miércoles, 20 de agosto de 2008




LIBROS DE VACACIONES



Las vacaciones** de verano son una época propicia para las lecturas y me parece que todos recordamos un “libro de verano” que nos ha marcado más o menos profundamente. Hay sin duda libros que señalan épocas de la vida -los libros que uno lee enfermo o los libros que uno está leyendo cuando cae enfermo y acaba detestando. Esto me pasó con la novela de Ramón J. Sender, En la vida de Ignacio Morel, que nunca terminé porque le cogí manía. Tenía las pastas rojas y el dibujo, si la memoria no me falla, de una marioneta; como muchos de mis libros, ése se lo quedó mi hermano mayor. Cuando salimos en verano hacemos acopio de libros, que sólo leemos parcialmente, porque hay otras urgencias: el paseo, la visita a la ciudad, el museo, jugar con los críos, la iglesia recoleta de las afueras... Además, siempre vuelvo con algunos libros comprados fuera, que son los que acabo leyendo. Así, en el último viaje a Asturias nos quedamos en Llueves, una aldea cercana a Cangas: leí bastante sobre arte y una historia de Asturias que me emocionó. Se trata de la obra de Paulino García Toraño, Historia del Reino de Asturias, Oviedo 1986. En vacaciones he leído todo lo que se ha publicado en castellano de Leo Perutz, un autor que para mí era desconocido hasta hace pocos años. De los que he leído suyos ha sido El Judas de Leonardo, Barcelona, Destino, 2004 (http://www.edestino.es/) el que más me ha gustado; se trata de un rostro (Judas) en busca de propietario y Perutz construye la novela de manera que mantiene el interés hasta el final. Hay un fino análisis de la mezquindad humana. Mientras dan las nueve, Barcelona, Destino, 2005 me resultó interesante, aunque al final se tiene la impresión de que el autor ha jugado con el lector ocultándole información. En Etxalar** leí El Maestro del Juicio Final, Barcelona, Destino, 2004, y El marqués de Bolíbar, editado en el 2006 en el mismo sello editorial. A Leo Perutz se lo lee con facilidad y Destino edita con calidad: da gusto tener el libro entre las manos y eso, cuando a uno le gustan los libros, es importante.



**Algunos tienen la suerte de poder salir de vacaciones. Cuando yo era niño en los veranos había pocas alternativas. Sin embargo, eran más largos para los que teníamos la suerte de estudiar, pues el curso acababa ligeramente antes y empezaba sólo a finales de septiembre. Los colegios e institutos no se habían convertido aún en guarderías y los profesores eran algo diferente a asistentes sociales. En verano el que tenía suerte se marchaba a la playa; otros iban al pueblo de sus padres, pero llamar vacaciones a eso costaba trabajo; a otros, en fin, nos mandaban a navegar para que pasásemos algún tiempo con nuestros padres. La televisión era un medio en el que ya asomaba la perversidad de la diversión superficial; no había otros medios. Nos quedaba, sí, el cine de verano en el que veíamos películas de reestreno comiendo pescaíto frito y algunos -nunca me conté entre éstos-, pipas. Había mucho tiempo para leer, y las lecturas infantiles y juveniles se movían en unos márgenes estrechos: desde Julio Verne a Emilio Salgari pasando por algún clásico. Me entusiasmaron dos libros de Mark Twain, con ese apellido tan puntiagudo: Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn. Aparte de los libros de historietas, fue muy importante la colección de novelas juveniles que editaba Bruguera en las que se mezclaban dibujos con diálogos y el texto casi siempre resumido. Ahí leí por primera vez Veinte mil leguas de viaje submarino, Cinco semanas en globo, La vida de Juan XXIII, Ivanhoe... Otros muchachos leían las novelas de los Siete o de los Cinco, pero nunca me sentí atraído por esos libros expresamente hechos para niños. Claro que yo leía también las aventuras de un detective francés, cuyo nombre soy incapaz de recordar: tenía un dos caballos con el motor trucado y era como un bólido -lo recuerdo más o menos así, porque yo tenía por entonces once años. Fue ésta, sin embargo, una lectura de otoño: en uno de los libros, lamentablemente perdidos como tantas cosas de la infancia, el protagonista salía “a dar un paseo higiénico bajo la lluvia” y he aquí que yo lo imitaba con gran disgusto de mi madre; pero a esas historias les debo la costumbre de salir a pasear cuando llueve.



** Para quien no lo conozca, Etxalar es un precioso pueblo del Pirineo navarro. En varias ocasiones hemos alquilado allí una casa rural. Recuerdo especialmente el primer año: nos habíamos quedado a tres o cuatro kilómetros del pueblo, por una pista parcialmente sin asfaltar. La terraza de la casa, un antiguo caserío, daba a un pequeño valle en el que pacían enormes vacas. Todas las tardes el cielo se cubría de nubes y llovía; hacía un fresco agradable y con frecuencia encendíamos, en el mes de julio, la chimenea, que me hacía pensar en la boca del diablo. Resultaba de lo más agradable sentarse junto al fuego oyendo el sonido mullido de la lluvia sobre el prado. El propietario de la casa es una excelente persona que nos visitaba todas las tardes y nos traía queso, productos de la tierra y un riquísimo pacharán del que di buena cuenta. Porque para leer son importantes los libros, qué duda cabe, pero también lo es el contexto en el que uno lee, porque nunca estamos solos cuando leemos.

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