domingo, 27 de noviembre de 2011

Jesús Alonso Burgos


UN ÁNGEL

            Uno siempre está buscando alguna joya; pero no de las de brillo estridente, demasiado llamativas y con harta frecuencia superficiales. No. Más bien busca una joya de brillo apagado, opacada por el dolor del tiempo, por el recuerdo de una existencia que se acaba y parece agotarse en palabras. Porque siempre nos queda la palabra. ¿Qué no debemos a Adonáis? La poesía completa de la segunda mitad de mi siglo y de la totalidad de éste no puede entenderse sin las obras que han ido apareciendo en el sello de Rialp. El doce es un número perfecto, porque resulta de multiplicar tres por cuatro (si se quiere, Dios por el mundo). Doce fueron las tribus de Israel; doce fueron los apóstoles de Nuestro Señor; doce son las puertas de la Jerusalén celeste a la que peregrinamos y en la que nos esperan sus doces puertas, doce ángeles terribles de belleza. Doce son las estrellas que envuelve a la mujer y doce son los meses del año y, por fortuna, aún nos siguen vendiendo los huevos por docenas. Así, este año un jurado compuesto por Jesús Munárriz, Clara Janés, Adolfo Alonso Ares, Carmelo Guillén Acosta y Antonio Colinas ha otorgado el duodécimo Premio San Juan de la Cruz al poemario de Jesús Alonso Burgos, Estrategias de la usura, Madrid, Rialp, 2011. Al leer entre los miembros del jurado el nombre de Antonio Colinas (y también, no lo neguemos, el de Clara Janés), y después de disfrutar con uno de los poemas, adquirí el libro. En fin, uno quisiera ser suscriptor de honor de Adonáis…

            Libro sencillo, pero no simple; amable y amargo a la vez, como las almendras de Celan, que hubiese cumplido el pasado veintitrés de noviembre noventaiún años. He leído Estrategias de la usura en voz alta, la tarde del sábado y la mañana de este bendito domingo, emocionándome en cada uno de los poemas; parándome, dando una y otra vez pasos atrás para que mi alma recuperase el tino. No es—Colinas lo ha dicho—prosa hecha trocitos, sino un poemario trabajado, compacto y que nos conquista de manera imperceptible a medida que avanzamos en su lectura. Casi todo en los textos alcanza el ámbito del símbolo, una profundidad que no se puede medir—aquí no caben los agrimensores—y que nos entrega nuestra propia existencia vista de otro modo, más allá de superficies y apariencias. El bueno de Dámaso se hubiese sentido feliz con este poemario (y no sólo por la religiosidad que late en él, ausente todo dios, sino también por su forma).

TIEMPO Y MOTIVOS

Tal vez hoy, en
algún lugar,
haya muerto algún tirano,

y tal vez
alguien
haya traspasado la frontera,

y tal vez
se haya derrumbado
una antigua iglesia
de piedra y argamasa
en algún lugar.

¡Ah!, ropas
blancas, copoas
de cristal, labios
pintados, disposiciones
y acomodos,
relojes.

Verdad y mentira,
belleza y feladad
se deshilachan
en la usura..

Se deshacen.

Pero entre las ruinas
aún queda
la marca del cantero.

            ¿Qué es en los ojos la marca del cantero? ¿Cómo es que somos tiempo mientras se nos escapa y huye entre las frondas del olvido? Los bosques de este otoño, la luz inaccesible de noviembre; sí, también el Adviento después del mes de los Difuntos: la marca del cantero. Tal vez…

            La poesía sólo guarda una pequeña diferencia con la vida y puede resumirse en una frase: aún leemos a Homero sin el eco ciego de su voz. Cierto, las cóncavas naves, incluso las de velas negras, ya no navegan sino en nosotros que contemplamos cómo la afilada proa rompe la mar haciendo espuma blanca. Hay huellas en la playa de Rodas… Un buen poemario—Estrategias de la usura lo es—no sólo nos entrega mundo, sino que nos ubica en él removiendo nuestras certezas. Nuestro paso vacila ante la belleza e incluso podemos retroceder presas del espanto, pues todo ángel es terrible. Es una hermosa palabra ésta: ángel; es decir, mensajero. Por eso, en todo buen poema habita un ángel y, aunque amenaza con destruirnos, no podemos evitar volver nuestro rostro a su semblante: ¿quién se habrá adentrado en la espesura? Un ángel guarda aún la entrada del Edén y todo poema, al cabo, llama a sus puertas. Es verdad: el poeta escribe en los márgenes porque es allí precisamente donde crece la vida. La carretera está asfaltada y nosotros, con una alegría triste, nos hemos detenido al borde del todas las carreteras. Gracias a Jesús Alonso Burgos por este hermoso poemario. Lamento no saber de palabras. Sólo una más: leedlo.

            Shalom.




domingo, 6 de noviembre de 2011

Víctor Jiménez

POR DOLER, NOS DUELE HASTA EL HORARIO




            Sin duda mil novecientos cincuenta y siete fue un buen año, aunque yo no naciera por entonces sino un poco después (haciendo los cálculos que me aconseja mi imprudente curiosidad, he averiguado que fui concebido el año anterior al de mi nacimiento y, para más señas, en este mismo mes de noviembre). Pero el cincuenta y siete fue bueno. Y no sólo porque los ojos de mi hermano mayor se abriesen a la luz un día de santo Tomás de Aquino [1], sino también por ser el año de nacimiento del poeta sevillano Víctor Jiménez. Había adquirido yo hace un año y medio uno de sus poemarios de título hermoso: Tango para engañar a la tristeza, Sevilla, Renacimiento, 2003, que obtuvo el primer accésit del Premio de Poesía “Luis Cernuda” el año anterior a su publicación. Tengo para mí—pronto saldré de dudas—que éste es el libro que me volvió a pedir un compañero y que no había sabido encontrar, pues hasta me estoy haciendo un mal buscador de libros en mi propia biblioteca. Tango para engañar a la tristeza me había gustado lo suficiente, pese al carácter formal con que se presenta, para volver a él en alguna ocasión; pero el nombre de Víctor Jiménez, lo digo con el pesar del que cumple años habiendo dejado atrás el cabo de Buena Esperanza, se me cayó de la memoria razón por la que no encontré el libro que se me pedía y por la que no identifiqué el autor de Al pie de la letra, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2011. Sin embargo, los poemarios que va publicando la editorial sevillana atraen siempre mi atención por lo cuidado de las ediciones [2] y eché mano de Al pie de la letra. No pudo menos que sonreír al leer unos versos sencillos y claros:

[…]
Y, sin tocar, la tocas a ver si no es un sueño.
Y vuelves a mirarla con sus ojos de ayer.
Y vuelves a creer en la luz de la vida
aunque sepas que dura lo que dura el relámpago
y sepas que el azar también tiene dos caras.
(De Fuegos de azar).

            Como otro encantador poeta sevillano, José Julio Cabanillas, nuestro autor es profesor de instituto y bien patente lo ha dejado en Al pie de la letra. Encontramos aquí poemas cuyo común denominador es la reflexión no sobre la enseñanza—eso sería espantoso—, sino sobre las vivencias acumuladas por la experiencia, el desencantado y algo parecido a un triste hilillo de esperanza que en ocasiones se le escurre entre los dedos:

[…] Y te preguntas
si no te equivocaste y lo sigues haciendo
en las evaluaciones. Y te dices
que, si fuera posible, su pudieras
volver de nuevo atrás, le aprobarías,
sin dudarlo y con nota, Humanidades.
(De Los buenos estudiantes).

            Si el título de esta humilde gacetilla tiene algún sentido, el poemario de Víctor Jiménez los realiza en una plenitud envidiable, pues es capaz de encontrar belleza en una rasgadura de su vida, en el trabajo duro y fatigoso de tratar con quienes apenas saben valorar la entrega generosa y sólo al pasar de los años tal vez, si no tienen prisa, se acerquen y saluden. Queda la gloria de no haber hecho daño, de no haber sido pedagogo ni psicólogo, sino sencillamente profesor o, como aún se dice en los pueblos con un título que honra, maestro. Supongo que muchos profesores se sentirán identificados con el corazón que late en estos poemas, porque hay en ellos una humanidad que desborda y una belleza distante y a veces dolorosa. El curso completo, no una vida, se deja recorrer en los títulos de los poemas en los que el humor se hace presente como método pascaliano de salvar la propia intimidad, el alma:

[…]
Por suerte, como dije, siempre están
los compañeros,
los buenos compañeros para abrirte los ojos.
(De Propósito de enmieda).

Menos formal que Tango, Al pie de la letra no sólo nos ofrece el placer de la palabra, sino también la reflexión sobre la propia vida: el lugar que ocupa en ella—sin llenarlo—el trabajo, la soledad de aquellos que pasan desapercibidos (hermoso poema Señora), el desgaste cotidiano y, créame el ingeniero, la fatiga de los materiales, porque así, con la vida diaria, tan gris, llena de sombras, se hace un poema en el que a veces nos deslumbra el resplandor de alguien tan lejano como la juventud de quien esto escribe. Hay, sí, algo en los poemas que me conmueve; pero mis propias conmociones poco interesan y sí, amigo lector, ir al poemario, abrirlo y dejarse emocionar.

BALANCE

Ahora que la noche no me tienta,
cuando la vida apenas me enamora,
algo me dice que llegó la hora
de hacer balance y rendirle cuenta.
Aunque prefiero el sol a la tormenta,
me tomo, como viene, cada aurora.
Lo que la vida entrega lo devora
el tiempo. Y nadie vive de su renta.
Tampoco vivo del trabajo. A diario,
soy sólo un profesor de andar por clase.
Me dan pulso otras cosas y otros temas
que no se compran con un buen salario,
que no se pagan con el sueldo base.
Mis amigos, mi amor y mis poemas.

            En estos tiempos que corren, quizás antes iban más despacio, el trabajo profesional de Víctor Jiménez se me antoja tan duro que lo mejor sería escapar (y olvida al desertor que llevas dentro, concluye uno de los poemas). ¿Quién educa hoy? Sin duda: la televisión cuando no los videojuegos o, como dice un famoso personaje amarillo de dibujos animados, la Red. Sí, la red que captura peces para ahogarlos en deseos que ni siquiera les pertenecen. Por fortuna, sarcasmo de los sarcasmos, siempre tendrán los profesores a los grandes agrimensores, psicólogos y pedagogos, para orientarlos con esa necedad tan propia de su abundancia de nada y es que, como decía el hijo de Mónica, el número de los imbéciles es infinito. Además, por lo visto ahora han entrado en danza los comisarios políticos para regularlo todo: el médico sólo curará, dicen, no si conoce el remedio a la enfermedad, sino cumpliendo con meticulosidad burocrática cada uno de los trámites precisos para no enseñar nada.

            Shalom.

[1] La broma colegial de mis tiempos, cuando aún celebrábamos a santo Tomás como patrón de los bachilleres: “Este año no nos dan vacaciones porque es santo Tomás de Aquí No”.
[2] Papel verjurado, de tacto amable, en el que desde hace años acostumbro a escribir fabricándome, manías, mis propios cuadernillos. 

martes, 1 de noviembre de 2011

Giorgo Agamben, pero también Martin du Gard y Simon Leys

¿SECULARIZACIÓN DE LA TEOLOGÍA?
Y ALGUNAS LECTURAS URGENTES



En mis tiempos de estudiante de Teología—hace tanto que casi no me acuerdo—aún nos llegaban los coletazos de las teologías de la secularización, cuyo origen podemos remontar razonablemente al alemán Dietrich Bonhoeffer, famoso entre nosotros por su firme oposición al nazismo y por su asesinato a manos de la barbarie. Pensó Bonhoeffer, aunque no de manera sistemática, la fe cristiana sin religión, acosado en buena medida por la crítica decimonónica a la religión (cuyo padre, no se olvide, es un gran teólogo, G. W. F. Hegel) justo cuando empezaba a asentarse la historia de las religiones como una disciplina autónoma. J. A. T. Robinson se hizo famoso con su Sincero para con Dios, que tengo perdido entre los anaqueles de la biblioteca. Llegó desde el país sigla una evolución de aquella teología que pensaba la fe sin religión, la teología de la muerte de Dios, de la mano de H. Cox, J. Altizer y otros cuya fama quedó pronto eclipsada. Hubo voces serias contra el intento de vaciar la fe cristiana de contenido religioso—una tesis, por lo demás, que había nacido poco antes de la Segunda Gran Guerra en el ámbito del luteranismo alemán como crítica implícita al exceso de brillo del culto y de la teología católicas. No puedo hacer aquí la historia de los avatares, aun inconclusos, de aquellas teologías; pero sí cabe recordar que en España, sumido el país en la dictadura, apenas hubo polémica, aunque se tradujeron las principales obras de los teólogos norteamericanos. Algún exégeta malagueño, metido a publicista y abandonando el campo de la teología paulina que le era propio, terció con una sentencia cuya superficialidad aún recuerdo: la teología de la muerte de Dios tenía un “fuerte olor a coca cola”. Siempre he sostenido la opinión de que no tomarse el ateísmo en serio conduce a no tomarse con seriedad—lo cual no implica ausencia de alegría—la fe. No: el ateísmo tiene también su dignidad y no sólo por la de los hombres que lo pensaron, pues con mucha frecuencia ese ateísmo abre camino a la fe, como enseñaba ya no sé si Ricoeur  o Gadamer, aunque me inclina a atribuir ese pensamiento al primero. En los años sesenta irrumpió no sólo un Concilio cuyo espíritu hoy yace en el olvido, sino también toda una serie de teologías que pusieron punto final, por fortuna, a la neoescolástica. ¿Quién no conoce los nombres de Congar, Balthasar, Rahner, Küng, Schillebeeckx, Moltmann, Pohier, Ratzinger, Metz y tantos otros que dieron lustre al pensamiento teológico europeo? Cierto: ellos fueron hijos de un larga historia de luchas contra esa virtud mediocre que es la obediencia, Chenu dixit, y los que vinieron después pudieron pensar por las sendas que ellos abrieron. Y de América, de la América española, nos llegó en los años sesenta una teología que cambiaría muchas cosas, pese a las incomprensiones y condenas: la teología latinoamericana de la liberación cuyo fundador, no tengo dudas, es Gustavo Gutiérrez. La búsqueda de un diálogo con el marxismo, esa herejía del judeocristianismo al decir de algunos, y las luchas por los cambios sociales se vivió como una verdadera liberación de la teología de pesados lastres. La producción teológica europea se alimentó de esta corriente y dio a luz obras admirables desde el final del Concilio hasta bien entrados los años setenta; pero después…

Al lado de la Teología se afianzaba la Historia de las Religiones, presentándose ora como aliada ora como alternativa. La Universidad de Chicago tiene aquí su sitio gracias a un europeo, rumano y exiliado, Mircea Eliade, al que ya me he referido en otras ocasiones. De manera a veces imperceptible la Teología fue asimilándose a esa disciplina novedosa, perdiendo así su identidad. Y es que como todo en esta Modernidad que dejamos permanentemente atrás, la Teología ha sufrido su crisis de identidad. Creo que a veces se mira en el espejo de la Filosofía con una mueca de dolor; pero la Filosofía, si se me permite tanta germánica mayúscula, ha intentado sobrevivir transformándose en algo semejante a una teoría sociológica (no sólo el último Adorno, sino también Habermas e incluso Apel). Suelo pensar que la Filosofía como tal ha seguido viva en los últimos decenios gracias a una especie de complejo edípico: ha matado a Dios para quedarse con la Religión, justamente cuando la Teología renunciaba a ella con un mohín de desprecio.

Lo sabemos: los primeros presocráticos heredaron las preguntas—y muchas respuestas—de la religión griega (Jaeger). Hoy son no pocos los que pretenden quedarse con las preguntas teológicas sin la teología; es decir, la antigua disciplina a la que tanto amo parece quedarse para muchos como cantera de la que extraer preguntas, pistas e incluso respuestas, pero ya sin Dios. Todo esto viene a cuento por el libro del que pretendo decir algunas palabras: Giorgio Agamben, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011. El filósofo italiano es suficientemente conocido por una trilogía, escrita en la estela del francés Foucault, Homo sacer, cuyo primer volumen, El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 1998, fue una pequeña revolución. Sin embargo, el primer libro de Agamben que me impresionó fue El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos, Madrid, Trotta, 2006. En realidad, este libro está inspirado—vamos a decirlo con suavidad—en la obra de Jacob Taubes, La teología política de Pablo, Madrid, Trotta, 2007 (la edición original es del año 1995 y quizás se debió al libro de Agamben la traducción de Taubes). Si el vienés mostraba una fina sensibilidad en el análisis de los escritos auténticos paulinos [1], el italiano ponía de manifiesto el interés filosófico de los escritos de Pablo—quizás a algunos les pueda parecer que descubría el Mediterráneo, pero no es poca cosa en los tiempos que corren. El interés teológico no era algo nuevo en Agamben (Roma 1942): su tesis doctoral abordó la filosofía de S. Weil y es el editor italiano de la obra de Walter Benjamin. Por lo tanto, la presencia de la teología en la obra de Agamben no es una casualidad. Sin embargo, a mí me sorprendió un poco que el italiano apenas citase a teólogos contemporáneos. Lógicamente, uno debe tener presentes a Justino, Pelagio, Agustín, Cirilo, Escoto, Eusebio, Jerónimo, Tomás… y esto es algo que Agamben hace (aunque no siempre ha leído a los autores: en el caso de Tomás me parece claro, pues se percibe que procede por una selección previa). Se nota en su método la huella de Heidegger, pues como éste el filósofo italiano procura pensar lo que la tradición ha dejado impensado aunque está presente en ella como latencia.

Desnudez es una recolección de escritos de diversa procedencia que tienen en común el método y la brevedad sin falta de profundidad con la que los asuntos son abordados. El índice de capítulos es el siguiente: Creación y salvación. ¿Qué es lo contemporáneo? K. De la utilidad y los inconvenientes de vivir entre espectros [2]. Sobre lo que podemos no hacer. Identidad sin persona. Desnudez. El cuerpo glorioso. Un hambre de buey. El último capítulo de la historia del mundo. Comentar cada uno de los capítulos es aquí tarea imposible; por eso me limito a subrayar la originalidad de los planteamientos de Agamben quien, sin embargo, usa a veces la tradición teológica torticeramente no sólo porque use esa tradición como simple cantera (al modo que algunos teólogos usaron la Biblia), sino porque a veces la lee mal. De hecho, a propósito del pudor cabría matizar sus afirmaciones, pues para Tomás, si no recuerdo mal, semejante sentimiento, que no virtud, era defectuoso por cuanto llevaba aparejada la huella del pecado original—tan mal comprendido cuando no se lee a la luz de una cristología trinitaria—. De hecho, Tomás distingue pudicia de pudor, pero Agamben, que parece citar al Aquinate por una selección, no expresa esa distinción y no sabemos bien si es porque no la capta o porque la ignora conscientemente, aunque esto resultaría extraño dada su afición al matiz.

He titulado esta entrada con una pregunta, la que me sugiere la lectura de Desnudez, pues parece que Agamben ha encontrado un filón en el cuño teológico del pensamiento occidental, aunque no se entiende bien la presencia de Carl Schmitt a la vez que se ignora aquí a Petersen. De todos modos, las reflexiones del filósofo italiano nos ayudan a pensar, aunque no lleguen a la provocación que a veces necesitamos. Opera con una selección, sin duda, pero eso es aceptable, pues al menos desde Nietzsche sabemos que pensamos desde nuestros intereses (Habermas dedicó a esta cuestión un magnífico libro en la época en que Taurus hacía aún buenas ediciones, Conocimiento e interés). Sin embargo, como he señalado, se produce un efecto paradójico al descontextualizar a los autores y traerlos abruptamente a nuestro hoy tecnológico y sofisticado, maguer ausente de pensamiento crítico. Sin duda hay finura en este procedimiento de saltarse parte de la tradición…, pero también eso es tradición. Quizás la clave esté en el segundo capítulo, pues sólo es moderno quien no lo es del todo—paradoja de raíces nietzscheanas—, es decir, aquel que sabe distanciarse de lo inmediato, pues lo moderno nunca es lo actual sino que necesita de ese distanciamiento crítico para ver con alguna claridad, como en un espejo que diría Pablo.

Llegados a este punto quiero hacer una rápida referencia a dos libros. Uno cuya lectura tengo todavía en curso, Los Thibault de Roger Martin du Gard. Había conocido esta obra gracias al maravilloso Literatura del siglo XX y cristianismo, pero no me había lanzado hasta hace unas semanas, gracias al comentario de un compañero, a la lectura de la novela. He conseguido los dos primeros tomos en librerías de viejo, porque Alianza no las vuelto a editar (había también una edición en Aguilar y la de Losada). Sin embargo, no he podido hacerme con los tomos restantes… ¡aún! Gracias a lo que no quiero dar las gracias he conseguido encontrar todos los volúmenes en un anticuario de Madrid que espero me los haga llegar en breve. Si la lectura está resultando realmente placentera, espero que proseguirla me anime aún más; pero ¿no sería bueno que Alianza se aventurase a reeditar una de las obras preferidas de Camus? En segundo lugar, esta tarde adquirí el nuevo libro que de Simon Leys ha editado Acantilado, Los náufragos del “Batavia”. Anatomía de una masacre, Barcelona 2011. Ya lo he leído, pues apenas tiene noventa páginas; pero resultan formidables y Leys tiene el mérito de la honestidad, pues ha hecho de este librito una introducción a un libro editado en España por Lumen en el 2003. Con una finura envidiable, una capacidad de relatar admirable y con un sentido común que en muy pocos se encuentra, Los náufragos del “Batavia” se lee de un tirón y nos conduce a la reflexión sobre la delgada línea que nos separa de la barbarie. Su lectura resulta estimulante.

Shalom.

[1] De todos es sabido que de las cartas atribuidas a Pablo en el Nuevo Testamento, sólo son propiamente paulinas siete (Romanos, 1 y 2 Corintios, 1 Tesalonicenses, Gálatas, Filipenses y el billete a Filemón). No creo que Colosenses pueda sumarse, pese a algunas discusiones que se producen hoy. La mayoría de los críticos con Pablo no se detienen a distinguir cometiendo una injusticia y dejando patente su propia incompetencia.

[2] Sube con la brisa de la tarde el rumor de algunas celebraciones de esa fiesta un poco estúpida que sustituye ya para muchos el recuerdo cariñoso de los que nos dejaron haciéndonos mejores personas. La palabra espectro me ha recordado ese malestar que me invade al ver a la gente disfrazada cual si estuviéramos en un carnaval sangriento. Quizás envejezco, pero mucho me temo que no se trata de eso, sino de mi resistencia a festejar la muerte dejándola en el olvido. Esta tarde regresaba a casa después de comprar provisiones—libros y huisqui—cuando dos chicas de unos catorce años han tenido la mala fortuna de topar conmigo, porque estaba yo de buen humor (al fin y al cabo, mañana conmemoro a los que han alcanzado la felicidad). Las chicas han hecho un ruido, supongo que festivo, y mi buen humor ha susurrado “vais a morir” en tono de broma. Ellas se han reído alocadamente; semejante risa manifestaba mi propia estupidez, así que me paré en seco, di media vuelta y subiéndome las gafas dije en un tono secamente realista: “No es broma. También vosotras vais a morir”.