domingo, 27 de enero de 2013

Bartleby, quizás uno.


¿QUIÉN ERES?


(Ilustración de  Rebecca Dart)

Una de las experiencias más apasionantes al sumergirme en un buen relato es hablar de con los personajes más allá de los límites de la propia narración. De alguna forma, se hacen carne superando la finitud propia de todo relato. Supongo que muchos lectores tendrán la misma experiencia: no se trata de una identificación con el personaje [1], sino de conocer a éste como otro real frente al lector; alguien que tiene la misma densidad, incluso más, que aquellos a quienes saludamos al cruzar la calle. No es fácil, desde luego, pero un buen narrador sabe que sus personajes no son marionetas y no se mueven al antojo de sus ideas. Hasta hay personajes tan vivos que son capaces de rebelarse contra su autor y gritarle a la cara que no quieren morir. Intelligenti pauca [2]. He tenido esta experiencia en muchas ocasiones, en muchos siglos y hasta en mundos en apariencia inexistentes.

            Como una gran mayoría, supongo, mi primer acercamiento a Herman Melville se debió a una ballena, Moby Dick, que debí leer en una de aquellas ediciones incompletas de Bruguera. No recuerdo que se tratase de una experiencia memorable, quizás porque yo era demasiado pequeño para comprender el alcance de la obra. Hasta muchos años después no cayó en mis manos un relato que me fascinó, Bartleby, el escribiente. De las muchas ediciones que pululan por ahí (Bruguera, Cátedra, Alianza, Siruela, Valdemar y un muy largo etcétera, incluyendo la edición que ha hecho Pre-textos con estudios de Deleuze, Agambem y J. L. Pardo con el original título Preferiría no hacerlo) me ha gustado mucho la editada por Nórdica Libros con unas magníficas ilustraciones de Javier Zabala. Bueno, pues hace mucho tiempo que estoy dándole vueltas a la identidad de Bartleby; pero el problema es que no habla, permanece mudo incapaz de salir del relato. La imagen que tengo de él es la de su aparente final:

the wasted Bartleby. But nothing stirred. I paused, then went close up to him, stooped over, and saw that his dim eyes open (el baldío Bartleby. Pero no se movió. Me detuve y me acerqué a él agachándome, y vi que sus oscuros ojos estaban abiertos).

¿Quién es este Bartleby? Sin duda muchos reconocerán en él una sombra kafkiana que se proyecta antes de que el autor de Un artista del hambre comenzase a escribir. Es posible que Kafka haya influido en Melville, aunque a algunos les parezca cosa increíble: ¿acaso no lo es el propio Bartleby?

            Algunos han entendido a Bartleby—figura cuya densidad ha atravesado el relato de Melville, aunque su cabeza se haya quedado apoyada en el frío muro—como un prototipo del nihilista con su I would prefer no to. Sin embargo, no me lo parece y preferiría decir que no lo es. De hecho, de Bartleby sólo tenemos la imagen, como en un espejo convexo, que nos ofrece el narrador, de quien conocemos bien poco y por no saber, no sabemos ni su nombre. Dice de sí mismo: I am a rather ederly man (soy un hombre bastante mayor. De hecho, ronda los sesenta por lo que dice de la edad de Turkey); afirma que le gustan las cosas sencillas y que es abogado; pero esto es lo que dice de sí mismo: ¿por qué habríamos de creerle? Hay una confesión de sí mismo que lo sitúa en los antípodas de Melville, otro de los protagonistas del relato, aunque invisible a nuestros ojos:

Imprimis: I am a man who, from his youth upwards, has been filled with a profound conviction that the easiest way of life is the best. Hence, though I belong to a profession proverbially energetic and nervous even to turbulence at times, yet nothing of that sort have I ever suffered to invade my peace. I am one of those unambitious lawyers who never addresses a jury or in any way draws down public applause, but, in the cool tranquillity of a snug retreat, do  snug business among rich men’s bonds, and mortgages, and title deeds. All who know me consider me an eminently safe man.
(Primero: soy un hombre que, desde su juventud, está poseído por la profunda convicción de que el camino más fácil en la vida es el mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente tonificante y excitante a veces hasta la turbulencia, nunca he dejado que esas cosas me perturben. Soy uno de esos abogados sin ambiciones, uno de ésos que nunca se dirige al jurado o se atrae el aplauso público, pero que en la serena tranquilidad de un respetable retiro, realizo respetables negocios entre los bonos de los ricos, las hipotecas y los títulos de propiedad. Todo el que me conoce no puede sino considerarme un hombre eminentemente digno de confianza)

            Desde luego, yo no me fiaría de un tipo así por más que la gente respetable lo considere un hombre digno de confianza. Un hombre que trabaja para los bancos [3]. Muchas  veces olvidamos quién nos informa sobre Bartleby, pero estamos autorizados a dudar de su punto de vista y tal vez por esto nuestro protagonista esté condenado a moverse siempre en las sombras. Nuestro narrador ¿se atusa el bigote? ¿Lleva chaleco? ¿Le asoma la barriga por encima del pantalón? ¿Se sacude con incomodidad las migas de pan tras el almuerzo? ¿Mira a las mujeres de reojo? ¿Se detiene a contemplar la mar? Me gustaría verlo por la calle, pues seguro que se mira hacia otro lado cuando se encuentra con algún problema. Puede ser tolerante con Turkey, Nippers y Ginger Nut, pero tal vez sólo porque sabe gestionarlos: los trata como objetos de los que ha aprendido a sacar un beneficio. En efecto, tiene capacidad administrativa y el comportamiento que muestra es el de un agrimensor. Lo que él llama “compasión” no es una apariencia fruto de la curiosidad. El narrador se sitúa permanentemente en el ámbito de la respetabilidad y Bartleby sólo le sacará de sus casillas cuando con su inacción ponga en entredicho esa respetabilidad burguesa. Quien alguna vez ha enfrentado los vientos en la proa de un barco no puede jamás conformarse con semejante cosa, salvo al precio de estar muerto en vida. Tal vez el cadáver de Bartleby esté más vivo—de hecho él sigue vivo—que el resto de los personajes que deambulan como fantasmas de niebla por el relato. Melville debió sentir repulsión por el abogado y por eso debemos agradecerle más que escribiese este relato, pues Melville es el amanuense que se ha dejado poseer por el espíritu de Bartleby.

            Comprendo que estas reflexiones son un puro disparate, pero ¿no lo es Bartleby? Su pura pasividad desde que entra en el despacho hasta su final junto al muro podría ser interpretada por los agrimensores como una descreación: Dios crea con su palabra, ¿Bartleby deshace? Sin embargo, él hace lo que sugiere (y esto es decisivo, pues nunca se impone como un poder). El narrador intenta domesticar a Bartleby: lo ubica en el despacho, tras un biombo, como una presencia invisible. Lo trata como a los demás. Lo absurdo no es Bartleby, sino la situación que lo rodea; si enfocamos bien, todos parecen estúpidos menos él. Esto me hace pensar en que la pasividad de Bartleby quizás sea un signo de la gracia. Su existencia consiste en ser: al principio colabora, pero es posible que dándose cuenta del absurdo que lo rodea su única posibilidad consista en una pasividad absoluta hasta convertirse en un huésped incómodo. Como hacen los buenos burgueses con Dios, el narrador deja un espacio a Barltleby, pero sólo hasta el momento en que su presencia se hace absurda denunciando el sinsentido de la situación. Los demás buscas razones que justifiquen la presencia de Bartleby, pero no las encuentran y Bartleby acaba por hacer absurdo el mero hecho de existir, mas semejante absurdo se produce en la oficina, allí donde todo está reglado y tiene su sitio, donde no hay espacio sino para la copia y donde la creación verdadera es arrojada fuera. Un mundo cuyo único horizonte es un muro insalvable de ladrillo. Quizás, como algunos propusieron tras examinar psicológicamente a don Quijote, Bartleby sea un enajenado y eso lo convierte en un tipo peligroso pues no se rige por la cordura de los cuerdos, sino que está poseído de una locura que obliga a pensar. Como Dios, el narrador deja al protagonista un espacio reducido, su espacio, del que sólo puede salir con autorización. Su presencia es absurda; pero es precisamente la que acaba revelando el absurdo de lo que le rodea. De hecho, como el Mesías, Bartleby es capaz de ir más allá del pacto: lo rompe con su inacción, pues trabajar hubiese significado sumarse a la cadena y no liberarse de ella.

            Quizás estas reflexiones deban seguir, pero confieso que me cierto incómodo con Barleby, pues su identidad se me escapa. Es, como todos los seres auténticos, un abismo en cuya cercanía respiramos el Misterio, ese exceso de luz al que llamamos belleza. O Dios.

            Shalom.

[1] Ésa es una de las características básicas de las narraciones míticas. Recuerdo de pequeño las tardes de cine de algunos domingos. Mi madre nos daba dinero para ir a una de aquellas sesiones dobles librándose de nosotros con una gran elegancia (no es ninguna crítica, sino la sencilla constatación de que los padres se equivocan estando permanentemente con sus hijos). La sala, llena de chiquillos ruidosos, se calmaba en cuanto comenzaba la proyección; mas aquella serenidad se perdía ante las acciones de los malos (indios, enemigos de Roma, nobles felones, soldados del Cardenal…) hasta que finalmente, pateando el suelo o con nuestras vocecitas infantiles, nos sumábamos a los refuerzos (el Séptimo de Caballería que llegaba al son de la trompeta, la legión que aparecía en el horizonte haciendo retumbar el mundo, el caballero de brillante armadura, mosqueteros…) contribuyendo de manera notable al triunfo de los buenos y a un curioso caos producto de la lucha a favor del bien. Ésta es una de las razones por las que detesto la nefasta costumbre de identificar mito con narración falsa cuando se trata, justamente, de lo contrario.

[2] Al inteligente con poco le basta para entender. Las personas inteligentes no necesitan que se prolonguen los argumentos.

[3] ¿Quién no recuerda la pregunta de Brecht?: ¿qué es más delito: robar un banco o fundarlo?

domingo, 20 de enero de 2013

Abraham Gragera


DE POETAS



Antes de entrar en Bartleby, quiero hablar un poco de poesía. He leído, como se verá,  un poemario reciente que, aunque no me ha llegado a seducir porque en alguna ocasión abusa de las palabras, contiene algunas intuiciones luminosas. Sin embargo, lo que sigue no se refiere a ese libro, aunque sean reflexiones suscitadas al hilo de su lectura. En buena parte de la poesía española actual—al menos la que cae en mis manos—encontramos la costumbre tan extendida (toda una técnica) de desmontar la prosa en verso. Ha sido don Antonio Colinas, un gran poeta, el que ha definido esto como prosa en trocitos (y si no es suya la idea, gustoso se la atribuyo). Con frecuencia se abusa de las palabras y éste es, según mi modestísimo juicio, uno de los problemas fundamentales de la poesía (y no sólo de la española), pues se busca un exceso de significado no en la misma palabra, a través de la imagen, sino por su acumulación y cierto rebuscamiento; recordaré al gran Dámaso:

[…] yo querría decir madre, amores, novia;
querría decir vino, pan, queso, miel.
¡Qué ansia de gritar
muero, amor, amar!
[…]

 Semejante técnica, la del rebuscamiento, proviene—pido disculpas si me equivoco—de una insuficiente experiencia o, viene a ser lo mismo, de una exceso de valoración de la experiencia vivida. Me recuerda el modo en que muchos jóvenes, ahora que soy viejo, hablan de la vida: provocan la impresión (pues no sólo la producen) de haber cruzado el puente completo de la existencia y ni siquiera han llegado al primer cuarto. Confieso contento que también yo caí en semejante pecado, pues se trata de un pecado de juventud; pero esto no implica que no sea producto de ese curioso defecto de visión en el que el propio yo ocupa la completud del campo de visión de nuestra parca inteligencia. Siempre he pensado que una poesía hermosa es aquella capaz de generar significados desde el paisaje de la vida, desde la experiencia. Ciertamente, ésta resulta en ocasiones indecible y el poeta se ve en la necesidad de deshacer el lenguaje para poder decir con sentido—el caso Celan. Sin embargo, nos encontramos, no sé si como efecto de la abundancia, con autores que acumulan palabras hasta tornarlas insignificantes [1] buscando, precisamente, ahondar el significado. Leyendo determinada poesía contemporánea se tiene la impresión de que se hizo echando mano al diccionario de sinónimos. El trabajo con las palabras es necesario, pero nunca es suficiente.

Me he referido al inicio de esta entrada a un poemario: Abraham Gragera, El tiempo menos solo, Valencia, Pre-Textos, 2012. Licenciado en Bellas Artes, su primer poemario, si no me equivoco,  fue Desviaciones y demoras, Madrid, El Antojo, 1999. Publicó en 2005, también en Pre-Textos, Adiós a la época de los grandes caracteres y ha sido incluido en varias antologías de jóvenes poetas españoles: la primera, la del poeta abulense José Luis Morante, Última fila (Quince del 90), Huelva 1997; en la editada por la casa, lamentablemente desaparecida, DVD: Josep María Rodríguez, Yo es otro, Madrid 2001; en la más reciente de Luis Antonio de Villena¸ La lógica de Orfeo, Madrid, Visor, 2003 y, por citar una más, en Veinticinco españoles jóvenes, Madrid, Hiperión, 2003. Estos datos, aparentemente irrelevantes, nos dicen que es un autor que gusta desde sensibilidades diferentes, pero que también debe trabajar en el mundo del sector editorial (que se me perdone esta pequeña maldad) Además,  Gragera ha traducido a una poeta que me encanta, Louise Glück (Ararat, Valencia, Pre-Textos, 2008) y ha colaborado en la traducción de W. S. Merwin (Migración). Curiosamente, colabora en la compañía de danza La Phármaco con la coreógrafa Luz Arcas [2].

El tiempo menos solo me ha parecido un poemario desigual en el que, junto a prosa desmontada y algún poema en que se abusa de las palabras, por ejemplo, Diciembre, hay grandes aciertos. Ya que he citado a Dámaso, diré que Gragera no está exento de humor. Un botón de muestra:

LA OVEJA
A Arturo Pérez Acevedo

I.

Cómo hablaré de ti sin alegorizar
estás tan connotada
ahí, junto al arbusto
cómo describiré la nada
acogedora noche en su término justo
el rebaño de brumas que se te viene encima
el ladrido distante
del viento de noviembre, dime
con qué rima.

            El autor, sin embargo, tiene sentido del humor porque sabe mirar con hondura la entraña de esa extrañeza de estar vivos. Comparte quizás el juicio de la pérdida de sustancia de las palabras:

Pero también perdimos la palabra
mucho antes, antes de que supiéramos siquiera
que la palabra existía
mucho antes de nosotros y de los que existieron antes
[…]
Del poema Los años mudos.

Semejante pérdida lleva una incapacidad creciente por abrir mundo, pues las experiencias acaban siendo calderilla. A veces se hace muy difícil decir y somos, como dice Gragera, los que nacieron en el siglo de la muerte de la muerte/ […] los que ya nunca podrán cruzar al otro lado. En heptasílabos, a veces en endecasílabos o incluso en alejandrinos blancos, Abraham Gragera nos ofrece imágenes con las que pensar sin necesidad de recurrir la mayor parte de las veces a artificios o a juegos lingüísticos (pese a Anónimo y se reiteración de la rosa que miro/desde su dentro).

            A estas alturas habrá quien piense, perplejo mas lleno de razón, que hablo demasiado para no saber nada de poesía; pero ya se sabe que el sabio calla… Y, sin embargo, aún no he dicho una palabra sensata sobre mi corazón, Bartleby.

            Shalom.


[1] La moda de los haikus: han acabado siendo tratados como una ristra de chorizos. Además, eliminando la caligrafía. Y ahora podríamos quejarnos con amargura de los falsos libros (digitales o algo así los llaman) que se ponen de moda. Lo malo es que no será pasajera.

[2] Uso ese adverbio, porque ese trabajo me ha llamado la atención. He buscado en la Red información sobre Luz Arcas y he visto unos minutos de su trabajo. Confieso que, me ha parecido demasiado pretenciosa, una especie de performance posmoderna; pero, claro, tampoco soy un especialista en esto y, además, nunca es lo mismo una interpretación que su reproducción.


domingo, 6 de enero de 2013

Un alemán cuyo nombre es coreano


FILÓSOFOS



Ha pasado la Navidad con su carga hermosa de nostalgia, del dolor del hogar perdido que se encuentra ya en un pasado inalcanzable. Pese a nuestra memoria, el pasado no vuelve y sólo podemos alcanzarlo sutilmente si pronunciamos sobre él una palabra de perdón. La fiesta de Reyes (la Epifanía, esto es, la manifestación del Hijo de Dios a todo el género humano, la abolición de las barreras nacionales, raciales y religiosas) siempre me gustó más que la Navidad, pero nada hay aquí de motivos teológicos, sino la pura alegría de recibir regalos, que uno nunca merece. Sin embargo, no quiero ponerme sentimental, pues desde joven detesté también ese sentimentalismo gringo de navidades prefabricadas.

Quiero hablar de libros, pero no sé por dónde comenzar. Han caído en mis manos algunos interesantes, como el libro de Marguerite Yourcenar, Con los ojos abiertos. Conversaciones con Matthieu Galey, Barcelona, Plataforma Editorial, 2008. Había sido editado en Gedisa (y después por Plaza y Janés)  a mediados de los años ochenta [1], pero yo no lo conocía y, topando con él por casualidad en los anaqueles de una librería, me lo traje a casa, porque Yourcenar siempre me impresionó por esa capacidad casi oriental de dar la pincelada justa, un poco como la caligrafía japonesa. El libro no sólo no me ha decepcionado, sino que ha sido una fuente de reflexión personal, quizás porque la autora belga [2] tiene una sensibilidad religiosa excepcional. En su lápida funeraria está escrita una maravillosa oración: Plaise à Celui qui Est peut-être de dilater le cœur de l'homme à la mesure de toute la vie. Matthieu Galey tiene el mérito de no estorbar el curso de las ideas de la novelista, que puede expresarse con gran libertad por el espacio del que dispone, pues el “pensamiento en píldoras” no es nunca pensamiento, sino pura receta. La lectura de Con los ojos abiertos me ha llevado a comenzar la relectura de la obra de Murasaki Shikibu, La novela de Genji (versión, comentarios y notas de Xavier Roca-Ferrer), Barcelona, Destino, 2005, pues Yourcenar se refiere a la obra de Murasaki como la mejor obra de la literatura universal. Hace unos años La novela de Genji se me hizo pesada, aunque el primer volumen (Esplendor) me resultó más llevadero; en esta ocasión la leo con mayor lentitud y reconozco que estoy disfrutando más [3] quizás porque voy con más paciencia y presto más atención. Sin embargo, admito que me parecen excesivas las reiteraciones y que me molesta en ocasiones el tono de la obra. Y, desde luego, diré contra quien obtuvo demasiada fama en vida, que no es más compleja que la obra de Cervantes, pues no debemos confundir la complejidad con los enredos.

Hoy mismo he comenzado la lectura pausada de una antología del autor de origen rumano y, por lo que sé, nacionalidad francesa, Dinu Flamand, En la cuerda de tender (traducción de Catalina Iliescu Gheorghiu ) Linteo Poesía, Orense 2012 [4] alguno de cuyos poemas, por decirlo así, me ha tocado.

El título de esta entrada era, empero, “filósofos” y a fe mía que pretendo hablar un poco de ellos—no diré nosotros porque no me cuento entre el número de los privilegiados hijos de Platón. Mi estirpe es otra, pero no he dejado de ser un lector atento de los filósofos a los que he visto ir perdiendo penosamente terreno con el paso de los años mientras resbalaban hacia territorios chocantes. Di, y no por casualidad, con la obrita del filósofo alemán de nombre coreano Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Barcelona, Herder, 2012, que me ha llevado a pensamientos extraños como los que tuve de joven, aunque no porque sea especialmente estimulante. La filosofía anda en busca de su lugar en el mundo después de más de dos mil quinientos años; incluso el simple hecho de pensar en profundidad no parece ya definirla y los filósofos, bueno, los licenciados en Filosofía se dedican a las tareas más diversas entre las que no ocupa el última lugar la publicidad, algo que dice demasiado. No sólo la psicología—esa cosa inmune disfrazada de curandera, abominable en sí misma y en sus consecuencias—, sino también la antropología, la sociología y esa cosa extraña llamada “estudios culturales” (¡pobre Dilthey!) le han dado tales  bocados que la dejan como una manzana descorazonada. ¿Qué le queda? Incluso lo que robó en su complejo edípico, siempre mal curado, le ha sido arrebatado, pues muerto Dios, pretendió quedarse con la religión, pero ni eso. Le han expropiado hasta la cantera teológica de la que se creyó dueña. Todo esto puede explicarse porque no interesa pensar, algo a lo que algunos sedicentes filósofos se aferran. De hecho, en la sociedad española se ha vuelto irrelevante y a esta situación no son ajenos, ni mucho menos, los filósofos profesionales de nuestro país. Recuerdo haber leído un sábado, siendo yo aún joven, un libro sobre el incomparable amigo Wittgenstein; en la última página hice la siguiente anotación: “Cómo escribir un libro con una idea y que, además, no es del autor: ¡Bravo!”. Nuestros filósofos acabaron por convertirse la mayor parte de las veces en opinadores. Todo empezó hace muchos años con aquel desprecio impúdico hacia don José Ortega y Gasset, que se transformó en odio mezquino hacia alguno de sus discípulos. Hubo saña con don Julián Marías y algo más, producto de un evidente complejo de inferioridad, con Xavier Zubiri (aún recuerdo la demasiado breve nota que el entonces diario independiente de la mañana le dedicó en el resumen de noticias y un artículo, absolutamente indigno, de un novelista fatuo e inculto a cuyo cercado habría que acercarse sin resentimiento pero, después de lo que escribió la criatura y según expresión de Nietzsche, con guantes). He de confesar mi profundo respeto por alguien que se mantuvo alejado por pura asepsia (y por su brillante inteligencia) de los medios de manipulación de masas, don Agustín García Calvo, que en gloria esté (aunque no le gustase esta expresión). Claro: los medios de masas no parecen el lugar adecuado para la filosofía, que necesita tiempo, paciencia e inteligencia (como anda muy escaso de la última, no me extraña que el novelista al que me he referido no pudiese entender a Zubiri). Sin embargo, para quien quiere convertir el pensamiento en un espectáculo… ¡le recomiendo a Debord!

Nuestros filósofos, salvando excepciones, han hecho ensayos de escasísimo calado: éticas para chicos, reflexiones populares y cosas así. No están mal, pero no se puede pretender ser filósofo y popular por serlo. Sartre  lo intentó, pero mírese lo que ha quedado de su pensamiento (y lo que digo no quiere ser una crítica, sino una indicación de que su biografía  fue al final la que ocultó su filosofía). Mi primer profesor de la materia nos dijo en una ocasión: “Hay ideas que no pueden explicarse pedestremente”. Resulta curioso que cuando la supuesta intelligenstia quiso invitar a un filósofo, allá por 1985, llamó a un alemán, al bueno de Habermas, al no debieron entender sin duda nuestros representantes políticos (y el novelista, ¡ni te digo!). La Dialéctica de la Ilustración tuvo una primera edición, antes de la que nos ofreció Trotta, muy corta (de quinientos ejemplares si no me equivoco) ¡y nunca se agotó! Los filósofos españoles—maravillosos congresos de jóvenes filósofos cincuentones—tienen, sin duda, buena parte de culpa (y sé que introduzco una noción que a muchos les parece deleznable por su origen teológico; pero ya se sabe de dónde procedo…); pero nuestros políticos no les van a la zaga: han hecho y hacen esfuerzos dignos de los mejores sistemas totalitarios.

Leí La sociedad del cansancio con atención, pero dada su brevedad, en muy poco tiempo. Es un libro difícil de clasificar (yo no hablaría de filosofía en este caso, pero más sabe el director de la colección que un servidor) entre la sociología, la antropología y el hurto de ideas médicas, pues desarrolla, bueno, habla un poco de la sustitución de modelos: lo neuronal sustituye a lo viral de modo que la inmunológico pierde territorio social. Aportando una idea pensable, tengo la impresión de que simplifica la complejidad de los problemas y hace una lectura de las sociedades capitalistas no sólo parcial, sino un poco superficial. La mayoría de los filósofos populares abandonó hace tiempo la metafísica (porque era necesario salvarse), pero hay autores capaces de hacer lecturas muy profundas (y por eso son difíciles) de nuestra situación. Pienso en Levinas (nuestro novelista no entendería ni el título de sus obras), en el admirable Michel Henry o en alguien como Jean-Luc Marion. Han aporta una idea (y ese Han  es el apellido de nuestro filósofo) que se le agota en muy poco espacio; sin duda, merecerá la pena profundizar en ella, pero me temo que nuestro filósofo alemán vive en el filo de la tentación de decir cosas nuevas. Ese afán siempre me pareció poco filosófico (y poco importa, porque no soy filósofo), porque viniendo de los mundo de los que vengo, valoro mucho la tradición, pero no como repetición, sino (como nos enseñó la haggadá rabínica, la teología medieval y, recientemente, Gadamer) recreación, como una profundización en lo que somos; pues pese a las recientes modas sociales, el ser humano tiene una profundidad inagotable y merece la pena dedicar la existencia a pensar en lo más alto. Y quien haya aguantado esta entrada hasta aquí, reciba mi admiración por su paciencia.

Shalom.

[1] Uno ya no sabe de quién es cada editorial… El mercado manda. Hace poco me he enterado de la desaparición de DVD, editorial dedicada felizmente a la poesía y que había sacado a la luz algunas obras magníficas. Fundada hacia 1996, DVD no ha podido cumplir ni veinte años. Esto parece un nuevo aviso a navegantes.

[2] Sé que su nacionalidad fue francesa y gringa; pero, ¡qué narices!, nació en Bruselas.

[3] Pese a algunos errores en el castellano del traductor.

[4] En español me niego a escribir Ourense*, pero lo haría gustoso en gallego (lengua hermosa donde las haya y a la que, por mis raíces, he frecuentado). La lengua sin duda es política (en su sentido más noble), pero no podemos convertirla en un arma ideológica. De la misma forma que no escribo London*, Köln* ,Warszawa* o Moskva*, tampoco escribiré ni diré, si hablo castellano, A Coruña, Girona o Lleida. Sin duda, hay más lenguas españolas que el español y no seré yo quien niegue la dignidad de esas lenguas: son tesoros que debemos preservar y cuidar con mimo; pero esto es una cosa y otra hacer del nacionalismo un problema lingüístico.