lunes, 27 de julio de 2009

Ensayo

NATALIA GINZBURG


Durante un tiempo he estado ausente por ocupaciones, algunas tienen, desde luego, más importancia que esta gacetilla; pero como no está bien abandonar lo que se ha comen­zado si no hay razones de peso—y no las tengo—, me gustaría poder seguir realizando al­gunos comentarios a libros. Para inaugurar esta temporada, en plena canícula aunque no­sotros no seamos caniculares, he elegido dos lirbros de Natalia Ginzburg, Las pequeñas vir­tudes, Barcelona, Ed. Acantilado, 2002, y Ensayos, Barcelona, Ed. Lumen, 2009.


La autora, nacida en Palermo en 1916, tuvo una agitada vida al menos hasta el final de la Segunda Gran Guerra. Adoptó el apellido de su esposo, Leone Ginzburg, porque su apellido paterno era Levi. De hecho su padre, médico de profesión y profesor universita­rio, aunque no era practicante, procedía de una familia judía. Su madre, Livia Tanzi, era hija de un conocido abogado socialista y cristiana practicante; de manera que la educación que recibió Natalia Levi Tanzi se concentran buena parte de las tradiciones que han con­formado a la Vieja Europa: el cristianismo, el judaísmo, por una parte, y el liberalismo y el socialismo por otra. Leyendo a Natalia Ginzburg uno percibe exactamente esto: es una au­téntica europea. Sin embargo, nuestra autora no acudió al colegio desde pequeña, sino que, como era costumbre en muchos lugares, sus primeros estudios los realizó en casa: "Cursé toda la enseñanza elemental en casa, porque mi padre decía que en las escuelas públicas los niños contraían enfermedades" (Infancia, en: Ensayos, pág. 72). La calidad humana y lite­raria de Natalia Ginzburg debería servirnos de aviso en este caso a la hora de entender la educación obligatoria como escolarización obligatoria..., pero no quiero perderme hoy. Na­talia se casó con Leone Ginzburg, de origen ucraniano y de familia judía, en 1938. Leone había sido profesor de la Universidad de Turín y fundado, junto a Giulio Einaudi, la editorial Einaudi en la que Natalia Ginzburg acabará trabajando. Durante la guerra la familia Ginzburg, por sus orígenes judíos y por el compromiso político de Leone (que había sido "invitado" a abandonar la Universidad por negarse a prestar el juramento fascista y que había sido detenido en dos ocasiones antes de su boda por su actividad política) cambió con frecuencia de residencia (de hecho, fueron confinados en un pueblecito de los Abruzos del que Natalia deja un extraordinario recuerdo en Invierno en los Abruzos, en: Las pequeñas virtudes) hasta que, por desgracia, Leone fue detenido y encarcelado en la famosa prisión romana, controlada por los alemanes, de Regina Coeli donde murió sin que Natalia ni ninguno de sus hijos pudiera verlo desde su encarcelamiento.


Lógicamente, todas estas experiencias marcaron en profundidad la vida de Natalia, que al finalizar la guerra consiguió trabajo en Einaudi (Ensayos: La pereza) y se dedicó a escribir. Fruto de ese trabajo, con todos sus rastros de abandono, dolor y soledad, son los dos libros de los que hablo. Son ambos recopilaciones de artículos, discursos y otros escritos publicados entre 1944 y 1990 (la autora murió en 1991). Recorren, por lo tanto, toda la segunda mitad de ese siglo maldito, el siglo XX, que ha visto no sólo el genocidio armenio, sino también el judío; no sólo la Primera, sino también la Segunda Gran Guerra. No sólo el Gran Berta, sino también la Bomba H, no sólo Auschwitz, sino también el Gulag, las purgas de Mao y los jmeres rojos. Y realizan este recorrido de manera persona: en ellos se nos aparece directamente Natalia Ginzburg como una mujer inteligente, luchadora y, sobre todo, con una capacidad de juicio mesurado que sorprende, sobre todo hoy, acostumbrados como estamos a que sólo se oiga a los que gritan. Natalia Ginzburg, por el contrario, no grita: nos habla en voz baja llevándonos al terreno de una experiencia personal—todos las tenemos—cuya principal característica es haber pasado por el profundo tamiz de la reflexión. Esto se aprecia no sólo en sus relatos más personales (magnífico Los zapatos rotos), sino en aquellos que tienen un calado social, religioso y político.



Uno puede estar de acuerdo o disentir de las afirmaciones de Ginzburg, pero lo que no puede es negar la sensibilidad que esta maravillosa mujer muestra en sus reflexiones. A mí, por ejemplo, el artículo Las pequeñas virtudes me suscita muchas dudas y no pienso que la forma de educar a los hijos propuesta sea necesariamente la mejor; pero de lo que no me cupo la menor duda (y no porque yo sea bajito y pequeño) es de que la educación debe plantearse en términos parecidos, pues los "valores" (que se me perdone la palabreja) no se enseñan sino como conductas. Si tuviese que recomendar algún capítulo, no sabría decidirme (Sobre creer y no creer en Dios, Él y yo, Las relaciones humanas, Berlinguer...). Los dos libros, Las pequeñas virtudes y Ensayos (éste ha sido un éxito editorial en Italia), tienen la ventaja, pensando en los lectores que se cansan con facilidad, de estar compuestos de capítulos breves que se pueden leer de forma totalmente independiente. Quien se acerque a Ginzburg descubrirá uno de los testimonios más simples y más impresionantes del significado de la cultura europea. Shalom.