sábado, 26 de junio de 2010

William T. Cavanaugh

¿EXISTE “LA“ RELIGIÓN?


            La editorial granadina Nuevo Inicio nos sorprende con la rápida traducción de la obra del profesor de Teología Sistemática William T. Cavanaugh, El mito de la violencia religiosa. Ideología secular y raíces del conflicto moderno, Granada, Nuevo Inicio, 2010. La traducción se debe a Sebastián Montiel (hace poco menos de un año Oxford University Press publicó el libro con el título The Myth of Religious Violence. Secular Ideology and the roots of the Modern Conflict, Londres, OUP, 2009). Anteriormente la editorial andaluza había publicado Imaginación teo-política, Granada 2007 (cinco años después de la edición original inglesa). En su momento expliqué—en otro contexto—que este último libro me parecía importante porque contribuía a plantear algunos problemas que son permanentemente reprimidos por la cultura moderna. De la misma manera, El mito de la violencia religiosa me parece un libro importante, aunque antes de entrar en él quiero dejar claras algunas ideas.

            Cavanaugh parte de la idea de que el concepto de religión que nosotros manejamos hoy es producto de la Modernidad. Desde un sencillo análisis histórico esto es una evidencia que difícilmente puede ser rebatida, pues religio fue hasta casi el siglo XVII una virtud que formaba parte de la justicia. Si se consulta el DRAE todavía hoy siguen vigentes las antiguas acepciones de “religión”:

2. f. Virtud que mueve a dar a Dios el culto debido.
3. f. Profesión y observancia de la doctrina religiosa.
4. f. Obligación de conciencia, cumplimiento de un deber. La religión del juramento.
5. f. orden (‖ instituto religioso).
            Incluso la primera acepción, que recoge la concepción moderna, mantiene la expresión “conducta social” que hace de (el concepto de la) religión algo no puramente reductible a la interioridad.  He mantenido desde hace mucho tiempo que la Modernidad reduce a lo privado (y, para el conjunto social, a lo irrelevante) todo aquello que podría ponerla en riesgo. Esto es evidente en el caso del capitalismo, pues convierte en mercancía todo: los carteles con la fotografía del Che Guevara, la cruz de Jesucristo, los eslóganes del Mayo del `68, las imágenes de los santos... todo eso es puesto a la venta en las nuevas catedrales, los centros de consumo masivo. El comunismo fue analizado tempranamente como una religión (Berdiaev de quien ya he hablado aquí en otra ocasión) pero los análisis del capitalismo (1) como un fenómeno religioso sólo los hemos hecho más tarde, posiblemente porque el sentido de la vida producido por el capitalismo se muestra capaz de absorber incluso a sus rivales. Puede compararse a una esponja, pues no retiene como propio nada salvo el intercambio. Ahora bien, desde hace muchos años—mucho antes de la aparición del famoso libro de Fukuyama—el capitalismo se convirtió en una “meta de salida”: aquel sistema al que era necesario llegar para comenzar una vida “civilizada” (2). De hecho, el socialismo no pareció pretender otros fines y por eso terminó desembocando en el capitalismo (3).

            Hace ya muchos años analicé el concepto de tolerancia tal como lo desarrolló J. Locke en la Carta sobre la tolerancia, que en España publicó Tecnos allá por 1983 (4) a la luz de una pintada en el metro de Madrid, que copié: “Tolerancia plena, encefalograma plano”. Después he visto atribuida esta frase a don Rafael Sánchez Ferlosio, pero no la he localizado. En verdad la idea lockeana de tolerancia sólo es aplicable a lo que hoy se llama en jerga “valores”. Nadie aplicará la idea de tolerancia a 2 + 2 = 5, porque el campo de la ciencia no entiende de tolerancia. La razón estriba en que los modernos—y Locke lo es—entienden que “científico” es otra forma de decir “verdadero” (5). Podría decirse que sólo a la ciencia le caben los juicios de verdad (o falsedad, por supuesto). De este modo, y de un plumazo, se ha dejado fuera de la verdad todas aquellas realidades que no son susceptibles de ser expresadas en un lenguaje matemático: el mundo de la belleza, de lo divino, del bien... se quedan en un ámbito extraño, pues sus juicios no serían ni verdaderos ni falsos. Como quisieron los del Círculo de Viena, no tendrían significado alguno. Todo esto como planteamiento filosófico puede parecer hasta interesante, pero socialmente significa que el único valor real socialmente es el cambiable; es decir, la mercancía por excelencia, el dinero. ¿Qué pide un trabajador cuando clama por la justicia? ¿Sólo un aumento salarial? La idea de tolerancia nace fundamentalmente como justificación de un estado de cosas y es la vacuna con la que el liberalismo se defiende de las ideas que le resultan peligrosas. Esto también lo supieron los primeros miembros de la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, el éxito de la noción de tolerancia ha sido tan grande que incluso cuando se quiere negar no se usa el prefijo in- (“intolerancia con los abusos machistas”, por ejemplo), sino que se acude a la expresión “tolerancia cero” (“tolerancia cero con el maltrato”) porque en la Modernidad última no se puede negar de ninguna manera la tolerancia (6). En resumen, sí hay ideas modernas que son traducciones encubiertas de relaciones de poder—y hemos aprendido de Nietzsche a bucear en la genealogía de las ideas.

            Cavanaugh analiza el concepto de religión desde esta perspectiva defendiendo que no es una realidad ni transhistórica ni transcultural. El concepto “religión”, nos dice, tiene fecha y lugar de nacimiento: la modernidad occidental, cosa que me parece fuera de toda duda. El autor de El mito de la violencia religiosa interpreta este nacimiento no simplemente como el desarrollo de una idea, sino más bien como la expresión de las nuevas relaciones de poder que se establecen en la Modernidad tendentes a justificar indirectamente determinadas tipos de violencia, pues el foco queda puesto exclusivamente sobre un tipo, la violencia religiosa que, nos dice el autor, no pudo existir antes del siglo XVII pues sólo en esa época aparece el constructo “la religión” como género al que pertenecen las diversas religiones (las identificadas como tales). De manera convincente analiza Cavanaugh los distintas teorías que enlazan la violencia con “la” religión constituyendo un mito (7): el carácter absolutista de la religión, la religión como fenómeno de disgregación y la irracionalidad de la religión. Todos estos intentos tienen en común, argumenta el autor, que no definen satisfactoriamente la religión ni consiguen diferenciarla de su gemelo, la supuesta secularidad (que aparece en el horizonte como expresión de la creciente dominación de los estados). A continuación nos encontramos con el estudio sobre el nacimiento de (el concepto de) la religión, muy bien documentado y al que, me parece, pocos peros se le podrán poner. Los dos últimos capítulos, antes de la conclusión, están dedicados a demostrar que las “guerras de religión” del siglo XVII (“el mito fundador”) no tuvieron ningún carácter específicamente religioso, pues no sólo fueron luchas de católicos contra protestantes, sino sobre todo de príncipes y señores por sus dominios que en ocasiones usaron las confesiones religiosas como pretexto; pero usaron otros de tipo político (“secular”) y social. No cabe, pues, atribuir las guerras al factor religioso. El último capítulo aborda los “usos del mito” insistiendo especialmente en la actualidad, pues (el miedo a ) la violencia de la religión se usa como directriz de programas políticos de exclusión de la religión de la sociedad y consigue que los occidentales aparten la vista de la violencia que generan o la entiendan en términos positivos como un hacer entrar en razón a gentes irracionales.

            Me parece que El mito de la violencia religiosa será leído con provecho no sólo por teólogos y filósofos, sino también por aquellos que pretenden comprender la sociedad que les ha tocado vivir. Se trata, sí, de una obra que llama a la reflexión. En ocasiones la lectura se puede hacer pesada (son más que numerosas las reiteraciones), pero los análisis son cuidadosos y, sobre todo, se construye sobre datos y no sobre suposiciones. Dicho lo cual—y aun corriendo el riesgo de hacer de este comentario algo aún más pesado—me permitiré hacer algunas observaciones generales que me sugiere el contenido del libro.

            Primera. La religión es, ciertamente, un invento de la Modernidad y, me parece, más en concreto de las políticas coloniales que debían clasificar los comportamientos. En cierta medida, “la” religión padece el mal del agrimensor: clasificar se hace sinónimo de comprender.

            Segunda. Desde Hegel al menos ha debido quedar muy claro que (el concepto de) “la” religión no puede ser irracional. Recordemos el sarcasmo del alumno del Seminario de Tubinga (¡ay, Nietzsche!) sobre Schleiermacher. ¿Por qué “la” religión es un fenómeno exclusivo de seres racionales? Tonterías, por favor, las justas: lo que hoy se llaman “religiones” han sido intentos (que se pueden valorar de diferentes maneras) de comprender racionalmente la realidad. Desde hace mucho años—léase, piedad, a Jaeger—sabemos que la filosofía no es ningún paso al logos, aunque hoy desgraciadamente se siga explicando de esa manera.

            Tercera. Si “la” religión es un constructo, no vale argumentar sobre la base de un supuesto “fondo” de todas las religiones. Queda en pie el problema de cómo se puede definir certeramente el conjunto de experiencias que identificamos como religiosas. El problema es que experiencia que hoy no nos parecen religiosas mañana sí lo serán, como ya vio Mircea Eliade a propósito del ateísmo cristiano.

            Cuarta. Los conceptos no son la realidad sin más; pero nosotros sólo podemos ver la realidad a través de nuestros conceptos (hermosa es la circularidad de esta proposición, pero, bueno, úsese como escalera wittgensteiniana).

            Quinta. “La” religión, como todo fenómeno humano, es ambivalente. Nada hay que no se pueda usar mal. Las religiones reales se han usado mal con mucha frecuencia.

            Sexta. El siglo más secular de la historia en el continente más secular ha sido el más brutalmente violento. ¿No podría argumentarse a la contra? Tampoco, porque supondría que nuestro concepto de religión se identifica sin más con la realidad. Sin embargo, este dato no se suele tener en cuenta o se despacha como simple residuo del pasado.

            Séptimo. No tengo más ganas de seguir, pero sí de recomendar una lectura atenta del libro que Cavanaugh que he presentado con la sana intención de terminar con algunos prejuicios que no ceden ante los hechos. Claro, dirán algunos, ¡peor para los hechos!

(1)   “Capitalismo” como concepto es mucho menos complejo que “religión”, ya que de ella estamos hablando. Entiendo por capitalismo un sistema económico y social (el liberalismo es sólo otro nombre de la misma realidad) que se basa fundamentalmente en la propiedad privada de los medios de producción, la desregulación de los mercados y el lucro como principio motor de la inversión económica. En el tardocapitalismo—aquel que surge después de la Segunda Gran Guerra—se debe subrayar el consumo como motor del sistema. Supone históricamente la transformación de toda realidad en mercancía y la confusión de valor de uso con valor de cambio. Nuestro Antonio Machado decía: “Todo necio confunde valor y precio”. Semejante transformación se ilustra con la anécdota de Groucho Marx en una de sus películas: sentado en el compartimento del tren al lado de una hermosa joven, el pícaro Groucho le pregunta si estaría dispuesta a acostarse con él por “un millón de pavos” a lo que la joven responde: “¡Por supuesto!” Canino como estaba y rascándose el bolsillo, Groucho pregunta: “¿Y por cinco pavos?” La chica, indignada, le replica: “¿Por quién me ha tomado?” A lo que él responde: “Eso ya lo sabemos: sólo estamos discutiendo el precio”. Así, la conversión de todo en mercancía es la liquidación de los fines (eso que puede llamarse realmente nihilismo, pues la realidad no ofrece ninguna meta).
(2)   Esto se enuncia así: todas las sociedades democráticas son capitalistas, aunque no puede decirse a la inversa. Sin embargo, esto hace del capitalismo una condición sine qua non de la democracia; pero debe añadirse el adjetivo “liberal”. Como en el proceso de la Modernidad civilización (en sentido axiológico) se ha hecho sinónimo de democracia liberal, sólo los pueblos que acceden al capitalismo merecerán el nombre de civilizados. Esto es, claramente, un principio ideológico de justificación del capitalismo.
(3)   La socialdemocracia no es sino una forma de liberalismo. De hecho, en las sociedades occidentales los grandes partidos han renunciado a cambiar la orientación fundamental del sistema económico.
(4)   Tuve este libro en mi biblioteca durante unos años hasta que un alumno, al que por cierto yo no había dado clase personalmente, me lo pidió porque la necesitaba para hacer un trabajo en la Facultad de Derecho. Me pidió, además, ayuda a la hora de plantear su trabajo y yo, encantado, no sólo le presté la ayuda solicitada, sino también el libro... que jamás recuperé. Unos años después—él ya licenciado y yo más viejo pero no más sabio—me lo encontré por la antigua calle Génova. Saludos y un “tengo un libro suyo”. Anotó todos mis datos para hacérmelo llegar e incluso parecía compungido. ¡Parecía! porque el libro no lo he vuelto a ver. Esto me ha llevado a reflexionar sobre las personas a las que prestamos nuestros libros.
(5)   Si somos popperianos (y no podemos ser tales a tiempo completo) nos sorprenderá semejante ecuación. La expresión “la verdad es un ideal regulativo” supone o bien que se conoce la verdad de antemano o bien que no se puede conocer de ninguna manera cayendo, de paso, en una hermosa circularidad. Pero quiero dejar claro que sir Karl Popper no redujo nunca el campo de la verdad a las teorías científicas. Buena parte de los científicos parecen estar hoy de acuerdo en desechar el concepto de verdad por ininteligible. Las teorías científicas tienen para éstos el estatus de descripciones funcionales. Sin entrar en lo amargo de la polémica, diré que el signo de igualdad [“=”] hace de la ciencia un conjunto de tautologías; pero, claro, no lo es, por lo que el signo “=” no puede querer decir lo que dice, problema que ya vieron Heidegger y, en uno de sus cuadernos de anotaciones, Wittgenstein. Éste fue sin duda uno de los problemas que atormentó a Kant.
(6)   Sin embargo, uno de los problemas cruciales para las sociedades modernas es el de los límites de la tolerancia.
(7)   Modestamente, me permito protestar por el uso de “mito” que se hace en la obra. Se trata aquí, sin duda, de una cuestión menor (que no secundaria), pero Cavanaugh cae en las redes de los que identifican mito con historia falsa y con justificación social de determinados comportamientos.


Shalom.

lunes, 21 de junio de 2010

Todo se lo ha llevado el viento

Un "alegre" corresponsal me ha puesto de buen humor. Es probable que tenga mi edad. Al final todo se lo lleva el viento, hasta la canción de Kansas. Claro que Kansas es de los setenta.


Shalom

domingo, 20 de junio de 2010

Guy Debord

ESPECTÁCULO


            El siglo pasado se publicó un libro cuyos análisis se mantienen intactos. Empiezo así por varias razones. En primer lugar, hoy he tenido una pequeña y amistosa discusión en torno a las pantallas que permiten leer libros; mantenía yo frente a mis adversarios que el bibliófilo no aceptará esos aparatejos, porque, como he dicho otras veces, un libro es también su soporte. Me han respondido que mi argumento era falso y la prueba irrefutable es que ¡ellos eran lectores! En fin, ¿vale la pena discutir con quien confunde al lector con el bibliófilo? Intenté cerrar la discusión, pero no me lo permitieron. Argumentaron señalando que los aparatos permitían almacenar gran cantidad de obras—de paso usaron el “argumento ecológico” sin pararse a pensar que los medios electrónicos han supuesto un incremento en el consumo de papel (i). Eso me hizo pensar en que los chismes electrónicos permitirán llevar cientos o tal vez miles de libros... que nunca serán leídos, pero estarán cuidadosamente guardados. Mal de archivo: eso es lo que se avecina. Si la imprenta ya ha conseguido multiplicar la publicación de obras perfectamente inútiles, la informática permitirá sacar a la luz aún más cosas inútiles. Con semejantes medios hoy no sería posible un Kafka. Y, en segundo lugar, estoy bastante harto de escuchar opiniones que hacen del tiempo un cartero de la verdad: es también parte del mal de los agrimensores que, defendiendo el carácter absoluto de las verdades científicas (ii), denigran las demás verdades a meras opiniones (iii). Da la impresión de que Heráclito no pudo encontrar ninguna verdad como tampoco Platón, Tomás o Descartes... y sólo en los “tiempos modernos” hemos llegado a comprender ciertas verdades. Ahí no sólo funciona la noción de progreso (que nadie acaba de explicar quizás porque nadie acaba de entender), sino la estupidez de creerse más alto por haberse encaramado a la espalda de un gigante.

            Una vez dicho esto, ¿no quería recordar el libro de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-Textos, 1999? Publicado originalmente en 1967 en la editorial Buchet-Castel para pasar a publicarse a continuación, desde 1971, en la editorial de aquel curioso personaje, amigo y mecenas de Debord que fue Gérard Lebovici. No sólo publicó La sociedad del espectáculo, sino que financió generosamente las películas de Debord e incluso llegó a comprar una sala de cine, Cujas Studio Cinema, en el centro de París para exhibir exclusivamente las películas del fundador de la Internacional Situacionista. El asesinato del editor nunca ha sido resuelto y Debord tuvo incluso que publicar unas reflexiones sobre el suceso quizás porque había sido acusado. Fue la época en que algunos dieron también por muerto a Debord y se vio en la obligación de publicar una fotografía suya en el libro Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici, Barcelona, Anagrama, 2001. La fotografía me hizo gracia (iv), porque Debord parece en ella una persona de mirada oblicua, algo timorata.

            ¿Quién fue Debord? Su nombre aparece asociado al Mayo del 68, aquella revuelta que hizo temblar a Francia y que, como un fantasma, recorrió Europa Occidental; porque, claro,unos meses antes, otro fantasma había recorrido también Europa, pero la del Este (v): la Primavera de Praga, que empezó en enero y acabó con los tanques de agosto. Algún día los europeos reflexionaremos seriamente sobre las heridas que la Modernidad nos ha dejado, aún nos deja, y a las que nadie quiere mirar abiertamente. Esto es, sin embargo, otro tema. Decía que Debord aparece ligado al Mayo Francés: la crítica a De Gaulle, la política francesa en Argelia, Vietnam... No fue una revuelta de obreros, que sólo se sumaron tardíamente a la protesta y sin demasiada convicción (el mismo caso que el Partido Comunista Francés, con otros graves problemas por la época). Debord había nacido en 1931 (por lo tanto, sus experiencia de la Segunda Gran Guerra son conscientes); terminada la guerra recibió la influencia de Cornelius Castoriadis (personaje de curiosa trayectoria intelectual) en el grupo Socialismo o barbarie. En estos círculos se relacionó con otros intelectuales que, posteriormente, tendrían una gran presencia pública: Henri Lefebvre, Edgar Morin y Lyotard. Sin embargo, desde mi modestísimo punto de vista en este asunto, creo que la influencia decisiva en Debord fue la del húngaro Georg Lukács y su teoría de la reificación, cuya vigencia sigue siendo indiscutible (vi). No obstante, creo que estos análisis debe ser completados, desarrollados y fundamentados desde una perspectiva teológica, pues el capitalismo funciona desde el deseo (en gran medida mimético: la razón a Girard) y la publicidad, básica en la sociedad de consumo, establece los relatos  míticos que pretenden dotar de sentido a una existencia reducida al absurdo.

            En 1957 se funda la Internacional Situacionista—fruto de diversos cruces, por decirlo así, entre los que cabe destacar la Internacional Letrista, el Consejismo... Sin duda, recibió la influencia del surrealismo, del futurismo y de Dadá. Sea como fuere, intelectuales y artistas situacionistas , sobre todo franceses, ejercieron una gran influencia en el mundo universitario. Esta ascendencia se puso de manifiesto en el Mayo del 68 que, en buena medida, estuvo inspirado por el Movimiento Situacionista (vii). En este contexto debe situarse La sociedad del espectáculo, cuyo original es de 1967. Tras las revueltas estudiantiles Debord pasó a una especie de semiclandestinidad sin abjurar de los principios que habían dirigido su acción. En 1994 Debord se suicidó.

            Quizás estaría de más presentar La sociedad del espectáculo. Se trata de un libro admirable donde los haya, que no sólo ayuda a pensar y da que pensar, sino que manifiesta la capacidad, alcanzada por pocos autores, de remover lo ya pensado. Lógicamente, las críticas que se le pueden hacer son múltiples, pero eso sólo quiere decir que la obra sigue siendo aún criticable, es decir, actual. ¿Qué podría destacar del libro? Transcribiré algunos párrafos de la primera parte de La sociedad del espectáculo:

   La vida entera de las sociedad en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación (pág. 37).
   El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes (pág. 38).
El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que esto: “lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece” (pág. 41).
   El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo se deriva del hecho simple de que sus medios son, al mismo tiempo, su fin. Es el sol que nunca se pone en el seno de la pasividad moderna. Recubre toda la superficie del mundo y se apoya indefinidamente en su propia gloria (pág. 41).
   La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social comportó una evidente degradación del ser en tener en lo que respecta a toda valoración humana. La fase actual de ocupación total de la vida social por los resultados acumulados de la economía conduce a un desplazamiento generalizado del tener al parecer, del cual extrae todo “tener” efectivo su prestigio inmediato y su función última. Al mismo tiempo, toda realidad individual se ha hecho social, directamente dependiente del poder social, elaborada por él. Sólo se le permite aparecer en la medida en que no es (págs. 42s).

            Sería posible continuar con las citas, pero será mejor hacer una invitación a sumergirse en la lectura de La sociedad del espectáculo. Quisiera hacer, no obstante, alguna observación como impertinente teólogo, aunque empezaré por un consejo: convendría tener presente el contenido escatológico de la fe cristiana antes de hacer afirmaciones a la ligera sobre ella. Me parece que Jacob Taubes acertó en buena medida en su comentario a Romanos. Ahora, las observaciones. Primera: la observación marxiana sobre la necesidad que el capitalismo tiene de la religión (viii) para mantener la alienación se ha demostrado falsa, pues—contra las previsiones de Marx—nos encontramos que a más capitalismo, menos “religión”. Claro que aquí “religión” significa “fe cristiana”. Sería inconsecuente buscar en la “religión” las causas de la deriva inhumana del capitalismo. Segunda: la reificación del arte ha tenido lugar, precisamente, cuando los problemas fundamentales de la existencia han dejado de importar en el mundo del (mercado del) arte. Tercera: el tardocapitalismo (o como se le prefiera llamar: el sistema social cuyo fundamento es el consumo masivo) hace emerger una pseudorreligión, que usa los símbolos de “la” religión, pero vaciándolos de contenido al dejar de referirlos a fines (al sentido de la vida, si se prefiere).pero en cualquier caso mito del consumo/nueva religión secular pseudorreligión. Aquí se debe examinar con detenimiento el papel de la publicidad (incluyendo el cine): la información se convierte en propaganda. Cuarta: el tardocapitalismo vive de la frustración constante de los individuos, pues no da nunca lo que promete (la felicidad) pero sólo permite un camino, el consumo siendo así que los fines no son consumibles. Necesita, pues, convertir todo en medio: esto debe iluminar el carácter de fetiche que adquiere el dinero en nuestras sociedades (Mammón). Y, por acabar, quinto: espectáculo acaba significando lo mismo que virtual; de hecho los individuos acaban dirigidos no a la realidad, sino a una virtualidad con apariencia de realidad (“virtualidad real”).



            Los buenos capitalistas insisten: no hay alternativas; pero es que ni siquiera permiten pensarlas. Pero aquí se debería ir más lejos y mostrar cómo los supuestos focos de resistencia están alimentados de la misma dinámica. Ya he dicho en otra ocasión que el socialismo real (no el irreal, desde luego) fracasó porque pretendía lo mismo que el capitalismo, pero tardaba más tiempo y exigía más sacrificios. Hay que aprender a pensar de otro modo (y en esto la razón se la lleva, me temo, Hegel). El pensamiento necesita corazón o, por decirlo de otro modo, no se puede pensar humanamente aparcando la compasión. No quiero que esto se transforme en lo que no es. Hablo de libros y vidas. La sociedad del espectáculo dejó su huella en mí y creo que la dejará en todos los que se acerquen a ella con la mente abierta y aguzando su capacidad crítica.


(i)     Soy de esas personas a las que les gusta escribir a mano y con pluma. Lo hago así desde los catorce años tras varios intentos fallidos intentando mejorar mi cacografía y convertirla en caligrafía. Al final me quedé a la mitad del camino. Sin embargo, desde años, muchos, sólo usó para escribir papel verjurado y de cien gramos. No tiro una sola hoja entre otras cosas por ahorrar.
(ii)   Incluso manteniendo el carácter relativo de cualquier verdad—proposición autorreferente donde la haya.
(iii)  Algún día habrán de pararse los filósofos que queden—y quedan ya muy pocos filósofos y muchos opinadores—a discutir nuevamente el problema de la doble verdad, pues la mayoría de los mortales vive en los mundos de Yupi (supongo que se escribe así). No creo que la verdad sea divisible y siempre me ha parecido digna de admiración y respeto la doctrina clásica de la unidad de los trascendentales cuya destrucción explicaría buena parte de las estéticas modernas.
(iv)  Sin embargo, no he encontrado el libro en mi biblioteca. En algún lugar debe estar, pero las dobles filas y un creciente desorden me hacen emplear mucho tiempo cuando busco libros que leí y no he vuelto a retomar. Claro que este no es el caso de La sociedad del espectáculo.
(v)   Alguna vez volveremos a hablar de Europa Central, aunque sea ya como la cicatriz que los totalitarismos dejaron en el corazón de Europa.
(vi)  No deja de ser curioso que uno de los mayores críticos del capitalismo proceda de una familia de banqueros. Sin embargo, no caeré en aquello de “los padres comieron agraces, los hijos tuvieron dentera”, porque quizás por su procedencia tenía Lukács un conocimiento preciso de los mecanismos del capitalismo.
(vii)                       Desde luego, el siglo XX ha sido una época de “movimientos”. Quizás tenía razón Pascal al señalar que los males del ser humano le venían por su incapacidad para quedarse sentado...
(viii)                     El concepto “religión” ¡qué problemático! La modernidad lo ha convertido en una plantilla en la que cabe todo y, por lo tanto, lo hace susceptible de ser criticado desde cualquier punto de vista. Este concepto suele ser usado, claramente, como chivo expiatorio. Una observación: si el motor de la historia es otro, ¿a qué culpabilizar a “la” religión?

            Dos manifiestos. Muy diferentes, más de lo que un simple vistazo puede dar a entender. El primero, ¿no inspiró la barbarie de los años treinta? Y el segundo ¿ha llevado a alguna parte que no sea a la nostalgia?


MANIFIESTO FUTURISTA 
Año 1909
1.       Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad.
2.       El coraje, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de nuestra poesía.
3.       La literatura exaltó, hasta hoy, la inmovilidad pensativa, el éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso de corrida, el salto mortal, el cachetazo y el puñetazo.
4.       Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.
5.       Queremos ensalzar al hombre que lleva el volante, cuya lanza ideal atraviesa la tierra, lanzada también ella a la carrera, sobre el circuito de su órbita.
6.       Es necesario que el poeta se prodigue, con ardor, boato y liberalidad, para aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales.
7.       No existe belleza alguna si no es en la lucha. Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra. La poesía debe ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para forzarlas a postrarse ante el hombre.
8.       ¡Nos encontramos sobre el promontorio más elevado de los siglos!... ¿Porqué deberíamos cuidarnos las espaldas, si queremos derribar las misteriosas puertas de lo imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente.
9.       Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer.
10.   Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda vileza oportunista y utilitaria.
11.   Nosotros cantaremos a las grandes masas agitadas por el trabajo, por el placer o por la revuelta: cantaremos a las marchas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas, cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Es desde Italia que lanzamos al mundo este nuestro manifiesto de violencia arrolladora e incendiaria con el cual fundamos hoy el FUTURISMO porque queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios. Ya por demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de ropavejeros. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren por completo de cementerios.

MANIFIESTO DE LA INTERNACIONAL SITUACIONISTA
Año 1960
Una nueva fuerza humana, que el marco existente no podrá reprimir, crece cada día con el irresistible desarrollo técnico y la insatisfacción de su utilización posible en nuestra vida social privada de sentido.
La alienación y la opresión en la sociedad no pueden ser mantenidas en ninguna de sus variantes, sino únicamente rechazadas en bloque con esa misma sociedad. Todo progreso real queda evidentemente suspendido hasta la solución revolucionaria de la crisis multiforme del presente.
¿Cuáles son las perspectivas de organización de la vida en una sociedad que, auténticamente, "reorganizase" la producción sobre la base de una asociación libre e igualitaria de productores? La automatización de la producción y la socialización de los bienes vitales reducirán cada vez más el trabajo como necesidad exterior y proporcionarán, finalmente, plena libertad al individuo. Liberado así de toda responsabilidad económica, de todas sus deudas y culpabilidades hacia el pasado y el prójimo, el hombre dispondrá de una nueva plusvalía incalculable en dinero porque no se la puede reducir a la medida del trabajo asalariado: el valor del juego, de la vida libremente construida. El ejercicio de dicha creación lúdica es la garantía de la libertad de cada uno y de todos en el marco de la única igualdad garantizada con la no explotación del hombre por el hombre. La liberación del juego es su autonomía creativa, que supera la vieja división entre el trabajo impuesto y el ocio pasivo.
La Iglesia ha quemado en otro tiempo a supuestos brujos para reprimir las tendencias lúdicas primitivas conservadas en las fiestas populares. En la sociedad hoy dominante, que produce masivamente pseudo-juegos desconsolados de no-participación, una actividad artística verdadera es clasificada forzosamente en el campo de la criminalidad. Es semiclandestina. Aparece en forma de escándalo.
¿Qué es esto, de hecho, más que la situación? Se trata de la realización de un juego superior, más exactamente la provocación a ese juego que constituye la presencia humana. Los jugadores revolucionarios de todos los países pueden unirse a la I.S. para comenzar a salir de la prehistoria de la vida cotidiana.
A partir de ahora, proponemos una organización autónoma de los productores de la nueva cultura, independiente de las organizaciones políticas y sindicales que existen en este momento, pues nosotros negamos la capacidad de organizar otra cosa que el acondicionamiento de lo existente.
El objetivo más urgente que fijamos a dicha organización para una primera campaña pública cuando salga de su fase experimental inicial es la toma de la U.N.E.S.C.O. La burocratización unificada a escala mundial del arte y de toda la cultura es un fenómeno nuevo que expresa el profundo parentesco de los sistemas sociales coexistentes en el mundo, basados en la conservación ecléctica y en la reproducción del pasado. La respuesta de los artistas revolucionarios a estas nuevas condiciones debe ser un nuevo tipo de acción. Como la existencia misma de esta concentración directiva de la cultura, localizada en el único edificio, favorece su confiscación por medio de un putsch; y como la institución carece completamente de posibilidades de un uso que tenga sentido fuera de nuestra perspectiva subversiva, nos encontramos justificados, ante nuestros contemporáneos, para apoderarnos de tal aparato. Y lo haremos. Estamos decididos a apoderamos de la U.N.E.S.C.O., aunque sea por poco tiempo, ya que estamos seguros de hacer en ella rápidamente una obra que quedará como la más significativa por esclarecer un largo período de reivindicaciones.
¿Cuáles deberán ser los rasgos principales de la nueva cultura, sobre todo en comparación con el arte antiguo?.
Contra el espectáculo, la cultura situacionista realizada introduce la participación total.
Contra el arte conservado, es una organización del momento vivido directamente.
Contra el arte fragmentario, será una práctica global que contenga a la vez todos los elementos utilizados. Tiende naturalmente a una producción colectiva y sin duda anónima (en la medida en que, al no almacenar las obras como mercancías dicha cultura no estará dominada por la necesidad de dejar huella). Sus experiencias se proponen, como mínimo, una revolución del comportamiento y un urbanismo unitario dinámico, susceptible de extenderse a todo el planeta; y de propagarse seguidamente a todos los planetas habitables.
Contra el arte unilateral, la cultura situacionista será un arte del diálogo, de la interacción. Los artistas -como toda la cultura visible- han llegado a estar completamente separados de la sociedad, igual que están separados entre ellos por la concurrencia. Pero antes incluso de que el capitalismo entrase en este atolladero el arte era esencialmente unilateral, sin respuesta. Esta era cerrada de su primitivisrno se superará mediante una comunicación completa.
Al llegar a ser todo el mundo artista en un plano superior, es decir, inseparablemente productor-consumidor de una creación cultural total, se asistirá a la disolución rápida del criterio lineal de novedad. Al ser todo el mundo situacionista, por decirlo así, se asistirá a una inflación multidimensional de tendencias, de experiencias, de "escuelas" radicalmente diferentes, y no ya sucesivamente sino simultáneamente.
Inauguramos ahora lo que será, históricamente, el último de los oficios. El papel de situacionista, de aficionado-profesional, de anti-especialista, es todavía una especialización hasta el momento de abundancia económica y mental en que todo el mundo llegará a ser "artista", en un sentido que los artistas no han alcanzado: la construcción de su propia vida. Sin embargo, el último oficio de la historia está tan próximo a la sociedad sin división permanente del trabajo, que se le niega generalmente, cuando hace su aparición en la I.S., la cualidad de oficio.
A los que no nos comprendieran bien... les decimos con un irreductible desprecio: los situacionistas, de quienes os creéis jueces, os juzgarán un día u otro. Os esperamos en el cambio de sentido que es la inevitable liquidación del mundo de la escasez en todas sus formas. Estos son nuestros objetivos, y serán los futuros objetivos de la humanidad.

            Las fotografías que ilustran el comentario de esta semana están referidas a algunos de las personas de las que he hablado; también hay dos imágenes clásicas del Mayo del 68. Al final he añadido dos canciones de la época. La de Bob Dylan es de 1966 y la de los que no necesitan presentación es, curiosamente, de mayo de 1968.

Shalom.



lunes, 14 de junio de 2010

Jacob Presser

   יעקב

            El campo de tránsito de Westerbork se encontraba al noroeste de Holanda, muy cerca de la frontera alemana. Por este campo pasaron más de cien mil judíos destinados a los campos de exterminio de Polonia y Alemania. Leyendo a Ana Frank y, sobre todo, a Etty Hillesum (i) había tenido noticia de la realidad del campo de Westerbork. Se trataba, como he dicho al principio, de un campo de tránsito: los allí detenidos culminaban su viaje en el horror de Auschwitz, Sorbibór y Bergen-Belsen fundamentealmente. Por lo tanto, los trenes jugaron un papel fundamental en el extermino de las miles de personas que pasaron por Westerbork: “Pero, naturalmente, el transporte llega siempre. Un reloj puede pararse, el tren no”. Esta frase se encuentra en el libro del que quiero hablar aunque sea sucintamente: Jacob Presser, La noche de los girondinos, Barcelona, Barril & Barral , 2010. Presser, procedente de una familia judía, nació en 1899  en Amsterdam. Se doctoró en 1926 y durante años fue profesor de Historia en la Universidad. Durante la ocupación alemana tuvo que ocultarse y vivir en clandestinidad; su esposa, sin embargo, fue detenida y después de pasar por Westerbork fue enviada a Sorbibór donde fue asesinada. Había sido alumna de Presser en el Liceo de Amsterdam y nuestro autor le dedicó un poemario titulado Orpheus, que por desgracia no está disponible en español (ii). Después del final de la Segunda Gran Guerra Presser, siguió publicando libros de carácter histórico; en 1941 había publicado bajo el nombre de un amigo un ensayo sobre la guerra contra la ocupación española; en 1946 volvió a publicar, curiosamente, un estudio sobre Napoleón; pero rindió finalmente cuentas a su historia personal con la publicación en 1958 de La noche de los girondinos, que obtuvo el premio Van der Hoogt concedido a la mejor obra de creación.

            Se trata de un relato. El protagonista, profesor en un liceo, consigue engancharse en el grupo de los protegidos del Westerbork, el Servicio de Orden (SO), la policía judía del campo que controla a los encerrados y se encarga de llenar cada mañana el tren que parte hacia Alemania. Ha conseguido el trabajo gracias a la intercesión de un alumno cuyo padre, Cohn, es el “rey de Westerbork”; en realidad, el esbirro de los alemanes para los que hace el trabajo sucio. Se trata de sobrevivir: de no aparecer en la lista para el tren, porque eso supone la muerte. Salen a la luz las miserias de los que, obligados tal vez por las circunstancias, se colocan del lado de los verdugos; pero también aparece la compasión y la ternura de los que eligen seguir siendo humanos.

            Un libro breve de apenas cien páginas, que se leen de un tirón. Quizás por esa continuidad son impactantes (iii); por eso y por el aire que destilan. Westerbork fue un campo que mantenía una dualidad: población permanente y de tránsito. Lógicamente, todos querían permanecer en el campo, que tenía su cabaré, sus músicos y sus humoristas del absurdo (iv). Todo esto queda retratado en La noche de los girondinos; esto y la crueldad de los que prefieren sus perros a las personas, de los que son capaces de cualquier cosa para sobrevivir—endurecerse, actuar sin compasión, cerrar los ojos a la bestialidad... Hay un antitipo de Cohn, el rabino Hirsch, quizás un simple moré (guía), pero verdadero maestro. El protagonista hubiese hecho bien en llamarlo “mi maestro”, rabí. Hirsch no sólo es humano en medio de la inhumanidad, sino que conserva sentido del humor y de la transcendencia, dos verdaderos baluartes para salvaguardar la propia condición humana, pero también la de los demás (v). El relato de Presser es también el del rescate de la propia dignidad y sólo por eso merece la pena leer La noche de los girondinos, que, por cierto, está magníficamente editado.



            Ilustran este comentario, amén de la fotografía de Presser (el de la izquierda), imágenes de la vida del campo de Westerbork. Siempre que veo imágenes como éstas me siento conmovido pensando en el desgraciado destino de estas personas. No es la misma sensación que me produce ver las viejas fotografías de algunos miembros de mi familia a los que ni siquiera llegué a conocer. No es algo más extraño y duro, que tiene relación con el tiempo y la crueldad de los seres humanos.
             Por cierto, es Jacob la palabra que encabeza esta entrada, porque “a partir de este momento te devuelvo tu auténtico nombre, Jacob” (pág.125).

(i)     La vida de Etty Hillesum sería merecedora de una amplia reflexión. Me gustaría hacer referencia a los dos libros que he leído sobre ella. El primero: Etty Hillesum, El corazón pensante de los barracones. Cartas, Barcelona, Ed. Anthtopos, 2001. El segundo es una magnífica biografía escrita por Paul Lebeau, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual. Amsterdam 1941-Auschwitz 1943, Santander, Ed. Sal Terrae, 2000.


(ii)   Orfeo será siempre un maravilloso tema de amor (y, por eso, es tipo de Cristo, que también descendió a los infiernos “para sacar a los que allí estaban”). El enamorado capaz de descender al Hades para acompañar a su amada, Eurídice, superando todas las pruebas.

(iii)  Pienso que la extensión de los libros desempeña un papel no despreciable en el impacto que tienen sobre nosotros. Pero como tiempo y espacio son relativos, diré que el impacto depende del tiempo que les dedicamos: no es lo mismo leer Bomarzo en un par de días que hacerlo en dos meses. Lo he referido en otra ocasión: me “embomarcé” allá por 1977 y en un par de días la genial novela de Mújica Láinez (el mérito es, si lo hay, tener tiempo libre). Eso supuso una inmersión total en el mundo de la novela. La primera vez que me ocurrió tal cosa fue unos años antes, tal vez en 1973, con El tercer ojo al que siguió la lectura de El médico de Lhasa, si mi flaca memoria no me falla. Realmente , floté en mis sueños y recorrí varias calles tal como describió Lobsang Rampa—tal fue el poder de sugestión del libro. Lógicamente, antes me había sucedido con los libros de aventuras, fundamentalmente con el detective francés que tenía un dos caballos trucado y que daba “paseos higiénicos bajo la lluvia”, y con el indomable Sandokán, verdadero Tigre de Malasia. Lo mismo me ha ocurrido muchas veces; recuerdo haber leído en una noche las Memorias de Adriano (¡qué bien escribe Yourcenar y qué bien escribe Cortázar!); haberme sumergido por completo en Los hermanos Karamazov y en otras de Dostoyeski; Guerra y Paz me hizo perder la noción del tiempo al igual que Los miserables.¿Quién no se ha perdido en Los gozos y las sombras? Caso aparte serían mis encuentros y reencuentros con Camus y Kafka... En cualquier caso, es cierto que los libros nos ofrecen otra experiencia del tiempo.
(iv)  “A Los Hugonotes. ¿No se te había ocurrido? ¿Y sabes por qué? Esto me lo enseñó mi pobre padre, que siempre decía: a mí dadme Los Hugonotes. Una delicia de ópera, una verdadera delicia. Los protestantes y los católicos matándose y un judío componiendo la música. ¿Queréis algo más” (pág. 94) Una buena bocanada de humor.
(v)   ¿No es el el yíddish un alemán con sentido del humor? ¿O no es más bien el alemán un yiddish al que se le ha quitado el sentido del humor? Quizás estos sean exageraciones, pero conviene tener en cuenta las reflexiones de Steiner y las de Kempeler sobre la perversión del lenguaje.

Shalom.


jueves, 10 de junio de 2010

Boris Pahor

HUESOS HUMILLADOS


            Quiero hablar de un libro de Boris Pahor, Necrópolis, Barcelona, Anagrama, 2010 (i). Pahor, nacido en las orillas del Adriático en 1913, es un escritor en lengua eslovena que ha alcanzado tardíamente la fama. Su vida recorre, pues, la práctica totalidad del siglo XX, y en su infancia se pueden encontrar los recuerdos de la primera Gran Guerra. Nacido en Trieste fue testigo de la persecución de la minoría eslovena a la que él mismo pertenecía; contempló cómo en la década de los veinte los fascistas italianos, tras la anexión a Italia (por el fracaso de conseguir una independencia a la sombra de una Austria derrotada), incendiaban la Narodni Dom (Casa de la Cultura Eslovena). Posteriormente, Mussolini prohibió el uso del esloveno en las escuelas siguiendo una política bien conocida en algunas partes de Europa entre las que se encontró durante muchos años nuestro país. Realizaba estudios de Teología, que abandonó según creo al estallar la Segunda Gran Guerra. Sirvió en el ejército italiano en Libia, pero tras la caída del régimen fascista se unión a las filas de la Resistencia. Fue capturado y enviado a varios campos de concentración; acabó en Buchenwald, después de pasar por Dachau y Bergel-Belsen, del que fue liberado. Regresó a Trieste, realizó su doctorado en Padua y ejerció durante más de veinte años como profesor de Literatura en una instituto de su ciudad natal. Compaginó la docencia con su labor de novelista, que le ha valido varios premios e incluso se propuesto para el Premio Nobel (ii). A sus 97 años Pahor contempla la vida con cierta tristeza, pues él, como otros, aunque es ciudadano italiano se considera esloveno.

            Después de casi veinticinco años de verse reducida al silencio, Necrópolis saltó a la fama gracias a la labor de Claudio Magris, que ha escrito el prólogo del libro de Pahor. Conviene leerlo como epílogo y no como prólogo (iii). Ha llegado a España y todo lo que he leído—desde la publicidad hasta algunas reseñas cuyas lecturas de Necrópolis cabe tildar como mínimo de superficiales—califica al libro de Pahor como “literatura del Holocausto”. Confieso que esta denominación no sólo me resulta chocante, sino desagradable y hasta de mal gusto, pues se degrada algo inenarrable a la categoría de género. Es el mal de los agrimensores, tan característico de una cultura superficial: basta clasificar una realidad para conocerla. Ciertamente, Necrópolis no es fácilmente clasificable, pero aunque hable de los campos de extermino no debe ser calificado como “literatura del Holocausto”, expresión casi blasfema y que se debe más a la mercadotecnia que a la inteligencia lectora. ¿La obra de Primo Levi es literatura del Holocausto? ¿La de Celan? ¿La de Imre Kertész? Magris usa la expresión como muchos otros... ¿por qué no podríamos usarla? Sencillamente, porque no se puede convertir el Holocausto, la Shoá, השואה, en un subgénero literario. No tenemos ningún derecho a hacer un bagatela de la realidad terrible de la que nos hablan algunos testigos (iv).

            ¿Qué es entonces Necrópolis? Un testimonio personal—no una novela, no un conjunto de relatos—sobre los campos. Anagrama lo ha publicado en su colección Panaroma de narrativas, como el Diario de H. Berr. Pahor no ha escrito un diario ni sigue una estricta secuencia cronológica. No, comienza magistralmente: el antiguo habitante del campo de exterminio vuelve como turista en un grupo de turistas dirigido por un guía que quizás lo conoce de otras veces y que experimenta cierta confusión al hablar delante del superviviente. Es un extrañamiento, pero no simple “procedimiento literario”. No, el autor quiere hacernos sentir el golpe, porque nosotros miramos pero no vemos; quizás escuchamos, pero no oímos. Nos faltan los sentidos para percibir, ésos que dio el procedimiento y llevan a ver la realidad de los campos de exterminio literalmente con otros ojos. Porque no todos los ojos son capaces de ver lo mismo. Recuerdo ahora mis primeros estudios de simbología cultural: nos explicaba el profesor que no vemos físicamente lo mismo, pues la percepción depende de muchos factores (v). Necrópolis  pone de manifiesto exactamente esto: el visitante—el turista de los campos (vi)—no es capaz de ver aunque mire y se le explique.

            Hay muchas razones para leer Necrópolis. También literarias, sin duda, pero debemos dejar de momento aparte los juicios estéticos al hablar del testimonio de Pahor. Con una lucidez extraña, aquella que consiste en ser capaz de mirar al mal cara a cara sin perder la noción de bien, el autor trenza ante nuestros desorbitados ojos la urdimbre de la muerte en los campos: el choque brutal entre lo que hoy vemos y lo que hoy ven los supervivientes—éstos siempre cargando con la culpa de ser tales, siempre lamentando haber quedado para contarlo. Admirable capacidad para recordar el horror, pero también el coraje de algunos: cambiar la etiqueta del dedo de un muerto al que ya no pueden matar y que salva con su muerte a un vivo (vi), limpiar las heridas o dar calor con el propio frío... Citaré algunos pasajes:

            La llegada al campo: Noto que dentro de mí ha despertado una especie de rebelión incomprensible, una rebelión contra el hecho de que este ligar montañoso que forma parte de nuestro mundo interior esté ahora abierto y desnudo (pág. 25).

            A veces parecía haber sitio a la esperanza: Porque en algún lugar de nuestro ser brotó un germen de esperanza del que éramos conscientes, pero en el que muchos no querían pensar para no dañarlo con su pensamiento herido y desmoronado (pág. 74).

            El trabajo burocrático de algunos: Sospechaba que lo había hecho para disminuir el número de los que habría que llevar al camión; no actuaba por altruismo, sino según los cálculos de las posibilidades de organización (pág. 99).

            Los detalles de cariño: Mira qué sucio estás, se enfadaba Janoš, como si el mundo volviese a estar en orden si la mano herida estuviera limpia (pág. 106).

            El respeto que infunde el terror a los propios demonios: También porque en las relación de los oficiales de la SS con los enfermeros siempre había un poco de respeto, como si no pudiesen creer que nos dedicáramos a pacientes que creaba el mundo del crematorio (pág. 107).

            La terrible descripción del asesinato como diversión que se realiza en las páginas 118-119. La reflexión de Pahor, terrible, a propósito del mundo moderno acostumbrado a buscar la comodidad en todo y a sistematizarlo todo (¡agrimensores!): Y aun cuando en su subconsciente de vez en cuando tiene vergüenza de su posición de eunuco de harén [se refiere al hombre europeo], goza en exceso con los sermones moralizantes y desea estigmatizar el comportamiento de los jóvenes sin admitir que es él quien ha hecho perder ya de antemano toda la herencia de honradez y justicia que tendría que transmitir a las nuevas generaciones. Porque también estas constataciones están ya tan gastadas que en una vaga apatía general suenan a tópicos (pág. 127).

            La espantosa ceguera: Esto significaba [se refiere al hecho de que dos chicas pasaron junto a la procesión de seiscientos hombres vestidos de cebra como si la calle estuviese desierta] que es posible inculcar a la gente un desprecio tan radical hacia las tribus inferiores que hasta dos chicas podían transmitir un frío capaz de anular el desfile de esclavos y seguir andando por la acera como si sólo las rodease el tranquilo ambiente soleado (pág. 148).

            Pero no quiero alargarme más con las citas. Mejor será leer el libro, pues merece la pena dedicarle tiempo, pararse en sus frases y pensar.

(i) Había visto un anuncio en el suplemento cultural de un periódico. Acudí a la librería “Palas”, pero los dos ejemplares que le había servido la distribuidora, aunque estaban en el local, fueron inencontrables. Quizás la catalogación era difícil o tal vez es lo que tiene el espacio de las librerías: pequeños agujeros negros que se tragan a veces algunos ejemplares. De todas formas, debieron verme con muchas ganas de hacerme con el libro de Pahor, porque unos días después volví y tras comprar un par de libros le pregunté a Amparo Lazo, eficiente y encantadora, por el de Pahor. Y he aquí que me regaló un ejemplar. No me imagino a una de esas grandes superficies de ventas regalando libros a sus clientes de esta manera; posiblemente, editarán Los cien mejores chistes de bollulleros y los regalarán (porque nadie los compraría: ya se sabe cómo es de formal la gente de Bollullos), pero esto no tiene nada que ver—absolutamente nada—con la relación entre librero (que no vendedor) y cliente que se establece en las pequeñas librerías.
(ii) Cosa que a veces puede entenderse como castigo.
(iii) De jovencito, que también lo he sido, adquirí la costumbre de no leer los prólogos de terceros al principio, sino al final. Entonces era pánico a que me destripasen, de una forma u otra, los libros que tenía entre las manos. Con el paso de los años mantuve la costumbre, aunque las razones cambiaron, sobre todo porque en los ensayos los prologuistas tienen la manía de proyectar sus prejuicios dificultando un juicio personal, que de por sí ya es difícil. No hablemos de poesía aquí, por si acaso. Sin embargo, debo reconocer que algunos prólogos ayudan si se leen como final. Y el recuerdo de una anécdota sobre los prólogos: se cuenta que cierto escritor fue propuesto para la Academia y no gozaba de las simpatías de un académico prestigioso y durmiente, ¡qué mal va Asia! (como le dijo el bueno de Dámaso). Intentó humillar el académico públicamente al candidato con una de sus frases hirientes (tanto al menos como algunas de sus novelas para el buen gusto literario, conste): “Es un buen escritor de prólogos”. A lo que el otro replicó: “Me encanta que ese señor sea un lector atento de mis prólogos”.
(iv) Una vez más hay que repetir que es preferible hablar de Shoá que de Holocausto. Ciertamente, es el último término el que se ha popularizado; pero la palabra hace referencia a un sacrificio en principio agradable a Dios. De hecho, Holocausto deriva de un sustantivo griego, que a su vez remite al verbo ὁλοκαυτόω cuyo significado primero es consumir por el fuego completamente una víctima. Shoá se refiere, en cambio, a la catástrofe; remite al humo negro que asciende ofendiendo al cielo cuando se produce una catástrofe. En cualquier caso, Pahor habla de la Shoá, del Holocausto, aunque ni sea judío ni Necrópolis aborde el tema de la Endlösung o Solución Final.
(v) Ésta es una de las razones por las que algunos tienden a quedarse perplejos delante de determinadas obras de arte moderno: sencillamente no pueden verlas.
(vi) Sin duda nuestra sociedad acabará generando algo parecido a un “turismo del Holocausto”. Se organizarán viajes—de hecho ya se hace—para conocer de primera mano la barbarie; los turistas acudirán con sus cámaras de fotografía y vídeo. Aquella encantadora pareja alemana le pedirá al joven del pantalón caqui que les saque una fotografía en las que se les vea debajo del cartel Arbeit macht frei. El joven, alzando con suavidad la mano izquierda, les pedirá que den unos pasos hacia atrás para que se vean también los barracones, los blocks... Hay una enorme diferencia entre ir a Santiago como peregrino que como turista, aunque los medios de comunicación, temerosos de mencionar palabras peligrosas como religión, fe, dureza, esfuerzo o espíritu, los confundan cada vez con más frecuencia. Estuve en Auschwitz y no fui como turista, sino como penitente: Negra leche del alba...
(vii) Procedimiento que ya había descrito de otra forma Jorge Semprúm en su libro Viviré con su nombre, morirá con el mío, Barcelona, Tusquets, 2001.

Shalom.