y el sin-sentido sean posibles e imposibles. Si esto es así, lo distintivo de la teología posmoderna es este campo presubjetivo, prehumano, que es considerado un dominio de lo divino, una superficie sagrada que está alineada con los hilos de la fuerza encendida por la chispa divina, o cargada con energía divina” (pág. 83). ¿Qué se afirma aquí? ¿Un campo previo al sentido? Dulce venganza hegeliana: el autor se ha puesto, finalmente, en el ojo de Dios, cosa que ninguna teología había pretendido conscientemente antes de Hegel. Desde otro punto de vista (saludos a Vattimo), ¿no resuena en esto la posición de Wittgenstein sobre la bondad de lo bueno? Un espacio... ¿no era Raum en alemán? Desde semejante posición se llegaría al encogimiento de lo divino en la creación, idea que supone la concurrencia metafísica y que sitúa a Dios aquende el ser. La transcendencia que supuestamente se pretende salvaguardar ha sido reducida a lo mismo.

            Pero basta por hoy. Prometo que sólo habrá una entrega más. Una última palabra: al menos da que pensar.

*Recordaré una magnífica anécdota del dominico Alberto Colunga, que le debo a una de las personas que más he querido, el también dominico Antonio García del Moral y Garrido. Se había organizado en Salamanca, donde enseñaba a la sazón el padre Colunga, un encuentro abierto al público sobre los relatos antiguos de la creación. Alguien del público levantó su mano e hizo una de esas preguntas que no buscan sino el lucimiento personal; la pregunta debió ser de este estilo: “Cuando el Génesis dice bereshit bará elohim ethasamayîm we´ethaarets (al principio creó Dios los cielos y la tierra) y habla del tohû wa bohû (nada y vacío),  ¿remite al Enûma Elish?” Colunga, como buen católico, dio una respuesta malvada teniendo presente a la mayor parte del público: “Ha citado usted lo que cita todo el mundo que no sabe hebreo”. 

sábado, 3 de abril de 2010

Julian Barnes


EL SIGUIENTE ERES TÚ

            Empezaré contando dos anécdotas personales. Tuve durante un tiempo la costumbre—que debí abandonar por razones fácilmente comprensibles—en las reuniones sabáticas con mis amigos (F., S., J., A., E., M., J., R., C...) de preguntar en un tono más bien jocoso: “¿Al entierro de quién acudiremos primero?” Semejante cuestión sólo conseguía levantar un murmullo de rechazo y, quizás para compensar, una ligera aceleración en el consumo de cerveza. Siempre pensé que el primer entierro sería el mío, posiblemente movido por la vanidad de ser alcanzar el primer puesto en algo. Leyendo el libro del que quiero hablar he recordado también algo que me contó una persona excepcional, Pedro León, fraile dominico que fue durante años prior del convento de San Jacinto y párroco de la iglesia del mismo nombre. Estando moribundo el fraile más anciano de aquel convento, se reunió en su habitación toda la comunidad con el fin, supongo, de despedirlo cariñosamente tras ofrecerle el consuelo de la extramaución. El fraile, postrado en el lecho y con un peculiar sentido del humor, hizo con la mano un gesto a otro fraile anciano para que se acercase al camastro. Éste, quizás conmovido y pensando que se trataba de legarle algún piadoso pensamiento, se acercó, se agachó y pegó su oreja a la boca del moribundo, que le espetó: “El siguiente eres tú”. Por cierto, Pedro León escribió un hermoso poemario, Herida cósmica, hoy inencontrable.

     
       Los dos últimos días he estado leyendo, entre salidas y entradas, el libro de Julian Barnes, Nada que temer, Barcelona, Ed. Anagrama, 2010, que en buena medida aborda de una manera inteligente el problema real de la muerte, posiblemente porque Barnes se ve, desde el cabo de sus sesenta y cuatro años, tras de la muerte de sus padres y de algunos amigos, en la primera línea. Barnes no necesita presentación. Todo el mundo sabe que nació en Leicester (Inglaterra) en enero de 1946 y que es uno de los escritores británicos de mayor prestigio tanto dentro como fuera de su país*. Anteriormente había leído Amor, etcétera y, hace poco más de un año, Arthur y George, una novela no sólo entretenida, sino con una peculiar visión de los seres humanos. De hecho, el protagonista de esta novela mostraba una creciente preocupación por el tema de la muerte. No por casualidad eligió Barnes a Conan Doyle como personaje principal (aunque podríamos decir que el protagonista era Sherlock Holmes, es decir, Arthur Conan Doyle, es decir, Julian Barnes).

            No se trata de una novela. Nada que temer es, más bien, un ejercicio de reflexión y también de memoria: poner en pie los recuerdos que se llevará el viento. Podría decirse que la obra gira en torno a tres ejes: Dios, la muerte y la familia; pero dejaríamos fuera su centro, el yo de Julian Barnes que se expone a ser comprendido de otra forma. Un buen amigo tiene la costumbre de repetirme: las memorias siempre son autojustificativas. Sin duda, aquí hay mucho de esto, pero hay más, porque se trata de volver la vista atrás sin mover los pies del presente y pensar. No, claro, como lo haría un teólogo o un filósofo, sino al modo de un escritor de historias. Esto le da buena parte de su interés. Diré con gusto que he leído Nada que temer de un tirón por varias razones; en primer lugar, porque está muy bien escrito (la traducción es de Jaime Zulaika y salvo algunos pequeños deslices—el “más mayor”, por ejemplo, tendencia al leísmo...—nos ofrece un español algo más que aceptable); en segundo lugar, porque los temas no se nos ofrecen al modo de un ensayo**, sino en la trama de la propia vida, salteados con citas de algunos de los autores predilectos de Barnes. Y, en tercer lugar, porque Julian Barnes me cae simpático. El arranque es magnífico: No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunté a mi hermano, que ha enseñado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contestó con una sola palabra: “Sensiblera” (pág. 9), porque los hermanos mayores tienen la sana costumbre de bajarle los humos a uno. De inmediato pasa Barnes a su familia, que no le dio una educación religiosa, porque en su casa, como en la de tantos, no se hablaba de sexo, política o religión. Familia son, básicamente, padres y su hermano (yo diría lo mismo, salvo porque tengo dos hermanos). Analiza los rastros de peripecias vitales ocultas, los gestos, las palabras, pero también los silencios y, sobre todo, las muertes.

            Estoy de acuerdo con Barnes: echo de menos a Dios, pero a diferencia del novelista, yo sí creo en Él y por eso, precisamente, lo echo de menos. Me parece, sin embargo, que la posición de Barnes es la de muchos de nuestros contemporáneos que, apartados de la fe por múltiples razones, contemplan a Dios como una posibilidad deseada, aunque inaccesible la mayoría de las veces. Recuerdo que José María Vaz de Soto solía comentarme que él se quedaría con la religión si no hubiese dogmas, sino la música (Mozart, por supuesto, pero también Bach), la pintura y quizás la oratoria; creo que José María Vaz estaría de acuerdo con Barnes: Y añoro más al Dios del Nuevo Testamento que al del Viejo. Echo de menos al Dios que inspiró la pintura italiana y las vidrieras francesas, la música alemana y las salas capitulares inglesas...” (pág. 145). Sí, se habla de Dios, pero mucho más de la muerte, que aparece en casi todas las páginas de Nada que temer. Sin duda se trata de un libro serio, pero escrito con un excelente sentido del humor. Su lectura no es sólo recomendable, sino que deparará a quien la haga—nunca el último lector, por favor—el placer de mirarse al espejo y sonreír.

            Y yo, que suelo imaginar el Paraíso (el Cielo con mayúscula) como una gran avenida flanqueada por árboles frondosos y salpicada de fuentes para beber agua fresca (aunque supongo que a los que hemos creído en la resurrección de la carne se nos ofrecerá también algo de vino o un huisqui), tendré desde ahora el placer de imaginar que allí me encontraré también con Julian Barnes para hablar de todo un poco sin nada que temer ya.

P.S. Me ha resultada simpática la confusión de purgatorio con limbo que crea Barnes, posiblemente por desconocimiento. Achaca al Vaticano “haber suprimido el purgatorio” y, más adelante, lo cambia llanamente por el limbo.

*A veces me he preguntado si eso es una buena señal. La pregunta es más aguda si nos quedamos sólo con el “fuera”, porque en ese caso se trata de traducciones, y todos sabemos que algunos traductores mejoran notablemente los originales. Cierto: traduttore, traditore; pero no menos cierto en otras ocasiones: traduttore, salvatore.
**Y, sin embargo, en algunas librerías será colocado entre los ensayos biográficos.

Shalom.