Envejecer
(I’m
sitting here doing nothing
but
aging)
Ayer hice sucinta referencia
al libro del que quiero decir dos palabras: Jean-Luc Seigle, Al
envejecer, los hombres lloran, Barcelona, Seix Barral, 2013 (traducción de Adolfo García Ortega). Como dije,
adquirí la novela llevado por el título y, lo admito, por la portada: una
hermosa imagen del fotoperiodista alemán Kurt
Hutton, fallecido el año perfecto, en la que se ve a un hombre de espaldas
cubierto por una chaqueta oscura avanzando mientras mantiene las manos en los
bolsillos; detrás de él un perro mira con ojos triste la neblina que desdibuja
el paisaje. La fotografía original deja ver a la derecha la sombra de algunos
edificios; he buscado otras fotografías y me han parecido sencillamente
espléndidas (pueden verse algunas en esta página). Me tomo la
libertad de reproducir aquí una especialmente triste y, aunque no hablo
habitualmente de fotografía, diré que el blanco y negro siempre me ha impactado
porque es capaz de dejar una huella en mi espíritu que la fotografía en color
difícilmente consigue. Cierto que desde mi infancia me hicieron aficionado a la
fotografía, pues mi padre, además de regalar una cámara a cada uno de sus hijos
(la de mi hermano mayor era una réflex de rosca, traída de la República
Democrática de Alemania, ¿adónde habrá ido a parar?), trajo a casa la
maquinaria para montar un laboratorio de revelado en blanco y negro. Es verdad
que un par de años después apareció con otra máquina para revelar en color (era
italiana o eso me parece recordar, pero siempre me incliné por las
diapositivas, que enviaba a revelar por correo y cuyo luminoso color no
consiguen los nuevos medios), pero nunca la usé. En el cuarto de baño pequeño
se metían en mis narices los olores de los líquidos y me apasionaba ver cómo
iba apareciendo sobre el papel la imagen ya revelada. Hacía los carretes,
fotografía, revelaba… y experimentaba con notable torpeza, porque el papel de
grano grueso me gustaba mucho. Pues bien, la fotografía de Kurt Hutton, impresa
en la portada de la novela, ha sido elegida con tino, pues la historia es
precisamente la de un hombre que se aleja para adentrarse en la niebla.
Al envejecer, los hombres lloran narra
la historia de un nueve de julio de 1961 (Carlos
Marzal, supongo, ya habría abierto los ojos a la luz y Juan Vicente Piqueras estaría a punto de dar sus primeros pasos) en
una pequeña aldea francesa de setenta y dos habitantes: en la casa de la
familia Chassaing entra la primera televisión del pueblo lo cual provoca un
cierto revuelo en la localidad. Sin embargo, la televisión es sólo un pretexto
para narrar lo que sucede en el alma de unos personajes que nos resulten
extrañamente cercanos. Y lo son porque se forma una cadena abuelo-padre-hijo
que atraviesa el siglo al son de los tambores de guerra: el abuelo, la Primera
Guerra; el padre, Albert, que es el verdadero protagonista, la Segunda, y el
hijo mayor, Henri, vive la guerra de Argelia. El pequeño, Gilles, no es ya un
eslabón de esa cadena, sino que de alguna manera su amor por la lectura ha
impreso en él una sensibilidad distinta. Pero Albert es diferente a su padre y
a su hijo mayor, porque le tocó servir en la Línea Maginot y fue derrotado por
los alemanes: regresó, cuatro años después, como alguien que lleva en la frente
una mancha imborrable, la de una derrota poco romántica y vergonzosa. El cuadro
se completa con la esposa de Albert, Suzanne, enamorada de Paul, empeñada en
salir de aquel rincón del mundo y cuyo más valioso tesoro es el amor de su
hijo, cuyas cartas, que Paul le lleva, espera con ansia. De hecho, Henri es su
único hijo, porque Gilles le resulta absurdo a esta mujer empeñada en ser
partícipe del american way of life y
que organiza posados familiares de fotografía cada vez que introduce un nuevo
aparato en su casa. El hijo mayor, que aparecerá en la televisión al caer la
tarde y cuyo rostro Albert no sabrá reconocer, se hace presente como una
ausencia capaz de explicar la actitud de su madre, pero no la soledad de su
padre. Éste hunde sus raíces como un árbol y parece más cercano a su anciana
madre (la escena del baño está descrita con una ternura capaz de sobreponerse a
la vergüenza) y a la tía Morvandieux, una vieja acartonada, vigilante, una de
las madres viudas de la Primera Gran
Guerra que emplearon toda su existencia en mantener vivo el recuerdo de sus
hijos muertos en el frente.
La novela está divida en seis partes (cuatro para el día nueve, una para la mañana siguiente y la última, alejada en el tiempo, que reflexiona sobre la Línea Maginot: La Imaginot o ensayo sobre un
sueño de hormigón armado). Con un ritmo premeditadamente lento, pero no
cansino, Jean-Luc Siegle nos va descubriendo el alma de sus protagonistas:
Albert, que trabaja en la fábrica Michelin (el espanto de la industria con sus
olores pestilentes), pero que conserva un pedazo de tierra porque es un hombre
apegado al heimat, al terruño. Eso, y
el amor desfondado por su hermana, lo han mantenido en pie, porque Suzanne,
casi quince años más joven, nunca estuvo enamorada de él. Albert descubre en su
hijo Gilles un futuro diferente, pero
el chico necesita un guía y él sabe que, como Moisés, no entrará en la Tierra;
por eso se debe ir desdibujando. Suzanne, frustrada e insatisfecha, que empieza
a cuidar su apariencia dando a entender que necesita cambios en su vida; el
pequeño Gilles cuyas faltas de ortografía le pondrán en contacto con un viejo hecho de cariño, el señor Antoine, un maestro que ha recalado en
el pueblo… Los personajes y los paisajes, éstos sólo abocetados, van de la mano. Sin
duda, hay algo de Charles Péguy en Seigle, porque en el fondo de la novela
encontramos amor por Francia y por aquellos franceses que fueron olvidados tras
el fin de la guerra. Con la depuración quiso el general De Gaulle hacer borrón
y cuenta nueva, pero muchos franceses, nos dice Seigle, se dejaron parte de su
alma en aquel pasado en el que se alzaron como defensores fracasados de la
libertad frente a la barbarie. No fueron sólo los miembros de la Resistencia,
de lectura romántica, sino aquellos soldados que se quedaron en tierra de nadie
con la derrota como herencia. Quizás en Albert se cumple para Gilles, ya que no
para Suzanne, el dictum benjaminiano:
Sólo por los sin esperanza no es dada la
esperanza.
Sin duda, Al envejecer, los hombres lloran merece
una atenta lectura. Dejo un vídeo de George
Harrison, fallecido en noviembre de 2001, con una de mis canciones
predilectas: al final un George aún joven se gira y acaba confundiéndose con la
multitud de la misma manera que Albert se disipa en la sombra.
Shalom.
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