OSCURA SOMBRA
Había leído ya algún poemario de la
autora colombiana (El hilo de los días,
Las herencias) y cuando cayó en mis manos Lo que no tiene nombre (Madrid, Alfaguara, 2013) no me llamó
demasiado la atención el título, porque me hizo recordar unos versos de Dámaso en el poema A Pizca:
[…]
Las sombras que yo
veo tras nosotros,
tras ti, Pizca,
tras mí,
por las que estoy
llorando,
ya ves, no tienen
nombre:
son la tristeza
original,
son la amargura
primera,
son el terror
oscuro,
ese espanto en la
entraña
(entre dos noches,
entre dos simas, entre dos mares),
de ti, de mí, de
todo.
No tienen, Pizca,
nombre, no; no tienen nombre.
En cambio, me llamó la atención el
dibujo de la portada, que es un autorretrato de Daniel, el hijo de Piedad
Bonnet. La razón fue José María, un buen amigo, fallecido no hace mucho tiempo,
que también a carboncillo, realizaba retratos y paisajes de pesadillas. Durante
años estuve comprándole dibujos e incluso hizo, esta vez a pastel, un retrato
alucinado de mi hija a los siete años de edad. Quizás fue por esa coincidencia
o por una de esas intuiciones afortunadas que tenemos los lectores constantes. Me
llevé el libro a casa, pero ya desde las primeras páginas me preguntaba por qué
lo había escrito Piedad Bonnett; sentía una extraña comezón e incluso me enfadé
con el libro y con la autora, pero sólo nos enfadamos por lo que nos afecta.
Estuve quince páginas realmente cabreado, aun habiéndome hecho con el tema: el
suicidio de Daniel a los veintiocho años. ¿Qué pretendía la autora? ¿Pasarme su
angustia? Era posible que estuviese aliviando su corazón; esto parecía explicar
tanta dureza y su intento de escribir sobre lo que está más allá del lenguaje.
Poco a poco las reflexiones se fueron disolviendo en un océano de sentimientos,
quizás confusos y de perfiles ambiguos, pero ¿no es así la existencia?
Los padres—según un antiguo
pensamiento—no deberían sobrevivir nunca a sus hijos; pero muchos padres los
sobreviven. Conozco algunos y eso me ha hecho comprender que cada persona es un
mundo. Un recuerdo antiguo, doloroso, acude a mi memoria: la muerte de Vicente,
de apenas once años, al que la leucemia con una crueldad desmedida se llevó por
delante. Aún veo en la iglesia del Colegio el ataúd blanco y a nuestras madres
abrazadas. Después alcanzó la muerte a L.C. —estábamos en cuarto de
bachillerato—, una de las dos únicas personas que me ha llamado Javier, porque
por entonces mi otro nombre nos sonaba ridículo. Corría L. C. como un gamo pues
las piernas le habían crecido antes que el cuerpo y con sus prodigiosas zancadas
nos dejaba atrás, y sonreía con su cara llena de pecas, con aquel rizo negro
que le caía sobre la frente. Años más tarde D., la alegría de la casa (al que
nuestro tutor, en un error difícilmente perdonable, había reprochado su forma
extravagante de vestir), se marchó definitivamente: él fue el Calixto que me
amó en Mazagón mientras yo era Melibea, subida a una caja de cervezas. Recuerdo
vivamente el día en que, víctima de un
malhadado cáncer, murió la hermana de Fernando: dejaba dos hijos pequeños, un
marido desolado y una madre abatida. En un pequeño salón, antes del funeral, la
madre lloraba con desconsuelo. Aquella mujer maravillosa que me había recibido
con generosidad en su casa y a cuyo hijo debía—debo y deberé—tanto, se deshacía
delante de mí en un pozo de angustia. No sabiendo qué hacer, me senté a su lado
y la cogí de las manos. Me dijo: “No es justo. Ya no creo en Dios”. Sólo acerté
a decirle: “Hace bien eso es lo que nos cabe hacer ahora”. En todos los casos
hay un dolor que traspasa el umbral de las palabras y que no cabe en este
mundo. Es verdad: todos nuestros nombres están inscritos en el libro de la
muerte. Piedad Bonnet ha sobrevivido a su hijo y la dureza de esta hecho
debería bastar para tapar nuestras bocas. Debería escribirle un abrazo,
mandarle unas lágrimas, debería escribirle mi congoja—como padre—al ver mi mano
ajena a mi voluntad, mientras leía, anotar en un margen del libro el nombre de
mi hija. Y me ha hecho sentir miedo pensando que aún quedaban esperanzas en las
que naufragar.
No, no es posible comprender lo que
no tiene sentido: amontonamos recuerdos, intentamos ordenarlos y acariciarlos;
estamos condenados a unir las partes de un rompecabezas cuyas piezas jamás
encajarán; mas para esto también se escribe. Y para enjugar las lágrimas.
Shalom.
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