UNA PROVOCACIÓN
(es la primera parte si hay una segunda)
Decía en la entrega anterior que quería reflexionar sobre las cosas ésas llamadas provocativamente “libros digitales”, “libros electrónicos”—acepción ésta que recoge la Academia—o incluso “ecolibros”. Una joya de vocabulario, vamos. Son muchas las voces que ya han anunciado “el fin de la era Guttenberg”, deseosas de hacerse pasar por profetas. Pienso más bien que la era Gutternberg no nos alcanzó nunca, pues los hombres no suelen ser buenos amigos de los libros, aunque esto es otra cuestión y más ahora cuando en nuestro país la mejora en el nivel de vida ha propiciado que se vendan más libros, aunque nada ha propiciado que se lea más. Los libros han pasado a ser en muchas ocasiones una simple marca de diferencia cultural. Como no quiero seguir un argumentación deductiva, debe quedar clara desde ya mi oposición—tan tajante como irrelevante—a estos artilugios modernos que prometen acabar con el “libro tradicional” y sabiendo que se me puede tachar de anticuado o de cosas peores, confesaré que me tengo por refractario (y más a las críticas de los estúpidos, conste). También debo confesar que aquellos otros profetas anunciaron la desaparición del correo... y, lamentablemente, no se equivocaron. De hecho, ya nadie me manda cartas, pero me llegan correos con frecuencia—la mayor parte de las veces para intentar hacerme perder el tiempo, aunque procuro borrarlos siempre antes de leerlos. ¿Cómo va a ser igual una carta de puño y letra que una pantallita parpadeante? He sido incapaz siempre de leer algo ligeramente extenso en la pantalla de un ordenador y suelo imprimir—y guardar, conste—los artículos a los que accedo.
Vayamos a los libros. Los expertos (en lo que sea, da lo mismo: son expertos) acostumbran a decir que los niños llevan mucho peso en sus mochilas. Solución: el libro digital. Más barato parece que debe ser—prescindiendo del soporte, claro. Yo heredé la mayor parte de mis libros escolares hasta que en quinto de bachillerato decidí hacer Letras, quizás para tener la ocasión de estrenar algunos. Todos los años, no obstante, caía algún volumen nuevo, pues o bien los de mi hermano mayor, a quien yo heredaba, estaban destrozados o bien los profesores se decidían a cambiar los textos. Recuerdo el maravilloso aroma que desprendían aquellos libros nuevos cuando se abrían las primeras veces: era el olor del papel y de la tinta. Esto se perderá, porque no creo que los libros digitales (tentado estoy de llamarlos “gililibros”) huelan a tinta, aunque alguien me puede decir que “todo se andará”.
¿Qué se perderá con esos artefactos? Enumeraré algunas de mis ocurrencias:
- El peso. Cada libro, cada edición, tiene su propio peso. Te da el gramaje del papel, la calidad de las cubiertas... y el placer de sopesar el libro en la mano.
- El tacto del papel.
- Los separadores.
- Las manchas en las hojas.
- Las quemaduras en las hojas.
- Los papelitos entre las páginas (tengo un billete capicúa de los antiguos en mi primera edición del Nuevo Testamento griego.
- Las fotografías que se conservan dentro de los libros.
- El olor a nuevo.
- El olor a húmedo.
- El polvo sobre los libros viejos o faltos de limpieza debido a las dobles y triples files.
- Los anaqueles.
- Las paredes hermosas.
- El sonido que hacen los libros al caer.
- Las paredes llenas de color.
- Emplear el tiempo buscando un libro que está ahí, pero que no aparece.
- Los libreros.
- Las librerías.
- El huecograbado.
- Las hojas dobladas.
- Los renglones torcidos.
- La encuadernaciones criminales también llamadas espasacalpes.
- Las letras irregulares.
- Ya se ha perdido el olor a tinta.
- Ya se ha perdido el relieve de las letras.
- Los marginalia reales.
Los libros digitales prosperarán como los archivos: para no ser leídos. Alguien dirá que me opongo al progreso y, desde luego me opongo a progresar hacia el abismo. Nos dirán que también se quejaron de la imprenta. No es lo mismo, aunque debe reconocerse que gracias a la imprenta han llegado a ser publicados libros rematadamente malos. Un manuscrito siempre tendrá un valor diferente. Pero no entenderán. La próxima generación no conocerá los libros. Acabarán haciendo “relatos visuales y virtuales interactivos”, es decir, juegos de ordenador. No, no se leerán los libros. Y sí: me da miedo.
Lógicamente, a medida que aumenten los libros digitales el precio de los libros reales aumentará, porque las tiradas serán más cortas. Las empresas se llevarán su parte del león y algunos autores se portarán como las hienas. Quizás hasta ganen más dinero; podrán escribir hijos digitales, engendrar árboles digitales y sembrar libros digitales, pero ni habrán tenido hijos ni habrán plantado árboles ni habrán escrito libros.
Shalom.
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