sábado, 28 de mayo de 2011

miércoles, 25 de mayo de 2011

Un poema

Frágil es el acuerdo
de los sentidos.
Uno al fin solo tiene
lo que ha perdido.

Alejandro Arturo González Terriza, Devocionario pop, Oviedo, Trea, 2008.

domingo, 22 de mayo de 2011

Pascal Quignard

MIRAR... Y VER


            Sé que voy a disparatar; poco importa el seis de diciembre, el veinticuatro de julio y todas las demás fechas, salvo la de Celan en el puente de Mirabeau (con permiso de Apollinaire que ha cantado con voz hermosa la hija de Paul Auster, Sophie). Hay ojos que fueron espejos, ojos mirando siempre a los míos hasta que se quedaron ciegos, aun abiertos, mirando sin ver, dolidos y llenos de una curiosidad vacía sin por qué. En otro tiempo, me reconocieron. Quizás debería hablar de S. Lem, porque dejó escrita una novela terrible, su primera obra, sobre un hospital; ha sido la última que leí del polaco al que hace muchos años descubrí como autor de ficción científica. El hospital de la transfiguración, Madrid, Impedimenta, 2008 es un libro poco menos que aterrador; pero no es el momento de referirme a él. Quizás podría decir algo de la difícil novela del islandés Sjón, Maravillas del crepúsculo, Madrid, Nórdica Libros, 2011. Tal vez podría referirme al irregular poemario de don Santiago Costelo, Quilombo, Sevilla 2008, que tan bien ha editado Point de Lunettes. Tampoco es el momento, pues junto a versos muy hermosos hay otros propios de un mercenario, dicho sea con todo respeto. Ya dije que disparataría, porque ha comenzado una despedida sin fecha final, pero ruda y tan inclemente que detiene el tiempo precipitándolo [1].

            Lo he leído estos días; se lee con rapidez—poco más de sesenta minutos justos hacen falta—, aunque uno repasa las páginas con avidez, porque el autor sabe encontrar palabras precisas. Me recordaba sobremanera a Michon, al que tanto admiro, no sólo por la profundidad, sino sobre todo por la forma de decir. Escribir con sentido sobre pintura siempre me ha parecido difícil; pocos lo han hecho bien. Recuerdo ahora algunas páginas admirables de Mújica Láinez cuya estilo estaba a la altura de su gran sensibilidad; Los dominios de la belleza, publicado por FCE es prueba suficiente. Pascal Quignard se asemeja al autor argentino: tiene una enorme sensibilidad y, lo difícil, sabe comunicarla de manera extraordinaria. Sin duda Georges de la Tour, Valencia, Pre-Textos, 2010, será uno de los libros a los que volveré con frecuencia para aprender a mirar. Curioso que sean las letras las que nos enseñan el arte de mirar. Bien es verdad que algunas de las ideas que me han rondado siempre por la cabeza han encontrado precisa plasmación en el texto de Quignard.

            Tengo la costumbre de acudir con alguna frecuencia al Museo de la Merced para repasar algunas pinturas, sobre todo el maravilloso Santiago de José de Ribera. Hay en la sala grande, la que otrora fuese la iglesia del convento, un lienzo de gran tamaño, que se encontraba en el Colegio de Santo Tomás, primer Estudio General de Sevilla; representa la Apoteosis de Santo Tomás y presidió la iglesia del convento que los frailes predicadores tuvieron. ¿Qué hace este cuadro ahí? Me lo pregunté por primera vez hace muchos años, quizás tras una visita al Museo con Miguel Pérez del Valle.  A veces, si no hay público, me arrodillo delante del cuadro y digo una breve oración, porque tengo para mí que Zurbarán lo pintó para ser rezado ya que orar es ahí una forma diferente de ver. Como Santiago. Algo parecido me ocurrió en el Louvre, lleno a rebosar de gentes que no podían detenerse a contemplar porque no sabían. Es un arte que se pierde y en unos años los ojos dejarán de ver belleza para hacer sólo turismo. Me llenan de asombro esos vaijeros que, cámara en ristre, fotografían todo y en vez de ver lo que tienen delante se limitan a calcular sobre la pequeña pantalla de su carísima cámara; pero ya sabemos que el mundo moderno prefiere las pantallas a la realidad, la pornografía al amor y los esláganes a las ideas. En cierta ocasión una italiana, al verme de rodillas delante de Santo Tomás, me preguntó el motivo y acabó santiguándose. ¿Cómo miramos? Me temo que muchos miran para no ver más que sus prejuicios; esto, que es una evidencia respecto al arte de la primera mitad del siglo XX, sucede también con otras épocas: se cree entender lo que se ve, pero uno ni siquiera se ha dejado cuestionar por la palabra que sobre él pronuncia la belleza. La táctica de los agrimensores ha funcionado: todos están ciegos; saben clasificar perfectamente, medir y calcular. Nada más.

     “La Tour fue uno de los últimos genios del Renacimiento. Se opuso a la pintura de la época: al barroco sensual y drapeado de Vouet, al clasicismo humanista y lleno de remilgos de Poussin. Contemplar la pintura aún conserva para él su antiguo significado: orar ante la imagen doliente” (pág. 21).

            Vale un botón como muestra. En una época en la que los museos, ese invento de los agrimensores, se llena de gentes hambrientas de belleza, pero incapaces en muchas ocasiones de apreciarla porque han sido embrutecidos, no vendrá mal que nos paseemos despacio, sin prisas, y nos detengamos. El tiempo siempre se acaba y entre dos puntos media un infinito de experiencias. Pascal Quignard nos enseña y nos provoca. ¿Es necesario referir su biografía? [2] Esprit dijo: "No me consolaré nunca de morir". Aprendamos a mirar porque aún estamos a tiempo.

            Shalom.

[1] Vuelven los días de hospital. Ahora son más ásperos justo cuando la piel se ha vuelto más sensible.

[2] Libros y vidas. Hay una hermosa canción de Eric Clapton, al que llegué gracias a George Harrison. Padres e hijos, hijos y madres: el orden no importa demasiado: Would you know my name if I saw you in the heaven?

domingo, 8 de mayo de 2011

Erri de Luca

¿SEÑOR DE LOS SUEÑOS O SOÑADOR?



            La última vez que escribí en la gacetilla tenía el índice de la izquierda recién rebanado, nada grave, gracias a Dios. Tenía previsto haber escrito antes, pero mis planes tienen la costumbre de torcerse ya desde el primer momento, costumbre ésta que me ha puesto en las más incómodas situaciones desde que tengo memoria. La tarde del último jueves era una persona casi feliz, pues el viernes era festivo. Éste era el día elegido para poner en pie algunas frases; “era”, porque no fue: me levanté con todos los síntomas de una jaqueca, que acabó tumbándome como un directo al mentón [1]. Ha durado más de dos días (los expertos suelen decir que puede prolongarse hasta setenta y dos horas) y aún estoy entre temeroso y amedrentado. Eso sí: algunas farmacéuticas han hecho el negocio del siglo con mis dolores de cabeza. Ya se sabe: en tiempos de crisis debemos ser más productivos.

            Después de pedir humildemente perdón por el párrafo anterior, quiero hablar de un libro, como de costumbre acostumbro [2]. La primera noticia que tuve de Erri de Luca (Nápoles, 1950) fue gracias al libro En nombre de la madre, que, por cierto, no he podido localizar en la biblioteca [3]. Después leí El día antes de la felicidad. Erri de Luca es un napolitano voluntariamente exiliado que ha trabajado como albañil, camionero, traductor... Aprendió de forma autodidacta el hebreo bíblico y el yidis [4]; final,mente, se dedicó a escribir. Lo ha hecho con éxito: novela, ensayo y poesía, amén de su trabajo como traductor, incluso bíblico. Hace pocos días la editorial Sígueme ha publicado un libro maravilloso para las personas que son un poco como yo (o para los que, como yo, nos parecemos a veces a otras personas). Se trata de Hora prima, Salamanca 2011. ¿De qué se trata? Dejo la palabra al autor:

     Estas páginas no son fruto de insomnios, sino del tiempo ganado al sueño en la madrugada. Durante muchos años de mi vida he sido obrero, he hojeado las Escrituras sagradas en su original hebreo una hora antes de ir al trabajo. Me parecía que de ese modo asimilaba algo nuevo cada día antes de que el cansancio me lo impidiese. Creo que he sido uno de los pocos obreros felices por levantarse de la cama un rato antes, pues esa hora primera era mi tesoro. Hoy, que ya no ejerzo mi profesión, mantengo tanto el hábito como el horario (pág. 5).

            Se trata de una obra curiosa, que me recuerda un poco a Celebración bíblica, de Elie Wisel, que se publicó hace ya unas décadas. De Luca me gusta más quizás porque es menos pretencioso. Con Hora prima nos acercamos a un género literario específico en la literatura bíblica y en el judaísmo, algo semejante a un midrash en su variante de comentarios espirituales, haggadôt. La Mishná está llena de éstas. Sin embargo, el autor nos deja bien claro que no se necesita ser creyente [5] para escribir así:

     No me considero ateo [...]. Soy uno que no cree [...]. Creyente no es aquella persona que ha creído de una vez para siempre, sino aquella que, como denota este participio presente, renueva continuamente su credo. Admite la duda, se mueve en la cueda floja de la negación a lo largo de su trayectoria [...] Soy uno que no cree. Todos los días me levanto bastante temprano y releo el hebreo del Antiguo Testamento con obstinación y como algo íntimo” (págs. 7s)

            ¿Qué hace de Luca? Pues nos ofrece una lectura personal de algunos pasajes de la Biblia. No pretende realizar la labor del exégeta, pero tampoco realiza eiségesis, acusación a la que en mis tiempos de estudiante temíamos tanto. El autor lee con sentido común no desprovisto de humor, pero sobre todo con una profundidad diferente. Estoy acostumbrado a la exégesis bíblica, tanto judía como cristiana. He leído mucho y bueno, aunque ahora no es el momento de hacer una enumeración. De Luca tiene la ventaja de no ser un profesional de la exégesis; por ello tal vez nos puede ofrecer una perspectiva diferente que, desde luego, no puede ser juzgada con ojo de profesor universitario. No es, sin embargo, nada que se parezca a uno de esos libros de espiritualidad; lamentablemente, esta palabra ha terminado siendo un cajón de sastre para algunas simplicidades rayanas en la más completa estupidez (dicho sea, por favor, sin ánimo de ofender demasiado). Es, sí, un libro espiritual y, por lo tanto, hecho de carne y sangre que sabe tomarse con una jovial seriedad, hablemos con la sana intención de sacarle la lengua a Nietzsche, la tradición religiosa en la que uno ha crecido y por cuyos ventanales ha aprendido a mirar el mundo.

            Desde hace muchos años—por esas influencias de las lecturas de la primera juventud, en este caso de Mircea Eliade—tengo la costumbre, mala quizás, de anotar mis sueños. Por eso me ha llamado la atención el capítulo que de Luca dedica a los sueños: a los de Faraón, a los de Nabucodonosor, y a los intérpretes [6]. Ahí me enterado que baal  halomot—señor de los sueños—acabó por convertirse en yidis en balcalóimes—soñador—. Establece un diálogo imaginario, la mar de ameno, que contiene la siguiente andanada humorística:

     Pero mira qué líos ha causado la interpretación de los sueños en los últimos tiempos. Freud los redujo todos a una pesadilla sexual, donde uno se debate contra el incesto, contra la muerte de los padres, como si en nuestras noches se representaran actos de tragedias griegas... (pág. 36).

            Kraus hubiese aplaudido, pues, en el fondo, Erri de Luca se le parece bastante. Quizás por eso el italiano me cae simpático.

            Antes de acabar hoy, puesto que he mencionado En nombre de la madre y por razones de carácter universal, es decir, puramente personales, quiero recordar el poemario de uno de nuestros grandes poetas orillados: José García Nieto; lo estuvo en su época por no ligarse a la poesía social (expresión enteramente extraña) y hoy está en el limbo de los desterrados. El poemario al que me refiero es Carta a la madre, Madrid, Caballo Griego para la Poesía, 1988. Lo adquirí un veintiocho de julio de 1988 y recuerdo perfectamente la emoción que me embargó al leer los primeros versos:

¡Cuánto amor hay debajo de la tierra!
Te escribo, madre mía,
mirando al aterido
desnudo del crepúsculo,
en una tarde en la que ya no estás
ni puedes apoyarte en mi costumbre,
cuando unas nubes tenues, sin destino,
pretenden aliviar, inútilmente,
con un destello de color lejano
el dolor de este cielo que me sigue
o me precede, perro fidelísimo.

            Shalom.

           

[1] Me he acordado de Cassius Clay, famoso en mi niñez; pero sobre todo me ha golpeado la memoria un directo que me lanzó mi hermano JC (dejemos por piedad el nombre completo de mi hermano, Juan Carlos, en el más completo anonimato) allá por los años de cuando entonces. ¿Quién no se ha peleado con sus hermanos de pequeño, de adolescente, de joven y de adulto? ¡Ánimo, JC, que aún no hemos llegado a la venerable ancianidad! Por las mismas fechas empecé a sufrir unas incómodas jaquecas que me mandaban a pique. La primera que recuerdo fue en quinto de bachillerato. Decían los médicos que se debían a mi carácter excitable y nervioso y, por lo sufrido, sigo siendo por desgracia el mismo tipo de persona. Las jaquecas sólo remitieron durante una temporada, al acercarme a mi cuadragésimo cumpleaños. Las tres últimas han sido tumbativas (perdón por el palabro) y espero que la cuarta no llegue pronto. De nuevo me ha provocado alucinaciones visuales:  seguía viendo imágenes con los ojos cerrados.

[2] Un acusativo interno. En hebreo son muy comunes. Ya se entenderá esta nota si el lector alcanza el final de esta entrega de la gacetilla. Recuérdese: verbo, generalmente intransitivo, más complemento directo con la misma raíz.

[3] He emprendido varios intentos a lo largo de mi vida de organizar mi modesta biblioteca. Al principio me fie de las modernidades: gracias a un compañero me hizo con el dBase plus (o algo así) y llegué a fichar mil y pico libros. Por desgracia, aquel veranos ya lejano mi ordenador hizo caput. Debo decir que no acostumbro a hacer copias de seguridad; lo peor fue perder un montón de páginas escritas. Más tarde, con la inestimable ayuda de mi hija empecé una nueva organización: hizo unas seiscientas fichas, que deben andar por ahí. Creo que mi hija se aburrió. Ahora, en estos últimos tiempos, he vuelto a confiar en mi memoria y, como no podía ser menos, me ha vuelto a fallar. Más o menos sé por dónde andan los libros; pero dado que tienen vida propia, a veces deciden cambiarse de lugar y, claro, acabo volviéndome un poco más loco.

[4] Ésa es la grafía que recomienda el Diccionario panhispánico de dudas, aunque me parece preferible la forma ídish pese a su forma problemática.

[5] Personalmente, la palabra “creyente” me parece tan poco apropiada para designar a un judío o a un cristiano como la palabra “ateo”. ¿En qué se cree? ¿En qué dioses se ha dejado de creer? Estoy bastante convencido de que es un invento anglosajón en la época del primer capitalismo para eliminar a la fe cristiana (y a la judía) su aguijón de crítica social reduciéndolo al ámbito de lo privado.

[6] Recuerdo al estudiar hebreo la primera vez que di con un acusativo interno: halôm halomôt (soñar sueños). Fue magia en mis oídos porque, ciertamente, no es lo mismo “soñar” que “soñar un sueño”.