domingo, 25 de marzo de 2012

Terry Southern

UNA ADJETIVACIÓN IMPOSIBLE



            Por los años en que quien escribe esto era mozo se había puesto de moda entre la juventud contestataria pasar por antiamericana. Para entonces—no sé desde cuándo—“americano” quería decir estadounidense. Supongo que la presencia masiva de los gringos [1] acabó haciendo que se prefiriese el término más breve frente al inacabable, que como penitencia por nuestra estupidez es el que deberíamos emplear para referirnos a País Sigla [2]. Los jóvenes antiimperialistas vestían pantalones vaqueros—jeans--, camisetas, escuchaban también música gringa y llenaban su lenguaje de expresiones llegadas de País Sigla. Los medios de dominación de éste han sido eficaces, pues, salvo excepciones, la resistencia al Imperio se ha formulado no sólo en categorías del Imperio, sino buscando el mismo horizonte [3]. Si algo saben hacer bien los gringos, eso es vender y venderse. Por eso me siento incómodo cuando veo juntas las palabras “cultura” y “americana”, pues no acabo de entender que la expresión cultura gringa no encierre una contradicción insuperable salvo que todo sea cultura con lo cual nada lo sería. Todo esto puede parecer una exageración, una boutade [4], pero no pretende serlo: no seré yo quien critique al islandés Fisher.

            El párrafo anterior me ha venido sugerido por la lectura del libro de Terry Southern, El cristiano mágico, Madrid, Impedimenta, 2012. En la solapa puede leerse un comentario de Norman Mailer: “Terry Southern es dueño de una prosa inteligente, deliberadamente fría y auténticamente asesina”, frase que como técnica de ventas parece aceptable. Lamento decir que la ¿novela? me ha parecido una birria. Las razones son múltiples y, como no soy crítico, sino lector, podría ahorrármelas; pero no lo haré. Sin embargo, seamos educados y presentemos primero al señor Terry Southern. Nacido en Tejas en 1924 la solapa nos dice que es uno de los padres indiscutibles de la contracultura gringa. Estudió Filosofía (¡santo cielo!) tras participar en la Segunda Gran Guerra y fue a París donde conoció a Cocteau, al mezquino Sartre y Camus [5]. Southern regresó a País Sigla para convertirse en una figura del mundillo literario gringo de finales de los años cincuenta. Al menos yo no había nacido, ¡qué alivio! Fue, por lo que parece, uno de los precursores de la generación beat. Volvió a Europa, a Ginebra para, tras escribir un par de novelas, regresar a País Sigla. Peter Sellers (¡qué apellido más apropiado!) lo introdujo en el mundo del cine y colaboró en el guión de Dr. Strangelove (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú), de Stanley Kubrick. Recuerdo bien la película, que me gustó, con su escena final que hubiese sido hilarante si unos años antes los mismos gringos no hubiesen detonado dos bombas atómicas, hecho por el que nunca han pedido perdón [6]. Casino Royales, Barbarella y Easy Rider. De la segunda sólo recuerdo una aparición llamativa de Jane Fonda, famosa por su oposición a la Guerra de Vietnam, aunque años más tarde—con el sano fin de reciclarse—pidió públicas disculpas. Por lo visto de El Cristiano Mágico [7] se hizo también una versión cinematográfica que yo debería haber visto aunque sólo sea porque en ella, además de Sellers, interviene el Ringo Star [8]. Terry Southern falleció prematuramente en 1995. No quiero ser injusto con el autor. Sin duda, parece buen guionista; pero de ahí a escribir una novela hay un camino tan largo que es otro camino [9].

            Hace años vi con mi hija una película de Harry Potter. Aquello era poco más que un encadenamiento de episodios sin hilo cuyo final podía anticiparse no sólo sin dificultad, sino también—lo más grave—sin sentido común. Pues bien, la ¿novela? de Southern me ha causado esa misma impresión. El protagonista, Guy Grand, a veces me recordaba a Domingo e incluso un par de ocasiones, sólo al principio, a Ignatius; pero después quedaba tan desleído como una pastilla de Avecrem en una piscina olímpica. El personaje ni siquiera es capaz de dar unidad a los episodios. Ciertamente, el autor tiene el mérito de que Grand sea a veces antipático y otras aún más grosero. No me parece ninguna crítica y mucho menos tiene algo que ver con la sátira. La prosa no sólo no es asesina, sino plana, incapaz de hacernos sentir otra cosa que no sea el deseo de terminar pronto. Tampoco sé qué pretendía Southern; a lo peor sólo gastar una broma de mal gusto a los lectores. Una sátira posee una profundidad que está del todo ausente en El cristiano mágico cuyo desarrollo, al menos a mí, apenas me ha hecho esbozar una sonrisa. Hay más bien un humor grueso e incluso algunas dosis de mal gusto. Posiblemente Groucho, mucho más sincero como persona, dijo en una frase lo mismo que (supuestamente) quiso decirnos Southern: Eso lo sabemos: estamos discutiendo el precio [10]; pero ni siquiera queda clara esa idea, pues más bien Southern parece querer decirnos que todos pueden venderse por lo cual todos pueden comprarse. Hay, si se quiere, un retrato de trazo grueso de la avaricia humana y poco más. Al menos no he empleado mucho tiempo en leer el libro, pues apenas tiene ciento cincuenta páginas e Impedimenta edita con bastante primor.

            He recordado una lección que aprendí hace muchos años: desconfía de los autores gringos (claro que por entonces el consejo se refería sólo a los ensayos), pues aunque pretendan ser profundos tienden a ser superficiales en extremo (tal vez, amigo lector, porque en eso consiste la imposible cultura gringa). No voy a realizar comparaciones con los gringos, porque ellos son los amos del cine y de la propaganda (que han procedido a identificar); son productores masivos de idolillos que no resisten ningún viento; mas no importa, pues siempre tienen otro de recambio. Parecen entender todo como una cadena de producción haciendo de los individuos piezas intercambiables. Nietzsche tal vez diría que no han sido capaces de crear ningún dios y su único candidato a tal puesto, el Dólar, es también algo que se puede cambiar por cualquier cosa. Sí, sólo cosas. Fritz, el hermano del profesor alemán, dijo de ellos que no pararían hasta poner un supermercado en Marte y no parece que se haya equivocado demasiado. Siempre podrán decirnos que nos dieron a Groucho. En fin, ¿puedo pedir disculpas?

            Shalom.

[1] La etimología de la palabra es discutida; pese a que lo más probable es que sea una derivación de griego, prefiero aquellas etimologías surgidas al calor del antiimperialismo: green go home!

[2] Nombre que usaré a partir de ahora sin más explicaciones. De hecho, que unas siglas sean el nombre de un país dice tanto como que Camas sea el modelo de ciudad dormitorio. Sé que se han propuesto otros: usamericano, angloamericano… Dicen quienes entienden que el mejor español se habla en Méjico. En honor de México llamaremos a los habitantes de País Sigla gringos.

[3] Un drama parecido ocurrió con el marxismo, cuya pretensión era llegar al mismo lugar que el capitalismo; pero el rodeo se demostró demasiado largo. Pese al fracaso hoy se debe reivindicar la tradición marxista no tanto en sus objetivos cuanto en sus análisis del capitalismo.

[4] Voz francesa. Los gringos siempre han tenido un complejo grave de inferioridad respecto a los franceses. Motivos, desde luego, no les faltan.

[5] El calificativo de Sartre se debe en este caso no a su última entrevista, sino a su comportamiento con Camus. Conste.

[6] Deben seguir orgullosos de haber matado a tantos en tan poco tiempo. Reconozco que este comentario se excede en el tono, pero ¿acaso no lo merece el hecho?

[7] Me parece que así debería escribirse el título y no porque un servidor haya sido víctima del furor teutónico de las mayúsculas, créanme, sino porque se refiere al nombre propio del barco cuya travesía se describe en uno de los últimos capítulos de la ¿novela?

[8] Terry Southern aparece, además, en la portada del Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, album que cambió la historia de la música pop (y no exagero). A ver quién lo encuentra.


[9] Recientemente he oído, mientras realizaba ese alienante trabajo que es conducir, una noticia cuya veracidad me parece al menos dudosa. Un célebre director de cine (español según creo) se quedó sin presupuesto para realizar una película y ¡hop! la ha transformado en un libro. Supongo que de haberlo hecho no lo diría, pues la literatura es un arte. Punto.

[10] Me he referido a esta escena en otra ocasión, aunque no recuerde a propósito de qué libro. ¿Se acostaría usted conmigo por un millón de dólares?”. “Claro”. “¿Y por cinco pavos?”. “Claro que no, ¿quién se ha creído usted que soy?”. “Señora, lo que es usted ya ha quedado bastante claro, ahora sólo estamos discutiendo el precio.”

domingo, 11 de marzo de 2012

Paul Gavrilyuk. Dos.

¿DIOCHOSO AQUEL A QUIEN
LOS DIOSES DEJAN EN PAZ?
DIOS NO ES DIOS
Segunda parte

            Quiero volver a hablar de Paul Gavrilyuk, El sufrimiento del Dios impasible, Salamanca, Sígueme, 2012, pues el subtítulo del comentario de hace algunas semanas decía “primera parte” y eso implicaba que habría una segunda. Pero “volver” no significa acabar, pues con algunos libros—ya sea por su estilo o por lo que nos dicen—no se acaba nunca. Ésos son los buenos libros [1] a los que volvemos una y otra vez para aprender a escribir, para aprender a pensar, para ser felices.

            No cabe duda de que Gavrilyuk opta por Cirilo de Alejandría frente a Nestorio. En verdad, también me inclino hacia la visión teológica de Cirilo; pero aún me inclino más ante la persona que fue Nestorio. Estas cuestiones, sin embargo, importan poco a la mayoría de la gente, pues ya no estamos en aquella Alejandría en la que, al decir de Benito, se discutía de teología en las peluquerías como hoy se habla de balompié. Podemos imaginar qué clase de conversaciones serían… y, en efecto, no podemos suponer ni que fuesen sutiles ni llenas de tolerancia. El fanatismo es malo siempre y los fanáticos—ésas curiosas personas que se quitan el cerebro ora para ponerse una única idea ora para colocarse un balón o un candidato—estropean todo lo que tocan [2]. En honor de Gavrilyuk cabe decir que ha ido a las fuentes, las ha leído con prudencia y sabiduría y ha hecho un juicio equilibrado de la disputa teológica que llevó a Calcedonia y, que como Rahner quería, no fue un fin sino un comienzo.

            Sin duda, buena parte de la disputa se fundamenta en la transcendencia divina: la impasibilidad divina es una forma de afirmar que Dios transciende las condiciones del mundo (teológicamente: es Creador). En esto parece tener razón Gavrilyuk: ninguno de los teólogos de los primeros siglos usó la impasibilidad divina para afirmar que Dios fuese indiferente al sufrimiento, sino más bien por motivos salvíficos: el sufrimiento será superado. No obstante, si hoy la palabra “impasibilidad” ha pasado a significar otra cosa, ¿será necesario seguir utilizándola para, a continuación, verse obligado a deshacer una serie de malentendidos? El teólogo ucraniano mantiene la palabra; pero a mí me parece innecesario, sobre todo teniendo en cuenta que podemos hablar de la transcendencia y de la voluntad salvífica real de Dios con otros términos igualmente válidos y que generan menos confusión en los oyentes. Queda, claro, el problema de mantener lingüísticamente el carácter paradójico de las afirmaciones de la fe. Sin embargo, tampoco me parece que tal nos obligue a mantener palabras (no conceptos) que necesitan tal clarificación que acaban siendo negados (sin duda, Hegel disfrutaría con estas ideas, pues no se encuentran lejos de la dialéctica). En esto, al menos parcialmente, hay que dar la razón a Nestorio frente a Cirilo. La discusión me ha recordado al problemático (hoy) término “omnipotencia”. Desde luego, en el lengua de la calle tiene un significado mucho más cercano al señor falsamente miope de los calzoncillos rojos que lucha por el Imperio Universal, Superman, que al pensamiento de Tomás de Aquino—por usar el ejemplo de un teólogo que matizó con finura y buen sentido el significado del concepto de potencia aplicado a Dios. Y el abuso del concepto de omnipotencia conduce directamente a un ateísmo que un cristiano debe suscribir si quiera seguir aceptando al Dios de Jesús. De hecho, algunos sermones en los que se mezclan de mala manera la omnipotencia con la impasibilidad invitan al ateísmo. Confunden a Dios con Dios y pasa lo que pasa.

            Algunas teologías modernas han buscado buena parte de sus recursos en un empequeñecimiento del concepto “Dios” (así, sin tachadura). Se habla, en un lenguaje mucho más mítico que teológico, del encogimiento de Dios al crear pues debía hacer espacio al mundo… Semejante idea es del todo insensata; desde luego, si se maneja una idea de Dios que compite con el mundo, parecería aceptable: supone que a más Mundo menos Dios y a más Dios, menos Mundo. Esto se encuentra, me parece, en los antípodas del concepto cristiano de creación, pues Dios no es concurrente con el mundo: a más Dios, más Mundo (y cuando digo Mundo no me refiero, lector, a este estado de cosas, ¿vale?); y a más Mundo, más Dios. El sistema social de dominación—podemos llamarlo capitalismo—se cuela por los rincones que menos te esperas: ahí tenemos una traducción del concepto burgués de libertad que entiende a todo otro como competidor, como un rival que debe ser eliminado. Algún buen marxista, pienso en Sartre que no lo fue, podría decir: si Dios existe, no soy libre..., pero todo esto ¿no nos suena demasiado? Todo otro acaba convirtiéndose en una náusea para mi conciencia y esto es, le pese a quien le pese, una traducción del capitalismo al mundo de las ideas: homo homini lupus. Y yo, desde luego, por ahí no estoy dispuesto a pasar. Bastaría colocar aquí alguna representación de la crucifixión para reflexionar con sensatez. No, Gavrilyuk está en lo cierto al criticar estas ideas (aunque él omite la componente social no sé si porque no la advierte o porque, sencillamente, no le parece oportuna). Lo he dicho muchas veces: la teología que no es crítica social no es teología cristiana: ¿no hemos repetido hasta la saciedad que nuestra teología es salvífica o no es? Recomendaría releer con un poco de serenidad las atinadas observaciones del holandés impronunciable, Edward Schillebeeckx, al final de Cristo y los cristianos: ya a finales de los años setenta afirmó que no tenía mucho sentido prolongar el sufrimiento humano en Dios que, por lo poco que sabemos, no es ningún masoquista ni mucho menos un sádico (los obras de François Varone también dan que pensar y merecería la pena haberles prestado más atención). Sin embargo, Schillebeeckx no hizo aquella afirmación por Moltmann al que Gavrilyuk parece haber malentendido. Tampoco me ha parecido muy atinado ni justo meter a Jüngel en un saco al que no pertenece.

            Sin duda, el himno de Filipenses seguirá haciéndonos reflexionar [3] y la kénosis divina nos seguirá asomando a un peligroso abismo en el que crece lo que nos salva; pero la idea de kénosis no es en ningún caso—lo digo de la manera más tajante que puedo—expresión de la indignidad del ser humano; sino más bien, al contrario, nos dice que el hombre es el ubi adecuado para Dios en este mundo. Algunos problemas cristológicos de Gavrilyuk le llegan desde una antropología deficiente. Lo diré de otra manera: sabemos más del hombre que de Dios ¿y no se habrá hecho Dios hombre para darnos una pista? La belleza de Dios es el hombre viviente. Y esto porque nuestra cristología es nuestra teología (sin que tenga intención de sumarse a la oposición entre la theologia gloriae y la theologia crucis, maguer me sienta bastante cercano a Pascal).

            Parece que tengo vocación de persiana [4], pero iré terminando. Lo que más me ha sorprendido del libro de Gavrilyuk es la ausencia total de la escatología; este rasgo bastante común en la Ortodoxia hace, empero, que sus afirmaciones pierdan mordiente crítico. El futuro—no programado, sino fruto de todas las posibilidades que atraviesan nuestro mundo como logoi del Verbo—es una categoría decisiva para la fe cristiana. Nosotros hemos vivido con la imagen de un Dios crucificado delante de nuestros ojos; generaciones enteras han encontrado en lo que intuyen en ella no sólo consuelo, que también es necesario, sino coraje para hacer un mundo mejor. A mí, que me emociono cada vez que escucho la Pasión según san Mateo de J. S. Bach, no sólo no me importa hablar del sufrimiento de Dios, sino que en un mundo marcado por el sufrimiento es posible aportar un poco de luz, un poco de belleza si reflexionamos con sensatez sobre ese Misterio. Dejo algunas imágenes aquí para quien quiera detenerse y contemplar.



            Shalom.


[1] Hay una calle en la Invicta Ciudad Sucia y Ruidosa cuyo nombre es una hermosa advocación mariana: Virgen de los Buenos Libros. Precisamente en esa calle se encuentra otra de las pocas librerías de vocación que quedan por estos pagos: me refiero a Céfiro, regida por unas personas amables y encantadoras.

[2] Un buen amigo, recientemente fallecido, me dijo en cierta ocasión, como quien dice “en aquel tiempo”, que yo tenía unas manos eróticas: jodían todo lo que tocaban.

[3] A principios de los años ochenta Antonio García del Moral me invitó a trabajar con él en una traducción nueva del himno de Filipenses. Me dio un trabajo ingrato, en buena medida inútil, y, sobre todo, agotador: debía yo traducir los términos griegos al hebreo (y al arameo) para posteriormente retrotraducirlos al griego con la finalidad de establecer el campo semántico de las palabras del himno. Aún me veo en aquel inmenso despacho, lleno de humo, con las paredes y el suelo repletos de libros en un desorden tal que hubiese desafiado a cualquier teoría del caos (que Lorenz me perdone). Después de algunos días de trabajo me encontraba agotado. Antonio, en la mesa grande, casi escondido detrás de montones de papeles, se burló de mí: “Tengo más aguante que usted, joven”. Aquello dio lugar a una discusión que terminó cuando Antonio lanzó a mi cabeza un cuadro de su hermano Amalio. Lo bauticé como “argumento pictórico”.

[4] Mote que en mis años de bachillerato pusimos a un profesor que se enrollaba solo.

domingo, 4 de marzo de 2012

Max Alhau

DE OTRO MODO QUE VER O 

MÁS ALLÁ DE LA APARIENCIA


La poesía no es un estado de ánimo: todos tenemos estados de ánimo, pero no todos escribimos poesía (aunque algunos se empeñen en darnos su renglones cortos; su prosa, generalmente mala, en trocitos). Hubo quien dijo, henchido de optimismo más que de esperanza dado el momento histórico que le tocó vivir: la poesía es un arma cargada de futuro. Quizás esté cargada, pero pese al simpático rostro de don Gabriel, no es ningún arma, no me lo parece. En verdad los anaqueles de las tiendas de libros guardan un rincón—entre escondido y vergonzante—para la poesía; todavía perdura, aunque en realidad sólo resiste, porque está cada vez más acorralada en este mundo de eficiencia técnica que se olvida de los nombres propios y los sustituye por números, como en los campos, o por códigos de barras, tan prácticos para comprar y vender.

Desde la noche de los tiempos los hombres crean poemas; los primeros son visuales: todo el que se haya sumergido en la belleza de Altamira habrá contemplado algo más que dibujos. La poesía nos ayudó a nombrar a los dioses, callar ante ellos e incluso invocar a Dios. Cuando arriba el Cielo no había sido nombrado/y abajo la tierra firme no había sido llamada por su nombre… Habría que pensar de nuevo en hexámetros dactílicos o cantar caballos y carros ha arrojado en el mar/su nombre es el Señor. ¿Para qué la poesía? Quizás la respuesta más certera sería un para nada o tal vez el silencio. Sin embargo, los hombres nos hemos resistido a callar. Ya lo dice la sabiduría de todas las culturas: el necio habla, mas el sabio calla. Así, pues, quien esto escribe asume conspicuamente su necedad, maguer es evidente desde hace tiempo. Heidegger  se preguntó en un célebre texto ¿para qué poetas? y se detuvo en aquel que despertó de su sueño milenario a los viejos dioses golpeando con su palabra al mundo; claro que después hubo de llegar Celan para sanar, también con poesía, una lengua que había escupido odio y fuego, pues otros apelaron a esos dioses carentes ya de compasión por la belleza. Sin duda, la poesía cura; pero de otro modo que sanar, porque seguimos enfermos, aunque de otra manera.

¿Nos hace mejores la poesía? Muchos estarían tentados de dar una respuesta afirmativa, tal vez presas de un apresuramiento que tiene mucho de olvido. Como toda realidad humana, la poesía es víctima de la ambigüedad de lo que somos, sentimos y hacemos. Todos sabemos que se hizo en algunos lugares infames con la música. Sin embargo, aun sabiéndolo pienso que la poesía nos hace mejores, embellece nuestra alma haciéndonos partícipes de una luz que se nos entrega como gracia: nos hace mirar, mejor que ver, y somos llevados en la claridad de la palabra más allá de la apariencia.

He estado disfrutando de un maravilloso poemario: Max Alhau, Del asilo al exilio, Barcelona, Vaso Roto, 2011. La traducción se debe a Fabienne Bradu (que ha realizado una excelente labor, pero a quien quizás le falta capacidad para encontrar los matices en el castellano). La obra de Alhau, con la que me he sentido casi plenamente identificado, me ha llevado a preguntarme por la poesía, por esa capacidad exclusiva de algunos poemas de llevarnos más allá de de nosotros mismos hacia nosotros mismos; es decir, de hacer que nos transcendamos. Si se prefiere, que viajemos más adentro de nosotros mismos. Este misterio podría relacionarse hoy con la belleza tabórica, aquella que nos concede la gracia de ver un resplandor divino entre las viejas vestiduras de nuestro mundo.




Un oiseau écrit
en plein ciel
ce que nul ne lira jamais.

Recueille ce message,
enferme-le dans ton souffle :
tu franchiras sans hâte
les dernières frontières
qui résistent encore.

(Un pájaro escribe
en pleno cielo
lo que nadie nunca leerá.

Recoge el mensaje,
cautívalo en tu aliento:
cruzarás sin prisa
las últimas fronteras
que aún resisten.)




            Muchas veces en medio de la ciudad o del campo, al ser testigo de un jirón de belleza abandonado en medio de la nada, he pensando exactamente eso: recoge como recuerdo esa belleza que se te ha dado, que sólo tú contemplas ahora. Y es que el mundo se ha hecho para cada uno de nosotros. Dios es aquel que conoce el nombre propio de cada brizna de yerba.

            Poesía tal vez para hacer mundo, para inaugurar mundos que aún no han sido despertados de su sueño. El poeta, tan cercano al Logos, crea con la palabra incluso imágenes y realidades que no nos pueden ser dadas de otra manera. El poeta nombra sobre todo lo que sólo llega a la existencia un instante—la eternidad si se prefiere—y al nombrarlo no lo fija, sino que lo entrega. Por eso es tan complicado, difícil y admirable traducir poesías. Algunos incluso son reos de sus pecados como traductores, pues no todo son erratas de imprenta. El poeta en tercera persona:




Sois attentif,
veilleur de ce qui ne se voit
ni ne se nomme.

marcheur, dédaigne les sentiers,
apprends à traverser les champs :
les déserts ne sont pas loin.
Si tu parles, retiens ton souffle.

Autour de toi,
on te saura gré de ces mot
qui avivent les herbes, les branches,
justifient les jours
et quadrillent l’air,
légers,
à l’infini.
Sé atento,
vigía de lo que no se ve
ni se nombre.

(Caminante, desprecia los senderos,
aprende a atravesar los campos:
los desiertos no están lejos.
Si hablas, detén el aliento.

A tu alrededor,
te agradecerán las palabras
que avivan las hierbas, las ramas,
justifican los días
y surcan el aire,
leves,
infinitas (quizás el último verso se hubiese visto mejor traduciendo hasta el infinito, pues el sentido parece exigirlo).

            La poesía nos hace mirar de otro modo que ver, nos conduce más allá de las apariencias, pues el poeta sabe quitarnos el barro de los ojos para ponernos en nuestra desnudez delante del misterio, de aquello sin lo cual la vida sería irrespirable. Es la poesía, Juan Ramón lo sabía, la que nos ofrece el nombre exacto de las cosas. Otro poeta español lo dijo también de manera admirable:

Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjanme muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

            Quizás fuese mejor no hablar de la poesía para dedicarse a leerla; pero también yo soy hijo de mi tiempo y de mi historia (he estado a punto de escribir el último sustantivo en plural tal vez porque somos muchos y nuestro nombre hoy es Multitud). El poemario de Alhau me ha cautivado por la sencillez maravillosa de su decir; la ausencia del yo es la forma en la que se hace presente (y en esto he recordado a esa forma tan mal usada en la actualidad del haikú: los hombres del poniente sigue volviendo dinero lo que tocan). Lo siento, Lautréamont, pero la poesía no puede ser hecha por todos. Tal vez el poeta no nos entregue su biografía, pero siempre nos da su aliento, su espíritu. No hay poesía sin espíritu y en una sociedad en la que se extingue el espíritu, se acaban los poetas o son catalogados como locos. Algunos acabaron sus días en una torre; otros, en el Sena. Es posible que no nos interese el curso anecdótico de la existencia del poeta, pero sí su vida pues nos enseña a leer la nuestra. Sí, lo importante es lo que el poema piensa de mí.

            La poesía es capaz de llevarnos al exilio; nos hace pertenecer a un país que no aparece en los mapas pero que es nuestra única patria. Sí, todos somos reyes en el exilio:

Ne cherche plus parmi les récifs
la passe le plus sûre,
tu as découvert depuis longtemps
ces territoires lovés dans ta mémorie,
ces saisons à portée des souffle.
La terre, iceberg promis à la débâcle,
tu en es l’habitant incertain,
celui qui déserte au matin
quand les racines se délivrent
d’un arbre à peine ébauché.

Tu n’es plus de ce pays,
mais de cet autre
ignoré par les cartes.

Tu le nommes sans crainte.
Déjà il t’appartient.

Ya no busques entre los arrecifes
el paso más seguro,
hace tiempo descubriste
los territorios enroscados en tu memoria,
las estaciones al alcance del aliento.
De la tierra, iceberg destinado a la debacle,
eres el habitante incierto,
aquel que deserta al amanecer
cuando las raíces se liberar
de un árbol apenas delineado.

Tú ya no eres de este país
sino de ese otro
ignorado por los mapas.

Lo nombras sin temor.
Ya te pertenece.

            Poesía, en fin, para vivir cumpliendo el más hermoso sueño—el deseo al que tanto tememos, nuestra propia felicidad nunca solitaria—y que Rilke supo expresar de una manera tan admirable como hermosa:

Ein Wehn im Gott. Ein Wind.

            Es eso lo que nos entrega la poesía: Wind, souffle, ruah, pneuma, espíritu, viento, aliento… El aliento en el que fuimos creados, aquel que aleteaba sobre la faz de la Tierra al crearla. La poesía nos permite elevarnos en la plenitud de nuestro mundo.

            Por eso, y por mucho más, la lectura de este poemario de Max Alhau es algo más que recomendable.

            Shalom.