viernes, 29 de octubre de 2010

Jerphagnon y Ferry, Ferry y Jerphagnon

ESCÁNDALO Y LOCURA


            Acabo de leer el librito de Luc Ferry y Lucien Jerphagnon, La tentación del cristianismo. De secta a civilización, Barcelona, Paidós, 2010. Se trata de una pequeña obra—apenas algo más de cien páginas—, bien escrita e informada, sobre las posibles razones de la fe cristiana en la Antigüedad tardía. Sabemos que el inglés Peter Brown ha dedicado algunos libros excelentes a esta cuestión, empezando por su biografía, pero también merece la pena recordar aquí Cristianos y paganos en una época de angustia, editado hace muchos años por Cristiandad y escrito por el magnífico E. R. Dodds. En cuanto a los autores me parece que casi no necesitan presentación; el mayor, ya nonagenario, Lucien Jerphagnon no es conocido por un puñado de libros excelentes; especialista en Agustín, como Brown, y discípulo de Vladimir Jankélévitch, nació en 1921 [1] y se ha dedicado fundamentalmente a la Antigüedad romana. Esto no le ha impedido escribir un Elogio del pesimismo: cualquier tiempo pasado fue mejor, Barcelona, Barril y Barral, 2009, que ha sido, sobre todo en Francia, un éxito de público lo cual, pensando en cómo está el público, no es necesariamente algo bueno. Luc Ferry es conocido tanto por su vertiente como publicista—ha publicado muchísimo—como por haber sido ministro de Educación en Francia en la época de la polémica de los velos.

            La obrita está dividida en tres partes, además de un prefacio de la que se han encargado Eric Deschavanne y Pierre-Henri Tavoillot. En la primera parte el profesor Jerphagnon analiza el triunfo del cristianismo desde el punto de vista romano; en la segunda, Luc Ferry aborda la misma cuestión, pero desde el punto de vista griego. Finalmente, encontramos algo que sólo de lejos se asemeja a un diálogo con el público.

            El prefacio contiene algunas afirmaciones que, al menos desde mi modesta perspectiva, son confusas. El arranque es éste: “Hecho impensable hace un siglo, todavía improbable hace cincuenta años, en la actualidad reina en Europa occidental un laicismo sereno y apacible” (pág. 9 subr. mío). Realmente hacer semejante afirmación es, cuando menos, absolutamente discutible. Admitiré a regañadientes que ninguna afirmación es del todo falsa; así, pues, es posible pensar que aún existe algo como “Europa occidental”, pero el laicismo es de todo menos sereno y apacible. No dudo de que hay casos en que tal puede ser así, pero quien observe con una mirada apacible la realidad de lo que otrora llamamos Europa verá una profunda corriente anticristiana que se complace en profanar todo lo sagrado cristiano que se presenta a sí misma como laicismo. Quizás el problema de los introductores es que no quieren decir laicidad… y necesitan una definición de laico—la razón en estos asuntos está siempre del lado e Hegel pues la negación sólo vive de la afirmación. De todos modos, la pregunta que quieren presentar como arranque del diálogo no sólo está mal formulada, sino que se sitúa exactamente fuera de la historia: “¿Por qué una religión a fin de cuentas excéntrica, como era el cristianismo, se acabó convirtiendo en la cultura occidental?” (pág. 11). Si interpretar es comprender en contexto, como quería primero Schleiermacher y Gadamer después, los autores de la introducción descontextualizan con su modo de preguntar el problema; menos mal que los autores han procedido de una manera más inteligente.

            Así, las reflexiones de Jerphagnon no sólo son pertinentes, sino que apuntan en una dirección que dar que pensar; pienso, por ejemplo, en las observaciones sobre la obsesión típicamente romana por el sacrilegio. Ciertamente, el campo—como sabemos desde hace mucho tiempo—permaneció pagano y sólo en el primer Medievo las tradiciones campesinas se mezclaron con el cristianismo de una forma tan original que incluso a Mircea Eliade le parecía poco cristiana por cósmica. Nunca se insistirá lo suficiente en el carácter urbano de la nueva religión cristiana (aunque sus orígenes son, sin duda, campesinos) y convendría tener eso presente a la hora de pensar los procesos de secularización—lo digo conscientemente en plural—de las sociedades que han estado marcadas por la fe cristiana. Conviene, sin embargo, insistir matizadamente en una de a las afirmaciones de Jerphagnon (quizás porque el autor francés no tiene espacio suficiente para desarrollar sus ideas). Dice (cfr. Págs. 28ss) que el escándalo de la religión cristiana [2] se debía a su “pretensión de ser la única”. Lo que escandalizaba, como Jerphagnon sabe y enuncia concisamente un poco más abajo, no era esto, sino más bien la pretensión cristiana de exclusividad en  un doble sentido: un cristiano no podía ser devoto de otros dioses y la fe cristiana comprometía la totalidad de la persona. Dicho lo cual, diré que el mérito de este escrito es sintetizar en muy poco espacio con profundidad y elegancia años de investigación. Hay párrafos que son verdaderamente para descubrirse.

            Luc Ferry es un tipo que me cae simpático sin que yo sepa exactamente por qué. Me sucede lo contrario que con su amigo Comte-Sponville [3], nacido el mismo año que Ferry y miembro como él de uno de esos comités de expertos ética que en los últimos años se han multiplicado [4]. Sin embargo, pese a la simpatía—o precisamente por ella—debo hacer algunas observaciones a su exposición, que se leerá con gran provecho se esté de acuerdo o se disienta. Ferry asume sin saberlo (y, por tanto, sin complejos) el complejo edípico que afecta a la filosofía europea desde el siglo XVII al menos. Dice el amigo Luc: “La filosofía siempre ha sido, al menos en sus grandes momentos, la secularización de la religión” (pá. 43). Esta afirmación, que estimo cierta, se repite en varias ocasiones a lo largo de su exposición, pero hoy refleja el intento de la filosofía de matar al padre (Dios) para quedarse con la madre (la Religión, así con mayúscula alemana, ¡¡Hegel!! pero también ¡¡Marx!!, ¡¡Nietzsche!!, ¡¡Freud!! y ¡¡¡Heidegger!!! por no hablar de Feuerbach y todos los del Seminario de Tubinga y del convictorio de Pforta). Esto, contra lo que dice Ferry en las págs. 76s, no ha sucedido porque a raíz del cristianismo la filosofía se haya transformado en metafísica general, sino porque ha perdido su tino merced a los bocados de una razón instrumental que celebra como definitivas las explicaciones (siempre superficiales) de la ciencia [5]. Más llamativo es que para acceder a la mentalidad filosófica griega acuda… ¡a Homero! Hace de Odiseo el héroe filosófico con una interpretación altamente dudosa del episodio de Calipso [6]. Me parece a mí otra cosa y creo que acertó Romano Guardini cuando opuso la figura de Odiseo, que regresa a su principio (Ítaca) a la de Abraham, que no regresó a Ur. Lo que hay de fondo en el episodio de Calipso es, al menos en parte, la inexorabilidad del ciclo, la anagkê irresistible a la que están sometidos incluso los dioses. Lo bueno de todo esto es uno podría pasarse tardes enteras discutiendo con Luc Ferry porque su pensamiento no es nada dogmático (de ahí tal vez su simpatía por Jerphagnon). Me gustaría, sin embargo, señalar que Ferry quiere hacer un resumen de la filosofía griega ¡olvidándose de Platón! Es sólo un olvido, de acuerdo, pero fundamental. Es como si alguien le dijese a su madre que se ha olvidado de concebirlo. Y, algo cada día más extraño en nuestra Europa modernísima de hamburguesas, pantallas táctiles y estupideces importadas, Luc Ferry conoce bien la fe cristiana y se la toma en serio. En otras palabras, me merece un gran respecto (como el amigo André, conste); por eso tanto su crítica al cristianismo como sus palabras finales me darán mucho que pensar.


            En fin, ya casi es Shabbat y me parece haber escrito suficiente. Sería bueno que muchos que hablan sin saber leyesen La tentación del cristianismo y, sobre todo, se tomasen en serio el duro trabajo de pensar, que es algo más que rebuznar lugares comunes [7].


[1] La fecha de nacimiento de profesor Jerphagnon nos pone sobre aviso de la desaparición de los últimos testigos de la Primera Gran Guerra. Sin duda, es un hijo del Tratado de Versalles, pero sólo como ecos llegaron a sus oídos los primeros años veinte del siglo pasado. Ahora bien, como no deja de decir Fumaroli, los europeos desconocemos ya nuestra propia historia y, en ese sentido, me atrevo a decir que hemos dejado de ser europeos.

[2] Una vez, en nombre de la sensatez, hay que protestar por el uso abusivo de la palabra “religión” que suele hacer la investigación.

[3] Mejor no explico por qué.

[4] No quiero dejar de recordar aquí el divertidísimo alegato del inteligente Paul Fayerabend contra los expertos en ¿Por qué no Platón?, Madrid, Tecnos, en algún año del siglo pasado porque no tengo ganas de levantarme a buscar el libro en la biblioteca (sí, sé que podría hacerlo desde interné, pero prefiero otros métodos, aunque me gustaría tener la libertad de los antiguos: “decía alguien en algún lugar”). Los expertos en ética no sólo me resultan sospechosos, sino tan peligrosos casi como los psicólogos y los periodistas.

[5] Para colmo, si Ferry se queja de la filosofía escolar francesa, ¿qué pensar de los manuales españoles? En fin, ¿qué sería de nosotros si no hubiese psicólogos con los que meterse? Pero una cosa es esto y otra copar la reflexión en los libros de texto para alumnos que acaban confundiendo la filosofía con la superchería psicológica.

[6] Recordemos que Adorno había hecho de Odiseo el proto-tipo (así, con guión) del hombre burgués… y quizás no le falta razón, aunque sería necesario un largo diálogo sobre esto.

[7] Para no caer en las garras de Juan Ramón, manifiesto aquí mi profunda simpatía y respeto por los burros animales que no sólo me parecen hermoso, sino sobre todo simpáticos y pacientes.

Shalom.

sábado, 16 de octubre de 2010

José Jiménez Lozano

LOS CUADERNOS DE REMBRANDT


            Desde que leí Segundo abecedario, Madrid, Antrophos, 1992, supe que leería todos los diarios que publicase José Jiménez Lozano, pues no sólo disfruté con el contenido, sino—quizás sobre todo—con su tono. A estas alturas ya no es necesario presentar al escritor de Langa, nacido en 1930, y formado en la escuela periodística del Norte de Castilla a la luminosa sombra de Miguel Delibes. De hecho, el abulense empezó a trabajar como colaborador del periódico en la misma época en que el vallisoletano alcanzó el puesto de director –desde que realizó un periodismo abierto y en el que dio cabida a muchos escritores que hasta entonces lo tenían difícil; así lo recuerda César Alonso de los Ríos en Soy un hombre de fidelidades. Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid,  La Esfera de los Libros, 2010 (obra que se leerá con provecho sobre todo por el gran escritor y mejor persona que fue Miguel Delibes).


El libro del que quiero decir un par de palabras es una nueva entrega de la selección de los diarios de José Jiménez Lozano, Los cuadernos de Rembrandt, Valencia, Pre-Textos, 2010. Sin embargo, si alguien lee estas líneas, mejor sería que apagase el ordenador y fuese a buscar el libro pues, sin ningún género de dudas, disfrutará más y le hará mejor persona que andar perdiendo el tiempo con estas letras. José Jiménez Lozano (por lo visto, Pepe Lozano para los amigos) es un autor que no puede estar de moda [1] ni siquiera como esos autores que se ponen de moda precisamente porque no pueden ser moda [2]. La incorrección política del autor es tan notable como notoria y, dada su afición al espíritu de Port-Royal, me atrevería incluso a definirlo como refractario; es decir, se sitúa más allá de la querella entre antiguos y modernos, sobre la que Marc Fumaroli escribió un magnífico libro [3]. Los diarios de Lozano son ejemplares y producen una envidia sana (en buena medida tal vez porque el autor no es un exhibicionista y ha hecho la selección de sus notas con un criterio admirable); a ratos recuerdan el tipo de diario europeo, tan poco frecuente en nuestro país, en el que van desfilando las lecturas y las reflexiones que a su hilo se producen, pero también me han traído a la memoria los diarios de Mircea Eliade. Jiménez Lozano no pretende arreglar ninguna cuenta pendiente, como es habitual en muchos diarios (ya sea por las menciones o por los silencios), sino entregarnos sencillamente sus meditaciones.


Los cuadernos de Rembrandt abarca desde el año dos mil cinco al año dos mil ocho y, aunque la actualidad está presente en la reflexión, no es una escritura hecha bajo el empuje del momento. Las ideas sobre el arte y la verdad e la belleza merecen, según creo, especial atención, pues José Jiménez Lozano tiene un agudo sentido estético que se manifiesta no sólo en el plano teórico, sino sobre todo cuando no regala una breve descripción de esas maravillosas iglesias románicas, abandonadas muchas veces, perdidas por los campos de Castilla o cuando en un par de líneas dibuja magistralmente un paisaje. Además, claro, está el pulso poético que encontramos en los textos (a veces como sencillos poemas) y que tiene la virtud de hacerlos ligeros. Ciertamente, como decía Chesterton, los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera; así es como toma el autor abulense su propio yo.

No me resigno a dejar de transcribir algunas de las observaciones de José Jiménez Lozano:

En Adviento,
huellas en la nieve de alguien,
que no encontró albergue,
y pasó de largo.
Quizás murió ya fuera de la aldea,
mas no se supo, con el deshielo luego (37)

A unos amigos, que iban a visitar una preciosa iglesia románica que encontraron cerrada, una mujer anciana que estaba en el atrio tomando el solillo les dijo algo así como: “¿Para qué van a abrir, si Dios está muerto? ¿No ve cómo vivimos los pobres, sin un amparo aunque nos den unas cuantas perras?” (48)

“Pero con el lenguaje popular se conservan también los dioses populares”, dice Jacob Burckhard (56).

Lo primero que hace una barbarie, efectivamente, es una nueva gramática; y se queda uno bastante perplejo ante las loas sobre el manejo o manipulación del lenguaje por parte e las gentes relacionadas con la escritura (83).

¿Hemos llegado todos nosotros, “los corrompidos”, a un punto en que, para conservar algo de nuestra humanidad, necesitamos el horror y la muerte, porque la vida diario, en paz, engrasada como una máquina y científicamente “nihilizada”, nos ha alienado del todo y convertido en “desechos sanitarios”, pongamos por caso? (94).

Es el trayecto del lenguaje hacia lo abstracto que está liquidando el sentido de lo real (190).

            Debo confesar que Jiménez Lozano no sólo me parece un gran escritor (pese al laísmo, sí, que afea con frecuencia su estilo y al que él no ha querido renunciar sin que yo acierte a explicarme por qué), sino que me cae muy bien: bajito, casi siempre sonriente y con su profunda mirada azul, el autor de Langa es un buen ejemplo de que literatura y moral pueden ir de la mano; además, por supuesto, de ser una demostración palpable (pues dan ganas de abrazarlo) de que la altura física no guarda ninguna relación con la altura moral de las personas. Sé que sabrá perdonarme esta broma.

            El título del libro recibe su explicación en la página nueve, pero como no he encontrado una reproducción adecuada del grabado, he elegido para cerrar este comentario otro de Rembrandt, sabiendo que a José Jiménez Lozano le encantan los candiles: La adoración de los pastores con el candil.


 [1] Sin embargo, me he encontrado en el transcurso de los años con una buena diversidad de lectores de José Jiménez Lozano: desde incipientes aficionados a la literatura hasta personas que se han entregado a ella. El abanico de las posiciones políticas de estos lectores es muy amplio, pero todos tienen en común saber que la inteligencia no conoce fronteras ideológicas. Y quiero mencionar aquí el nombre de una amiga cuya afición a José Jiménez Lozano me sorprendió gratamente, Elisa, una de las hermanas de la mejor persona que he conocido.

[2] Con frecuencia, la literatura parece una cuestión de sectas a veces fanáticamente defendidas por los propios autores que no encuentran mejor manera de promocionarse que menospreciar a sus supuestos rivales sabiendo, claro, que son los enemigos quienes muestran la propia talla. Los modernos han vivido mucho a costa de los demás, pues basta con menospreciar lo grande para creerse uno mayor cuando, en realidad, sólo se manifiesta su propia estrechez mental. Jiménez Lozano conoce la virtud de la magnanimidad que, como decía mi querido Antonio García del Moral, molesta mucho lo cual es razón de más para practicarla.

[3] La referencia al francés no es casual. Ando metido en la lectura de un libro que me está dejando una impresión magnífica: París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes, Barcelona, Acantilado, 2010. De Fumaroli (Marsella 1932, contemporáneo absoluto de José Jiménez Lozano aunque sea grande la distancia entre Langa y Marsella) había leído Las abejas y las arañas. La querella de los Antiguos y los Modernos, Barcelona, Acantilado, 2008, que me causó una magnífica impresión.

Shalom

domingo, 10 de octubre de 2010

Pierre Michon

SIEMPRE LLEGO TARDE


  
            He encabezado este comentario con una frase que expresa con exactitud mi relación con la narrativa: siempre llego tarde porque descubro a un autor cuando ya no cabe descubrirlo [1]. Es lo que me ha pasado con Pierre Michon. Quizás había oído hablar de él antes o tal vez mis ojos se habían detenido en alguna de las portadas que le han publicado Alfabia o Anagrama, pero si miro la fecha del primer libro de Michon que adquirí puedo leer: “ocho de septiembre de 2009”. Así consta en Mitologías de invierno. El emperador de Occidente, Barcelona, Ediciones Alfabia, 2009 [2].  Ciertamente, me deslumbró desde el primer momento, porque tengo dos libros más de Michon fechados en septiembre de ese año: Señores y sirvientes, Barcelona, Anagrama, 2003 y Cuerpos del rey, Barcelona, Anagrama, 2006. Posteriormente, me hice con Vidas minúsculas, también en la editorial en Anagrama. Recientemente se ha publicado en Alfabia El rey del bosque. Abades, Barcelona, Ediciones Alfabia, 2010.



            Sin embargo, aquí quiero hablar del relato por el que se ha concedido a Michon el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. Me refiero a Los Once, Barcelona, Anagrama, 2010. Pierre Michon nació en uno de esos pequeños pueblos franceses de nombre sonoro, Châtelus-le-Marcheix, Creuse, en el distrito de Lemosín, cerca de Limoges (lo que explica sus numerosos lemosines) en 1945. Es, pues, como Modiano, un escritor que no vivió ya la Segunda Gran Guerra, sino sus consecuencias. En otras palabras: comparto con él casi plenamente el mundo. El primer libro que publicó fue Vidas minúsculas y lo hizo cuando contaba ya cuarenta años. Podríamos hablar así de un escritor tardío si tal cosa tuviese sentido. Los Once narra la historia de un cuadro, de su autor, de los personajes que en él aparecen y de la época, sobre todo de la época pues Michon ha conseguido en las ciento treinta y siete páginas de su libro entregarnos un fresco fantástico del Terror. Alguien encarga a  François-Élie Corentin un cuadro: el retrato de los once miembros del Comité de Salud Pública (la salud que es salvación y que se convierte en guillotina), que el autor enumera: Billaud, Carnot, Prieur, Prieur, Couthon, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just, Saint André y Robespierre, que ocupará el centro del cuadro. No en vano Danton explicaba que el gusto de Robespierre por la guillotina se debía a que no le gustaba ver ninguna cabeza por encima de la suya. Supuestamente, este cuadro, Los Once, se encuentra en el museo del Louvre y sirve al autor para desgranar la historia de la época; pero es historia de otro modo y no como nosotros acostumbramos a contemplarla.

            Michon escribe magníficamente bien y consigue, pese a las numerosas elipsis que aparecen sobre todo al inicio del relato, sumergirnos plenamente en un mundo convulso en el que el arte desempeña un papel fundamental. La concisión, la pincelada certera y la reflexión forman parte del estilo de nuestro autor. El pasado surge en un presente que se hunde en lo que fue; estamos allí, en la época y delante del cuadro hoy sin haber estado nunca. ¿Cómo miramos la historia? Un botón de muestra: “¿En qué piensa, caballero, delante de ese cristal tan grande, de ese reflejo tras el que hay figuras en pie que miran en su dirección? Usted es de los que leen, caballero, de las Luces también a su manera y, por consiguiente, conoce algo a esos hombres detrás del cristal, le hablaron de ellos en el colegio y en los libros” (págs. 51s).

            Los Once no existe como cuadro… eso se dice, pero ¿no la pintado Michon con sus palabras? No pretendo ser retórico, pero tras leer el relato [3] algunos podremos decir que conocemos mejor este cuadro que otros muchos e incluso tendremos la alucinación de haberlo visto en más de una ocasión. Al fin y al cabo, el Louvre no se acaba nunca. No quiero hacer una recomendación, porque ya me he equivocado demasiadas veces, pero sí afirmar tajantemente que la lectura de Los Once es una verdadera delicia.

[1] Tenía yo en el bachillerato un profesor de latín—el padre Mario—que, además de ocultarse tras unas gafas de gruesos cristales verdosos, tenía la costumbre de espetarnos “ha descubierto el Mediterráneo” cuando en vez de dedicarnos a pensar, decíamos alguna obviedad. Me parece que nos dio clase en tercero, cuarto y quinto. Nos hacía traducir y si veía que no trabajábamos nos decía: “A rascarse la barriga al cuarto de baño”. Lo curioso es que el padre Mario, a quien recuerdo con cariño, tenía la napoleónica costumbre de acariciarse el estómago.
[2] Una vez más se me hace evidente que la portada desempeñó un papel importante en mi acercamiento al libro. Alfabia elige las imágenes con cuidado (y edita muy bien, conste). Lo mismo debe decirse de El rey del bosque. Abades. Sin embargo, tengo la sensación de que Anagrama se vuelve descuidada. Además, ha aceptado el daño que el cine ocasiona: la maravillosa primera portada en blanco y negro de Expiación, de McEwan, fue pasada a color para acabar siendo cambiada por una imagen de la película. Una lástima.
[3] Es verdad que ha recibido el premio de novela; quizás lo sea, pero tengo para mí que a nuestro autor le encaja mejor el apelativo de narrador que el de novelista. Y esto no es ningún demérito pues leyendo he tenido incluso la impresión de que un nuevo género surgía ante mis asombrados ojos.


Shalom.

sábado, 9 de octubre de 2010

Rainer Maria Rilke

RILKE Y LOS TRADUCTORES



            Vuelvo, aunque no como MacArthur, sino más bien derrotado después de algo semejante a un Hiroshima en mi vida. Sin embargo, aquí ese pasado no tiene ya importancia—aunque lo sea en realidad—. Debo hablar de hojas, libros y vidas. Claro, ha comenzado el otoño y hoy sábado en la Invicta Ciudad el cielo ha despeñado algunos chaparrones para dejarlo todo más verde, los adoquines, amarillos y el cielo, gris. Las estaciones regresan y de esa experiencia nace un equívoco fundamental: pensar que la vida también regresa cuando en realidad se nos escapa a cada instante. No, el tiempo no regresa y buscar el tiempo perdido es buscar en el futuro; pero no quiero ponerme pesado y me gustaría inaugurar la temporada con un comentario sobre Reiner Maria Rilke. Leí en primavera una selección, Cuarenta y nueve poemas (selección, traducción e introducción de Antonio Pau), Madrid, Trotta, 2008. El alemán siempre me gustó desde que lo leí por primera vez e incluso un verso suyo encabeza con frecuencia lo que escribo: Ein Wehn im Gott. Ein Wind. Toda su poesía es hermosa y tiene la extraña profundidad que conduce al fondo de la propia alma—y en este sentido es, cuando menos, lírica pura. El traductor ha hecho un encomiable esfuerzo por darnos a Rilke siendo consciente de las dificultades de su labor: “En su propio idioma, cada poema está situado en el extremo de una tradición literaria que lo hace más inteligible Al traducirlo, no sólo se produce la pérdida de los efectos sonoros del poema mismo, sino que además se desgaja de esa tradición propia” (Introducción, pág. 13). Ciertamente, Antonio Pau es un excelente conocedor de la literatura alemana como demuestran sus magníficos libros sobre Hölderlin y Novalis; esto le hace ser respetuoso con la letra, pero sobre too con el espíritu de los poemas. Pondré un ejemplo:

Lösch mir die Augen aus: ich kann dich sehn,
wirf mir die Ohren zu: ich kann dich hören,
und ohne Füß kann ich zu dir gehn,
und ohne Mund noch kann ich dich beschwören.
Brich mir die Arme ab, ich fasse dich
Mit meinem Herzen wie mit einer Hand,
Halt mir ds Herz zu, und mein Hirn wird schlagen,
So werd ich dich auf meimem Blute tragen.

            La muy buena traducción de Antonio Pau es la siguiente:

Apágame los ojos, y te seguiré viendo,
cierra mis oídos, y te seguiré oyendo,
sin pies te seguiré,
sin boca continuaré invocándote.
Arráncame los brazos, te estrechará
mi corazón, como una mano.
Lanza mi mente al fuego
y te seguiré llevando en la sangre.

            Otros ejemplos podrían ponerse aquí, pero basta éste para recomendar a la lectura de Cuarenta y nueve poemas. Yo conocía otras traducciones de Rilke: la para mí irreemplazable que Jenaro Talens hizo de Elegías del Duino, Madrid, Hiperión, 1999; también las a mi juicio más discutibles versiones que Jesús Munárriz ha hecho de El libro de las imágenes, Madrid, Hiperión, 2001, y de Ofrenda a los lares, Madrid, Hiperión, 2010. Bueno, pues cargado de buenos augurios rilkeanos tropecé con la traducción que Federico Bermúdez-Cañete ha hecho de El libro de las horas, Madrid, Hiperión, 2010. El traductor publicó hace ya muchos años un hoy inencontrable Rilke, en Ediciones Júcar (si no me equivoco) y en la editorial Lumen había publicado previamente la traducción de El libro de las horas (ignoro si la ha retocado ahora). Sin embargo, confesaré que me he llevado una gran decepción al leer esta edición de Hiperión. El profesor Bermúdez-Cañete quiere, sin duda, ser fiel al original y esto explica algunas de sus decisiones; mas esto no quita cierto espanto (ajeno del todo a Rilke) al leer los versos. La traducción que se nos ofrece del poema que ya he citado es la siguiente:

Apágame los ojos: puedo verte;
ciérrame los oídos, puedo oírte;
y aun sin pies puedo andar en busca tuya,
sin boca, puedo conjurarte.
Ampútame los brazos, y te agarro,
como con una mano, con el corazón mío;
detén mi corazón, y latirá el cerebro;
y si arrojas el fuego en mi cerebro,
te llevaré sobre mi sangre.

      
      Sin duda la segunda versión está más pegada al original, pero no por eso es más fiel pues en ella, según mi modesto juicio, se ha perdido casi completamente el sentido poético. Por si con la traducción no fuese suficiente, el profesor Bermúdez-Cañete nos brinda una introducción, lamento decirlo, poco menos que nefasta, llena de algunos prejuicios al uso aderezados con cierto desconocimiento de la tradición alemana. Sé perfectamente que no soy ninguna autoridad académica (gracias a ese “Ser Supremo” que, perdóneme, profesor, es un concepto filosófico y sólo teológico en segunda instancia. Claro que la formación religiosa en este país es nula en la práctica y pésima en la teoría), pero aquí la autoridad soy yo, el lector. El libro de las horas de Rilke es una gran maravilla y aunque el traductor se haya visto superado por su tarea—que no era escasa—, merecerá siempre la pena.

Shalom.

lunes, 4 de octubre de 2010

El otoño

EXCUSAS



            Sé que no es ninguna excusa, aunque sí un aceptable pretexto, pero un nefasto día de este caluroso verano mi ordenador portátil (el único que poseo) salió ardiendo, literalmente. El viejo transformador había dejado de funcionar (si mal no recuerdo, era el tercero) y tras unas azarosas vueltas por las tiendas del ramo —comparando precios, buscando el aparato menos costoso y perdiendo, de paso, una mañana de forma lamentable—, acabé adquiriendo uno supuestamente bueno (con ventilador y todo) que consiguió incendiar la toma eléctrica de mi ordenador nada más conectarlo. Esto significa, como se evidencia al sentido común, que entiendo poco de ordenadores [1]; pero, además, es señal inequívoca de mi mala suerte, pues es la tercera vez que pierdo el cacharro moderno sin haber hecho ninguna copia de seguridad [2]. Esta tragedia –cuyos trazos mueven a risa— es una de las excusas que puedo poner para explicar mi alejamiento de la gacetilla que venía escribiendo. Las demás razones, puesto que son excesivamente serias, no vienen al caso, pues rara vez decidimos las circunstancias de la vida, aunque sí podemos decidir como les hacemos frente.

            Estos meses—no son tantos y no vayamos exagerando por ahí—he leído bastante. Algunos libros realmente buenos; otros, interesantes y de los demás es mejor no hablar. Como con estas letras inauguro la nueva temporada (nótese el ambiente oficial de inauguración), sólo diré que de Proust he leído los tres primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido; he leído a Modiano, Michon, pero también he vuelto a la poesía y he leído varios ensayos algunos de los cuales ha sido especialmente interesante (por ejemplo, Teología de la liberación tras el final de la Historia, del muy estimable Daniel M. Bell (a quien hago hijo del sociólogo Daniel Bell, creador del concepto de sociedad postindustrial… que acabó siendo el fundamento de los análisis de Jameson sobre la sociedad postmoderna). He leído también a Roth (Joseph, claro), Bespaloff, Günther Anders, Rowan Williams (excelente estudio sobre Arrio) Dazai, H. Mújica, la sorprendente correspondencia entre Elfride Petri  y el amigo Martin Heidegger, Hoffmann, Karl Kraus (maravillosa La tercera noche de Walpurgis con un comienzo aterrador: “No se me ocurre nada sobre Hitler” [3]), Rilke… Espero poder hablar de todos ellos en las próximas semanas, así como de M. Henry y de otros autores que merecen nuestra atención, al menos la mía (evidentemente, no hablaré de la gran catedral de Madrid, porque suficiente propaganda se ha hecho ya a una autora que escribe, cuando menos, con mucho descuido).

            Por último, quiero señalar mi agradecimiento a Roberto Gómez, que ha dejado un comentario. Precisamente éste ha sido la causa de que hoy vuelva a escribir en un ordenador portátil (prestado por mi hermano, verdadero bombero de mis apuros).

            A todos Shalom.

           

[1] Un buen amigo, teólogo y arqueólogo, me dijo en una ocasión que yo tenía unas manos eróticas: “Valentín—dijo—, todo lo que tocas, lo jodes”. Al decir que el transformador tenía ventilador he recordado, cosas de la edad, las zapatillas deportivas de un alumno que ¡tenían ventilador! Debía ser el año ochenta y siete; el caprichito le costó a la madre del chico la friolera de treinta y cinco mil pesetas, algo más de un tercio del sueldo de la ¿buena? mujer.
[2] ¿Qué veo? ¿Un gesto de sorpresa? ¿Tal vez admiración ante mi valor? Me gustaría saber para qué tanta modernidad de aparatos si no son capaces de conservarse. Lo más lamentable es que yo he perdido un buen montón de poemas, articulillos varios y otras cosas…, claro que así el mundo ha salido ganando.
[3] Y digo “terrible” porque sólo alguien monstruoso pudo apagar la imaginación del genial Kraus.