domingo, 28 de abril de 2013

Martha Asunción Alonso


ÚLTIMO ADONÁIS




Siempre quise ser Suscriptor de Honor de Adonáis. Como no me han hecho, me conformo desde hace muchos años llevándome a casa los premios que años tras año se fallan y que, cosa curiosa, con frecuencia aciertan al indicar quién puede ser porque, de hecho, es ya. No sólo el Premio Adonáis, conste, sino también el San Juan de la Cruz. El primer Adonáis se convocó por primera vez, en rigor, en 1947, aunque unos años antes ya se habían concedido unos premios de similar nombre. Es, sin embargo, 1947 el verdadero arranque de la historia, ¡y qué arranque! pues fue Alegría, de José Hierro, el primer poemario que alcanzó el éxito:

OTOÑO

Otoño de manos de oro.
Ceniza de oro tus manos dejaron caer el camino.
Ya vuelve a andar por los viejos paisajes desiertos
ceñido tu cuerpo por todos los vientos de todos los siglos.
Otoño, de manos de oro:
con el canto del mar retumbando en tu pecho infinito,
sin espigas ni espinas que puedan herir la mañana,
con el alba que moja su cielo en las flores del vino,
para dar la alegría al que sabe que vive
de nuevo has venido.
Con el humo y el viento y el canto y la ola temblando
en tu gran corazón encendido.

            ¿Se pudo comenzar la andadura con más tino? Los años siguientes, me parece, no desmerecen, pero no alcanzan a señalar a alguien de la significación de José Hierro. En 1951 otro gran poeta, que contaba entonces con poco más de veinticinco años, recibe el galardón: Lorenzo Gomis, que durante años dirigió El Ciervo, ganó el Adonáis por su poemario  El Caballo. En él percibimos una sensibilidad poética diferente, más cercana a la de Hierro, menos formalista y anclada en la tradición que los premios de los años anteriores. En el año cincuenta y cuatro recibe el Premio el José Ángel Valente por A modo de esperanza en el que encontramos en embrión todo lo que Valente será. Ese mismo año Carlos Murciano recibe el accésit del Adonáis; si leemos en paralelo a los dos premiados, percibimos dos estilos diferentes, pero ambos con futuro. Si Murciano está hoy un poco olvidado, no se debe tal cosa a su poesía, sino a la inconstante fama literaria.  En 1955 gana el premio Javier de Bengoechea por Hombre en forma de elegía, poemario construido básicamente con sonetos. Tengo un ejemplar delante de mí, regalo de un antiguo amigo, como mis primeros ejemplares:

JUSTIFICACIÓN DE LA TIRADA.
De esta primera edición de HOMBRE EN FORMA DE ELEGÍA, de Javier de Bengoechea, se han hecho 880 ejemplares en papel de edición y 120 ejemplares en papel especial, de los cuales setenta (numerados del 1 al 70) para los suscriptores de lujo de ADONAIS, y cincuenta (numerados del I al L) para los suscriptores de honor.

            La verdad es que me suena extraño la expresión suscriptores de lujo; en cuando al papel de edición hoy, muchos años después, sabemos que es de baja calidad y amarillea: el lujo de los pobres es conservar los ejemplares baratos sin que se deshagan, pese a las pastas mal pegadas. Entre los suscriptores de honor descuellan como un alcázar algunos grandes nombres: José Luis Cano, Vicente Aleixandre, José A. Muñoz Rojas, Florentino Pérez Embid (a quien debe tanto la colección de poesía Adonáis)…

     Los ejemplares de honor de ADONAIS [no ponían la tilde entonces], que van numerados e impresos en papel offset especial, llevan el nombre del suscriptor y una dedicatoria del poeta.
     Esta suscripción es limitada a cincuenta ejemplares, y su importe trimestral, correspondiente a tres volúmenes de la colección, es de cincuenta pesetas.

            El pobre poeta escribiendo cincuenta dedicatorias. Lo hago emocionado al dirigirse a don Vicente Aleixandre, pero confuso al escribir algunos nombres que han caído en el olvido. Vayamos con un poema, el que abre el libro:

POR DENTRO

El hombre, por dentro, es
nada, polvo disfrazado.
Queda en eso, bien mirado
si se le mira al revés.

Hondo, subterráneo cauce
de angustia, ¿de qué?, repleto.
Por dentro, tronco, esqueleto.
Por fuera, gesto de sauce.

Verdad interior: memento,
segurísima basura.
(Su muerte no tiene cura:
es muerto de nacimiento.)

--Pero, ¿la sangre, el amor
la rosa de esa mejilla?
Engañosa maravilla
de algún esqueleto en flor.

            Como se entiende fácilmente, y lo digo con todo respeto, este poema está hecho para los suscriptores de lujo, no para nosotros, mortales, que recibimos el ejemplar en papel de edición y, aunque lo leamos dos veces, nos quedamos perplejos, pues al menos cinco años antes Luis Rosales había publicado un poemario magistral, La casa encendida, que a mi modestísimo entender cambió, en la estela de Dámaso, el modo de entender la poesía.

            El siguiente premio que está en mi poder, debido a la generosidad de la misma persona, es el Premio de 1957 (Adonais sigue sin tilde): Carlos Sahagún, Profecías del agua. Me gustaría saber, pero no consta, si quedaba algún miembro del jurado de los años anteriores, pues aquí encontramos mucho más nervio, más vida, más nosotros nacidos después de que se apagasen las estrellas. Incluso manteniendo las formas—nunca hay que perderlas—, el poeta es capaz de conmovernos:

Te bautizaron para amar la rosa
y apretarla en las manos algún día,
como sólo tú sabes. No podía
suceder, en tus manos, otra cosa.

Otro milagro y otra oscura fosa
para enterrar en ella tu alegría.
Muchacho, el llanto es llanto todavía;
el agua es triste y la tristeza hermosa.

Mañana se despiertan los rosales.
Mañana irás, y ya no habrá ni flores
ni pájaros que canten. Se habrán ido.

Por todos tus pecados capitales
la tarde, entre gastados resplandores,
caerá, como caes tú. Como has caído.

            Esta tristeza, del color de las tardes rosas a las que cantaba Carlos Cano, me trae a la memoria a un muchacho de dicieséis años hace más de treinta y cinco: era poeta, tal vez aún lo es, porque no se deja de ser lo que se es por nacimiento. Carlos Álvarez Mateos se llama, tiene los ojos grises y hace años que la tristeza inundó su alma.

            Vinieron otros, cuyos nombres hacen vibrar las cuerdas del espíritu; entre ellos Francisco Brines, que ganó el Adonáis un año maravilloso, por Las brasas, que personalmente no me entusiasma, pero al que no dejaré de reconocer méritos, entre ellos algunas imágenes estremecedoras, como la del viejo al que no le suben las lágrimas. Desgraciadamente, no tengo ningún ejemplar de Las brasas (y sí es que esté pidiendo uno, por favor). El año de mi nacimiento, el inigualable 1960, recibió el premio Mariano Roldán por Hombre Nuevo, un una colección de poemas de tono intimista, marcada, me parece, por el estilo dialogal de Luis Rosales. Es un buen poemario para el año de mi nacimiento y, por fortuna, tengo un ejemplar. En los años posteriores aparecen nombres con tal fuerza que hasta cuesta pensar que también ellos hubieron de abrirse camino. Citaré a uno de los poetas que más me emociona, Antonio Colinas, que recibió un accésit por Preludios a una noche total allá por 1968. Tenía veintidós años: ¿estaría ya calvo? ¿Su sonrisa sería tan apaciblemente hermosa? Lo único que puedo decir es que escribía, y bien. Le llegaría el premio a Pureza Canelo, pero también (¡lo tengo! ¡Qué fortuna!) a Eloy Sánchez Rosillo por Maneras de estar solo. Para entonces la sabia mano de José García Nieto, cuya Carta a la madre siempre recordaré, se hacía presente en el jurado (como ahora la de Eloy Sánchez Rosillo).

DEJADME AQUÍ

Dejadme aquí, sumido en la penumbra
de esta habitación en la que tantas horas de mi vida transcurrieron.
Es tarde ya. La noche se aproxima
y hoy –no sé por qué- más que otras veces necesito
quedarme sólo y recordar muy lentamente
algunas cosas del pasado,
ciertas historias ya casi perdidas,
mientras el sol se aleja y la ciudad va hundiéndose en la sombra.

            Sé qué faltan muchos nombres, pero no puedo cumplir hoy con la justicia. Sólo, antes de proseguir, quiero recordar a un poeta que me honró con su amistad producto de nuestro mutuo amor a los libros: Carlos Vaquerizo Torres, que alcanzó el Adonáis (he dicho alcanzó como quien corona una cima) por Fiera venganza del tiempo, al que algún crítico maltrató injustamente.

          Ahora con La soledad criolla delante, premio Adonáis 2012, escrito por la madrileña Martha Asunción Alonso debo decir que, si dentro de cuarenta años alguien como yo, cegado por la luz de la belleza, hace memoria de la poesía, deberá recordar al menos algunos versos de este poemario. La naturaleza, el sentimiento de estupor y asombro, el sentido como una realidad que nos supera, todo eso se hace presente en La soledad criolla, cuyos versos, libres, están llenos de ritmo. Leed siempre la poesía en voz alta. Si es cierto que una bandera puede convertirse en una alambrada, también lo es que Martha Asunción ha sabido romper con sus palabras, su compás negro, otras alambradas no menos dolorosas. Como he escrito ya mucho diciendo tan poco, sólo añadiré que me ha emocionado y que nublos de agua, turbiones de luz llenos de palabras, han asomado a mis ojos. Sin duda, tenemos delante a una gran poeta (no diré poetisa ni bajo amenazas, ni con coacciones, ni bajo tortura) que sabe aludir a lo que no puede ser dicho y, sin embargo, nos esforzamos en decir como las olas intentan conquistar la inalcanzable arena blanca de las playas.


ME ARRUGARON LOS MAPAS

Si alguien me ve pasar, que me lo diga.
Yo no sé a dónde voy, con qué piernas salí
esta mañana de mi casa,
ni qué casa.
De las velas sopladas crecieron muy temprano
los insectos, yo vi soles en minuatura tatuados en sus
alas.
Tomaron el control de mis zapatos,
mi sexo,
los lunares que fui capaz de amar cuando era virgen.
Me arrugaron los mapas. Ahora
debo andar por el mundo en hueso vivo,
como alma que se llevara un ángel
colocado de crack.
Si alguien me ve llorar, NO
me lo diga.

TOCARTE

Tanto poema por no poder tocar,
tener manos pequeñas para tu corazón.
No alcanzo aquel columpio de las fotografías,
universos simétrico, las dobles
sombras rubias. Te recuerdo pasando las hojas
de tu vida. Y una nube de té.
Entonces nos conocíamos apenas.
Tampoco eso ha cambiado, ni mi altura:
es demasiado el aire y yo no alcanzo,
no alcanzaré jamás a darte agua.
Créeme si te digo
que no quise tocarte de otro modo.
Como quien llena un vaso,
como si de tus sueños dependieran
los nenúfares. La piel
nunca fue lo importante.

            Supongo que Martha Asunción ya estaría asombrada por los nombres inscritos en el libro de la poesía.

Shalom.

martes, 16 de abril de 2013


ÚLTIMA ESCRITURA



Entra en lo posible que una persona, cualquiera, se perdiera en el azul contemplando las grandes naves blancas que lo surcan, olas o nubes, ¿quién sabe? Después sabremos. Lo más probable es que tal cosa sucediese en primavera—una estación que se ha hecho esperar como el retorno del Mesías. Sin duda, un observador, pongamos por caso el padre, pensaría que su hija está perdiendo irremisiblemente el tiempo. Digo bien: irremisiblemente, pues el tiempo que se va no vuelve y no parece tener redención posible, tan ciegos nos hemos vuelto. Sin embargo, es posible que la hija fuese feliz así, tumbada, tal vez con los brazos hundiéndose en la verde yerba mullida por las últimas lluvias mientras sus manos sujetan la cabeza. ¿Qué hace? Algo gratuito, pero no inútil: contempla la belleza en la que sus ojos zozobran buscando algo, maguer no sepamos bien qué: un recuerdo, una promesa, el amor perdido, su identidad o tal vez su futuro. Los hombres de todas las edades, de todas las épocas y de todos los lugares, han elevado sus ojos al cielo para contemplar las nubes o los han sumergido en la mar sin buscar aparentemente nada, salvo la belleza.

            Unos hombres medio desnudos, quién sabe si guiados por un chamán o por un joven encontrado en la inmensidad del espacio que atraviesan desde hace años siguiendo a las manadas, tiemblan por el frío y penetran en una cueva portando antorchas. El humo es negro y a sus ojos, acostumbrados a las grandes distancias, les cuesta trabajo ver entre tantas tinieblas. Brillan ocres y dorados, rojos de la sangre que portan en cazuelas, la nieve que habita en sus ojos, iris multicolores. Al fondo de la cueva, allí donde sólo los dioses penetran, pintan con hábiles movimientos. Inclinan sus cabezas, sienten el calor del fuego y el resplandor de la piedra; quizás hay entusiasmo. Luego, con las pupilas dilatadas y el alma herida por la belleza, salen: les deslumbra un cielo bruno, sin nubes, en el que sus dioses derramaron mil lágrimas. Recuerdan y, de nuevo sienten ese ligero temblor de algo que en ellos está, pero les supera: la belleza.

            Mira el firmamento: cuenta las estrellas si puedes… (claro que el redactor no imaginó nunca que nuestras ciudades serían capaces de cegar el cielo y hasta al Cielo). Abraham quizás también se estremeció por la promesa, por la belleza de un futuro imaginable, pero aún irreal: una huella; mas se había puesto en camino. Años después Moisés, refugiado en una grieta, sólo pudo entreverla: la Gloria de Dios pasó por delante del libertador, pero fue cubierto por la mano piadosa del Eterno, pues nadie puede ver a Dios y seguir con vida. Muchos siglos después Rilke dirá lo mismo, conmovido por una belleza sublime, en una de sus elegías, pues todo ángel es terrible.

            Ni para nosotros, los judíos, ni para nosotros, los griegos (porque Zubiri, aunque en un contexto diferente, acertó al decir que nosotros somos los griegos), la pregunta por la belleza ha sido independiente. A veces pienso que la fragmentación moderna (la forma de Kant de hablar de la belleza, por ejemplo) nos vuelve un poco tontos y no somos capaces de comprender un mundo todavía no fragmentado en el que era posible contemplar las estrellas sin pensar en mecheros cósmicos (lo digo como fumador, conste). La pregunta por Dios (y en ese concepto concentrado en maravillosa unidad también todo lo hermoso de los dioses griegos) y por la belleza no son independientes, pues el primero sólo es pensable como כבוד  (kabôd: resplandor, gloria: belleza) delante de nuestra vida (no sólo de nuestros ojos, pues la existencia no existe disgregada sino para una razón disecadora). La Modernidad ha consistido en buena medida en achatar lo que no cabía en el ataúd que le preparó a los hombres. Quizás es un sueño romántico, pero la vida no es reductible a nuestros conceptos sobre la vida; de ahí mi disgusto frecuente cuando me enfrento con escritos sobre la belleza o el arte: parecen redactados por manos de agrimensores que vuelven más turbias las experiencias cuanto más las manosean con sus labios. Desde luego, la filosofía no está llamada a hacerse cargo de la belleza, aunque meditar en ella esté entre sus más livianas obligaciones; pero de ninguna manera la belleza se identifica con la historia de la estética.



            ¿Qué ahora busca Fidias? Sujeta el cincel frente al mármol aún inmaculadamente blanco; el escultor está fascinado, pero también amedrentado (después vendrá el conjuro), pues sabe que la belleza se encuentra en la totalidad de la existencia: en su fondo, pero también en la superficie, pues los griegos fueron superficiales—como Nietzsche nos enseñó—porque fueron profundos. Fidias sabe que la belleza no queda reducida a su arte, que no es una simple τέχνη como oficio, aunque se necesita saber mucho. El escultor sabe que en el gesto del caballo piafando se encarna la belleza, pero ese gesto no supone consagrar la brutalidad de los persas. Sin embargo, los modernos se escandalizan; algunos incluso por el derroche de belleza.

            El escultor se ha asomado también más allá del umbral un día de neblina. Ha dejado su lecho caliente, toca la dura piedra de la entrada y contempla el mundo. Siglos después escribirá:

Me acerco hasta la puerta. El aire es frío
como el gélido lienzo de una cama vacía
y, aún conmocionado, lo acojo quedamente.

Hay pájaros cantando que, invisibles,
reclaman la atención hacia las hojas
que el bosque solicita. A ras de suelo
lo roza una neblina sin raíces
Procuro no pensar. Quisiera devolverle
la familiar mirada con que el bosque nos mira.

Atento a lo contiguo, observo -me demoro-
la neblina inconsciente.

Juan Antonio Bernier, Así procede el pájaro, Valencia, Pre-Textos, 2004

            La vieja fe bíblica nos ha enseñado que el artista es un creador y no un artesano (nos obligan ahora a releer la Poética de Aristóteles que tan maravillosamente tradujo Valentín Garcia Yebra), pues la creación está maravillosamente inconclusa y, aunque la reconciliación con la naturaleza se hace esperar, sabe que no es imposible. El artista no sólo ordena. El paso del χάος al κόσμος no es suficiente para explicar la belleza en su obra. Esto implica que un arte que se quiera bello no puede ser reducido a la μίμησις. Más bien hay encarnación y no puro reflejo: aunque nos insistan, no estamos en un juego de espejo e incluso el ojo maquinal—la cámara—fracasa cuando quiere captar la belleza como puro reflejo. La belleza en la obra de arte tiene un aire de familia a esa respuesta, Antwort, que el ser humano eleva ante la primera pregunta, Urwort, la llamada a la existencia. Recalamos así en la playa del lenguaje—no sólo de las palabras—para descubrir que el lenguaje es la morada del ser (Heidegger, sí, pese a todos mis espantos); pero Paul Celan se asomó al brocal del viejo pozo, en la casa de la cabaña que el Maestro Alemán había diseñado como pura forma para pensar. El suicida parisino escribió belleza:

TODTNAUBERG

Arnika,Augentrost,der
Trunk aus dem Brunnen mit dem
Sternwurfel drauf,
in derHütte,
die in das Buch
—wessen Namen nahms auf
vor dem meinen?—,
die in dies Buch
geschriebene Zeile von
einer Hoffnung, heute,
auf eines Denkenden
kommendes
Wort
im Herzen,
Waldwasen, uneingeebnet,
Orchis and Orchis, einzeln,
Krudes, später, im Fahren,
deutlich,
der uns fährt, der Mensch,
der's mi anhört,
die halb-
beschrittenen Knüppel-
pfade im Hochmoor,
Feuchtes,
viel.

Árnica, alegría de los ojos, el
trago del pozo con el
dado de estrellas encima,

en La
Cabaña

escrita
en el libro
—¿qué nombres anotó
antes del mío?—
en este libro
la línea de
una esperanza, hoy,
en una palabra que adviene
de alguien que piensa,
en el corazón,

brañas del bosque, sin allanar,
satirión y satirión, en solitario,

crudeza, más tarde, de camino,
evidente,

el que nos conduce, el hombre,
que lo oye también,

las sendas
de garrotes a medio
pisar, en la turbera alta,

mojado,
mucho.

Paul Celan, Obras completas, Madrid, Trotta, 1999 (traducción de José Luis Reina Palazón, que advierte, en nota, que la alegría de los ojos es una eufrasia. La palabra alemana que da título al poema, que era la cabaña de Heidegger, puede remitirnos a la montaña de la muerte).


            Leo el poema. Se me rompe el corazón en mil pedazos y no podré reconstruirlo jamás. Sabré otra vez cómo se vive con un corazón roto, pero ¿no es una experiencia universal? Quizás Heidegger, más tarde, en el reposo de la Cabaña, se preguntase, como el padre del principio, si el poeta no perdía irremisiblemente el tiempo, pues también la Belleza, de la mano del arte en esta ocasión, ha de caminar más allá de la Nada. Ahora leería con gusto Ofrecimiento, un hermosamente triste poema de Vicente Gallego (al que le ha dado por filosofar en los últimos tiempos) en Santa deriva, Madrid, Visor, 2002, pero mejor, amigos, volved a Celan con toda su angustia, porque también las palabras han de romperse—¿no fue el λόγος clavado en una cruz?—para que lleguemos a decir algo que entiendan los sin esperanza. Sí, el arte es también lenguaje en el sentido del hebreo ודב (dâbâr), que no se reduce a lo dicho mediante palabras, como sucede también con λόγος o con el arameo memra. Hay entonces en la belleza que alcanzamos de nuestros interior, de nuestro ser, una verdad teológica: pulchritudo perficit naturam, non supplet. Así, no es pensable un mundo sin belleza y los intentos de construcción de un mundo despojado de ella son a la vez los intentos de destrucción de este mundo y de esta vida.

            Sin embargo, parece cierto que lo feo ha acontecido en el arte. Incluso hay quien ha dicho repetidas veces que el instinto del arte moderno es matar la belleza… No sabría yo, sin embargo, si semejante afirmación es cierta, pues acaso depende de lo que hoy llamamos arte; además, ¿cuándo se produjo la entrada de la fealdad en el arte? Por cierto, nunca belleza y fealdad se opondrán en el mismo nivel—aunque no sigamos la tradición interpretativa agustiniana—ni con la misma fuerza: el trabajo de lo negativo siempre llega después, ¿no? La destrucción del canon—de la que tanto se han lamentado algunos y que otros simplemente constatan—es sencillamente falsa, pues nunca el arte ha estado tan reglado como en nuestro días cuando todo queda a merced del mercado y sus demandas.

            Estas ideas, si merecen semejante título, y otras muchas me han asaltado los últimos días mientras leía tres libros muy diferentes, pero con un horizonte común. Los citaré según están sobre mi escritorio: Ernesto Grassi, Arte y mito, Madrid, Anthropos, 2012. Carla Carmona, En la cuerda floja de lo eterno. Sobre la gramática alucinada de Egon Schiele, Barcelona, Acantilado, 2013. Federico Vercellone, Más allá de la belleza, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013. Es un atrevimiento que alguien como yo ose hablar de la belleza y el arte; pero también es verdad que hace mucho tiempo dejé de creer que los agrimensores pudieran medir el espacio: sólo nos dan lo que ya tienen, aunque ése sea otro problema. Uno de los libros, no diré cuál, me parece un tanto superficial; en todos sucede un poco que hacen de la obra de arte algo que debe ser explicado (por el autor, por el especialista) hasta el punto de que sería posible prescindir de la obra de arte y quedarse con el comentario; pero ya advirtió Hegel que el arte debe ser superado en el concepto. Los tres son presas, de una manera u otra, del espejismo heideggeriano del paso atrás: lo dan, pero llevándose condigo todo el ajuar del siglo XX. Me ha molestado un poco que, cayendo en lo fácil, la sevillana haya acabado usando a dios como un simple recurso literario; no quiero imaginar lo que diría Trakl, porque algo hubiese dicho:

KLAGE

Schlaf und Tod, die düstern Adler
Umrauschen nachtlang dieses Haupt:
Des Menschsen goldnes Bildnis
Berschlänge die eisige Woge
Der Ewigkeit. An schaurigen Riffen
Zerschellt der purpuren Leib.
Und es klagt die dunkle Stimme
Über dem Meer.
Schwester stürmischer Schwermut
sieh ein ängstlicher Kahn versinkt
Unter Sternen,
Dem schweigenden Antlitz der Nacht.

QUEJA



Sueño y muerte, las lúgubres águilas
baten toda la noche su rumor en torno a esta cabeza:
a la imagen áurea del hombre
devoraría la onda helada
de la eternidad. En arrecifes tenebrosos
se destroza el cuerpo purpúreo
y la oscura voz se queja
sobre el mar.
Hermana de tempestuosa tristeza,
mira: una barca angustiosa se hunde
bajo las estrellas,
bajo la faz silenciosa de la noche.

Sueño y muerte, águilas de tiniebla,
rondan rumor de noche esa frente:
a la dorada imagen del hombre
parece engullir la ola helada
de lo eterno. En arrecifes estremecedores
púrpura el cuerpo zozobra.
Y se alza la oscura voz en su queja
de la mar.
Hermana en turbulenta pesadumbre,
mira una barca de angustia sumirse
entre estrellas
en el callado rostro de la noche.

Dejo dos traducciones. La primera es de José Luis Reina Palazón, en Obras completas, Madrid, Trotta, 1994. La segunda, algunos de cuyos versos me hieren más, de José Luis Arántegui y se encuentra en Insólitos, blog de Joaquín Piqueras.


            Los libros se leerán con provecho, sobre todo el de Vercellone (quizás no en vano es editor de Manfred Frank). Me sorprende la negativa de los tres a considerar (por prisas, falta de espacio o simple desconocimiento) el impacto que la fe cristiana llevó a cabo en la belleza, pues llegando de un severo aniconismo aceptó la encarnación y su representación. De todos modos, dan que pensar y, sobre todo, a mí me han invitado a seguir buscando la belleza, a continuar mirando arte. Sé, empero, que todos mis esfuerzos naufragarán y que nunca llegaré a la playa; pero ¿no es una permanente zozobra la herencia del siglo XX? Siempre llevaré conmigo algunas palabras; entre ellas, las de Benjamin: sólo por los sin esperanza no es dada la esperanza. No hay camino de regreso; nadie se conforma cuando espera al Mesías y esto dice también algo del arte y de su contenido escatológico: no sólo capacidad de transfigurar lo dado, mirando su fondo más allá de las apariencias, sino incluso, anticipadamente, viendo la transfiguración de lo real. ¿No es eso el maravilloso Patizambo de Ribera? Allí donde otros sólo son capaces de ver deformidad, el artista revela la belleza de un rostro humano que no sólo nos sonríe, sino que nos hace más humanos, nos devuelve la dignidad diciéndonos quiénes somos, pues al fin y al cabo a la obra auténtica, con aura si queréis, no le importa demasiado lo que nosotros, pobres, pensemos de ella; sino lo que ella dice de cada uno de nosotros anticipándonos el Octavo Día.


            Aprender a mirar es para nosotros lo primero: dejarse mirar por la obra, esto es verla, mucho antes que colocarse a los pies de los intérpretes, pues éstos acaban convirtiéndola la más de las veces en un objeto inanimado capaz de servir para cualquier cosa. Es mejor responder con el camarero a Federico: “No lo entiendo [El romancero gitano], pero me gusta”. Durante más de mil años el Crucificado ha estado observándonos desde su abyecta belleza y nosotros hemos contemplado su sufrimiento transfigurado en belleza: ¿habremos aprendido algo? Nos salvará la belleza.

            Gracias a los que me han leído hasta aquí. Estoy cansado y confieso con rubor que mis palabras son vanas y nunca están a la altura. También es cierto que soy más bien bajo… Ahora, me retiraré a los Ródopes. Y termino con un vídeo, porque suena mi nombre dicho con afecto, porque la actriz es muy hermosa y porque, aunque he preferido siempre a George, me encanta Paul:



            Nosotros, los judíos; nosotros, los griegos.

            לשנה הבאה בירושלים הבנויה

         Shalom.