Comunión
La poesía,
pienso a veces, es una cicatriz que hacemos con palabras para atrapar dentro de
ella algo de la belleza que encontramos en la existencia. Sin embargo, la
imagen se me deshace entre las manos, aunque reconozca hermosas cicatrices y
nuestra vida esté repleta de heridas, cerradas o aún abiertas, porque amar es
exponerse y ser herido como el ciervo que busca las corrientes de agua viva. Se
me deshace porque encierra un grano de egoísmo y clausura. La poesía, me
parece, es más bien generosidad de la palabra que se nos ofrece para
comprendernos de otra forma que la grisura cotidiana; es apertura del horizonte
y venablo que nos lleva a los confines del mundo para contemplar su esplendor y
sus heridas. Sin duda, yace ahí la imagen que Hugo Mújica puso como título a uno de sus poemarios, Flecha en la niebla, que editó Trotta allá por mil novecientos noventa y siete.
Pensaba así en estos días difíciles de heridas mal cerradas, cielos sin
horizontes y desesperación en busca de luz, cuando cayó entre mis manos el
libro de Alice Oswald, Bosques, etc., Valencia, Pre-Textos,
2013 (traducción de Christian Law
Palacín). Alice Oswald, nacida el mismo año en que Ellos publicaron Revolver (con su algo más que triste Eleanor Rigby, aunque aquello del Father McCartney que terminó siendo Father McKenzie me sigue provocando una
sonrisa). Es el primer poemario traducido al castellano de la poeta inglesa
(traducción que, por cierto, a veces me ha chirriado), ganadora del prestigioso
T. S. Eliot por Dart, obra en la que
sus preocupaciones ecológicas son patentes. De hecho, Oswald, como se nos dice
en la solapa de Bosques, etc., fue
jardinera en Tapley Park de Devon y en el Chelsea Physic Garden de Londres,
hecho que explica su familiaridad con la vegetación, las semillas, las piedras
y las flores. Cierto: saber que Oswald había trabajado de jardinera fue
suficiente como para provocar mi interés por el poemario—eso y la lectura
apresurada de Owl (Búho):
Last night at the
joint of dawn
an olw’s call opened
the darkness
miles away, more than
a world beyond this room
and immediately, I was
the woods again,
poised, seeing my eyes
seen,
hearing my listening
heard
under a huge tree
improvised by fear
dead brush falling the
a star
straight through to
God
founden and fixed the
wood
then out, until it
touched the town’s lights,
and owl’s elsewhere
swelled and questioned
twice, like you might
lean and strike
two matches in the
wind.
(Anoche en la bisagra del amanecer
la llamada del búho inauguró la oscuridad
muy lejos de aquí, a un mundo de este cuarto
y al momento, yo estaba de nuevo en el bosque,
alerta, viendo a mis ojos ser vistos,
oyendo a mi escucha ser oída
bajo un enorme árbol improvisado por el miedo
caían ramas muertas entonces una estrella
directa hasta Dios
fundaba el bosque y lo fijaba
luego fuera, hasta tocar las luces de la ciudad,
el retiro de un búho se dilataba y preguntaba
dos veces, como si te inclinaras y prendieras
dos cerillas contra el viento.)
En algún
caso la traducción parece forzada, pero sin duda se debe al original. No es el
momento de plantearse la posibilidad de traducción poética, porque ¿quién es
capaz de traducir cabalmente les sanglots longs/des violons/de
l’automne/blessent mon cœur/d’une langueur/monotone? Un trabajo imposible que, por tanto, merece la pena. Allá por mil
novecientos setenta y cuatro Miguel nos leía en francés estos versos de Paul Verlaine provocando en la clase un
silencio lleno de respeto y admiración. Recuerdo haber salido a buscar Cementerio
marino a una de las librerías del
barrio; estaba editado por Alianza y tenía la portada de un hermoso color azul;
quizás fue el primer poeta francés. Sí, complicada tarea la del traductor de
poesía, porque también debe tener presentes las influencias: sin duda hay
bastante de Ted Hughes en los textos
de Oswald, aunque primero pensé en W. T.
Yeats, porque en sus poemas hay rosas, juncos, bosques, cisnes… Sin
embargo, el fondo y el estilo es muy diferente. Los modos de Oswald me han
recordado a veces a los de Sylvia Plath.
Hace muchos años, para pagar parte
de mis estudios de Teología, trabajé con un jardinero que frisaba los sesenta
años, hombre admirable, enorme, que caminaba con calma e inclinaba la cabeza
con cierta testarudez y del que aprendí muchas cosas hermosas. Admitiré sin
resentimiento que más que como jardinero, yo trabajaba como burro o asnillo de
carga: llenaba la carretilla desvencijada de tierra y la llevaba desde el
camión hasta los arriates; en verdad usaba la azada, el rastrillo y otras herramientas,
de nombres hermosos, que hicieron brotar callos en la palma de mis manos,
aunque el mayor mérito correspondió a la pala. Aquel hombre, a quien respeté
profundamente por el amor que ponía en su trabajo, me acercó un día un bote
para el tratamiento de unos rosales con hongos; me pidió que leyese la
etiqueta, pues, se excusó, no llevaba encima las gafas. Era analfabeto y, sin
embargo, es una de las pocas personas a las que reconoceré una cultura más
amplia y más profunda que la mía. Trataba con una delicadeza extrema las flores
e incluso arrancaba sin saña las malas yerbas, pues reconocía su derecho a existir
y arraigar en la tierra. Recuerdo que una tarde lo despidieron de uno de los
chalés—yo estaba presente—argumentando que ya no eran precisos sus servicios;
maltratado conservó una dignidad solemne, una educación más allá de las formas
convencionales. Extendió su gran mano con las uñas aún llenas de tierra,
inclinó la cabeza y me hizo un gesto para que recogiera los aperos. Aquel
hombre me hizo patente un modo diferente de estar en el mundo, pues parecía
entenderlo como un jardín del que debía cuidar. Algo de ese cuidado he
encontrado en los versos de Oswald (por ejemplo en el magnífico Poema para
sacar a un bebé del hospital). Sin embargo, a medida que avanzaba en el
poemario, aunque sin perder interés, me cansaba. Apegada a la tierra, su poesía
está cargada de sustantivos y mantiene una puntuación ardua, que en ocasiones
la hacen difícilmente transitable requiriendo un esfuerzo permanente de
concentración y exigiéndonos más de una lectura: poner atención como se
mira absorto un atardecer. Los primeros poemas me emocionaron más que los
últimos, quizás porque también al tono se acostumbra uno, pero también porque,
en un ejemplo, Bendición del ave marina es más hermoso que Himno
lunar. Admirable es la sed de comunión que Oswald siente no sólo con la
naturaleza, sino con la belleza herida del mundo. En esta comunión hay, según
me parece, una búsqueda soterrada de una trascendencia:
Holy ghost of heaven,
blow us clear of the world,
give us the utmost of the air
to have on and hold.
(Espíritu Santo del
Cielo,
aléjanos del mundo,
danos todo el aire
posible
para ascender y
sostenernos.)
Sin embargo, en su búsqueda Oswald
se mantiene fuertemente apegada a las realidades terrenales: a la piedra, a las
semillas, a la lluvia, a los bosques o a los niños. No hay búsqueda de un
conocimiento superior allende las cosas, sino que el sentido del mundo se le
hace presente en las cosas mismas. No negaré que algunos poemas me parecen
fallidos (Sísifo, por ejemplo), pero Bosques, etc. mantiene a lo
largo de sus setenta y cinco páginas la capacidad para emocionarnos y darnos,
si se me permite hablar así, la realidad de lo real más allá de las
apariencias.
Los árboles se desnudan y tiritan:
otoño. Hojas secas que el viento arrastra para que nosotros pisemos la
melancolía; sin embargo, hay un brillo en la tristeza. En estos días tristes en
los que siento más el peso de la vida que la propia vida me gustaría que me
acompañasen estas palabras luminosas de Alice Oswald:
the rain, thinking I’ve gone, crackles the air
and calls by name the leaves that aren’t yet
there.
(la la lluvia, creyendo
que me he ido, hiende el aire
y llama por su nombre a
las hojas aún por brotar)
Quieran los ángeles de lluvia hacer
florecer mi pobre corazón para que pueda esperar otra primavera.
Shalom.
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