jueves, 30 de abril de 2009

Gonzalo Hidalgo Bayal



TRES ÉPOCAS




Uno de los primeros libros que comenté en esta gacetilla fue Campo de amapolas blancas de cuyo autor dije: “La escritura de Gonzalo Hidalgo es una de ésas que uno acaba, sanamente, envidiando”. Hoy vengo a hablar de la última novela que ha publicado Gonzalo Hidalgo Bayal, El espíritu áspero, Barcelona, Ed. Tusquets, 2009. Mi opinión sobre el autor ha mejorado, si es que tal cosa era posible.

Se trata, me parece, de la novela más ambiciosa que he leído de Gonzalo Hialgo Bayal (me refiero a Paradoja del interventor y a la ya citada Campo de amapolas blancas) no sólo por su extensión sino por la construcción del relato. el narrador –el propio Bayal profesor de instituto– nos cuenta la vida de don Gumersindo (Beatus ivre, Sín, Mus, don Gerundio…) en tres etapas diferentes a partir de unas memorias escritas por el profesor. El relato arranca del banquete de jubilación de don Gumersindo y, con la lentitud de un río en su cauce bajo, se abre en tres épocas: la infancia en Casas del Juglar, en Muriana con los padres hervacianos y en el Madrid republicano; los años finales de su labor docente y sus últimos años. Sin duda, el grueso de la novela se lo lleva la primera parte en la que emerge con fuerza un personaje secundario cuya personalidad se come a la del resto, Pedro Cabañuelas (sin dudas, el Canícula). No sé si intencionadamente, pero quiero pensar que es así, Gonzalo Hidalgo ha construido a don Gumersindo como un personaje transparente a través del cual podemos ver con nitidez al resto de personajes, el contexto social y político, y hasta los paisajes extremeños que desempeñan una función central en la novela –no únicamente el holito y la encina cazurra. Sólo a medida que nos acercamos al final observamos a Sín como alguien real, quizás no con personalidad, pero sí alguien de carne y hueso al que podemos sentirnos cercanos. Sin embargo, ¿no es Pedro Cabañuelas el personaje mejor construido, tanto que se construye a sí mismo? Estoy seguro de que el Canícula se rebeló en más de una ocasión ante el autor y le obligó a cambiar el rumbo de la narración. Esta centralidad de Pedro Cabañuelas no disminuye en nada la realidad de los otros personajes, especialmente los del primer mundo de Sín –pues tanto Valentín Valiente como Minerva, Hal, Biballo o el poeta finalmente mudo, Ramiro, aparecen con contornos imprecisos y necesitarán quizás otra novela. Todos, incluso aquellos que encarnan la miseria del resentimiento ante la existencia de los demás, están tratados con cariño. Ciertamente, Bayal ajusta cuentas con el pasado pueblerino de don Gumersindo (especialmente con los padres hervacianos: el artista del capón, el tierno Melibeo con sus “¡ternas, ternas, ternas!”), pero a medida que nos acercamos al final vemos cómo los personajes son rescatados (diría que redimidos por el tiempo): Bochinche, el padre Celestino (“Sus”, adversario de la adolescencia), don Ananías, el párroco de Casas del Juglar, don Bonifacio-don Bonete, Juanita la Larga, Ramiro, el guardia civil al que Mus se debe presentar cada día en Muriana…

Las luchas por el poder (escipiones y cartagineses), los resentimientos anclados en un pasado borroso, la vergüenza, los viejos caciques y los nuevos ricos, la sed de venganza, la blasfemia y la crueldad infantiles (maravillosamente narrada en el episodio espeluznante del sacrificio de las golondrinas), pero también la compasión, la franqueza, la amistad más allá del tiempo y de las palabras, la soledad última, la honradez… se hacen presentes a lo largo de la novela repitiendo en cada época un ciclo parecido –como quiere don Gumersindo que sea la historia. Por cierto, las páginas dedicadas a la desgraciada guerra están escritas con especial tacto.



El espíritu áspero está llena de recursos literarios que obligan al lector a permanecer atento (Saúl Olúas, TiaLaosTiaLaosTiaLaos…) a las emboscadas verbales que nos tiende el autor. Se trata de un medio para hacer que el lector no sea un mero recipiente, sino protagonista de la lectura. No puede ocultar Gonzalo Hidalgo Bayal que es profesor de lengua y literatura en un instituto, y deja asomar de vez en cuando su desencanto ante el estado actual de la enseñanza, pero, amigo, ¿no hay otra palabra por “complicidad” para expresar armonía? Bien sé que el uso hace a la lengua, mas ya discutiremos; pero me ha encantado “jovenetos”. Como otros profesores de literatura (pienso un andaluz, el señor catedrático, ya jubilado, don José María Vaz de Soto, y en un maño, José María Conget, apellido éste que ha sido ocasión de alguna anécdota pues, evidentemente, se escribe con “g”, pero no José), Gonzalo Hidalgo Bayal maneja con soltura la lengua. Con un castellano magnífico y un vocabulario amplio (no se trata, sin embargo, de una obra escrita “a golpe de diccionario”), cualquiera que se acerque a El espíritu áspero con ganas de algo más que disfrutar hallará consuelo: beatus ille… El humor está presente a lo largo de toda la novela en dosis bien suministradas y que a mí, por lo menos, me han arrancado más de una sonrisa y alguna que otra carajada (“el ijo de Dios”, la confusión latina, que me recordó una de los que estudiábamos letras en quinto de bachillerato con un later en La guerra de las Galias). Quizás una queja: en Muriana no hay buenos poetas…

Además, El espíritu áspero nos ofrece una profunda reflexión sobre la realidad del hombre; reflexión que obliga a detenerse y a pensar. No he leído una novela-tesis ni nada parecido, sino un magnífico relato, una de ésas narraciones que te reconcilia con la novela, tan maltrecha en los últimos años, pues quien muchos que tienen una historia no saben cómo contarla; otros, que saben contar, se quedan en el umbral de la historia, perdidos entre sutilezas y recursos… Gonzalo Hidalgo Bayal no sólo tiene historias que contar, sino que además las cuenta de manera magistral (subrayado y en negrita, profesor, porque es muy importante). Le queda el consuelo de que un servidor, maestro, no es crítico literario y, por lo tanto, no es un mercenario editorial. Hechas estas alabanzas (merecidas), espero que nadie se me enfade ni me lleve a tibunales si me permito citar algunos párrafos de El espíritu áspero. Valgan como aperitivo de tan suculento manjar:

“Todavía me sé el rosa rosae”, sonrió una treinteañera de uniforme al tiempo que besaba las mejillas del profesor. “¡Ablativo plural!”, disparó éste la pregunta, el índice extendido amenazante, demostrando que conservaba íntegra la técnica pedagógica: sopresa, inmediatez, la culpabilidad de la ignorancia (pág. 13).

… venía caminando por el prado a esa hora de la tarde en que el otoño coordina todos los atributos de la melancolía: el humo de las chimeneas, la gris intensidad del cielo, el regreso cansino de los jornaleros, las campanas llamando a la oración y la paz remota de los cementerios (pág. 71).

Fanático de la divinidad y de su encarnación, temía tanto contaminar con microbios el cuerpo de Cristo, que padecía el síndrome antiséptico del sacerdocio: no se lavaba las manos, las desinfectaba con alcohol de 96º (pág.74).

… Ramonato se volvió contra el todopoderoso, consideró que había en la catástrofe una jugarreta personal, una traición de Dios, y entonces se enfrentó directamente con el Altísimo. Señalando al cielo con el dedo, blasfemó como sólo se blasfema en los pueblos con sangre de Caín… (pág.77).

A don Marceliano le dio una angina de alma. Tantos desvelos, tanto arrebato espiritual, tanta noche oscura del alma, para venir a parar en la ignorancia supina, a minucias ortográficas y azares de la caligrafía (pág. 82).

Por todo ello, según don Gumersindo, Juanita la Larga es una mujer afortunada, porque el destino le ha proporcionado un dolor personal tangible (pág. 100).

No sabía con certeza lo que significaba la palabra ni imaginaba que pudiera saberlo el botarate de su amigo, pero conocía su origen bíblico, su energía evangélica, y, como el vigor de los insultos no está sólo en el significado de las palabras ni en la voluntad con que se emiten, sino también en su aureola, miró, a su vez, parsimoniosamente, con sorpresa lingüística… (pág. 126).

Pero yo recuerdo, sobre todo, lo que me dijo en la discoteca y lo que volvió a repetir en el portal de su casa cuando insistí en el broche: “Las cosas que perdemos son las únicas que tenemos siempre” (pág.145).

Era una patrulla suburbana y brutal, víctima de la libertad irresponsable que proporciona la suspensión del hombre (pág. 370).

Y acaso, teniendo en cuenta el carácter deliberadamente legendario de la realidad juglareña, no les falta razón, porque, a fin de cuentas, al margen de las heridas individuales y de las muertes concretas, en la memoria colectiva queda, sobre todas las demás, la idea unánime de que la guerra les privó de sus raíces ancestrales, la encina y el holito, y les proporcionó la propiedad mostrenca de una frase común (pág.385).

Por último, me permitiré citar y comentar personalmente, pues a la postre, los libros son vidas:

La experiencia, al fin y al cabo, no es otra cosa que acumulación de amarguras. Nadie tiene experiencia de la felicidad, porque ni la felicidad es el destino del hombre ni el hombre nace preparado para la felicidad. Por eso los hombres no son felices, porque no pueden ser felices. La felicidad es una fantasía encefálica, dice Sín, delirio neuronal. Los hombres no sólo no son felices sino que están específicamente incapacitados para serlo. La demostración se encuentra en la incompetencia católica (que no es sino reflejo de la incapacidad intelectual general) para describir el cielo. En cambio, en la enumeración de las penalidades del infierno… (pág. 498).

Resuenan ahí palabras de Camus, pero también algo que se dijo en La historia del Cielo. Yo, por mi parte, Sín, no fui nunca capaz de imaginar ningún infierno, pese a que leí La Comedia siendo muy joven aún. Tampoco el Cielo dantesco me agradó, lo reconozco, y siempre he imaginado el Cielo como una larga avenida flaqueada por árboles grandes y frondosos; el suelo es de albero y césped. Allí donde la necesites encuentras una fuente de agua fresca y limpia. En esa avenida he paseado para encontrarme con aquellos que se fueron, abrazarlos y llorar juntos; pero también para charlar y discutir con todos los que leí y sólo pude anotar.

Tal vez sea cierto: tanto la historia como la religión y la literatura pretenden hacer soportable la verdad del presente (pág.537), pero estamos en los umbrales de un sentido, de un Misterio sin el que la vida sería irrespirable. Además, Sín, ¿podríamos pensar el absurdo sobre otro fondo que no fuese un sentido? Aliocha nos sigue esperando. Shalom.

Respuestas

¿Alejandro? No sé si te llamas así, pero respetaré el anonimato -a fin de cuentas aquí el nombre es poco más que una etiqueta ("aquí", digo, pero no allá, en la realidad). Gracias por tu comentario. Dices que no compartimos gustos musicales. Sin embargo, las tres canciones que has sugerido me gustan, especialmente las dos primeras. Carlos Gardel me trae muchísimos recuerdos -especialmente de mi padre, al que cuando yo era joven y andaba engachado a otras músicas apenas llegaba a entender. A Mercedes Sosa la conocía bien y la canción a la que te refieres le encantaba a mi hermano (razón por la cual, puesto que era mayor que yo y en casa sólo había un equipo de música, tuve que escucharla infinidad de veces). De nuevo gracias. Dejo aquí una de mis canciones favoritas en la voz de Carlos Gardel -canción triste donde las haya, pero tan hermosa que hasta a la tristeza vuelve bella.

EGO, amigo, te echaba de menos. Espero que estés bien o que, al menos, estés resistiendo como roca los embates de la vida. Otra vez debo darte las gracias por expresar una preocupación que mi persona no merece. Haces una pregunta que algún día contestaré -cierto: aún pienso que la infancia es nuestro paraíso, quizás porque hemos olvidado. Me gusta a rabiar Amancio Prada y el Cántico espiritual es una de las piezas que escucho habitualmente. En cuanto a Carlos Cano, tan prematuramente fallecido, recuerdo especialmente uno de sus conciertos, allá por 1986, en Sevilla: no sólo era un buen cantante. Te dejo con una canción en la que se cita el Yira de Carlos Gardel.
A los amigos, shalom.

miércoles, 22 de abril de 2009

Letra y ¡música!

POESÍAS HECHAS CANCIONES
Una pequeña provocación


Buscando una vieja canción de Nuestro Pequeño Mundo, que siempre me emocionó, di con un vídeo antiguo de Aguaviva en el que se musicalizaba una poema de Rafael Alberti de una hondura a veces extraña en el gaditano, que era más dado a otro tipo de poesía (no siempre buena, dicho sea de paso). Salieron del desván de la memoria, como vencejos asustados, antiguos poemas que algunos músicos excelentes se atrevieron a cantar. Recordé entonces las letras de las cancioncillas modernas, tan superficiales y hasta groseras que escuchan la mayoría de nuestros jóvenes como ladridos a través de los altavoces de sus teléfonos móviles o en sus hipermodernos "hipos"* (ciertamente, los cantantes se dedican muchas veces a gritar con un ímpetu desaforado como si sus chillidos significasen otra cosa que la insignificancia de la letra). No quiero decir que las letras de los poetas sean mejores; no: se trata de que son infinitamente mejores, no cabe comparación posible. Claro que no tienen ese ritmo machacón, no atontan, dan qué pensar y, como quería Georg Friedrich Haendel, música y letra que nos hacen mejores. Dostoievski nos enseñó que la belleza salvará al mundo: muy ortodoxo, desde luego, pero en estas canciones se preserva la nostalgia de un mundo en el que lo verdadero, lo bueno y lo real van juntos de la mano. Por eso -y porque ando escaso de tiempo- me he decidido a poner aquí algunos de esos poemas (dos versiones de Qué cantan los poetas andaluces de ahora, una con la voz de Rafael Alberti) y al final una hermosa canción de Jarcha, grupo que llenó buena parte mi adolescencia.







Ahí va la versión original de Aguaviva:








Ahora El niño yuntero de Miguel Hernández a la que Joan Manuel Serrat puso música:







Y, por supuesto, Cantares, de Antonio Machado:





Por úlitimo, Jarcha:





* ¿Cómo debe escribir "ipod", "hipo", "aipó"?




domingo, 19 de abril de 2009

Respuesta a una petición

Me gustaría recomendarle una obra ya antigua, pero que sigue siendo básica (y que es muy posible que usted haya leído). Se trata de La dialéctica de la Ilustración, de Max Horkheimer y Theodor Adorno (la puede encontrar editado en Trotta): el concepto de razón instrumental me sigue pareciendo básico para analizar el estado actual de la sociedad. Se trata de una obra que -me parece que con la intención de defenderse de su contenido- algunos tratan de "histórica", pero en el sentido de perteneciente al pasado. Sin embargo, tiene una actualidad enorme. Quizás pudiese leer también un libro que hoy se recuerda algo más que en los años noventa, se trata de la obra del creador del situacionismo, Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Valencia, Ed. Pre-Textos, 1999. Hay un magnífico librito del sociólogo Norbert Elias, La soledad de los moribundos, México, Ed. FCE, 1987, cuya lectura es recomendable porque en pocas páginas traza un magnífico retrato de algunos miedos de las sociedades modernas. Paul Virilo ha publicado varios ensayos (El cibermundo, la política de lo peor, por ejemplo) que son siempre interesantes. La ilusión vital de Jean Baudrillard se deja leer y da que pensar. Por último, Zygmunt Bauman se ha puesto de moda (postmodernidad líquida, arte líquido, vida, líquida...) y conviene leerlo, aunque personalmente algunas de sus reflexiones me parezcan superficiales. Me atrevo a decirle -no sin miedo- que quizás pueda empezar por Vida líquida, Barcelona, Ed. Paidós, 2006.
Ciertamente, hay un problema: como cada día se publica más y debido al carácter de inmediatez que presenta nuestra sociedad, se tiende a creer que los último es lo mejor (incluso desde una perspectiva cultural amplia). Esta falsedad está haciendo más daño del que pensamos, pues aún no hemos acabado de asimilar algo cuando se nos conduce a las antípodas. Las vanguardias estéticas tuvieron otro sentido.
Quiero agradecerle que se haya tomado la molestia de leer la gacetilla y comentarla.

jueves, 16 de abril de 2009

Chevallier y Grossman.

EL MIEDO Y LA VIDA III

He hablado en las dos últimas ocasiones de Gabriel Chevallier y de Vasili Grossman, y en los dos casos a propósito del miedo. Chevallier nos comunica el miedo a la muerte; de hecho, el protagonista lo único que ha sentido es un miedo cerval a la muerte que le acecha en cada una de las trincheras por las que avanza. Contempla el miedo alrededor: en sus camaradas, pero también en sus enemigos... Una especie de gigantesca ola de miedo negro -pues convoca a la pena negra- lo invade todo. Grossman, en cambio, nos habla de otros miedos: a ser delatado, a recibir caviar rojo en vez de caviar negro (con el destino que eso suponía para el receptor), a no seguir ciegamente los dictados del Partido... Todos esos miedos nos pueden parecer cosa del pasado y, de hecho, como están formulados en las dos novelas no volverán a repetirse: la Primera Gran Guerra no volverá a repetirse, el estalinismo no retornará..., pero ¿estamos libres de miedos?

La única respuesta posible es “NO”.

Las democracias tal como las conocemos parecen, en buena medida, un asunto de los medios de comunicación, pues son ellos los que finalmente deciden, manipulando la opinión del los ciudadanos (ahora el coro corporativista grita: “¿Manipular nosotros? ¡Pero qué se habrá creído ese estúpido! Nosotros somos ante todo un servicio público que defiende los intereses de la generalidad...”). En muchas ocasiones escuchamos en semejantes medios de comunicación (que tienen dueños, que cotizan en bolsa, que viven de vender su producto como cualquier otra mercancía) que las personas necesitan alguna dosis de miedo: así explican el éxito del algunas películas cuya calidad no es dudosa sino palmaria, la necesidad de la celebración de la noche de Halloween y cosas semejantes. Unos pocos -o muchos, vaya usted a saber- acaban convencidos de la necesidad de pasar miedo. Sin embargo, esos miedos no sólo son falsos, sino que contribuyen a ocultar los verdaderos miedos de hombres que vivimos en el siglo XXI. Porque, en efecto, los miedos son otros.

La sociedad contemporánea -tal como se encuentra estructurada- sólo está interesada en la acumulación creciente de bienes de consumo -de hecho, sólo se habla auténticamente de crisis para referirse a las crisis económicas, como las que vivimos, que hoy son crisis de consumo. Los sueños de los habitantes de estas sociedades nos pueden orientar, pues en sus antípodas están agazapados miedos tales que nadie se atreve a mencionar.

Queremos tener vida, ser sanos, jóvenes, felices. Queremos tener un trabajo digno, un salario suficiente, una vivienda confortable... Un extraño que nos observase diría que no hay ningún miedo, sino sólo sueños.

Nadie tiene ya miedo a la muerte, pero se la oculta cuidadosamente. Recuerdo que por un tiempo atendí a un enfermo en uno de los grandes hospitales públicos; era una época mala en la que en una habitación para seis se amontonaban hasta doce enfermos, mezclando a niños con adultos y ancianos, enfermos terminales con simples operaciones de apendicitis... No había muchas enfermeras (aunque las recuerdo atendiendo a los enfermos con dedicación y cariño) y en muchas ocasiones eran los familiares lo que se hacían cargo del pariente postrado en la cama: le ayudaban con la cuña, avisaban cuando la bolsa de suero estaba a puntos de terminarse, le daban la comida... Había una mujer mayor, con su pelo blanco recogido en un moño bajo. Cuidaba de un hijo de treinta y pocos años, un chico que estaba realmente mal y que, finalmente murió estando la madre ausente. Al regresar preguntó por su hijo. La enfermera le explicó: “Está en el tanatorio”, a lo que la anciana respondió: “¿Eso significa que está mejor?” No se trata de ningún chiste macabro, sino de una realidad: enmascaramos la muerte con palabras -ya ni siquiera se oye “tanatorio”, sino la más crípticamente afrancesada “morgue”. ¿Por qué esa necesidad de tapar la muerte si no nos da miedo? Quizás porque nos da pánico: vivimos en una sociedad que aleja a los moribundos y los recluye en asilos o clínicas para que no molesten. De hecho, me parece que la muerte en un hospital es una de los espectáculos más crueles que ofrece nuestra refinada civilización: so capa de cuidados médicos, aislamos a los enfermos de sus seres queridos, los apartamos y dejamos que mueran solos entre cuatro paredes de azulejos fríos y blancos en los que la luz se refleja de manera hiriente. Cuando una palabra no tapa lo suficiente la negrura de la muerte, la sustituimos por otra.

No tenemos miedo a la enfermedad, pero se oculta a los enfermos. Los grandes hospitales se concentran en las afueras de las ciudades. Los centros urbanos podrían definirse certeramente como “zonas libres de enfermos”: éstos estorban no sólo para el trabajo, sino sobre todo para el consumo.

No tenemos miedo a la vejez, pero conducimos a los ancianos a lugares apartados, a los asilos (¿hemos pensado bien lo que significa esa expresión?), que se concentran en las afueras de la ciudad y dan pie a prósperos negocios dejando a las familias libres de cargas (palabra ésta que lo dice todo). En un asilo -eso sí: con todas las comodidades- encerramos a los que han dado su vida por nosotros para que esperen la muerte de manera entretenida. Un anciano se asoma al balconcillo de su habitación y ¿qué encuentra? A otro anciano como a él, que espera como él el fin de su vida. Forma de refinada tortura producto de nuestros miedos. Las grandes compañías de cosmética aprovechan este miedo prometiendo borrar las arrugas de nuestro rostro, darnos uno nuevo, hacernos parecer lo que hace años que ya no somos...

No tenemos miedo a la soledad, pero llenamos nuestras casas de cacharros parlantes, de imágenes plasmáticas que nos hablan como si anduvieran por el pasillo o por el salón. Nada más llegar a casa encendemos la radio, el televisor o el ordenador para escuchar el murmullo de la compañía, para no sentirnos solos: para no correr el riesgo de pensar que nuestra existencia está al borde del vacío y del sinsentido. Corremos allí donde está la muchedumbre y la seguimos porque la soledad nos produce un pavor insoportable. Incluso muchos se duermen ya con la radio o la televisión encendida: han encontrado a la tata que los acuna y les da seguridad.

No tenemos miedo al fracaso, no tememos correr riesgos, pero nadie articula los sucesivos golpes que recibe, todos quieren ser agrimensores, tener asegurado su trabajo, su salario, su vivienda, su automóvil... Somos revolucionarios que juegan al golf, pilotan vehículos de lujo y viven en mansiones llenas de comodidades. Da grima oír a algunos de nuestros acomodados intelectuales y escritores decir que no hay que temer correr riesgos cuando el único riesgo que ellos han corrido ese día es el de bajar dos escalones antes de tomar el ascensor -pues nunca van en descensor: siempre suben; nunca bajan.

Sí, tememos que los demás descubran nuestras fragilidades, nuestros vértigos, nuestros flancos abiertos... porque les tenemos miedo. Y así se explica el creciente conformismo, ese abotargamiento ante la vida que consiste en querer disfrutar a toda costa y que acaba haciendo huir de la vida real, que suele ser fuente de innumerables sufrimientos. Vendemos nuestra vida por un automóvil lujoso, por un chalé en las afueras y por un apartamento en la playa salvo que -se da el caso- se prefiera la montaña.

Hubo una época en la que los seres humanos tuvieron miedo de los demonios, porque les podían robar el alma (de ahí la ilustración con un demonio sumerio). Nosotros ya no tenemos miedo a que nos roben el alma, porque nos hemos vuelto hipermodernos y hemos dejado en la tiniebla del pasado conceptos que tildamos de anticuados. Sin embargo, muchos han perdido su interioridad -como señaló Tillich hace ya unas décadas- a manos de nuevos demonios que no somos capaces de reconocer como tales. Pero semejantes demonios no nos provocan ni siquiera miedo. Quizás es hora de temer algunas cosas pero sólo para actuar con valentía.
Grossman y Chevallier, cada uno a su manera, nos han hablado del miedo y la vida. Si los leemos con lucidez nos harán reflexionar sobre nuestros miedos, que no son los suyos, pero que siguen estando ahí, agazapados, y que usamos como justificación del abandono creciente de la misma vida. Shalom.

miércoles, 15 de abril de 2009

Vasili Grossman

EL MIEDO Y LA VIDA II





Después del éxito merecidamente alcanzado por Vida y destino cualquier presentación de Grossman (Berdíchev, 1905- Moscú 1964) estaría de más. De todos es conocido que cubrió la batalla de Stalingrado para el periódico Estrella Roja (tan bien recreada en Vida y destino), que dio al mundo la noticia de los campos de exterminio nazis (fundamentalmente Treblinka) y que durante mucho tiempo siguió siendo fiel a los postulados del PCUS... ¿o no? Porque es cierto que Grossman sólo se liberó de su miedo tras la muerte del genocida Stalin. Por eso es también interesante Todo fluye, porque Vasili Grossman debe hacer frente en el relato a su propia conciencia.

Volvamos a Europa en 1945: el Tercer Reich ha sido derrotado por el oeste, pero también por el este; parece que la barbarie ha sido aplastada. Los EEUU (una sigla) han puesto su bota en la destrozada Europa (destrozada, todo hay que decirlo, por sus propios crímenes) y no la levantarán. Por el otro lado, la URSS (otra sigla: qué curioso que el nombre de los dos grandes imperios de finales del siglo XX sea precisamente una sigla: FULASA, RULASA, CARASA,/¡RENFE, RENFE, RENFE!, que diría el viejo Dámaso). Los crímenes del nazismo fueron puestos al descubierto; pero ¿quién le pone el collar al gato? ¿Quién denuncia los crímenes que se venían cometiendo en la URSS desde el mismo 1917? ¿Quién los de EEUU en el extremo oriente después de la masacres de Horoshima y Nagasaki por no remontarnos a su política imperialista en Latinoamérica? Silencio. Sin duda, un silencio provocado por el miedo: al gulag, a la represión, a Siberia, a perder el estatus, a ser expulsado, a la muerte, a ser señalado por la calle con el dedo, a ser llamado “burgués”, a ser tildado de “comunista”... El miedo que se destila en Todo fluye es, pues, diferente del que hemos leído en El miedo, pues si allí de la tiniebla emergía el monstruo de la guerra absurda, ahora el monstruo es el Estado (sí, con mayúsculas), pero un Estado que se materializa en sujetos concretos: líderes revolucionarios, comisarios políticos, senadores... Y en el vecino, el que vive junto a tu misma casa: mira por la celosía y ve que no eres puro. Tu impureza te convierte en un peligro.

Grossman ya había visto durante la batalla de Stalingrado que la URSS no sólo no era ningún paraíso -pese a las aldeas Potemkin-, sino un verdadero sistema concentratorio en el que ni la fidelidad a los dictados de Koba permitía estar seguro. Sin embargo, los individuos estaban ciegos. Esto queda perfectamente claro en ese magnífico libro escrito por una víctima fiel, que justificó todo hasta que le llegó el turno; me refiero a Evgenia Ginzburg, El vértigo, Barcelona, Ed. Círculo de Lectores – Galaxia de Gutenberg, 2005. Grossman escribe Todo fluye a toro pasado, pero incluso así tiene el mérito indiscutible de denunciar un sistema en el que aún la inmensa mayoría creía (aún hoy pueden encontrarse personas que, no se sabe cómo, defienden los actos de Lenin y de Stalin) y hacerlo con la valentía de la que muy pocos fueron capaces.

Todo fluye narra el retorno de Iván Grigórievich a la vida después de los años pasados en el gulag. Este retorno se convierte en un examen de conciencia de todo lo que ha sucedido: desde la fidelidad al Partido de su primo Nikolái, que descarga con dureza su propia frustración sobre Iván, hasta las misma ciudades que el protagonista visita y en las que todo rastro de lo que fue feliz ha desaparecido (la infancia es, de hecho, la única patria que le queda a Iván). Grossman se permite incluso el humor al referir ciertos acontecimientos:

Stalin murió sin que estuviera planificado, sin la indicación correspondiente de los órganos directivos. Murió sin la orden personal del propio camarada Stalin (pág. 38).

Pero este humor es sólo un soplo, pues la obra aparece cargada de un profundo pesimismo respecto al pasado -Grossman, a diferencia de Chevallier, entendió que cabía alguna posibilidad de redención. Los miedos mezquinos alimentaban el resentimiento y convertían a los individuos en marionetas (¿pero no eran libres de ninguna manera?) en manos del Estado:

Era preciso no dudar, votar sin miramientos, firmar. Sí, sí, el miedo por el propio pellejo y el miedo a perder el caviar negro habían alimentado su fuerza ideológica (pág. 45).

El capítulo siete es una formidable reflexión sobre la culpabilidad en un sistema perverso. Grossman parece haberlo escrito teniendo en la memoria las palabras de otro escritor ruso, Aleksandr Solzhenitsyn: La línea de demarcación entre el bien y el mal pasa por el corazón humano. Iván, sin condenar a Nikolái, pero sin tranquilizar la conciencia de éste, marcha a Leningrado, pero allí incluso Ania, su antigua novia, se ha olvidado de él, quizás dándolo por muerto, quizás -no se sabe- convencida de que su novio había traicionado los altísimos ideales de la Revolución... La escena en que Iván pasa por delante de la casa actual de Ania es digna de leerse varias veces, pues lo contenido del lenguaje ayuda a entender la incapacidad para comunicarse incluso consigo mismo en la que se encuentra Iván. Por más que busca, el protagonista no puede encontrar, incluso lo eterno parece haberlo traicionado:

Fue al museo de Hermitage y lo abandonó lleno de aburrimiento y frío. ¿Era posible que los cuadros hubieran seguido siendo tan bellos durante todos aquellos años, mientras él se transformaba en un viejo presidario? ¿Por qué no habían cambiado, por qué no habían envejecido los rostros de las divinas madonnas y el llanto no había cegado sus ojos? ¿Era posible que de aquella eternidad, de aquella inmutabilidad, no derivara su fuerza sino su debilidad? ¿Era así como el arte traicionaba al hombre que lo había creado? (pág. 75).

No quiero acabar copiando el libro completo y no por miedo a que me denuncien, sino porque es mejor leerlo directamente. Las observaciones que Grossman hace sobre la naturaleza humana me han recordado en ocasiones a Dostoievski -no en vano Grossman pisa la misma senda que los grandes maestros rusos. Sólo algunas frases:

Algo se le puede perdonar al hombre si, en el lodo y el hedor de la violencia concentratoria, continúa siendo un ser humano (pág. 140).

Era hermosa porque era buena (pág. 163).

Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo (pág. 192).

La relación que establece Iván con su casera, una viuda enferma, está narrada con mucha delicadeza, aunque tengo para mí que Grossman no tuvo tiempo de desarrollarla completamente. De hecho, a medida que nos acercamos al final del libro la novela parece ir dejando el espacio a la reflexión sobre los crímenes del leninismo y del estalinismo. Algunas observaciones rozan la genialidad -como la que se hace a propósito de la fidelidad del perro al amo que quiere matarlo, pero el tono se acerca mucho más a la historia pura y dura que a la novela: los personas se desdibujan y la denuncia (junto a una apasionada defensa de la libertad humana, una libertad bien concreta: decidir qué se siembra) adquiere todo el protagonismo. Ciertamente, Todo fluye es la última novela de Grossman y es posible que no tuviese tiempo de concluirla por completo. Aún así es un libro magnífico cuya lectura nos hace pensar y nos abre discretamente la puerta -aunque sin mostrarnos nada- a las posibilidades de redención de los seres humanos.

Esos hombres no deseaban el mal a nadie, pero habían hecho el mal durante toda su vida.
Y sin embargo esos hombres eran hombres
(pág. 287).

Queda pensar sobre el contenido actual de esta denuncia, sobre nuestros propios miedos; pues, como me dijo en una ocasión alguien, algunos agrimensores no envían hoy a sus subordinados al paredón porque no se acostumbra a hacer ya; pero si se acostumbrase, lo harían: la obediencia sigue ahí, pero seguirá siendo siempre, como enseñó Chenu, una virtud muy mediocre. En otra ocasión continuaré esta reflexión. Shalom.

Gabriel Chevallier

EL MIEDO Y LA VIDA I




Me gustaría hablar de dos libros que he leído recientemente y cuya relación, aparte del género, es más de fondo que literaria. Hoy me referire a la novela de Gabriel Chevallier, El miedo, Barcelona, Ed. Acantilado, 2009 y próximamente a la ya famosa novela (si es que cabe calificarla así) de Vasili Grossman, Todo fluye, Barcelona, Ed. Círculo de Lectores – Galaxia de Gutenberg, 2008. Si la primera es el testimonio personal de lo experimentado en el frente durante la Primera Gran Guerra, la segunda es una novela que recoge las experiencias de una víctima del gulag soviético, Iván Grigórievich.

Ciertamente, las dos obras adoptan la forma de un relato novelada, pero yo me preguntaría si tanto a El miedo como a Todo fluye podemos calificarlas sin más de novelas. Desde luego, relatos imaginativos no son, sino que la trama de ambos libros se aferra a la realidad de lo que, desgraciadamente, sucedió en la Europa del siglo XX. Del fondo de ambos relatos sube el mismo aroma infernal: el miedo, que adopta diferentes formas, pero que podría calificarse como una de las grandes experiencias de los europeos del siglo pasado. Tienen también en común la calidad literaria, pues no se trata de simples testimonios, sino de verdaderos relatos -más en el caso de El miedo, pues el final de Todo fluye se asemeja bastante a un ajuste de cuentas -merecido sin duda- con el stalinismo y el leninismo.

Chevallier (Lyon, 1895 – Cannes, 1969) vivió personalmente la Primera Gran Guerra y quedó profundamente marcado por ella. De hecho, para muchos europeos la Primera Guerra fue más impactante que la Segunda, pese a la brutalidad sin límites de ésta, porque nunca antes de 1914 se había visto en el mundo tanta violencia. El miedo testimonia esa bestialidad sin límites. El arranque de la novela es magnífico, pues pone delante de nosotros la declaración de guerra y el entusiasmo que ésta suscita a modo de cuadro impresionista: unas pocas pinceladas le basta a Chevallier para dibujar la idolatría de la guerra, el frenesí que el impío Ares es capaz de suscitar en el corazón de sus fieles. Y he nombrado a Ares (y no a Palas) porque la brutalidad y la sinrazón presiden ese entusiasmo (que, no se olvide, significa estar poseído por el dios: ἐν θεός):

Una voz entre la multitud, como un petardazo: “¡ES LA GUERRA!”
Entonces Francia empieza a arremolinarse, se lanza a través de las avenidas demasiado estrechas, a través de los pueblos, a través de los campos: la guerra, la guerra, la guerra...
Los guardias rurales con sus tambores, los campanarios, los viejos campanarios románicos, los esbeltos campanarios góticos, con sus campanas, anuncian: ¡la guerra!
Los centinelas delante de sus garitas tricolores presentan armas. Los alcaldes ciñen sus bandas. Los prefectos se ponen sus uniformes. Los generales hacen acopio de su genio. Los ministros, muy emocionados, muy preocupados, se ponen de acuerdo. ¡La guerra, lo nunca visto!
Los empleados de banca, los dependientes, los obreros, las modistillas, las mecanógrafas, los porteros mismos no pueden aguantar ya en sus sitios.¡Se cierra! ¡Se cierra! Se cierran las taquillas, las cajas fuertes, las fábricas, las oficinas. Se echan los cierres metálicos. ¡Vamos a ver!
Los militares adquieren una gran importancia y se sonríen ante las exclamaciones. Los oficiales de carrera se dicen: “Ha sonado la hora. ¡Se acabó el pudrirse en los grados subalternos!”
En las hormigueantes calles, los hombres, la mujeres, del brazo, inician una farándula ensordecedora, sin sentido, porque es la guerra, una farándula que dura una buena parte de la noche que sigue a ese día extraordinario en el que se ha pegado el anuncio en las paredes de los ayuntamientos.
La cosa comienza como una fiesta.
Los cafés son los únicos que no cierran.
Y se sigue notando ese olor a ajenjo fresco, ese olor del tiempo de paz.
Algunas mujeres lloran. ¿Es el presentimiento de una desgracia? ¿Son los nervios?
(págs. 14s).

Esta descripción impresionista -que sigue algunas páginas- desemboca en la absoluta irracionalidad del episodio de la terraza del café del centro: un hombrecillo que se niega a sumarse al entusiasmo general (y que no se pone en pie al oír La Marsellesa, que canta la gloria sangrienta de los hijos de Francia: Aux armes, citoyens,/formez vos bataillons,/marchons, marchons! Qu´un sang impur/abreuve nos sillons!, y la sangre impura para los que viven bajo el culto a la nación es siempre la de los otros). Finalmente, la locura de Ares se apodera de todos y la guerra está en la buena senda.

La primera parte de la novela describe la penosa marcha a la primera línea a la que nunca se llega: se va de aquí para allá sin que el soldado sepa dónde va, pero se marcha rápido, a toda velocidad, para impedir que pueda pensar. Si la mili fue definida certeramente como “donde se hace menos desde más temprano”, la guerra podría definirse como el lugar donde se corre más para pensar menos. La experiencias personales de Chevallier se van acumulando en la marcha por las trincheras, en la humedad, el cansancio y el agotamiento turbio que se asemeja a la muerte. Finalmente, todo está marcado por el miedo. La orden es siempre la misma: ¡Adelante! Y se sigue, pero el espanto no disminuye, sino aumenta a cada nuevo encuentro:

De lejos percibí el perfil de un hombrecillo barbudo y calvo, sentado en el banquillo de tiro, que parecía reírse. Era el primer rostro distendido, reconfortante, que nos encontrábamos, y fui hacia él con agradecimiento, preguntándome: “¿Qué motivos tiene para reír así?” ¡Se reía de estar muerto! Tenía la cabeza limpiamente cortada por la mitad. Al adelantarlo, descubrí, en un impulso de retroceso, que le faltaba la mitad del rostro risueño, el otro perfil. Tenía la cabeza completamente vacía. El cerebro, que había rodado de una pieza, estaba justo a su lado -como un producto de casquería-, cerca de su mano, que lo señalaba. Este muerto nos gastaba una broma macabra. De ahí, quizá, su risa póstuma. Esta farsa alcanzó el colmo del horro cuando uno de nosotros... (pág. 84).

El protagonista, Jean Dartemont, acaba la primera parte herido en un hospital; por fortuna para él, nada grave; pero es retirado del frente. En el hospital parece que la situación se humanizará, pero lejos de eso el miedo a la guerra -el miedo a la muerte, el miedo al espanto- provoca, si es posible, una mayor deshumanización. Incluso en la conversación con el capellán se releva la idolatría que se rinde a Ares, una ceguera total incluso para el quinto mandamiento: “No matarás”. Dios se desdibuja porque su nombre es usado en vano:

Si el Hijo de Dios existe, es el momento en que nos muestre su corazón, cuando tantos corazones sangran, ese corazón que tanto amó a los hombres. ¿No ha servido, pues, de nada, y su Padre lo sacrificó inútilmente? El Dios de la misericordia infinita no puede ser el de las llanuras de Artois. El Dios bueno, el Dios justo no ha podido autorizar que se lleve a cabo en su nombre semejante escabechina de hombres, no puede querer que semejante exterminio de cuerpos y espíritus sirva a su gloria.
¿Dios? Bah, bah, el cielo está vacío, vacío como un cadáver. En el cielo no hay más que obuses y todos los artefactos mortíferos de los hombres...
¡La guerra ha matado también a Dios!
(pág. 147).

Todos se rinden ante ese miedo angustioso porque no son capaces de mirarlo cara a cara. Finalmente, después de haberse quedado en la retaguardia, Jean vuelve al frente para acumular más experiencia del horror. Y cuando la guerra se acaba, los hombres no estamos acostumbrados aún a no tener miedo, pues después de la masacre hasta la paz resulta rara y las huellas de la guerra, el miedo, perduran por siempre. Digamos que hasta aquí el testimonio de Gabriel Chevallier; pero, claro, hay que leerlo y nadie se debería conformar con una reseña de tres al cuarto. No diré que es una obra maestra (pienso que hay muy pocas), pero sí una gran novela en la que la reiteración del espanto consigue hacer partícipe al lector de esa experiencia atroz y brutal. La diosa quizás cantase la cólera de Aquiles, pero Ares disfruta viendo marchar a los seres humanos al abismo.

Sin embargo, la novela, que se publicó originalmente, en 1930, se retiró de las librerías en 1939: En 1939, su [de El miedo] venta fue libremente suspendida por mutuo acuerdo entre el autor y el editor. Cuando la guerra está ahí, ya no es el momento de avisar a la gente de que se trata de una siniestra aventura de consecuencias imprevisibles. Eso habría que haberlo comprendido antes y actuar en consecuencia (pág. 7). En esta constatación hay algo vertiginoso, porque nosotros conocemos los niveles insuperables de espanto que alcanzó la Segunda Guerra: nada salió ileso de ella, absolutamente nada. Escrita con innegable maestría, El miedo nos sigue invitando a reflexionar sobre los absurdos a los que los seres humanos hemos sido y somos capaces de entregarnos con estúpido entusiasmo. El testimonio de Jean Dartemont nos deja al acabar el libro un regusto ácido, pues parece que no hay redención posible y el destino de la novela en 1939 debió hacer pensar al autor que, realmente, no había ninguna posibilidad de redención.

Si El miedo es una novela dura y angustiosa, Todo fluye, de Vasili Grossman, no le va a la zaga.

martes, 7 de abril de 2009

Un poema anónimo.

Es posible ponerlo en un sepulcro,
es razonable ponerlo
porque al bajarlo de la cruz
vimos que estaba muerto.
Es posible correr la piedra,
llorar y hasta hacer duelo.
Pero es también posible
esperar en su palabra,
descansar en su consuelo.
Es razonable aguardar lo impensable:
resurrección de los muertos.
Y es eso tan imposible
por lo que estamos despiertos.

José Luis Martínez. Poesía

TIEMPO Y VIDA

Andaba por los anaqueles del pasillo de mi casa buscando un poemario de ese magnífico poeta sevillano -y mejor persona- que es José Julio Cabanillas, Los que devuelve el mar, pero tendré que comentarlo otro día porque no he sido capaz de encontrarlo. Sin embargo, la búsqueda me deparó alguna grata sorpresa, poemarios de los que deberé hablar en alguna ocasión. Me he detenido en José Luis Martínez, El tiempo de la vida, Valencia, Pre-Textos, 2000, un libro hermoso y triste. Releyendo un par de poemas he recordado a Søren Kierkegaard empeñado en que el poeta tiene una función maldita: pues el dolor adopta en su voz un timbre hermoso y al empeñarnos en que vuelva a cantar le estamos pidiendo tal vez que vuelva a sufrir.

La Modernidad romántica hizo de la vida del artista la primera obra de arte (mucho antes que Wilde se esculpiese a sí mismo): la belleza estaba plenamente en el sujeto. Desde entonces hemos caminado mucho y la vida no se muestra ya como un ejemplo, sino en su realidad:

Parecerá inocente, vano,
pero es útil soñar, no conformarse
con lo que en apariencia existe.
Pedir lo que -quizá- no puede ser
pone a prueba la vida, lo real.
Y no hace daño a nadie que pidamos
un único deseo.

Los límites que emergen ahí son los de la propia vida del poeta. Es el artista el que da testimonio no sólo con su palabra, sino también con su existencia desgarrada -por eso a los jóvenes les sorprenden tanto esas fotografías de viejos poetas que asemejan a pequeños tenderos: no pueden entender la distancia y hasta el abismo entre la obra y la vida del poeta, y de ahí la bohemia que aún perdura de manera que basta con vivir de una manera para ser artista; claro que así los ataques a la escasa calidad de la obra de arte acaban siendo golpes a la vida del artista.
José Luis Martínez plantea, en continuidad con lo anterior, la cuestión de la belleza del mal, de lo feo. Así el poema Misantropía:

Mi semejante, hermano:
tengo la sensación, la horrible sensación
de que llevamos vida de pareja
y el mundo no es bastante grande,
me tropiezo contigo a cada paso,
me molesta tu codo, tu rodilla,
el modo lamentable en que conduces
el carro de la compra, tu automóvil;
me molestan tus toses y tus vicios,
tus andares simiescos y tus lágrimas fáciles,
casi todas tus frases sobrias,
todas tus tonterías de borracho.

Es innegable que la poesía de José Luis Martínez, Valenciano, está emparentada con la de otros dos valencianos de los que ya he hablado: Carlos Marzal y Vicente Gallego, sobre todo con el primero -y la edad no es ajena a este parecido, pues el horizonte de experiencias es el mismo. El tiempo de la vida me ha recordado poderosamente un poema de Marzal en Metales pesados:

Máquinas de escribir y catapultas,
dinosaurios y ermitas, gladiadores y yates
conviven en el tiempo, en este tiempo
de las guerras mundiales y de las guerras púnicas;
un tiempo en el que cierta chica
insiste todavía en invitarme al cine,
y me sigue doliendo aquella frase
o tengo la impresión de que se acercan
sombras que dicen ser mis enemigos.

En esta nebulosa que llamamos historia,
que llamamos conciencia,
hay calle que nos llevan al amor
que nos abandonó o abandonamos,
a una edad de salud, esperanza, joven.
Hay pasadizos, túneles y falsas
librerías que van a dar al mar
que es el vivir, la vida,
esa geografía ensimismada,
esa naturaleza caprichosa,
ese país del tiempo.

La religión y el arte nos enseñan
esta bella mentira:
nadie se marcha para siempre,
nada desaparece por completo,
la vida no se extingue nunca.
Pues la memoria es vida,
y es vida, vida antigua, nuestra sangre.
La antigua sangre y la memoria,
¿qué son sino la vida?

La religión y el arte
han dicho la verdad: es mentira la muerte.
Siempre seremos el que fuimos,
vendrá a quedarse para siempre
el que vamos a ser.
Es mentira la muerte.
La vida es para siempre vida.

Claro que Hegel protestaría por este final en el que se excluye a la filosofía, aunque tengo para mí que el profesor de Berlín también sabría disfrutar pues no en vano escribió El más antiguo programa del idealismo alemán; eso sí, cuando era joven y tenía una edad de salud y esperanzada. La lectura de El tiempo de la vida acompañará durante días los pensamientos de quienes lo lean. Shalom.

domingo, 5 de abril de 2009

Semana Santa.

SEMANA SANTA

Una gacetilla que habla de libros y vidas tiene que saber detenerse ante los ritos, que nos señalan tiempos y espacios diferentes. Estos días entramos en uno de esos tiempos diferentes, pese a los esfuerzos que se hacen por normalizar todo tiempo -es decir, por matematizarlo, hacerlo equivalente para acabar convirtiéndoloen una mercancía. Romano Guardini dibuja magníficamente las diferencias entre Odiseo (al que los romanos llamaron Ulises) y Abraham: si el primero traza un arco que parte de Ítaca para regresar, el segundo lo hace saliendo de Ur para no volver. De este modo, para Odiseo su futuro está claramente inscrito en su pasado y, así, no conoce realmente lo nuevo como diferente (muchos siglos después del cantor ciego, un alemán de Röcken revelará el eterno retorno como el pensamiento más abismal). Abraham, sin embargo, parte con un destino que no conoce: el futuro se le revelará como lo nuevo. Entre estos dos polos ha caminado la cultura de Occidente, marcada profundamente por los textos que recogen semejantes experiencias: la Ilíada y la Odisea, y la Biblia.

En la sociedad aparentemente secularizada en la que nos movemos recomendar la lectura de la Biblia puede significar violar un tabú, a menos que se añada la coletilla “por su significado cultural” -pues como enseñó Kolakowski lo religioso anda convertido en lo pornográfico y lo tabú. El griego πορνεία significa, además de prostitución, idolatría y quizás ahí reside el sentido oculto de la afirmación del filósofo polaco, pues eso religioso que nos ha llegado de la tradición (cristiana o judía) aparece como verdadera idolatría ante los cultos modernos no reconocidos aún abiertamente como religiones, pero que orientan realmente la existencia de los individuos y la dotan de un significado. Sin embargo, amén de recomendar la lectura de las obras de Homero (no sólo por su valor literario, sino también religioso*), quisiera recomendar hoy, cuando estamos cerca de la Pascua, la lectura de la Biblia, que ha sido por excelencia la Escritura en nuestra cultura. Claro que los setenta y cuatro libros que componen la Biblia** serían un exceso y partes hay que resultan ininteligibles sin una adecuada práctica de lectura.

¿Qué se podría leer en estos días tan cargados de significado? Pecaré de atrevimiento al decir que se pueden leer los quince primeros capítulos del libro del Éxodo, el Evangelio de san Marcos y el relato de la pasión del Cuarto Evangelio. Ahora sería el momento de recomendar una traducción: pienso desde hace años que la realizada por Luis Alonso Schökel y Juan Mateos es la más recomendable, aunque las antiguas de los padres Nácar y Colunga o la clásica de la Biblia del Oso son también espléndidas.
Y esta recomendación no es literaria o cultural; la Modernidad nos ha vuelto miopes y a veces parece que sólo somos capaces de entender después de dividir, mas la vida no se nos da dividida, sino como unidad (esa exigencia era la que Hegel planteó como moderno que quería ver más allá del horizonte trazado por Kant). Por eso la recomendación que hago es para la vida, es decir, religiosa en sentido estricto, pues esos textos se escribieron para ofrecer como gracia un sentido que estaba más allá de las palabras -que por eso no son nunca lo último- pero al que sólo se puede acceder en las palabras.

Y me tomaré la libertad de citar los últimos versículos del capítulo diecinueve de Juan. Traducido quedaría más o menos así: Había un huerto en el lugar en el que había sido crucificado, y en el huerto había un sepulcro nuevo en el que aún nadie había sido puesto. Como para los judíos era el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús. Hay una hermosa tradición apócrifa que nos cuenta que la cruz fue clavada sobre la tumba de Adán: ¿no sería posible que ese huerto fuera el del Edén llamado ya para siempre a la vida?

También se puede escuchar. Pongo aquí dos vídeos de La Pasión según san Mateo de J. S. Bach para que los disfrute quien tenga un poquito de tiempo. Shalom.



*Alguien dijo en una ocasión: Los griegos no tuvieron los dioses que merecieron. Me temo que esta afirmación desconoce el carácter profundamente religioso de la cultura griega. Baste recordar a Orfeo.

** A la Biblia, por tanto, no se la puede llamar “libro”; de hecho, ni el judaísmo ni el cristianismo son religiones “del libro”, designación ésta que se debe a la Recitación -Corán-, pero que implica un malentendido fundamental pues la Torá está escrita en los corazones y sabemos de sobra que la letra mata, pero el espíritu da vida. Cabe recordar aquí que ni Moisés ni Jesucristo fueron analfabetos, pero el Corán deja claro que Mahoma lo fue; de ahí el nombre del texto: Recitación.