martes, 30 de julio de 2013

Veranos, 6

El dios que baila

III. ARTE / 4



           
Quería hablar de un maravilloso poemario de José Carlos Llop, Cuando acaba septiembre, Barcelona, Lumen 2011. Tengo al menos otro poemario del autor mallorquín, La dádiva, publicado por Renacimiento. He ido a buscarlo, pero tras de media hora he abandonando la búsqueda, que ha resultado infructuosa. ¿Sería recomendable ordenar alfabéticamente a los autores, al menos en los anaqueles de poesía? Me desespero con frecuencia buscando los libros y sería necesario poner orden; hasta ahora siempre había encomendado todo a mi memoria, mas en ocasiones, como he explicado otras veces, acabo adquiriendo libros que ya tengo, incluso subrayados y anotados. Hay veces en que me he rendido (no así aún con La dávida) y eso me descorazona, me pone un poco gris. Tiempo: decía Nietzsche que la luz de las estrellas necesita tiempo y que los acontecimientos, incluso cuando se ha  producido, necesitan tiempo para ser vistos y oídos; pero ¿también las bibliotecas? ¡Con la sencillo que hubiese sido ordenarla alfabéticamente desde el principio! Pero no, Valentín, tenías que hacer secciones: exégesis, teología, filosofía, estética, historia, arte, poesía, literatura, el rinconcito para la ciencia, para los estudios literarios… y todo según lo ibas leyendo. Ruina que arruinas lo que haces. En fin, prometo hablar de Cuando acaba septiembre, que me ha parecido un maravilloso poemario, cuando encuentre La dádiva. Mientras tanto, quien pueda hará bien en leerlos, porque mis palabras no añaden nada, pues, como nos enseñó fray Luis, siempre nos faltan palabras para los sentimientos del alma. Dejo aquí
el final de un poema bellísimo:

[…]
No he de olvidar nunca
tu cuerpo contra aquel vestido
de flores, como papel pintado
sobre un blanco africano,
que te ha ocultado poco a poco
con la delicadeza
con que se embala una tanagra,
o un fresco tebano de la III Dinastía.
Y he vuelto a comprender,
ya pasados los cincuenta,
el fin de Marco Antonio,
el destino de Urías,
o que Troya ardiera
por los cuatro costados.

De El vestido de flores.


            Con permiso, quisiera seguir hablando un poquito de arte. Bueno, ¿no es arte la poesía? ¿No fueron desterrados los poetas de la πόλις platónica? Cierto, los políticos no se han llevado nunca bien con la poesía, porque ésta, aunque a veces sea oscuramente negra, es liviana: pone alas en nuestros pies y nos permite romper las cadenas con las que pretenden sujetarnos a lo dado. El poeta, el creador diré haciendo honor a la etimología, están siempre un paso más allá y cuando son atrapados, como el pobre Ósip, se marchitan como una golondrina enjaulada. No, al poeta se le dieron alas para volar. Quizás el bueno de Platón (admito que el adjetivo es discutible) en realidad quiso proteger el λόγος poético de la ὀμιλία política (debería haber usado el mismo substantivo, lo sé; pero ha sido sólo por marcar las diferencias y nadie dudará que, oído lo que a veces escuchamos en las homilías, la palabra adquiere un matiz de letal aburrimiento).



            Imaginemos una esfera sin ventanas, perfectamente cerrada, como las mónadas de Leibniz. Estamos dentro y deberíamos ser capaces de percibir sus límites (πέρας) tocando sus paredes o muros (¡la audioguía del Guggenheim!). Pero se nos dice que el interior de la esfera o es todo y que, por tanto, no existen esos muros: el interior clausurado se convierte así en ἂπειρον, en lo ilimitado. Todo lo que supongo remitir a un “más allá”, a un “afuera” o a un “después” es eliminado como residuo. La conversión de la clausura (κλεῖσις) en ἂπειρον no afecta sólo al espacio, sino también al tiempo: el “ahora” de lo dado se convierte así en lo único, por lo que no es posible esperar nada. Esto, en nuestro caso, quiere decir: no se espera que el arte produzca ninguna esperanza. Así, el arte institucional contribuye a la consagración de lo dado como lo definitivo; por eso, cuando algunas obras hipermodernas pretenden ser una crítica desde ese marco, sólo contribuyen, en cambio, a la angustia del espectador, que acaba viéndolas como puros signos cuyo significado es del todo convencional: abandonamos toda esperanza. No es la angustia que nos puede provocar, por ejemplo, Pubertad de E. Munch, pues nos toca dentro abriendo nuestro corazón; si se me permite el uso de una palabra que amo, aunque esté desprestigiada y los psicólogos y medios de comunicación se hayan empeñado en borrarla de la faz de la Tierra, diré que inspira compasión. Y lo digo literalmente: no es que nos haga sentir compasión (cosa posible también), es que nos la entrega, pues lo decisivo, como digo habitualmente, no es lo que uno siente ante la obra (mi opinión, mi gusto, mi criterio: el sujeto decide sobre la obra), sino cómo ésta lo interpreta a él y qué mundos le abre (es la obra la que decide sobre nosotros dándonos nuevas posibilidades en este mundo). Incluso la sombra de la muchacha, proyectada a la derecha del cuadro, se nos ofrece como una primera ala que elevará la liviandad de su cuerpo sobre la nube blanca de la cama.



            Ahora bien, la negación de cualquier transcendencia implica la renuncia a la belleza—ya sea como nostalgia o como promesa. El cambio sería sólo apariencia, pues lo dado ahora es el todo; la diferencia, la variedad, sólo serían espejismos que nos confunden (negación del principium individuationis): el arte al revelar esto real lo único que podría hacer es consagrarlo. Esto implica que el arte debe repetirse idéntico a sí mismo; tal vez sea ésa la razón por la que muchas de las obras de arte que se fabrican hoy (empleo el verbo conscientemente) nos produzcan la impresión de lo ya visto. Sin duda, el abandono de la belleza tiene mucho que ver con la anulación de los transcendentales, pues buena parte de la crítica de la tradición ha querido ser abolición de la tradición; porque la belleza se manifestaba allí donde se nos reveló un sentido (por lo tanto, situada siempre más allá de la apariencia aunque sólo fuera apariencia); pero si no cabe otro sentido que lo dado, se acaban los juegos y danzas de remisiones a los que nos acostumbró el arte, que no remitiría sino a lo dado como el significante de un signo a su significado. Quizás el hecho de que algunos creadores se hayan decantado por el feísmo tenga que ver con esa imposibilidad de acceder a la belleza y esas obras estén señalando el trono vacío. A veces he pensado que una de las condiciones del arte es que renuncie a presentarse como arte, es decir, como un objeto consagrado por la industria del entretenimiento. Así, me parece razonable suponer que el arte es en buena medida una denuncia y la renuncia al mundo clausurado; pero esto lleva la marca de la pregunta, que formula todo arte auténtico, por el sentido. Esto implica cuestionar lo dado; pero si la belleza es en alguna medida la gloria que se nos revela en el arte (incluso como lo ausente), resulta que la belleza pone en cuestión nuestro presente porque es resplandor que anuncia un futuro diferente. Es quizás lo que intentaron las vanguardias con sus apuestas utópicas y es en buena medida lo que tuvieron de grandeza, pues no temieron fracasar.

            El arte pregunta, cuestiona abriendo mundos y afirmando que no todas las respuestas están-a-la-mano (si sólo se pudiera preguntar por lo que está-ahí, la respuesta no podría no estar-ahí: clausura). Y sin duda esto tiene que ver con el abandono del silencio, con la incapacidad de escuchar lo real (no lo dado). Aquí han jugado su papel los procesos de la razón instrumental, pues los artistas se creyeron obligados a dar respuestas traducibles: el arte dejó de ser gloria (epifanía) y se transformó en discurso que debía ser explicado: los poetas fueron aceptado en la πόλις al precio de dejar fuera de ella el peligro de la verdadera poesía.

            Sin silencio no hay creación artística, pero el silencio no es una finalidad en sí mismo, sino que está en función de la escucha. El problema es que muchos modernos no creen que hay algo que escuchar: quizás por eso los montajes se llenan no sólo de luces, sino también de ruidos o, a veces, de algo parecido a la música. el arte, sin embargo, siempre ha sido creador de espacios de silencio (el que sentimos en una iglesia románica o ante una obra de Rothko, por ejemplo) que nos otorgaban una libertad diferente. Recuérdese aquí la importancia que tiene el silencio en la música, pues sin aquel ésta no sería posible: la forma de escribir, como he dicho, a veces es borrar (imaginad una pizarra completamente cubierta de tiza, repleta de letras; la única forma escribir es usando el borrador: la nada de su estela escribe). La saturación de imágenes, que ya denunció Benjamin, ha sido y es una enemiga acérrima del arte. El exceso de imágenes las reduce a la insignificancia. Pero ¿cuándo comenzó ese exceso?

            Shalom.



            

lunes, 29 de julio de 2013

Veranos, 5

El dios que baila

III. ARTE / 3


            Denuncia de una reconciliación falsa de la finitud. Sin duda las vanguardias de principios del siglo XX encaminaron sus pasos a esa denuncia de la sociedad burguesa. Tuvieron su público sin necesidad de caer en la grandilocuencia y sin venderse a las instituciones. Sin embargo, parece que las vanguardias fracasaron, y me refiero a Europa, porque después del cuarenta y cinco se produjo una suerte de retroceso extraño. Quizás el acontecimiento más decisivo (incluso después de que el MoMA impusiera su manera de ver el arte contemporáneo, manera que hizo un gran daño a la pintura europea, que ha sido sistemáticamente menospreciada, algo que tiene mucho que ver con la cotización de la bolsa) ha sido la retira del público. Cierto que en los cincuenta el público en general—no los especialistas, no los críticos, no los marchantes, no los historiadores o estudiantes de Arte—aún intentaba esforzarse por comprender lo que los artistas producían, pero cada vez se hacía más necesaria la explicación y el comentario: hay un buen montón de libros que son puramente el resultado de reunir comentarios a los catálogos. Sólo el pop art recuperó parcialmente el interés del público; pero no considero que las obras de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein sean auténtico arte, pues se encuentran a todas luces más cerca de eso que llamamos decoración (a veces incluso de dudoso gusto), un lenguaje pervertido en el que la superficie no muestra ningún fondo. Conservaría sus obras no sólo porque son una buena inversión, sino también como testimonio de una época.


            Sin duda, los grandes museos siguen seduciendo al público, pero parece que es gracias a sus técnicas de mercadotecnia, pues cada vez se dedica más espacio para la promoción mercantil de sus productos: lo mismo venden una gorra que un catálogo. El arte ya no cuenta con el público, sino, parece, viene decidido por los marchantes y por la crítica artística, que cuenta con el apoyo de las instituciones perdiendo así su capacidad de crítica. El público se hace presente en el arte como una ausencia, algo que tiene penosas consecuencias, pues lleva a la irrelevancia real del arte, porque le obliga a comprenderse como mercancía. Sin duda, el afán por lo novedoso (no por lo nuevo) y por la promoción mediante el escándalo han contribuido a hacer falso el arte. El público, empero, no se da sin contexto: la sociedad tardocapitalista ha sido el contexto de todo el “nuevo arte” (no me refiero aquí a lo que se dio en llamar en Alemania Neue Kunst, sino al que encuentra su lugar en los museos—piezas hechas específicamente para el espacio de un museo—y patrocinado por las instituciones: Estado, banca, empresas). Recuerdo mi visita al Guggenheim de Bilbao: tras pagar religiosamente la entrada, me endosaron sin comérmelo ni bebérmelo una audioguía, que duró exactamente un minuto en mis impías manos: “Acérquese a las paredes y acarícielas…”, algo así escuché; debería haberlas chupado también, pues hubiese recibido una perspectiva diferente; pero no hice ni lo uno ni lo otro, pues no suelo frotarme contra las paredes (soy un mamífero ligeramente más evolucionado) y para chupar algo siempre son mejores las bombillas. Dudo que el expresionismo hubiese podido nacer en el País Sigla, y cuando uno ve las obras de un gran artista como Edward Hopper percibe que fueron a remolque de la tradición europea, pero ¿acaso eso las priva de su valor? Para nada: son sin duda arte y se mueven en línea con nuestra tradición estética; abren la herida de nuestra finitud denunciando la incomunicación en que la sociedad moderna encierra al ser humano. Mas, vencedores absolutos de la guerra (véase cómo terminó el 9 de noviembre de 1989: recuérdese el ángel de Benjamin), debían imponerse también en lo cultural; pero, como sucedió con los fascismos, a falta de cultura usaron la propaganda.



            En fin, sabemos que los gringos—los mismos que no han pedido perdón por Hiroshima y lo recuerdo porque se acerca la abominable fecha—quisieron acabar con el prestigio del arte europeo (como ha contado Marc Fumaroli) de la misma manera que quieren acabar (véase el superventas de Alex Ross sobre la música) con la noción de música clásica, porque se quedan justamente fuera. La apabullante propaganda cultural gringa (no muy lejos del fascismo, pues transforma voluntariamente la información en propaganda) lleva empeñada decenios en destronar el arte europeo. Se trata, sin duda, de un complejo de inferioridad plenamente justificado. Sin embargo, pasó algo llamativo, pues los críticos europeos se formaron durante decenios bajo las directrices gringas y así quedó anulada su resistencia cultural. Quizás Francia, una vez más, fue la única en ofrecer resistencia (¡bendita excepción cultural!): conviene repasar los escritos de Roland Barthes quien, con extrema lucidez, analizó el fenómeno de la imposición ideológica de los gringos. Si a alguien le interesa, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 1980 (el original es de 1957) explora parcialmente el tema. No sólo se lee con provecho, sino que muestra entre líneas cómo la publicidad ha ido usurpando las funciones el arte con la única finalidad de clausurar el mundo.

             Parece evidente que como no goza del respeto del público, al que pretende escandalizar, el artista debe buscar nuevos apoyos y ha ido a encontrarlos, justamente, en las instituciones. Curiosamente, los nuevos artistas no teniendo público al que escandalizar recurren con frecuencia a los medios de comunicación de masas, ansiosos por conflictos de cualquier tipo que les permitan incrementar las ventas, para arremeter contra un público que se ha retirado. El arte ha pasado a ser, en buena medida, una cuestión de marchantes (precio) y críticos profesionales (medios de comunicación); pero, mirando más al fondo, ¿es esto así o es la convicción equivocada a la que nos lleva la propaganda? Si el arte, como creo firmemente, pertenece a lo irrenunciable que nos hace humanos, entonces encontraremos creadores en estos tiempos de penuria más allá de las políticas de los museos y de las instituciones. Es una de las preguntas decisivas: ¿dónde encontramos hoy a los creadores?


            Shalom.

domingo, 28 de julio de 2013

Veranos, 4

El dios que baila

III. ARTE / 2



            Demos una definición de arte: es el guardián de la herida de la finitud. Sin duda, estamos citando buena parte de nuestra tradición (no sólo a Apolo Febo, también a Dionisos y, junto con ellos, a Jacob cojeando tras luchar con el ángel, al rostro de Moisés cubierto por un velo, el rostro de Jesús transfigurado  y al mismo Sol Crucificado: el vino, que es sangre, la sangre, que es vida, la vida como Misterio que nos excede). Sin embargo, si G. Dumézil tenía razón, estaríamos también en la estela de los Vedas, pero no puedo aventurarme por ese camino. El problema es qué pretendemos decir. Parece exacto afirmar que el orden de la Modernidad y sus secuelas (entre las que cabe contar al menos parte de la Posmodernidad) se ha vivido como clausura (κλεῖσις) del mundo cabe sí mismo: podemos contemplar la cerradura, tal vez muy hermosa, pero no se le ha dado ninguna llave para abrirla; es más: se niega con vehemencia que esa llave exista: más allá de la cerradura (κλεῖθρον) no hay nada. Esto significa que el mundo (como κόσμος: orden, pero también armonía) no está abierto a ninguna transcendencia y se convierte en lo absoluto, lo que carece de límites, pues nada podría encontrarse allende este orden clausurado: ἂπειρον, no tiene fronteras (¿qué otra cosa enuncian todas las filosofías del fin de la historia?). La armonía es aquí sólo orden jerárquico ya dado ante el que sólo cabe la sumisión. Esto implica que la finitud se deshace como mala infinitud y que en ella  (pues no hay afuera posible) sólo cabe cantar al orden establecido. Aquí el arte se convierte en arte porque sólo puede reproducir lo ya dado. Desde una perspectiva temporal esto implica la negación de un futuro auténtico (por lo tanto, no cabe esperanza) pues todo está dado ahora. Sólo cabe pues la reproducción ad nauseam de lo que ya hay. Los aedos griegos, pero también Eurípides y Aristófanes, coinciden en esto con los profetas bíblicos, pues la voz que cantan no es la suya, sino que les llega desde fuera. En el caso de los profetas, del futuro; en el caso de los aedos, del dios al que dejan resonar en sus voces. Son testigos de algo que los supera. Ahora bien, admitir lo otro implica reconocer que este estado de cosas no es el definitivo (αἰώνιος: eterno) y, así, reconocer la finitud como finitud.

            En este contexto el arte ha de convertirse en el guardián de la grieta o herida de nuestra finitud, que remite más allá de sí misma. El arte, por decirlo así, rescata a la finitud pues no la anula ni pone en su lugar otra cosa (la idea, el comentario. Resulta curioso que en nuestra sociedad cada vez con más frecuencia el comentario sustituya a la obra, al poema, y se exija al creador que explique qué ha querido decir pues la obra permanece en un silencio mudo que necesita del comentario. Esto es exactamente lo que significan las audio-guías que quieren colocarnos en los museos de medio mundo). De este modo, el arte­ devuelve el mundo al mundo: expresa la finitud sin abolirla, buceando en ella hacia donde se desfonda (por eso es precisamente finitud). En este sentido y en otros Dostoiesky tenía razón: nos salvará la belleza. Ahora bien, si el arte acontece como rescate de la finitud (pues pone a la finitud como tal), entonces el concepto de belleza no implica una perfección cerrada como lo ya alcanzado, sino como lo por venir (un llegar a ser, el sentido del verbo τελέω: consumar, incluso el tiempo; es decir, el arte como parusía del sentido). La idea de la belleza como reproducción idéntica se sitúa en la línea de absolutización del presente: alcanzada la plenitud, la belleza de despide, ¿es eso? O bien sólo puede acontecer como repetición de lo idéntico con lo cual se termina la creación; pero si el arte consiste en romper la clausura del mundo, entonces la belleza no puede ser nunca la consagración de lo dado, sino el anuncio de lo nuevo. Las alas de la belleza nos impulsan al futuro: ahí acontece la gloria. Es por esta razón por la que toda obra de arte es siempre nuestra contemporánea e incluso más: Altamira, la Niké, Santa Sofía, Notre Dame, la Sixtina, Lección de anatomía, El entierro del Conde Orgaz, Los girasoles, El grito… nada de eso nos llega como pasado, sino que nos alcanza como futuro y adviene como lo que nos envía hacia delante en el tiempo (como pro-mesa). Podemos entender Altamira, por seguir con el ejemplo, porque nos dice: la universalidad del arte es la universalidad de la naturaleza humana; mas entonces quizás cupiera hablar del arte como nostalgia del futuro.

            Pero ¿no se siente habitualmente nostalgia de lo que fue? Cito de memoria a Vicente Huidobro:

Se van las flores y las hierbas.
El perfume llega como
una campanada de otra provincia .
Vienen otras miradas y otras voces,
viene otra agua en el río.


            ¿Es eso la nostalgia? Al menos ése es el modo habitual de entenderla; pero el ángel que mira hacia atrás y ve todo como una secuencia, como un único desastre, nos dice que la belleza tiene más en común con la melancolía: La melancolía es siempre inseparable respecto al sentimiento de lo bello (Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005, pág. 297. Por cierto, ¿acabará Abada la edición de las obras completas de Walter Benjamin?). En algún sentido, quizás porque revela la finitud y así nos asocia a la muerte, la belleza puede provocar en nosotros tristeza. Alegría y tristeza, porque en la vida las realidades no se nos dan fragmentadas. La fuerza de la nostalgia (el dolor del hogar perdido) nos alcanza desde el pasado en el presente y tal vez ésa sea una de las razones de la creación (griega, pero también mesopotámica) del tiempo cíclico: ponerse a salvo de la nostalgia. El precio fue abolir el futuro como futuro y, con ello, la finitud pues se buscaba destruir el principium individuationis.

            Nosotros vivimos en un mundo (orden) en el que incluso la nostalgia se ha convertido en una mercancía. Abolido el futuro, enterrado el pasado, el presente acaba concebido como lo permanente, lo eterno, y se olvida su fugacidad. El arte tiene aquí la misión de curarnos del olvido, pero no para sumergirnos en el pasado, sino para impulsarnos al futuro. La tradición no es nunca lo que nos ancla, sino lo que nos impulsa. La belleza (τὰ καλά, pero también δόξα en el sentido del hebreo כבוד: kabôd) nos alcanza desde el futuro y por eso se nos escapa siempre: podría decirse que la belleza es el horizonte situado en la herida de la finitud y que, por eso, produce melancolía a la vez que nos da alas para alcanzar el futuro. Así, pues, el arte acontece como anticipo de un futuro humano: no nos abandono a lo que fue, sino que nos lleva a lo que será. Quizás ésta es la raíz de toda crítica a esa institución moderna, aunque el coleccionismo sea más antiguo, a la que nos referimos como museo, pues entierra en el pasado lo que tiene vida y nos empuja al futuro.


            El arte escandaliza porque rompe la clausura; la búsqueda sistemática de la provocación de muchas obras contemporáneas es falsa en la medida en que consagran lo dado e incluso se fabrican expresamente para los museos. Dejar al descubierto la herida de la finitud, que no tiene su razón (λόγος) en sí, provoca espanto y en una sociedad acostumbrada al orden estable de las mercancías, donde cada cosa tiene un equivalente, da pánico porque muestra que ese orden no es el definitivo. Ésta es la belleza del Patizambo de Ribera, transfigurado en su fealdad; pero también es la belleza de Black on grey o Rust and blue de Rothko, que nos abren un espacio gratuito. Por el lado negativo esto quiere decir que una obra puesta al servicio de la clausura (κλεῖσις) es arte y no arte: una mercancía cuyo valor es su precio y está tasada en función de su capacidad para cerrar (taponar) cualquier griega del orden. Si se quiere hablar de otra manera, es decoración. Por eso, en mi modesta opinión, Damien Hirst es sólo un agrimensor en la misma senda que  Andy Warhol (y que buena parte de la obra de Dalí), y por eso también dudo mucho que las obras que las poderosas instituciones financieras encargan para sus museos sean arte: sólo lo imitan.

            Ahora bien, ubicado en la herida el arte no puede menos que provocarnos dolor y sufrimiento. Rilke lo expresó maravillosamente en la primera elegía indagando en la belleza:

Wer, wenn ich schriee, hörte mich denn aus der Engel
Ordnungen? und gesetzt selbst, es nähme
einer mich plötzlich ans Herz: ich verginge von seinem
stärkeren Dasein. Denn das Schöne ist nichts
als des Schrecklichen Anfang, den wir noch grade ertragen,
und wir bewundern es so, weil es gelassen verschmäht,
uns zu zerstören. Ein jeder Engel ist schrecklich.

¿Quién me escucharía si gritase entre los coros
de los ángeles? Y aunque uno de ellos me apretase de pronto
contra su corazón, su existencia más fuerte me mataría.
Pues la belleza no es sino el inicio
de lo terrible, de lo que apenas podemos soportar
y lo admiramos porque serenamente desdeña
destruirnos. Todo ángel es terrible.
  
            El creador (al que usualmente se llamaremos artista, aunque esta palabra ha sido desprestigiada por el mundo del espectáculo) experimenta también ese dolor, pues debe sacrificarse en su obra, porque no se ubica delante de ella (no se expone a sí mismo), sino que lucha por mantener abierta la herida. Semejante lucha me recuerda a la de Jacob que vio una escala de ángeles descendiendo desde el cielo y acabó por luchar con uno de ellos, que se retiró al rayar el alba, pues nadie puede contemplar la belleza directamente y seguir con vida. En efecto,  ein jeder Engel ist schrecklich.


             Quizás a partir de estos supuestos podamos responder a la pregunta ¿para qué creadores? Y la respuesta nos conduce, como Hölderlin quería, allí donde está el peligro, pues allí crece lo que salva: necesitamos creadores para que mantengan abierta la herida, el abismo que nos asoma a la transcendencia, para que no sean taponadas las grietas de la clausura, sino que sean despejadas (a veces la mejor forma de escribir es borrar) y podamos vislumbrar una transcendencia que no es una prolongación de este mundo. Necesitamos creadores, pues, porque amamos esta vida finita, con su carga de caducidad y sufrimiento y no queremos que nos hagan creer que la finitud ya está reconciliada consigo misma; pero esto implica también que el arte es denuncia de una reconciliación falsa.


            Shalom.

viernes, 26 de julio de 2013

Veranos, 3

El dios que baila

III. ARTE / 1



            Por diferentes motivos llevo meditando sobre arte algunos días. Comprendo que a estas alturas de la historia más de uno se sorprenda al ver juntos en la misma frase un sujeto como yo, el sustantivo arte y el verbo meditar; pero pido un poco de paciencia para ver cómo no llegamos a nada y, así, el camino hecho en vano quizás nos haga algo más libres (empleo aquí el famoso argumento enunciado por el filósofo polaco fallecido en el 2009, especialista en marxismo primero y más tarde en lógica, L. Kolakowski, que me robó el título del único libro que yo me hubiese atrevido a publicar en vida: Por qué tengo razón en todo. Se trata del argumento del cuerno de la abundancia y se enuncia como sigue: hay argumentos disponibles para cualquier cosa que uno quiera demostrar). Bueno, pues me ha dado por meditar sobre arte. En esto tienen mucho que ver algunas lecturas y relecturas que vengo haciendo desde hace unos meses. Como decía magníficamente F. Ibáñez en una de sus tiras cómicas, increíble, pero mentira. Así, hay veces que prefiero con toda claridad el consejo del Coro sobre Sócrates en Las ranas que la seductora voz del propio hijo de la partera:

Χορός

μακάριός γ᾽ ἀνὴρ ἔχων

ξύνεσιν ἠκριβωμένην.
πάρα δὲ πολλοῖσιν μαθεῖν.
ὅδε γὰρ εὖ φρονεῖν δοκήσας   
πάλιν ἄπεισιν οἴκαδ᾽ αὖ,
ἐπ᾽ ἀγαθῶ μὲν τοῖς πολίταις,
ἐπ᾽ ἀγαθῷ δὲ τοῖς ἑαυτοῦ
ξυγγενέσι τε καὶ φίλοισι,
διὰ τὸ συνετὸς εἶναι. 
χαρίεν οὖν μὴ Σωκράτει
παρακαθήμενον λαλεῖν,
ἀποβαλόντα μουσικὴν
τά τε μέγιστα παραλιπόντα
τῆς τραγῳδικῆς τέχνης.   
τὸ δ᾽ ἐπὶ σεμνοῖσιν λόγοισι
καὶ σκαριφησμοῖσι λήρων
διατριβὴν ἀργὸν ποιεῖσθαι,
παραφρονοῦντος ἀνδρός.

[Feliz el hombre que posee
una inteligencia exacta.
Es capaz de enseñar con muchos argumentos.
Pues éste, por mostrar que es sensato,
volverá de nuevo, además, a su casa,
para bien de sus conciudadanos,
para bien de sus parientes y amigos,
por ser inteligente.
Es agradable, ciertamente, no parlotear
sentado junto a Sócrates,
rechazando el arte de las Musas.
y descuidando lo más grande.
del arte trágico.
Pero, el perder el tiempo
en discursos pomposos
y en parloteos de bagatelas,
es propio de un hombre insensato.
Trad. de José García López]

            Tal vez para hablar de arte hemos de evitar parlotear junto a Sócrates, porque hay que asomarse al abismo del exceso, ése que el Demiurgo rehúye por conservar el orden guardado con mano de hierro por los filósofos. En este sentido, el teólogo está más cerca de Aristófanes que de Platón. Esto a algunos puede parecerle un disparate, pero me resulta curioso que empezase a tachar la palabra arte inmediatamente después de la palabra Dios, pretendiendo expresar una diferencia (alguno diría diferancia) con los conceptos al uso en la sociedad tardocapitalista. Quizás el único matiz es que, con el uso, Dios ha podido ser usado como nombre propio, pero arte aún no.



            Entre los libros que he estado leyendo, además de algunas monografías que publica con acierto la editorial Casimiro (¡qué curioso Alvar Aalto! ¡Mira que negarse a mirar a El Escorial!), he vuelto a leer, en una nueva edición, a Ernst Fischer, La necesidad de arte, Barcelona, Península, 2011. La edición anterior era del año 1967 y debe andar perdida por ahí; a veces me sucede: he buscado en la librerías en las últimas semanas el libro del que fuera alcalde de Venecia, Massimo Cacciari, El dios que baila, Buenos Aires, Paidós, 2000. Está agotado, pero he aquí que, precisamente buscando el Fischer, he ido a dar con el Cacciari en mi biblioteca. Está leído, subrayado, anotado desde el año… ¡2002! ¿Qué le pasa a mi memoria? Se me ha olvidado. También he leído, con placer, el último libro del historiador británico, de origen judío y comunista, Eric Hobsbawm, Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX, Barcelona, Crítica (es decir, Planeta), 2013. Y me espera sobre la mesa Will Gompertz, ¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos, Madrid, Taurus (es decir, Santillana), 2013. Además, he estado con charlando con Rothko, Ribera y otros amigos entre los que también contaré a Chagall, Schiele y, por supuesto, Klee.

           
Pero comenzaré recordando a José E. Auñón, un tipo de apariencia deslavazada, pero encantador, con cara permanente de despiste, y con quien jugaba al ajedrez cuando los tiempos eran otros. Sostuve con él, en presencia de otros compañeros, una discusión sobre el arte contemporáneo (designábamos con esta palabra al que se hizo tras la Segunda Gran Guerra). Sostuve que el arte era un lenguaje, y un leguaje universal. El accedió a esta definición con el buen talante que lo caracterizaba y, como de costumbre, se llevó la mano a la barba, aún negra, inclinó la cabeza y expresó alguna duda sobre la idea de universalidad. Esto me lleva a recordar otra discusión (hay quien estima que soy un ser polémico, pero se equivoca y estoy dispuesto a discutirlo el tiempo que haga falta) algunos años antes con otro compañero cuyo nombre he olvidado en un instituto de cuyo nombre no quiero acordarme. En este caso yo había sostenido públicamente que los símbolos no eran convencionales, como los signos, y que eso les otorgaba universalidad. Él me replicó que lo único universal era la naturaleza y en consecuencia como evidentemente los símbolos pertenecían al ámbito de la cultura no podían ser universales. Yo (educado en la escuela de Munz, Balthasar, Bachelard, Eliade, Ries, pero también lector voraz de Kerényi y de Blumenberg) estaba ya decidido a nos distinguir, al menos de manera absoluta, cultura y naturaleza y pensaba, más bien, que la naturaleza humana es cultura, pues es un animal no fijado, y que por tanto en la misma cultura accedemos a la universalidad. Mi joven compañero, pero conste que yo era más joven, no había pasado por Hegel. Todo es cultura (conozco el proceso lógico subsiguiente, ¿vale?) y la cultura es el ser humano en la historia: el símbolo nos facilitaba el acceso, creía entonces como ahora, a lo humano en el hombre.

           
Lógicamente, mi comprensión del arte es simbólica. De hecho, el arte como fenómeno es muy reciente, como lo son la religión y la filosofía… Desde hace unos siglos nos hemos acostumbrados a ver la realidad desde el prisma de nuestra fragmentación que acabamos identificando sin más con la realidad. Esto error ha llevado, a mi modesto juicio, a la fragmentación de lo humano y a toda esa jerga de las dimensiones de la que Adorno se quejaba con tanta razón. Porque el arte es un lenguaje universal—en el espacio y en el tiempo—pueden seguir las obras de arte parietal comunicándonos significados no aprehensibles de otra manera y en razón de esa universalidad un creador puede dirigirse sin miedo a las generaciones futuras. En otras ocasiones he hablado de Miguel P. del Valle, a quien tantísimo debo. En sexto nos daba Historia del Arte y gustaba formular preguntas retorcidas; imaginábamos que algún día nos preguntaría sobre la influencia de Picasso en los creadores de Altamira: no sabíamos que con semejante broma enunciábamos una verdad, pues hoy sé que la influencia es patente. Quizás por eso toda gran obra de arte sea una botella lanzada al océano de los tiempos. Los buenos marxistas ortodoxos (que gozaron de enorme prestigio, no debe olvidarse) siempre han andado preguntándose por la necesidad del arte pues no entendían el, por decirlo así, sobrepotenciamiento (perdón por el palabro) que el arte ofrecía a la realidad. No se daban cuenta de que no hay nada más real que el arte.

            Bastantes incoherencias he dicho como para seguir escribiendo hoy. Otro día será.

            Shalom.




martes, 23 de julio de 2013

Veranos, 2

El dios que baila

II. KIBBUTZ



            Tuve la inmensa fortuna de asistir a If at all, dirigido por Rami Be’eer y puesto en escena por la compañía israelí de danza contemporánea Kibbutz. Se me ocurren muchas cosas, pero me parece que mis palabras serías insuficientes y ni siquiera conseguirían esbozar una pálida sombra del acontecimiento. Pues se trató de eso: un verdadero acontecimiento, pues me sentí personalmente afectado por lo que aparecía ante mis ojos. Y antes de seguir una observación: la danza contemporánea ha conseguido algo que la música está aún lejos de lograr: la atención del público. Personalmente, el ballet clásico me gusta, pero no se cuenta entre mis aficiones; sin embargo, la danza contemporánea es capaz de arrebatarme y no creo que haya nada tan cercano al teatro griego como la danza. Esta cercanía—no es un invento mío—hizo que Nietzsche se interesase por la danza y que en sus obras aparezcan numerosos personajes danzantes: Dionisos, Zaratustra, los espíritus libres, pero también los pensamientos danzan, las estrellas, las alas y hasta las palabras danzan. El cuerpo es capaz de comunicar con tal fuerza que consigue elevarnos en su baile con una alas, grandes, alas de luz y tristeza. Esto me causa asombro y me deslumbra, pues a mí, tan habituado a la palabra, se me da en la danza una palabra otra, casi inefable, pero que está ahí, carnal y viva, hermosa.



            Israel tiene la fortuna de tener varias prestigiosas compañías de danza contemporánea: Vértigo, Batsheva, Dafi y, por supuesto, la compañía que aquí nos ocupa, Kibbutz.


            Todos sabemos qué es un kibbutz (קיבוץ) y cómo contribuyeron al nacimiento y al asentamiento del Estado de Israel. Originalmente funcionaron como comunas agrícolas de inspiración sionista y socialista, pero hoy, debido a la crisis, se acercan notablemente a los ambientes urbanos. No es necesario explicar todo eso aquí; pero lo que no todo el mundo sabe es que muchos kibbutzim han sido cantera de artistas, porque entre los supuestos de estas comunas está la creación artística: el artista goza de plena libertad para crear en el kibutz, pero esa libertad se ve permanentemente confrontada con los miembros de la comunidad. No es que se ponga la creación en función de algo, pero no se entiende como una realidad independiente de la vida real. El kibbutz no genera artistas que hagan creaciones muertas, para museos por decirlo así,  sino en el mundo para dar vida a la comunidad. En este marco nació el grupo de danza Kibbutz. De hecho, la mayoría de sus miembros viven en un kibbutz o cerca de él; pese a todo, la agrupación se ha abierto a bailarines de otros países, que trabajan con ella. Casi podría decirse que está en un proceso de internacionalización. La Compañía de Danza Kibbutz tiene su origen, si me he informado bien, en un kibbutz de Galilea. Allí una superviviente de los campos de exterminio, Yehudit Arnon, fundó la compañía y la hizo crecer hasta convertirla en una de las más prestigiosas de Israel. Yehudit Arnon, que dirigió el grupo hasta 1996, siempre creyó que el de la danza era un lenguaje universal que debía servir para unir a los seres humanos. El actual director, Rami Be’eer, hijo de músicos residentes en el Kibbutz de Ga'aton, estudió violonchelo; estos estudios los compatibilizó con los de danza bajo la dirección de Yehudit Arnon, a la que ha sucedido como director de ballet. Rami Be’eer entiende el ballet, como pudimos ver, como una obra de arte total que debe impactar al espectador para sumergirlo en ella y transformarlo desde su interior, pues el que asiste a una de sus coreografías se ve confrontado con sus propios sentimientos y en el diálogo con la obra, ésta lo sitúa de una manera diferente en el mundo.


            ¿Qué vi? Un escenario vacío al principio; quince minutos de retraso (tal vez para que se cerrase el Shabbat) y todo empezó con la furia de una danza que nos introdujo, al principio, en un mundo de soledad, aislamiento y seres alienados, cuyos movimientos, a veces mecánicos, convulsionaban al espectador, que no podía evitar sentirse afectado por lo que sucedía sobre el escenario del Teatro Romano, que fue un marco espléndido. A diferencia de la danza clásica, en If at all no encontramos un argumento lineal cuyo desarrollo podamos seguir; más bien los movimientos nos alcanzan como impactos que nos obligan a pensar. El vestuario y la iluminación marcaron, según creo, las tres partes del evento. En la primera, dominado por el negro y por movimientos que apuntaban claramente a la alienación, al miedo y al sufrimiento con su corolario, la muerte; se nos coloca delante la condición humana finita y sufriente, que busca redención. Sin embargo, el aislamiento y la ruptura—saltos, piruetas, convulsiones acompasados con una música potente—parecen encontrar su última palabra, pues al final de esta primera parte, si puede hablarse así, se me puso delante la brutalidad de la destrucción y la violencia, que una y otra vez se habían insinuado. Lógicamente, cada uno de los que estábamos allí se dejaría llevar por sus asociaciones, pues la danza no se impone con un significado unívoco, sino que es capaz de expresar las contradicciones que se dan en nuestra existencia. Hubo un momento en que mi emoción se desbordó, pero cuyo significado permanece aún oculto a mi corazón: los símbolos, y la danza contemporánea es fuertemente simbólica, tienen la virtud de arraigar y transformarnos lentamente desde dentro.


            En la segunda parte, cuadros de luz que actuaban como celdas, cambió el vestuario: las bailarinas se buscaban unas a otras sin llegar a alcanzarse nunca. El drama de la incomunicación se hacía patente sobre el escenario y no sólo se expresaba; quizás es ésta una de las cualidades más evidentes de la danza moderna: nos entrega lo que representa y no pone conceptos en su lugar. Lentamente, en la tercera parte, fueron apareciendo parejas; a veces rotas, a veces tan cercanas que acababan por alejarse… era el drama del amor humano, demasiado humano que culminó, de alguna manera, en la boda (con sus referencias judías tan simpáticas). Quizás al final encontramos más lirismo y menos dramatismo, pero sería un error, me parece, entender las tres partes como segmentos independientes: If at all forma un todo que empieza con la soledad y acaba entreabriendo una puerta a la esperanza, pues la violencia cesa poco a poco y los cuerpos de los bailarines florecen abriéndose unos a otros en claro contraste con los inicios. Así, diría que esta obra nos da un rayo de esperanza porque nos enfrenta a realidades hondamente arraigadas en lo humano.


            Reconozco alborozado que el acontecimiento superó mis expectativas. No se trata sólo de que disfrutase—y lo hice—ni de que sintiese—y fueron muchos los sentimientos que me embargaron; no, es algo más que podría definirse en el mejor sentido como κάθαρσις, catarsis, en el sentido original del término, como si hubiese asistido a la representación de una tragedia; pero ¿acaso no lo hice? El dios danza no sólo para expresar su alegría, sino también su pesar; al ver los prodigiosos brazos arqueados de los bailarines, como alas, sentí la alegría de saber que podemos alzar el vuelo y salir—éxodo—de todas aquellas realidades que nos angustian; pero también experimenté el peso de nuestra propia gravedad, esa seriedad que rehúye lo lúdico para esconderse, como un gusano, en nuestros corazones y robar la alegría de la existencia a los demás.

            El dios que baila ama la vida; por eso Dios baila y la creación entera, como intuyeron los primeros hindúes, es una danza de Dios. David bailó delante del arca semidesnudo:

     E iba danzando David ante el Señor con todo entusiasmo, vestido sólo con un efod de lino. Así iban David y los israelitas llevando el arca del Señor entre vítores y al sonido de las trompetas. Cuando el arca del Señor entraba en la Ciudad de David, Mical, hija de Saúl, estaba mirando por la ventana, y al ver al rey David haciendo piruetas y cabriolas delante del Señor lo despreció en su interior (2Sam 6, 14-16).

            Mical, la hija de Saúl, lo acusará de lucirse desnudo a la vista de las criadas de sus ministros, como lo haría un bufón cualquiera. No es sólo desprecio, es resentimiento ante la desnudez. Claro que este mismo David había osado decir de su amor hacia Jonatán, también hijo de Saúl, que era más maravilloso que el amor de las mujeres. Lo admito: Nietzsche siempre me ha parecido un cristiano cabal frente a la hipocresía que le rodeaba (y me parece recordar que una afamada bailarina, Isadora Duncan, sostenía una opinión similar). Tendríamos que aprender a ser livianos, a no tomarnos en serio. Quizás por eso vuelan los ángeles: porque se toman a sí mismos tan poco en serio que son livianos. Nuestra existencia tiene con frecuencia suficiente pesadez como para que nosotros le añadamos más con nuestra mediocridad. Sí, leed a los poetas y danzad en presencia de la Belleza: os saldrán grandes alas, como a los hermosos cuerpos que vi sobre el escenario, que os permitirán volar a vuestros sueños.

            Shalom.


lunes, 22 de julio de 2013

Veranos

El dios que baila

I. LIBROS Y ESPADAS



            Vacaciones: ¿no queda así suficientemente explicado? Si hace falta, se pueden añadir las palabras de verano y nadie sensato dudará de que haya dado una explicación buena, aunque tal vez no del todo coherente. Llevo varias semanas meditando sobre el arte; hace unos días, quizás por las fechas, me encontré pensando en los juguetes de mi infancia. La dicha se desbordó al asistir a la acontecimiento de danza If at all del grupo israelí Kibbutz. Después he pensado en una oración que reuniera todas estas ideas y me ha golpeado la frase de Nietzsche sobre el dios que baila:

     Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar.
     Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia.
     Y también a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las burbujas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de esa misma especie.
     Ver revolotear esa almitas ligeras, locas, encantadoras, volubles—eso hace llorar y cantar a Zaratustra.
     Yo no creería más que un dios que supiese bailar (Ich würde nur an einen Gott glauben, der zu tanzen verstünde).
     Y cuando vi mi demonio lo encontré serio, grave, profundo, solemne: era el espíritu de la pesadez—él hace caer todas las cosas.
     No con la cólera, sino con la risa se mata. ¡Adelante, matemos al espíritu de la pesadez!
     He aprendido a andar: desde entonces me dedico a correr. He aprendido a volar: desde entonces no quiero ser empujado para moverme de un sitio.
     Ahora soy ligero, ahora vuelo, me veo a mí mismo por debajo de mí mismo, ahora un dios baila por medio de mí.

F. Nietzsche, Así habló Zaratustra. Primera parte: del leer y el escribir (traducción de Andrés Sánchez Pascual), Madrid, Alianza, 1990, págs.. 70s.

            Hace muchos años que leí este texto y la primera idea que se me vino a la cabeza no fue la de Dionisos saltando y bailando rodeado de sus bacantes; no, pensé en la danza cósmica de Shiva, el dios que destruye y crea mundos con sus movimientos. El bufón que baila escondido delante de una imagen de María y es observado por el abad con aprobación y benevolencia. Es la alegría la que crea mundos y, por eso, un Dios creador sólo puede ser imaginado rebosante de alegría, como plenitud de vida. Son los niños los que crean mundos con sus juegos y acaso la existencia tenga mucho de juego: ¿no escribió sobre esto un maravilloso libro aquel holandés repleto de hijos, Huizinga, que tenía puesto un cartelito en el pasillo de su casa pidiendo, por favor, silencio? El carácter fundamental de la cultura es el juego; esto es, la gratuidad, la gracia. Así sucede con todas las cosas importantes de nuestra existencia: se nos otorgan por gracia.

            A veces recuerdo con nostalgia los juguetes de mi infancia. No sólo tuve cajas, como se suele decir, pero mi imaginación funcionaba con mucha fuerza. Lo primero que me asalta es la imagen del matraz lleno de un líquido rojo en  el que eché sosa cáustica: lo puse al fuego y la explosión tiñó de un color desagradable la pared blanquísima. Después, lo traje desde Santiago, el coche de pedales: el juego consistía en chocar contra las bicicletas; lógicamente, quien se metía en el coche salía mejor paradas pues igual que cuatro ojos ven más que dos, cuatro ruedas tienen más estabilidad que dos. El pequeño osito mecánico que desollaron mis dos hermanos, siempre dispuestos a demostrar que eran mayores y más fuertes. El coche dirigido (por cable, conste) o el avión que mi padre me regaló a los trece años: sólo conseguí hacerlo volar una vez, cerca de Tablada. También estaban los soldaditos de plástico, nada de plomo; sin duda, los mejor hechos eran los rusos, rojos y bien perfilados. Los verdes, bastos y algo más grandes, eran los gringos; pese a toda la publicidad anticomunista, vencía siempre la belleza de los rusos, porque  ¿cómo iba a consentir con nueve años que aquella fealdad verde saliese victoriosa? Veo perfectamente un helicóptero que los Reyes dejaron en el salón de casa después de pasar muchos meses en Santiago. Sin embargo, lo que con más nitidez recuerdo son los juegos en los campitos de Los Remedios, un barrio que se estaba haciendo. Llamábamos campitos a los solares aún vacíos, a veces rodeados por muros de ladrillo; pero hacíamos boquetes y penetrábamos en los territorios prohibidos; organizábamos pandillas, bueno, a mí me organizaban porque era muy pequeño, tendría cinco o seis años, y acababa siempre obedeciendo a los mayores. Una tragedia, pues en casa también era el pequeño y no me quedaba otra que agachar la cabeza. Viví aventuras formidables en aquellos campitos: descubríamos animales inexistentes (la mariposa con una calavera en el tórax), adoptábamos perros y gatos… No existían los móviles y, maravillosa libertad, era imposible que nuestros padres nos controlasen. Con mi vecino jugaba a los vaqueros: las sillas eran los caballos y mi stick de hockey (nadie decía entonces “palo de hockey”, aunque sin duda lo correcto sería hoy escribir palo de jóquey) hacía de rifle. A veces pasábamos de una terraza a otra e incluso en una ocasión me descolgué al piso de abajo; estas actividades ocasionaron a mi familia un gran disgusto el día previo a mi primera comunión: yo tenía ocho años y sólo admitiré aquí que mi padre acabó asistiendo a la ceremonia (la única vez que asistió a una ceremonia en la que yo fuese protagonista y fue, sin duda, porque le pilló de vacaciones) apoyándose en un bastón para disimular la cojera. Por aquellos años, como el hueco del ascensor no estaba cerrado, me subía por la reja y saltaba hasta el techo: después de alcanzar el séptimo, pulsaba el mágico botón blanco que hacía descender la cabina, pero debía tomar precauciones y dejar el techo antes de llegar al final no fuese a ser que Manuel, el portero, descubriese el juego. Hoy todas estas actividades infantiles serían considerarían peligrosas, estarían prohibidas y a los padres que permitiesen a sus hijos semejantes locuras los consideraríamos imprudentes: ¿no hay algo de demencia en todo amor? Claro que mis padres, en realidad mi madre, no se enteraba de nada y sólo la recuerdo enfadada el día que con un destornillador logré desmontar la cerradura de la puerta; luego la monté, pero mi hazaña no le complació en absoluto y, sin embargo, creí haber hecho algo meritorio. Tampoco se enteraban mis padres de mis andanzas por los barcos—el Chiqui, el Aline, el Rivadeluna—donde pasaba buena parte de las vacaciones de verano para ver a mi padre, el capitán cuya voz era capaz de amedrentarme. Cierto, mi padre no era con nosotros el colmo de la prudencia y le estoy agradecido: nunca hubiese entrado en la chimenea de un mercante, nunca hubiese bajado a sus prodigiosas bodegas, nunca hubiese nadado junto a su gigantesca hélice si él no hubiese accedido a aquellas locuras infantiles.

            Mi experiencia con los niños es decreciente, pero veo que los niños tienen otros juguetes, aunque tengo para mí que las nuevas tecnologías nos adentran en un mundo sin juguetes: un mundo donde la capacidad creativa se verá seriamente mermada. De hecho, lo que hoy se llaman juguetes parecen haberse transformado enteramente en ensayos de la vida adulta. El juego, que debía durar todo el tiempo de nuestras vidas, es arrinconado por los entretenimientos. Esto sin contar con que cada vez con más frecuencia se hace de los niños adolescentes antes de tiempo matando su imaginación con un malsano placer. Sólo se les asigna un papel, pero dejan de crear mundos. En unos años este déficit de la imaginación lo pagará muy caro la literatura.

            Leía tebeos: DDT, Pulgarcito, Mortadelo… y después, allá por segundo de bachillerato, empezaron a llegar las novelas. Primero, si mal no recuerdo, las del detective francés que tenía un Dos Caballos trucado; después apareció Salgari y su fascinante Tigre de Malasia. Fueron los primeros libros sin ninguna ilustración, ni siquiera en la portada. Me llegó la hora, imagino que como a muchos, de Twain con Tom Sawyer, Huckleberry Finn; pero, sobre todo, Julio Verne. Durante muchos años guardé un pequeño volumen adquirido en una librería de viejo, Quo Vadis, por algo menos de dos pesetas: supongo sería una edición abreviada. Escucho decir que los niños hoy siguen leyendo; pero mi experiencia, decreciente como digo, contradice esa opinión: en buena medida los ordenadores y la televisión sustituye a la literatura en el mundo infantil, y eso que a la mayoría de los padres les gusta ver a sus criaturas con libros entre las manos, pues éstos guardan aún parte de su antiguo prestigio, que se irá perdiendo a media que el pseudolibro ése (lo llamaría ibuk para que fuese patente su barbarie) se extienda. A los niños no les hace demasiada ilusión recibir libros de regalo; pese a todo, sigo regalándoles libros y espadas. El verano era para nosotros, con su interminable duración, un tiempo maravilloso para aburrirnos. Precisamente, por eso nuestra imaginación se desbordaba. El niño es un dios que danza: crea mundos prodigiosos una y otra vez en un juego incansable. Y todos hemos sido niños, aunque algunos lo hayan olvidado.


            Shalom.

miércoles, 10 de julio de 2013

Para un amigo

EL SILENCIO NO ES NUNCA LO PRIMERO

A la memoria de LMGU

Oirás antes el silencio sin comprender
la mano que a tu espalda te acaricia.
Los pasos en la yerba serán ecos
del galope glorioso de tu vida.
Has cargado como antiguo caballero,
a pecho descubierto te has batido
con la triste sonrisa del vencido
antes del combate. Flechas venenosas,
cáncer, dolor de fuego y el miedo
atroz de seguir vivo después de la derrota.
¿Qué sentías sobre el caballo desbocado del vacío?
Eras dulzura y paso lento con la cabeza
inclinada hacia el futuro. Fragor de la batalla:
sé valiente, aunque cuelgues de una lámpara
sin luz en medio de un despacho vespertino.
¡Ponte en pie, amigo mío!
Ahora está la compasión: las palabras siempre llegan tarde,
pero el silencio no es nunca lo primero.