sábado, 21 de septiembre de 2013

Jean Echenoz (al final, me parece) y Byung-Chul Han (que es alemán). Es decir, Europa.

Infinitos eslabones
y 14




            Hace algunos años, cuando mi vida era aún muy distinta y salía de vez en cuando al campo, pero no a pastar sino a echar el día con mis amigos, unos de mis hermanos, al que invité a venir un sábado, dibujó en su rostro un casi perfecta expresión de felicidad al caer en la cuenta de que su teléfono móvil no tenía cobertura. Lo había reflexionado antes de aquel momento, cuando a unos de mis amigos, un viernes por la tarde, le sonó el busca (mensáfono), aquel antiguo dispositivo que te ordenaba ir a un teléfono para llamar: era la forma de estar localizable las veinticuatro horas del día. Los teléfonos móviles han conseguido lo mismo, pero ahora no sólo son los médicos, sino que somos prácticamente todos los que permanecemos sujetos a una cadena de infinitos eslabones y, sin embargo, creemos que la libertad es un constitutivo básico de nuestra relación con el mundo.

            He leído el libro del filósofo y teólogos alemán de origen coreano Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Barcelona, Herder, 2013. En enero de este año había leído, también en Herder, la primera obra que se tradujo de él al español, La sociedad del cansancio, que me pareció interesante, aunque no lo tuve por un libro que profundizase demasiado; mas la razón era porque, como La sociedad de la transparencia, el filósofo nacido en el año 1 a M (antes de mí, es decir, en el 1959 d. C., el 2712 auc o 5720 de la Creación. Hasta hoy sólo manejaba bien el calendario cristiano, el romano y el judío, pero va siendo hora de darse importancia; bien pensado, debería decir 1 a V, pero la uve puede confundirse con el cinco romano: por amor a la claridad lo sustituyo por el mil, que también es un poco lioso; en fin, será mejor revestirse de humildad—si me revisto,  schrecklichen Engel, es porque estoy desnudo de ella—y volver al calendario julio. Fin de este paréntesis estúpido), decía que Byung-Chul Han había querido hacer un libro de corte divulgativo y que se acuesta más en su estilo a los filósofos franceses, de los que bebe en abundancia, que a los germanos.

            La tesis del filósofo alemán, como la que cualquiera puede comulgar sin demasiadas dificultades, es que la sociedad moderna es en buena medida una sociedad pornográfica si por esto se entiende, como hizo Baudrillard, una sociedad donde los individuos están expuestos. No es que sean expuestos, sino que, dada la configuración social, se exponen a sí mismos: pérdida, al menos aparente, de la intimidad; un panóptico en el cual no se ejerce el control desde un único punto; así era el panóptico de Bentham, modelo de cárceles y psiquiátricos: los individuos permanecían aislados y sólo el observador, el poder, podía controlarlos sin ser visto creando así la sensación de un control total y permanente. En el nuevo panóptico el control adopta todas las perspectivas posibles, pues los mismos individuos se ofrecen, en virtud de los nuevos dispositivos tecnológicos, para controlarse mutuamente y ser controlados (me ven, pero también yo veo). Supuestamente, reciben algo a cambio, ¿qué? El espejismo de la popularidad y del reconocimiento público—los cinco minutos de gloria de los que habló Warhol, es decir, basura.

            Los sistemas de control se han multiplicado en los últimos decenios: tarjetas sanitarias, teléfonos y otros dispositivos móviles, tarjetas bancarias y comerciales, , de transporte, cámaras en las calles, en los centros de consumo y ocio, en los institutos... la red, que parece abarcarlo todo (los facebook, tuenti, yahoo, google, youtube… toda la panoplia). Aceptamos sus condiciones, nos rendimos, con un solo clic de ratón: nosotros mismos aceptamos ser controlados no sólo por nosotros y los demás a los que observamos a cambio de ser observados, sino por el poder, un poder que controla todas las perspectivas (véase lo que ha hecho el País Sigla, y sólo alcanzamos a conocer una parte de los mecanismos de control). Vivimos, sin embargo, en el espejismo de la libertad, porque no podemos ponerle rostro al control y porque sus medios son impersonales, mecánicos. Además, la frecuencia de los controles (el uso de las tarjetas, por ejemplo, o las veces que pasamos delante de un cámara sin percibirla) hace que no los percibamos como tales.

            Todo el poder a Google. Al abrir una cuenta de correo aceptamos (un solo clic casi inconsciente) la política de privacidad de las compañías, mas la mayoría de nosotros no ha leído ni leerá esas condiciones, maguer sabemos que las compañías los incumplen porque deben obedecer los requerimientos de los gobiernos. Nos llega publicidad personalizada: han leído nuestro correo.

            Estamos sujetos a una cadena de infinitos eslabones invisibles. Quizás alguno piense de este comentario, que pretende recoger el espíritu de La sociedad de la transparencia: “Otro alarmista, un apocalíptico más”. No digo que esté equivocado; es posible: no siguen existiendo los arsenales nucleares, no hay cientos de millones padeciendo hambruna, los polos no aceleran su desaparición, el ozono ya no es ningún problema... Siempre es posible cerrar los ojos y continuar como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, dicho con modestia, me parece que sería bueno pararse un instante (es muy difícil hacerlo, lo sé, en una sociedad en la que la rapidez cuenta como virtud) y meditar sobre estos asuntos: ¿no le estamos dando demasiado poder a las compañías? ¿No estamos aceptando ser expuestos y convertirnos así en objetos de observación? Google, Yahoo, Dropbox... son empresas cuyo objetivo básico es obtener beneficios; ¿no se lo estamos poniendo muy fácil y nos estamos exponiendo, además, a sistemas de control ante los que no tenemos ninguna defensa?

            Alguien dirá que nos prestan servicios gratuitos, pero ¿se ha visto alguna vez una empresa que regale sus productos, un banco que regale sus créditos? Brecht preguntaba: ¿”Qué es más delito: robar un banco o fundarlo?” Las grandes compañías (comunicación, bancos, seguros) no pierden. Pagaremos todo esto con un recorte real de nuestra libertad en el espejismo de la comunicación total. Tal vez alguno de nosotros se crea más listo que la policía; pero hoy la cárcel no tiene afuera: la construimos nosotros mismos en esa red a la que nos entregamos al aceptar gustosos sus condiciones: ése es el nuevo panóptico del que nos habla Byung-Chul Han, y no me parece que esté equivocado.

            Llegados a este punto, y como estoy en tal estado que si me para la guardia civil, me quita todos los puntos del carné, cambiaré de tema pidiendo, con reverencia, perdón a quien tenga estómago para leer mis torpezas (no es autoflagelamiento: es el alcohol con el que cicatrizan mis heridas, amigo). Podría hablar, y debería, del magnífico poemario de Alberto Blanco, Hacia el mediodía¸ Valencia, Pre-Textos, 2013, algunos de cuyos versos pueden emocionar; o tal veza de Ada Salas, de quien había leído ya una antología (No duerme el animal o algo así, perdónenme ustedes si no soy más preciso), Limbo y otros poemas, Valencia, también Pre-textos, 2013. Quizás del último libro de José Corredor-Matheos, Sin ruido, Barcelona, Tusquets, 2013, en el que un poeta anciano, y que habla con dulzura, nos ofrece algunas destellos capaces de iluminar como besos una noche triste. Tal vez debería hablar de mis amigos: Celan, Baudelaire o del adolescente Rimbaud (al que amo con ternura y cuya pierna de madera hace aflorar las lágrimas a mis ojos; algún día, si Dios quiere, iré a rescatarlo al África donde aún respira). Bueno, debería hablar de todo eso, porque merece la pena y ustedes, si están leyendo esta cosa, deberían dejar de hacerlo y aplicarse en la lectura de esos buenos poetas. Aquí están perdiendo el tiempo. Sin embargo, y puesto que yo me escucho, quiero hablar de otro libro. He leído en el tren (el maravilloso Talgo y aquella biografía de Agustín, publicada por Revista de Occidente, de Peter Brown, que compré en la Cuesta de Moyano, con librerías más acogedoras que las bouquinistes des Quais de Seine, y mira que prefiero París), en el avión, en el barco, y he leído mucho en los bares, que acaban siendo mi segunda casa. De hecho, tengo la suerte de que me conozcan algunos libreros, pero muchos más camareros con cuya conversación me honro. Esta tarde, en Casa Santos, he leído el último libro de Jean Echenoz, 14 (trad. de Javier Albiñana) Barcelona, Anagrama, 2013. No se tarda más de una hora en leer sus escasas cien páginas. Bueno, alguien pensará que no es gran cosa; pero no, porque para alguien como yo, que debería haber nacido en otro lugar y otra época para dejar su vida en la Gran Guerra, se trata de un libro tristemente hermoso: bien escrito (y traducido, pese a algunas decisiones discutibles en la puntuación), frío y profundo, pero a la vez tierno y distante. Puede parecer la historia de Anthime, pero es mucho más que eso, porque Echenoz nos ha regalado en un puñado de páginas el significado de la Gran Guerra, la Primera Gran Guerra. Quien haya leído un poco sabe que esa guerra causó en las almas de los europeos un impacto mucho mayor que la Segunda (pero no que los campos, conste), pues una generación entera de europeos fue sacrificada en aras de… ¡ah! Los viejos dioses, que exigen sacrificios ingentes de hombres jóvenes, de su inocencia; viejos dioses coleccionistas de brazos y mandíbulas arrancadas, aquellos que aman la muerte de los jóvenes guerreros y sonríen al ver una cruz mutilada… en aras de nada. Pueden leerse los diarios del amigo Wittgenstein o Tempestades de acero de uno que después modificó su exaltación guerrera. La Primera Gran Guerra a la que nos sumamos arrastrados por los cantos de la Marsellesa, invocando la Internacional o el Good save the Queen (Churchill seboso, pero que después sería el único en estar de pie frente al Demonio, Churchill, que ya había mandado disparar sobre los huelguistas después de haber hecho carrera en África, aparece en Francia inventado un vehículo blindado), aunque God save us all, pero sólo a los nuestros (quizás aquí tengan sus lugar las lágrimas de Chenu), aquella guerra acabó enseñando los dientes de una historia que es una catástrofe. Benjamin lo sabía y aunque acabase suicidándose en Port Bou, no renunció a una esperanza: el fin de la historia más allá de la historia porque la cancela (no como quieren los gringos: el fin de la historia dentro de la historia; es decir, la consumación del capitalismo). Nunca regresamos de las trincheras: esto nos dice Echenoz. O más bien: regresamos otros. Desde el primer entusiasmo (pero ¿en qué dioses, Dios, en qué dioses?) hasta que Anthime levanta su mano derecha, invisible por amputada, al son de la Internacional, la novela recorre magníficamente todas las sensaciones que imaginamos, por las que hemos llorado, y a las que no podremos volver pues la barbarie nos acostumbró al horror. Quizás fue eso: el primer horror (de acuerdo: la Gran Armada, medio millón de muertos, fue espantosa, pero la demagogia del Imperio supo glorificarla. Aún hoy desenterramos a sus muertos), el espanto primigenio, tan bien descrito en 14; permítame la editorial citar un párrafo en el que cada palabra ha sido, lo diré así, calibrada:

     Fue entonces cuando, tras caer los tres primeros proyectiles demasiado lejos y explotar inútilmente más allá de las líneas , un cuarto proyectil de contacto de 105 más ajustado fue más efectivo en la trinchera: tras seccionar al ordenanza del capitán en seis pedazos, algunos de sus cascos decapitaron al agente de enlace, clavaron a Bossis por el pleno en el puntal de una zapa, destrozaron a diferentes soldados bajo diferentes ángulos y cercenaron longitudinalmente el cuerpo de un cazador ojeador. Apostado no lejos de allí, Anthime vislumbró durante un instante, desde la masa encefálica hasta la pelvis, todos los órganos del cazador ojeador abiertos en dos como en una plancha anatómica, antes de acuclillarse espontáneamente en falso equilibrio para intentar protegerse, ensordecido por el enorme estrépito, cegado por los torrentes de piedras y tierra, las nubes de polvo y de humor, mientras vomitaba de miedo y de repulsión sobre sus pantorrillas y en torno a ellas, con las botas hundidas en el lodo hasta los tobillos.

            Maravillosas innovaciones técnicas, poco alentadoras desde luego, Charles, porque llevan la huella dactilar de la muerte. Las generaciones siguientes aprendimos a estar, ciegos, hundidos de sangre hasta la cintura. Non olet. Pobre Anthime, afortunado Anthime de quien sus compañeros envidiaban tan excelente herida, pues dejándole inválido conserva otro brazo y su virilidad. Ah, yo soy Anthime, tú eres Anthime: yo soy la morsa, que diría Lennon,  pero las sardinas no suben ya por la torre.


            Una frase corta capaz de condensar el tiempo: Volvía a ser domingo, pero ¿cómo puede ser Sabbath sin shalom? Los pueblos se quedan primero sin hombres, pero después sin mujeres ni niños; sin animales: brutal capítulo doce para los hombres y los animales, pero los hemos olvidado. Se han callado todas las campanas. ¿La solución? Fusilarse uno mismo, lo entiendo, o la tercera solución, que encuentra sin querer Arcenel, ya solitario porque todos sus amigos han sido devorados por el horror. Tierno Arcenel, que en ningún momento se había planteado buscarse amistades de recambio; iluso Arcenel que camina rastreando los indicios de la primavera;  feliz Arcenel a quien obligan a arrodillarse y que ni siquiera ve al sargento alzar el sable y sólo lo oye gritar las órdenes, la cuarta de las cuales era fuego. Noble Arcenel ante quien desfila la tropa después de ejecutarlo. Cruel inconsciencia la de Blanche, que reprocha al inválido Anthime que hubiese adelgazado. 14 está muy bien escrita, de verdad, y me ha conmovido. ¿Recordáis los versos de Madzirov? Leedlos, por favor, porque

Yo he visto sueños que nadie recuerda
y llantos en tumbas equivocadas.
He visto abrazos en un avión que cae
y calles de arterias todas abierta.
Yo vi volcanes más dormidos aún
que raíces de un árbol genealógico,
y vi también a un niño que no teme la lluvia.
Pero a mí no me vio nadie.
A mí nadie me vio.

            No, los hombres no hemos muerto en la guerra por falta de higeine, capitán Vayssière. Busque otra excusa. Déjenos beber vino o huisqui, porque pese a que nos engaña, ya sabemos que ninguno regresará. Usted nos ha dicho: regresarán todos ustedes a casa, pero no lo haremos, porque ya no existimos. Es verdad que no lo admitimos hasta que el primer proyectil no impactó cerca de nosotros y vimos de nuevo a unos hombres taladrar a otros ante nuestros propios ojos. No regresaré.

            Reconoceré delante del tribunal lo que se me exija; mas no por ello admitiré mi culpabilidad; sólo los hechos: haberme engañado, haber creído que el olor a geranios no era gas y haber jugado a las cartas borracho. Por estas razones—tan válidas como cualesquiera otras—deben leer 14 (he tenido que corregir un inapropiado tuteo: les ruego que me perdonen). Pueden también leer lo impreso en la contraportada; pero será mejor, créanme, que lean a novela.

            Siempre he pensado que hubiese sido feliz en otra época, porque nadie me conocería. Es mérito de Echenoz no sólo haber reconstruido una época, sino sobre todo un sentido. Los agrimensores me habrán quitado, espero, todos los puntos de mi carné; pero ahí está la carretera: la he recorrido solo y así permaneceré. Ustedes no tienen por qué, pues tienes razones. Mas la rosa es sin porqué.

            Y, si me lo permiten, quizás no viene a cuento, pero el huisqui tiene razones que el ordenador desconoce:


            Y perdóneme no sólo por esto que acabo de perpetrar, sino también por el estilo, las erratas y hasta por mi innoble existencia.

            Shalom.

            

sábado, 14 de septiembre de 2013

Delphine de Vigan

Experiencia


            En algún lugar de alguno de sus maravillosos libros es posible que el genio poético de Luis Rosales nos dejase escrito:

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

            Pocos versos hay con los que la triste sombra de mi alma se identifique más. Siempre, desde hace decenios, desde que el ochenta y cuatro cayó en mis manos Oigo el silencio universal del miedo, he sentido debilidad por el poeta granadino: ha sabido retratarme sin conocerme; decirme sin hablarme; dolerme sin golpearme. Como nos duele la vida, porque estar vivos es hacer en algún momento, depende de tantísimas cosas, experiencia de sufrimiento: de ver alejarse el barco con los que amas hacia un horizonte que tú jamás alcanzarás, sintiendo en el propio corazón un peso absurdo, pues, inalcanzables ya, entregarías tu último aliento por su felicidad. Duele esta vida incomprensible: no siempre se puede decir lo que uno siente; no siempre es oportuno; no siempre se tienen las palabras precisas. A veces sólo se tienen lágrimas y abrazos, olas de un no sé qué subiendo desde el pecho para cerrar la garganta. Sí, lloramos porque no sirve nada. Existe el don de lágrimas, lo sé. Con el sufrimiento me ha pasado exactamente—con esa estrictez matemática en la que tan poco sprit de finesse brilla—eso: no he tenido las palabras para consolar, pero tampoco lágrimas; he acertado en todo, menos en lo importante. No es espíritu de derrota, aunque sólo puedo creer en la moral de los individuos derrotados. En uno de los mejores discursos de J. F. Kennedy, político al que admiré al final de mi adolescencia (recuerdo perfectamente el pie de una fotografía en el libro de discursos políticos que compré en una librería de segunda mano: El Presidente Kennedy, aunque cansado, sonríe a los periodistas), en uno de aquellos discursos, decía, que le preparaban jóvenes talentos de Harvard, decía: Nosotros no elegimos las circunstancias, pero sí el modo de hacerles frente. Yo elegí mal todas mis batallas y no calculé mi fuerza: una y otra vez he rodado pendiente abajo, como Sísifo con su piedra, haciendo un esfuerzo que me parecía descomunal por mantenerme en pie, y era sólo un esfuerzo humano. Supongo que alguien me entiende.

            A veces nos duele más el sufrimiento de los demás, de aquellos por quienes entregaríamos la vida; pero ¡qué difícil es entregarla poco a poco! Desgastarse, apagarse como una vela cuyo pábilo vacilante no proporciona ya ninguna luz: la caña cascada no la quebrará; el pábilo vacilante no lo apagará. Estas palabras siempre me conmueven, aunque tampoco he conocido a quien las pronuncia desde hace muchos siglos. Contemplar—no sólo ver, sino detenerse con la mirada, con el corazón, en el insomnio nocturno que se transforma en pesadilla—sufrir a los que uno ama es una tortura. Y si el sufrimiento se lo inflige a sí misma la víctima, es tal vez peor porque a su angustia se suma la nulidad de la incomprensión ajena que descarga sobre el herido un castigo aún mayor, pues siendo incapaz de comprender, se equivoca en lo que dice y hace. Así el que se mantiene en el amor y contempla se siente impotente, una sensación que nunca me ha gustado, porque me trae recuerdos borrosos de mi infancia: siendo un niño, le pequeño de tres hijos, mi hermano mediano gustaba de tumbarme con la espalda contra el suelo y, cargando sobre mí su peso, me golpeaba inocentemente las mejillas imposibilitando cualquier reacción física de mi parte. Sólo me quedaba el verbo, mas entonces, como hoy, las palabras eran reacias a acudir a mi boca y con todos los músculos en tensión sólo sentía mi propia impotencia, mi debilidad. También recuerdo en mi horror—no soy, conste, ninguna víctima—una habitación oscura y el latigazo de una voz gritándome.

            ¿Por qué se hace daño a sí misma una persona? Había escrito por qué decide hacerse daño, pero he visto en muchas ocasiones infligirse heridas habiendo decidido tal vez ser feliz, construirse una imagen, un cuerpo, en el que sentirse a gusto, aunque para ello uno debiera destruirse. Quien haya leído en otras ocasiones esta gacetilla lo sabe: los psicólogos, a los que como personas respeto, me parecen casi peores que los charlatanes de feria, pues los he visto, y hasta los he sufrido, dar palos de ciego con una absoluta seguridad: manipulados por sus enfermos, construyendo teoría tras teoría, creyendo que conocen a sus clientes—me resisto a usar el término pacientes si habla de los psicólogos—al dedillo después de haber charlado con ellos una hora, reconstruyendo sobre la marcha sus ideas sin importarles un ápice el sufrimiento de quienes esperan, invitando a confiar mientras te venden por la espalda… Y, sin embargo, nuestra sociedad está llena de psicólogos, terapeutas les gusta llamarse a muchos de ellos, por algún motivo. Dicen que aumentan las enfermedades mentales: las estadísticas lo ponen de manifiesto, pero las estadísticas se usan, como sabemos, para apoyar tesis contradictorias. Se habla de estrés, de las complicaciones de la sociedad urbana, de la desestructuración familiar, de los medios de comunicación… En el caso de la psicología se nos alerta de que aún no hay profesionales suficientes. La rueda gira y se retroalimenta; alguien con más talento podría escribir un cuento titulado Se necesitan enfermos: debido al aumento de psicólogos por metro cuadrado fue imprescindible inventar nuevas enfermedades para ofrecerles trabajo. Sin embargo, no quiero detenerme en estos asuntos, porque no son decisivos y porque sé, sí, también yo, que no todo es así. 
              
    He leído de un tirón el libro de Delphine de Vigan, Días sin hambre (trad. de Javier Albiñana), Barcelona, Anagrama, 2013. De la autora francesa había leído antes Nada se opone a la noche, que me resulto interesante y me agradó leer. Sin embargo, no esperé Días sin hambre porque me hubiese hecho adicto a de Vigan (como me hice adicto en otras épocas a Dostoiesky, Pío Baroja, Greene, Echenique, García Márquez, Camus, Mújica Láinez, don Rafael Sánchez Ferlosio y tantos otros que me han llevado a mis adicciones actuales). No, esperé la nueva novela de la francesa por el tema. Debo señalar que Días sin hambre, cuyo contenido autobiográfico resulta evidente, es la primera novela que publicó (lo hizo bajo pseudónimo: Lou Delvig). Siguiendo una costumbre criticada recientemente por Richard Ford, la de publicar todos los años una novela, la editorial Anagrama ha editado este septiembre ese primer libro.

            Días sin hambre es el diario de un ingreso hospitalario, aunque el capítulo final sea una celebración fuera de los límites del hospital. Laure, la protagonista,  acepta ingresar en un hospital de la mano del doctor Brunel, del que idealmente se enamora. ¿Cuál es la enfermedad de Laure? De Vigan ha procedido con suma cautela y sólo menciona la palabra anorexia un puñado de veces. Ha tenido que resultar doloroso escarbar en los recuerdos de la enfermedad, reconstruir el sufrimiento, tocar las cicatrices nunca cerradas para siempre; pero de Vigan lo ha hecho y yo diría que muy bien, pues no ha caído ni en el sentimiento de pena ni se ha regodeado morbosamente en el daño. A veces expone incluso la situación de una manera tan distante que se diría fría; pero este lector, yo, lo agradece porque así se ha podido ver reflejado y ha creído comprender algunas razones que le estaban vedadas. Gracias a Dios, la autora no ha procedido como una psicóloga, sino como la enferma. No analiza: expone. Sin duda, los técnicos dirán la paciente establece una relación de trasferencia con el doctor, pues proyecta en el analista, que en la novela no lo es, sus experiencias inconscientes (es verdad que esto sirve para explicar tanto la hostilidad hacia el médico como la más rendida entrega; lo explica todo; luego no explica nada, como nos enseñó Popper); pero aquí las opiniones de semejantes agrimensores nos traen al fresco (sí, uso un nos mayestático para fastidiarlos un poco más).

            En el largo proceso de volver a aprender (pues la estancia en el hospital se alarga un trimestre) hay una sinceridad desgarradora. Aquí conviene felicitar al traductor, Javier Albiñana, pues quien de una u otra forma esté familiarizado con esa enfermedad reconocerá el significado fuerte de muchas de las palabras que usa Laure, Fati o Anaïs. Retrato tan borroso como preciso es el de la azul, cuyas palabras hieren a Laure hasta que consigue que resbalen, pues imperceptiblemente—y esto es un prodigio en el relato—recupera su dignidad hasta dejar de sentirse culpable por existir. Sin excesivas descripciones, con diálogos vivaces y entrecortados en los que es preciso leer entre líneas más allá de los primeros significados, la autora francesa nos regala una buena novela. Además, de Vigan, en la crudeza de una enfermedad incomprensible salvo para quien la padece, nos deja una puerta abierta, una esperanza. No es poco. Merece la pena leer Días sin hambre (y lo digo sabiendo que no tengo ninguna autoridad en estos asuntos) no sólo por el tema, sino por la forma.

            ¿Por qué se hace daño a sí misma una persona? Ya no leemos poesía, no escuchamos cuentos—ésos que la hacen tanto bien a Laure en los labios del doctor—, sino que nos sentamos delante de las pantallas a que nos escupan basura a la cara. Apagad los televisores, desconectad las pantallas y salid a la calle para ver los árboles, el azul profundo y el blanco prodigioso de las nubes. Sentémonos en la terraza de un café con un libro entre las manos. No hay peor condena que la de quien ya no quiere vivir. Hace unos días, en una reunión, me soltaron un montón de siglas. Y recordé a mi buen amigo Dámaso, Dámaso Alonso, el poeta, el marido de Eulalia, el que posaba forzando el gesto en mitad de Gredos con chaqueta y corbata; Dámaso, el viejo prematuro al que tan difícil es encontrar con una sonrisa en el rostro; Dámaso el poeta de versos límpidos y claros, el de Pizca;  recordé un poema que escribió el año de nacimiento de Juan Vicente Piqueras, el año perfecto, mil novecientos sesenta:


LA INVASIÓN DE LAS SIGLAS

(poemilla muy incompleto)

       A la memoria de Pedro Sali­nas, a quien en 1948 oí por primera vez la troquelación "siglo de siglas"

USA, URSS, OAS, UNESCO:
ONU, ONU, ONU.
TWA, BEA, K.L.M., BOAC
¡RENFE, RENFE, RENFE!

FULASA, CARASA, RULASA,
CAMPSA, CUMPSA, KIMPSA;
FETASA, FITUSA, CARUSA,
¡RENFE, RENFE, RENFE!

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.,

S.O.S., S.O.S., S.O.S.!

   Vosotros erais suaves formas:
INRI de procedencia venerable,
S.P.Q.R:, de nuestra nobleza heredada.
Vosotros nunca fuisteis invasión.
Hable
al ritmo de las viejas normas
mi corazón,
   porque este gris ejército esquelé­tico
siempre avanza
(PETANZA, KUTANZA, FUTRNAZA);
frenético
con férreos garfios (TRACA, TRUCA, TROCA)
me oprime,
me sofoca,
(siempre inventando, el maldito, para que yo rime:
ARAMA, URUMA, ALIME,
KINDO, KONDA, KUNDE).
Su gélida risa amarilla
brilla
sombría, inédita, marciana.
Quiero gritar y la palabra se me hunde
en la pesadilla
de la mañana.

   Legión de monstruos que me agobia,
fríos andamiajes en tropel:
yo querría decir Madre, amores, novia;
querría decir vino, pan, queso, miel,
¡qué ansia de gritar
muero, amor, amar!

    Y siempre avanza:
USA, URSS, OAS, UNESCO,
KAMPSA, KUMPSA, KIMPSA,
PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA.
 ¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!
Oh Dios, dime
¿hasta que yo cese,
de esta balumba
que me oprime,
no descansaré?

   ¡Oh dulce tumba:
una cruz y un R.I.P.!

            Hice una pregunta para la que no tengo ninguna respuesta infalible; lo siento. Pero sí tengo un abrazo, una caricia y un beso. Quiero ser Orfeo. Lamento mi impotencia, mas lloramos precisamente porque no sirve de nada.


            Shalom.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Richard Ford


La primera hoja de otoño


  
            Me despedía de mi madre cuando, por una de las ventanas abiertas del salón asomado a un pequeño parque con álamos blancos, se coló una pequeña hoja seca y fue a posarse como una estrella en el suelo de la casa donde mi madre se apaga. La hoja, con un leve resplandor verde entre sus tonos marrones, había sido arrancada de su rama por el viento de un día como el de ayer para ser llevada allí, al frío suelo de terrazo donde brillaba. Ha sido el primer brillo del otoño por llegar. Pretendía hablar de algunos libros Canadá, del pequeño volumen de Falque sobre el sufrimiento, del último Coetzee, que acabo de terminar, de Baile de máscaras o del encantador poemario publicado en Pre-Textos de Jane Kenyon; pero me he quedado pensativo: el día, el viento y las circunstancias. El otoño, la estación en la que me encuentro más a gusto, entraba por la ventana haciendo sólo un leve movimiento con uno de sus dedos: ¿era un saludo o una despedida?

            Todos los otoños, desde hace muchos, me pregunto lo mismo: ¿veré otro? A veces, parado en mitad del puente, miro los cambios de color del río, más visibles en estas fechas. También ahora los libros caen como hojas mientras las editoriales no dejan de anunciarnos novedades. Ford, Coetzee, de Vigan, Vargas Llosa… Aparecerán colgados de los estantes de las librerías y el tiempo se los llevará; salvo los críticos profesionales, ¿quién recuerda la lista de novedades del otoño pasado ahora que el nuevo está ad portas? El tiempo, mi querida amiga belga, no sólo es un gran escultor, sino que se lo lleva todo disolviéndolo en su poderosa corriente; pero incluso se llevará a sí mismo un día: ¿no es ésa nuestra secreta esperanza? No será necesaria la luz del Sol, dijo el vidente, mas mientras sueño oyendo las murmuraciones de mi propia cabeza, el tiempo avanza; bueno, no avanza, sino pasa. Bueno, no pasa, sino que nos hace pasar a nosotros mientras él sigue. Hay algo monstruoso en la idea de que otros ojos verán los mismos edificios cuando nosotros ya no estemos. En este mundo nada parece eterno y esto me deja el otoño recordándome las palabras de Jerónimo:

     De pronto vinieron a anunciarme la muerte de Pammaquio, de Marcela, la toma de Roma, la muerte de muchos de nuestros herma­nos y hermanas. Quedé consternado, desconcertado, estupefacto. De día y de noche, no pensaba en otra cosa y me creía cautivo con todos ellos, con esos santos. Anhelaba tener más luz sobre estos sucesos, dividido como estaba entre la esperanza y el desaliento. Me imponía mi parte de cruz por las desgracias del prójimo. Pero cuando se apagó la luz gloriosa del mundo, cuando fue tomada la capital de nuestro imperio, cuando en esa sola ciudad el universos entero y la civilización perecieron, «me callé, me humillé, no podía pronunciar una sola palabra y mi dolor se hizo más vivo; mi corazón se abrasaba y el fuego me inflamaba mientras meditaba» [...].
     No hay nada que no tenga término; los siglos pasados pasaron para siempre y es justo decir que todo lo que comienza debe pe­recer, todo lo que crece conoce la decrepitud y la muerte. No hay obra creada que la vejez no ataque y haga desaparecer. ¡Pero Roma! ¿Quién pudiera pensar que, edificada con las victorias alcanzadas en todo el mundo, se derrumbaría y sería la tumba de los pueblos que ella misma había dado a luz? Todas las orillas del oriente, de Egipto y de África están ahora llenas de sus hijos, fugitivos y esclavos. ¿Quién habría dicho que Belén la santa recibiría cada día, como mendigos, a hombres y mujeres antes nobles y ricos? ¡Ay! No podemos socorrerlos a todos, pero al menos lloramos con ellos y mezclamos nuestras lágrimas con las suyas.

Jerónimo, Prólogo al comentario de Ezequiel, en: Obras Completas, 5a, Madrid, BAC, 2006.

            Por cierto, aunque el Sermón original sea de Agustín, espero con verdadera curiosidad la edición española del último Premio Goncourt, que un buen amigo de Tánger ha leído en francés y me ha recomendado con fervor: Discurso sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari, y que edita Mondadori (en ese papel de tan desagradable tacto que deja restos en los dedos, algo que me ha pasado con La infancia de Jesús).

           Hablaré, entonces, de la última novela de Richard Ford, Canadá, (Trad. de Jesús Zulaika, que ha hecho una magnífica labor), Barcelona, Anagrama, 2013. El norteamericano es suficientemente conocido como para andar presentándolo a estas alturas (si no me equivoco, no hace mucho publicó Anagrama un libro de ensayos, Flores en las grietas). La crítica reflejada en la faja y en la contraportada (vamos, la publicidad) exalta la obra como un clásico; pero, la verdad, empezaré rebajando las expectativas: no es para tanto. Sin duda, se trata de una novela que se deja leer e interesante (y uno no entiende por qué el autor debe disculparse por sus inexactitudes. Véase la nota introductoria) en la que la estructura de la narración juega un papel fundamental. En este sentido me ha parecido una novela tramposa. Comienza de manera abrupta:

     Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después (pág. 13).

            Supongo que el estilo cuenta más que el argumento. La novela está dividida en tres partes desiguales en extensión. La primera, que ocupa más de la mitad de la obra, narra con minuciosidad los días anteriores y posteriores al robo de un banco; la vida un tanto inusual de dos adolescentes que viven con sus padres, y digo inusual porque la familia se siente permanentemente fuera de lugar. Quizás podríamos suponer otro tipo de relaciones antes de que el padre dejase el ejército; no obstante, la madre, un tema que parece obsesionar a Ford, está de alguna manera ausente. Si bien el comienzo me obligó a seguir leyendo, algo que sólo me pasa con las noveles que me gustan, después Canadá comenzó a hacérseme larga, no digo aburrida, por la reiteración y la escasez de información en lo que parecía ser un puro juego expresivo. A ratos las descripciones de Ford podrían calificarse de hiperrealistas y, por ello, me parecen falsas, pues el narrador mantiene sus recuerdos con una nitidez que va más allá de la fotografía. Suele decirse que Degas detestaba a los que salían al campo con sus caballetes pretendiendo atrapar la naturaleza: algo así ha pretendido conseguir Ford con su lenguaje. No hay un narrador omnisciente, pues el relato lo hace uno de los personajes, Dell Parsons, un adolescente en el tiempo narrado que escribe cuando está a punto de jubilarse, pero Dell parece conocerlo todo. De todos modos, es verdad que el paisaje, las situaciones y las conversaciones van perfilando con nitidez y sombras a los personajes; sobre todo al protagonista central, Dell Parsons, a través del cual se narran las transformaciones de la adolescencia en las que juega un papel importante su hermana melliza, Bermer. En la segunda parte, más liviana tal vez porque los personajes tienen una mayor densidad (especialmente Arthur Remlinger) y, siendo la acción lenta, por aquí y allá se dejan caer algunas reflexiones interesantes. Mildred, elegida por la madre para llevar a Dell a Canadá, dice despidiéndose del chico: No siempre podemos elegir nuestros comienzos. Éste quizás hubiese sido un buen título para la novela y ahora, cerca del otoño, también nosotros sabemos que en todo final se encierra enigmáticamente un comienzo. Poco a poco Dell va madurando y se atreve a hacer algunas preguntas, aunque habitualmente está fuera de juego porque no es capaz de adaptarse: recuerda de manera permanente de dónde viene y su realización, como parece quedar patente en la brevísima tercera parte, consiste precisamente en olvidar ese de dónde. Ford ha construido algunas escenas emotivas. En la primera parte, la visita de Dell y Berner a sus padres en la cárcel de Great Falls está narrada con una precisión capaz de hacer brotar ternura de algunos de los personajes y conmover al lector. Algo parecido sucede tras alcanzar Canadá al despedirse de Mildred o en el último encuentro con Berner. Sin embargo, el estilo narrativo de Ford en Canadá no conmueve porque el autor no ha querido conmover: nos ha colocado delante de un fresco para que nosotros saquemos nuestras conclusiones. En ocasiones hay una notable dosis de sabiduría escondida en conversaciones en apariencia triviales:

     Florence estaba pintando en medio de  la calle Manitoba. Lo que pintaba era simplemente la vista en línea recta de más allá de la oficina de correos desierta, y un par de casas allanadas y expoliadas al final de la hilera de locales comerciales […]. No entendía cómo aquello podía constituir un tema para pintar, ya que todo estaba allí mismo para cuando alguien quisiera mirarlo, y no era bello: nada parecido a las cataratas del Niágara […].
     - ¿Por qué pinta eso? […]
     - Oh—dijo Florence—, pinto cosas que me gustan, ¿sabes? Cosas que de otra forma nunca llegarían a ser bonitas (págs. 359s).

            En la tercera parte no hay ningún desenlace, pues en realidad la obra no tiene nudo ni lo necesita. Es bueno leer a Ford porque estamos acostumbrados a demasiada acción sin darnos cuenta de que, como dice el narrador, “aprendí que las cosas hechas sólo de palabras y pensamientos pueden convertirse en acto físicos” (pág. 461). Eso sí, me parece que el lector deberá tener paciencia y confiar en que el autor sabrá llevarle adelante. Al final, como me acostumbra a pasar con las novelas que me enganchan, deseaba que la narración no terminase. Por lo tanto, si Ford ha hecho alguna trampa, la ha hecho bien, ¿y no consiste precisamente en eso buena parte del talento para escribir novelas?

            Sí, es otoño aunque no ha llegado. Debería hablar de otros libros, de algún poemario y tal vez de un ensayo; sin embargo, dentro de poco saldré a pasear; pisaré la melancolía amarilla en las calles y pensaré en los bosques dorados de Cáceres. Después regresaré y tal vez se haya colado como una profecía una hoja de oro en la casa en la que con la lentitud del sol otoñal también yo me apago.


            Shalom.