El dios que baila
III. ARTE / 2
Demos una definición de arte:
es el guardián de la herida de la
finitud. Sin duda, estamos citando buena parte de nuestra tradición (no
sólo a Apolo Febo, también a Dionisos y, junto con ellos, a Jacob cojeando tras
luchar con el ángel, al rostro de Moisés cubierto por un velo, el rostro de
Jesús transfigurado y al mismo Sol
Crucificado: el vino, que es sangre, la sangre, que es vida, la vida como
Misterio que nos excede). Sin embargo, si G.
Dumézil tenía razón, estaríamos también en la estela de los Vedas, pero no puedo aventurarme por ese
camino. El problema es qué pretendemos
decir. Parece exacto afirmar que el orden de la Modernidad y sus secuelas
(entre las que cabe contar al menos parte de la Posmodernidad) se ha vivido
como clausura (κλεῖσις) del mundo cabe sí mismo: podemos contemplar la
cerradura, tal vez muy hermosa, pero no se le ha dado ninguna llave para
abrirla; es más: se niega con vehemencia que esa llave exista: más allá de la
cerradura (κλεῖθρον) no hay nada. Esto significa que el mundo (como κόσμος:
orden, pero también armonía) no está
abierto a ninguna transcendencia y se convierte en lo absoluto, lo que carece
de límites, pues nada podría encontrarse
allende este orden clausurado: ἂπειρον, no tiene fronteras (¿qué otra cosa
enuncian todas las filosofías del fin de la historia?). La armonía es aquí sólo
orden jerárquico ya dado ante el que sólo cabe la sumisión. Esto implica que la
finitud se deshace como mala infinitud y que en ella (pues no hay afuera posible) sólo cabe cantar al orden establecido. Aquí el arte
se convierte en arte porque sólo puede reproducir lo ya dado. Desde una
perspectiva temporal esto implica la negación de un futuro auténtico (por lo
tanto, no cabe esperanza) pues todo está dado ahora. Sólo cabe pues la
reproducción ad nauseam de lo que ya
hay. Los aedos griegos, pero también Eurípides
y Aristófanes, coinciden en esto con
los profetas bíblicos, pues la voz que cantan no es la suya, sino que les llega
desde fuera. En el caso de los profetas, del futuro; en el caso de los aedos,
del dios al que dejan resonar en sus voces. Son testigos de algo que los supera.
Ahora bien, admitir lo otro implica
reconocer que este estado de cosas no es el definitivo (αἰώνιος: eterno) y,
así, reconocer la finitud como finitud.
En este contexto el arte ha
de convertirse en el guardián de la grieta o herida de nuestra finitud, que
remite más allá de sí misma. El arte, por decirlo así, rescata a la
finitud pues no la anula ni pone en su lugar otra cosa (la idea, el comentario.
Resulta curioso que en nuestra sociedad cada vez con más frecuencia el
comentario sustituya a la obra, al poema, y se exija al creador que explique qué ha querido decir pues la
obra permanece en un silencio mudo que necesita del comentario. Esto es
exactamente lo que significan las audio-guías que quieren colocarnos en los
museos de medio mundo). De este modo, el arte devuelve el mundo al
mundo: expresa la finitud sin abolirla, buceando en ella hacia donde se
desfonda (por eso es precisamente finitud). En este sentido y en otros
Dostoiesky tenía razón: nos salvará la
belleza. Ahora bien, si el arte acontece como rescate de la finitud
(pues pone a la finitud como tal), entonces el concepto de belleza no implica
una perfección cerrada como lo ya alcanzado, sino como lo por venir (un llegar
a ser, el sentido del verbo τελέω: consumar, incluso el tiempo; es decir, el arte
como parusía del sentido). La idea de la belleza como reproducción idéntica se
sitúa en la línea de absolutización del presente: alcanzada la plenitud, la
belleza de despide, ¿es eso? O bien sólo puede acontecer como repetición de lo
idéntico con lo cual se termina la creación; pero si el arte consiste en
romper la clausura del mundo, entonces la belleza no puede ser nunca la consagración
de lo dado, sino el anuncio de lo nuevo.
Las alas de la belleza nos impulsan al futuro: ahí acontece la gloria. Es por
esta razón por la que toda obra de arte es siempre nuestra contemporánea
e incluso más: Altamira, la Niké, Santa Sofía, Notre Dame, la Sixtina, Lección de anatomía, El entierro del Conde Orgaz, Los girasoles, El grito… nada de
eso nos llega como pasado, sino que nos alcanza como futuro y adviene como lo
que nos envía hacia delante en el tiempo (como pro-mesa). Podemos entender
Altamira, por seguir con el ejemplo, porque nos dice: la universalidad del arte
es la universalidad de la naturaleza humana; mas entonces quizás cupiera hablar
del arte como nostalgia del futuro.
Pero ¿no se siente habitualmente
nostalgia de lo que fue? Cito de memoria a Vicente Huidobro:
Se van las flores
y las hierbas.
El perfume llega
como
una campanada de
otra provincia .
Vienen otras
miradas y otras voces,
viene otra agua en
el río.
¿Es eso la nostalgia? Al menos ése
es el modo habitual de entenderla; pero el ángel que mira hacia atrás y ve todo
como una secuencia, como un único desastre, nos dice que la belleza tiene más
en común con la melancolía: La
melancolía es siempre inseparable respecto al sentimiento de lo bello (Libro de los pasajes, Madrid, Akal,
2005, pág. 297. Por cierto, ¿acabará Abada la edición de las obras completas de
Walter Benjamin?). En algún sentido, quizás porque revela la finitud y así nos
asocia a la muerte, la belleza puede provocar en nosotros tristeza. Alegría y
tristeza, porque en la vida las realidades no se nos dan fragmentadas. La
fuerza de la nostalgia (el dolor del hogar perdido) nos alcanza desde el pasado
en el presente y tal vez ésa sea una de las razones de la creación (griega,
pero también mesopotámica) del tiempo cíclico: ponerse a salvo de la nostalgia. El precio fue abolir el futuro
como futuro y, con ello, la finitud pues se buscaba destruir el principium individuationis.
Nosotros
vivimos en un mundo (orden) en el que incluso la nostalgia se ha convertido en
una mercancía. Abolido el futuro, enterrado el pasado, el presente acaba
concebido como lo permanente, lo eterno, y
se olvida su fugacidad. El arte tiene aquí la misión de curarnos del
olvido, pero no para sumergirnos en el pasado, sino para impulsarnos al futuro.
La tradición no es nunca lo que nos ancla, sino lo que nos impulsa. La belleza
(τὰ καλά, pero también δόξα en el sentido del hebreo כבוד: kabôd) nos alcanza desde el futuro y por eso se nos
escapa siempre: podría decirse que la belleza es el horizonte situado en la
herida de la finitud y que, por eso, produce melancolía a la vez que nos da
alas para alcanzar el futuro. Así, pues, el arte acontece como anticipo
de un futuro humano: no nos abandono a lo que fue, sino que nos lleva a lo que
será. Quizás ésta es la raíz de toda crítica a esa institución moderna, aunque
el coleccionismo sea más antiguo, a la que nos referimos como museo, pues entierra en el pasado lo que
tiene vida y nos empuja al futuro.
El arte escandaliza porque rompe la clausura; la
búsqueda sistemática de la provocación de muchas obras contemporáneas es falsa
en la medida en que consagran lo dado e incluso se fabrican expresamente para los museos. Dejar al descubierto la
herida de la finitud, que no tiene su razón (λόγος) en sí, provoca espanto y en
una sociedad acostumbrada al orden estable de las mercancías, donde cada cosa
tiene un equivalente, da pánico porque muestra que ese orden no es el
definitivo. Ésta es la belleza del Patizambo
de Ribera, transfigurado en su fealdad; pero también es la belleza de Black on grey o Rust and blue de Rothko, que nos abren un espacio gratuito. Por el
lado negativo esto quiere decir que una obra puesta al servicio de la clausura (κλεῖσις) es arte y no arte:
una mercancía cuyo valor es su precio y está tasada en función de su capacidad
para cerrar (taponar) cualquier griega del orden. Si se quiere hablar de otra
manera, es decoración. Por eso, en mi
modesta opinión, Damien Hirst es sólo un agrimensor en la misma senda que Andy Warhol (y que buena parte de la obra de
Dalí), y por eso también dudo mucho que las obras que las poderosas
instituciones financieras encargan para sus museos sean arte: sólo lo
imitan.
Ahora bien, ubicado en la herida el arte
no puede menos que provocarnos dolor y sufrimiento. Rilke lo expresó
maravillosamente en la primera elegía indagando en la belleza:
Wer, wenn ich schriee, hörte
mich denn aus der Engel
Ordnungen? und gesetzt
selbst, es nähme
einer mich plötzlich ans
Herz: ich verginge von seinem
stärkeren Dasein. Denn das
Schöne ist nichts
als des Schrecklichen
Anfang, den wir noch grade ertragen,
und wir bewundern es so,
weil es gelassen verschmäht,
uns zu zerstören. Ein jeder
Engel ist schrecklich.
¿Quién me escucharía si gritase entre los coros
de los ángeles? Y aunque uno de ellos me apretase de pronto
contra su corazón, su existencia más fuerte me mataría.
Pues la belleza no es sino el inicio
de lo terrible, de lo que apenas podemos soportar
y lo admiramos porque serenamente desdeña
destruirnos. Todo ángel es terrible.
El creador
(al que usualmente se llamaremos artista, aunque esta palabra ha sido
desprestigiada por el mundo del espectáculo) experimenta también ese dolor,
pues debe sacrificarse en su obra, porque no se ubica delante de ella (no se
expone a sí mismo), sino que lucha por mantener abierta la herida. Semejante
lucha me recuerda a la de Jacob que vio una escala de ángeles descendiendo
desde el cielo y acabó por luchar con uno de ellos, que se retiró al rayar el
alba, pues nadie puede contemplar la belleza directamente y seguir con vida. En
efecto, ein jeder Engel ist
schrecklich.
Shalom.
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