Envejecer
He citado en
otra ocasión, me parece, a una mujer considerada gran actriz de teatro. Ni a Fernando ni a mí nos gustó nunca demasiado, pues gesticulaba en exceso y su voz chillona
aplanaba, curiosamente, los personajes de la tragedia griega. La vi, si no me
falla la memoria, en el Lope de Vega y tal vez en aquellos Festivales de España
que se celebraban en la plaza del mismo nombre donde escuché también a Quilapayún por un precio más que
razonable (bien es verdad que algún pequeño gran enchufe teníamos a la hora de
conseguir las entradas). No diré el nombre de la actriz—intelligenti pauca—, mas recordaré con agrado la entrevista que le
hizo Salvador Pániker en el libro Conversaciones en Cataluña, que publicó
la editorial barcelonesa Kairós. Unos años después, quizás en un dominical, manifestaba
aquella mujer con ojos de gato y con una gran inteligencia natural que “envejecer
le parecía injusto”. Antes, frisaría yo los quince años, aún me veo con una
nitidez casi absoluta: estoy en el salón de la casa de mis padres, pegado al
ventanal, sentado sobre una silla muy recta con una pequeña mesa delante sobre
la que descansa una Olivetti de color azul ya sacada con cuidado de un estuche
del mismo color partido en dos por una amplia franja negra vertical. Había
estado escribiendo, o más bien pasando mis notas a máquina, sobre Antrátolyo, el Señor de los Mil Nombres,
un personaje diabólico al que espantaba la muerte y que al final de la historia
resultó no ser muy diferente del autor, maguer mejor persona (vale: no tiene
mérito, porque nunca fue difícil). Me detuve un instante vacilando: Antrátolyo
era mucho mayor que yo y su búsqueda me suscitaba compasión, porque había
dejado muchas existencias a sus espaldas. Arranqué unas hojas y comencé a
escribir con agobio sobre el paso del tiempo, porque mi vida verdadera se
quedaba siempre detrás; sentí el peso del tiempo, ése que un reloj es incapaz
de marcar, y me entristecí por primera vez en mi vida con la contemplación de
mi propia existencia finita. No había miedo, sino melancolía. Cualquiera verá
que tal situación no es sino la preocupación de un adolescente recién salido de
su infancia adulta; pero los años siguientes me continuó invadiendo la misma
congoja y, además, tracé inconscientemente un camino que me condujo a aquel
puerto oscuro: releía una y otra vez La
agonía del cristianismo, de don
Miguel de Unamuno; la novela de Mika
Waltari, Sinuhé, el egipcio, que
había leído en quinto de bachillerato en una de aquellas ediciones infames de
Plaza y Janés que se vendía en los quioscos, me aterraba por su manera de poner
ante mis ojos el devastador paso del tiempo. Antes realicé mi primer intento de
leer Las confesiones; aprendí de
memoria en tercero de bachillerato, gracias al padre Carlos, Las coplas de Jorge Manrique, con su devastador ritmo de pie quebrado, me
aficioné a don Antonio y
memoricé aquel maravilloso poema de heptasílabos y endecasílabos (que siempre
se han llevado bien en la lírica española), irrepetible, que me sigue haciendo
llorar:
A
José María Palacio
Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entré las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
Cada
cumpleaños se transformó en un abismo de angustia: los odiaba porque el tiempo
se me iba de las manos e, incapaz de detenerlo, sólo sabía hundirme bajo su
peso. Antes de los treinta me dije: “El problema no es cumplir años, insensato,
sino dejar de cumplirlos”; fue un bálsamo falaz, porque la nostalgia me siguió
mordiendo incluso después de escuchar las hermosas palabras con las que se
consagra la luz en la vigilia pascual: Cristo
ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega, suyo es el tiempo y al eternidad. Pensé
que todo tiempo acabaría, pues por definición el tiempo debe pasar; busqué el
texto luminoso del apocalipsis: ἐγὼ τὸ
Α καὶ τὸ Ω, ὁ πρῶτος καὶ ὁ ἔσχατος, ἀρχὴ καὶ τέλος…
La luz sigue poniéndose y con frecuencia todo me parece un atardecer, porque he
vivido siempre mirando al lugar por donde se pone el Sol. Lo que se va nunca
vuelve: ¿no es ésta acaso la experiencia de Abraham? Dureza en las palabras que
El Eterno dirige a Moisés cuando éste sube al monte Nebo y contempla desde la cima
del Fasga, que mira a Jericó, la tierra desde Galaad hasta Dan: Ésta es la tierra que prometí a Abrahán, a
Isaac y a Jacob, diciéndoles: Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver
con tus propios ojos, pero no entrarás en ella. He vivido con la convicción
de que nunca me será permitido entrar en la Tierra Prometida y, por eso, me
gusta el sábado santo: permanecer alerta, como hizo Benjamin. Quizás eso sea envejecer: permanecer a las puertas del
Paraíso desde donde un ángel de terrible belleza me contempla y una espada
llameante cierra mi camino al árbol de la vida.
Y todo esto porque quería hablar de
la novela de Jean-Luc Seigle, Al envejecer, los hombres lloran, Barcelona,
Seix Barral, 2013, que sin llegar a entusiasmarme, me ha dejado un buen sabor
de boca. Como cualquiera se puede imaginar, la compré por el título tan triste
como prometedor… Me disculparán si hablo de la novela en unos días, porque ya he aburrido suficiente.
Shalom.
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