AUTOBIOGRAFÍA
Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan
para morir;
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón
en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
Como dije ayer, el día treinta y uno de mayo se cumplen cien años del nacimiento del poeta español Luis Rosales Camacho. Y quiero dejar constancia, en la medida de mis limitadas posibilidades, de mi enorme gratitud. Hoy propongo una lectura pausada del breve poema Autobiografía, editado originalmente en Rimas el año 1951 cuando mis ojos aún no habían visto la luz.
Desde muy joven he pensado que la poesía no es semejante a un ingenio mecánico que pueda desmontarse. Los estructuralistas parecían creerlo y, así, no comprendían nada salvo lo que ellos mismos ponían. Recuerdo aún la discusión que mantuve con mi profesor de Salmos y Sapienciales, Gonzalo Flor Serrano. Nos había enseñado técnicas precisas de corte analítico para abordar los poemas bíblicos. En el examen final nos puso, además de las preguntas teóricas de rigor, un salmo para comentarlo. Hice lo que se esperaba que hiciese, porque debía mantener la nota de mi expediente, aunque hoy sé (o al menos eso quiero creer) que el bueno de Gonzalo me hubiese dado la misma nota si hubiese manifestado sólo mi resistencia; pero, quizás cobardemente, desmonté el texto para—supuestamente—entenderlo; conociendo mi traición, añadí una coda final en la que expresaba mi más profundo escepticismo por aquel tipo de análisis impío. El examen me fue devuelto con un largo comentario, lleno de cariño y comprensión, sobre mis observaciones; pero mi profesor no daba su brazo a torcer. Sin embargo, más de treinta años después sigo pensado a este respecto casi lo mismo: un poema es un ser vivo. Debemos dejarlo volar, recitarlo y contemplarlo. A lo sumo, acompañarlo en su viaje a través de nuestra vida, pero haciéndole una autopsia ¿diremos que conocemos mejor la vida que encierra?
Ya he sobrepasado con creces la edad que Luis Rosales tenía al escribir Autobiografía y, aunque eso no me dé ningún derecho, me otorga cierta perspectiva. Privilegios de la edad, pues no todo es tener más cercana la despedida. ¿Quién ha contado las olas del mar? Parece ésta una pregunta dirigida por el Eterno al pobre de Job en su estercolero:
¿Quién cerró el mar con una puerta
cuando salía impetuoso del seno materno,
cuando le puse nubes por vestido
y niebla por pañales,
cuando le impuse un límite
con puertas y cerrojos
y le dije: Hasta aquí llegarás y no pasarás;
aquí acabará la arrogancia de tus olas?
Un náufrago que no se resigna y aun antes de enloquecer hace locuras para preservar una chispa esperanza en mitad de un océano. Sí, locura, porque cuenta las olas, y las vuelve a contar... hasta la última, pero ¿hay acaso última ola? La ola que trae la muerte: la última. ¿O quizás la última ola es la que nos devuelve nuestra infancia en una playa infinita? Sí, porque las olas tienen nuestra altura y nos cubren la frente como besos de una madre. Tal vez toda ola, incluso la última, tiene la estatura de un niño y al final volvemos siempre al principio, a nuestra infancia, allí donde se encierran los tesoros inagotables gracias a los cuales seguimos vivos incluso cuando ya no estamos. Náufrago contable que no cesa en su oficio.
A lo mejor el náufrago tiene miedo precisamente porque guarda una esperanza: y cuenta y mide las olas calculando su altura para no ahogarse. ¿Es eso la prudencia? La del caballo de cartón que se hincha en el baño y no se rompe, sino que pierde su color, se le cae una oreja y se deshace poco a poco como nos deshace la vida. Sólo en una cosa me equivoqué: en la más importante. ¿Qué es entonces todo lo demás sino la sombra de la muerte? ¿Acaso la contabilidad de las olas acabará con mi soledad? Una, otra, y otra, otra, y otra, una más, y otra, repasarlas todas para evitar errores, llevo una vida contando olas para llegar a la última y de nada me sirve haber contado olas cuando debería haber nadado.
El náufrago está en la orilla. Mira la mar inacabable. Hay olas grandes y pequeñas también; a veces llegan límpidas, otras traen espuma de Rabindranath como quería el de Moguer por Zenobia. ¿Cuántas olas bastan para morir? Hace falta toda una vida: el dolor que traviesa cada decisión importante sabiéndola quizás equivocada de antemano, porque ¿adónde llevan las olas? Vienen de lejos a la orilla en que me encuentro y lejos se marcharán sin mí, porque no me equivoqué salvo en las cosas que yo más quería.
Al final por más que contaba, me he equivocado. Vivir no es asunto de contables, sino de náufragos. ¿Qué podemos perder sino la vida?
El enlace lleva a la voz de Luis Rosales recitando Autobiografía. Cambia el último verso de manera casi imperceptible: no perdió nada y nos regaló hermosura.
Shalom.
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