sábado, 23 de noviembre de 2013

Piedad Bonnett

OSCURA SOMBRA




            Había leído ya algún poemario de la autora colombiana (El hilo de los días, Las herencias) y cuando cayó en mis manos Lo que no tiene nombre (Madrid, Alfaguara, 2013) no me llamó demasiado la atención el título, porque me hizo recordar unos versos de Dámaso en el poema A Pizca:

[…]
Las sombras que yo veo tras nosotros,
tras ti, Pizca, tras mí,
por las que estoy llorando,
ya ves, no tienen nombre:
son la tristeza original,
son la amargura
primera,
son el terror oscuro,
ese espanto en la entraña
(entre dos noches, entre dos simas, entre dos mares),
de ti, de mí, de todo.
No tienen, Pizca, nombre, no; no tienen nombre.

            En cambio, me llamó la atención el dibujo de la portada, que es un autorretrato de Daniel, el hijo de Piedad Bonnet. La razón fue José María, un buen amigo, fallecido no hace mucho tiempo, que también a carboncillo, realizaba retratos y paisajes de pesadillas. Durante años estuve comprándole dibujos e incluso hizo, esta vez a pastel, un retrato alucinado de mi hija a los siete años de edad. Quizás fue por esa coincidencia o por una de esas intuiciones afortunadas que tenemos los lectores constantes. Me llevé el libro a casa, pero ya desde las primeras páginas me preguntaba por qué lo había escrito Piedad Bonnett; sentía una extraña comezón e incluso me enfadé con el libro y con la autora, pero sólo nos enfadamos por lo que nos afecta. Estuve quince páginas realmente cabreado, aun habiéndome hecho con el tema: el suicidio de Daniel a los veintiocho años. ¿Qué pretendía la autora? ¿Pasarme su angustia? Era posible que estuviese aliviando su corazón; esto parecía explicar tanta dureza y su intento de escribir sobre lo que está más allá del lenguaje. Poco a poco las reflexiones se fueron disolviendo en un océano de sentimientos, quizás confusos y de perfiles ambiguos, pero ¿no es así la existencia?

            Los padres—según un antiguo pensamiento—no deberían sobrevivir nunca a sus hijos; pero muchos padres los sobreviven. Conozco algunos y eso me ha hecho comprender que cada persona es un mundo. Un recuerdo antiguo, doloroso, acude a mi memoria: la muerte de Vicente, de apenas once años, al que la leucemia con una crueldad desmedida se llevó por delante. Aún veo en la iglesia del Colegio el ataúd blanco y a nuestras madres abrazadas. Después alcanzó la muerte a L.C. —estábamos en cuarto de bachillerato—, una de las dos únicas personas que me ha llamado Javier, porque por entonces mi otro nombre nos sonaba ridículo. Corría L. C. como un gamo pues las piernas le habían crecido antes que el cuerpo y con sus prodigiosas zancadas nos dejaba atrás, y sonreía con su cara llena de pecas, con aquel rizo negro que le caía sobre la frente. Años más tarde D., la alegría de la casa (al que nuestro tutor, en un error difícilmente perdonable, había reprochado su forma extravagante de vestir), se marchó definitivamente: él fue el Calixto que me amó en Mazagón mientras yo era Melibea, subida a una caja de cervezas. Recuerdo vivamente el día en que,   víctima de un malhadado cáncer, murió la hermana de Fernando: dejaba dos hijos pequeños, un marido desolado y una madre abatida. En un pequeño salón, antes del funeral, la madre lloraba con desconsuelo. Aquella mujer maravillosa que me había recibido con generosidad en su casa y a cuyo hijo debía—debo y deberé—tanto, se deshacía delante de mí en un pozo de angustia. No sabiendo qué hacer, me senté a su lado y la cogí de las manos. Me dijo: “No es justo. Ya no creo en Dios”. Sólo acerté a decirle: “Hace bien eso es lo que nos cabe hacer ahora”. En todos los casos hay un dolor que traspasa el umbral de las palabras y que no cabe en este mundo. Es verdad: todos nuestros nombres están inscritos en el libro de la muerte. Piedad Bonnet ha sobrevivido a su hijo y la dureza de esta hecho debería bastar para tapar nuestras bocas. Debería escribirle un abrazo, mandarle unas lágrimas, debería escribirle mi congoja—como padre—al ver mi mano ajena a mi voluntad, mientras leía, anotar en un margen del libro el nombre de mi hija. Y me ha hecho sentir miedo pensando que aún quedaban esperanzas en las que naufragar.

           
Ese sentir con el cuerpo la pérdida de una persona decisiva, pero no de un golpe, sino notar cómo se disuelve poco a poco sin que aciertes a explicarte cómo, sintiendo una impotencia infinita, equivocándote en cada decisión que tomas. Un lento desmoronarse, un lento caer con el suelo cada vez más lejos: perder un hijo… Quizás sería mejor hablar de los localismos de Piedad Bonnett: ese piyama repetido una y otra vez, tan gracioso, esperando que de esta manera ella se riese de mí, de estas palabras, y experimentase tal vez un poco de alivio, una lágrima de afecto en la piel achicharrada de su corazón. Me ofrezco de payaso: es lo único que se me da bien. La autora no ha pretendido hacer literatura (en esto me recuerda aquel libro doloroso de Michael Greenberg, Hacia el amanecer), sino articular un grito con la esperanza de que Daniel lo escuche. No hay nada abstracto aquí, porque el dolor de la madre y el sufrimiento—intuido por el lector detrás de las palabras—del hijo nos golpea consiguiendo que se tambaleen las certezas frágiles que habitualmente nos sostienen. En estos casos—siento decirlo así—nadie puede hablar por boca de otros y, pese a lo que se haya dicho, Pilar Bonnet no lo ha intentado; pero así, paradójicamente, es capaz de ponerse en el lugar de otros que han sufrido—sufren—la misma pérdida. Es duro escribir sobre aquello que uno jamás debería escribir, porque no tiene sentido—ahí está el filo duro que parte cualquiera de nuestras ideas preconcebidas. Pilar Bonnet lo ha hecho: así la literatura es vida y ésta no se hace literatura, sino vida en un sentido nuevo, pues la verdad de la literatura está siempre en un nivel más profundo del que somos capaces de captar con nuestra miradas.

            No, no es posible comprender lo que no tiene sentido: amontonamos recuerdos, intentamos ordenarlos y acariciarlos; estamos condenados a unir las partes de un rompecabezas cuyas piezas jamás encajarán; mas para esto también se escribe. Y para enjugar las lágrimas.

            Shalom.

            

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