domingo, 6 de enero de 2013

Un alemán cuyo nombre es coreano


FILÓSOFOS



Ha pasado la Navidad con su carga hermosa de nostalgia, del dolor del hogar perdido que se encuentra ya en un pasado inalcanzable. Pese a nuestra memoria, el pasado no vuelve y sólo podemos alcanzarlo sutilmente si pronunciamos sobre él una palabra de perdón. La fiesta de Reyes (la Epifanía, esto es, la manifestación del Hijo de Dios a todo el género humano, la abolición de las barreras nacionales, raciales y religiosas) siempre me gustó más que la Navidad, pero nada hay aquí de motivos teológicos, sino la pura alegría de recibir regalos, que uno nunca merece. Sin embargo, no quiero ponerme sentimental, pues desde joven detesté también ese sentimentalismo gringo de navidades prefabricadas.

Quiero hablar de libros, pero no sé por dónde comenzar. Han caído en mis manos algunos interesantes, como el libro de Marguerite Yourcenar, Con los ojos abiertos. Conversaciones con Matthieu Galey, Barcelona, Plataforma Editorial, 2008. Había sido editado en Gedisa (y después por Plaza y Janés)  a mediados de los años ochenta [1], pero yo no lo conocía y, topando con él por casualidad en los anaqueles de una librería, me lo traje a casa, porque Yourcenar siempre me impresionó por esa capacidad casi oriental de dar la pincelada justa, un poco como la caligrafía japonesa. El libro no sólo no me ha decepcionado, sino que ha sido una fuente de reflexión personal, quizás porque la autora belga [2] tiene una sensibilidad religiosa excepcional. En su lápida funeraria está escrita una maravillosa oración: Plaise à Celui qui Est peut-être de dilater le cœur de l'homme à la mesure de toute la vie. Matthieu Galey tiene el mérito de no estorbar el curso de las ideas de la novelista, que puede expresarse con gran libertad por el espacio del que dispone, pues el “pensamiento en píldoras” no es nunca pensamiento, sino pura receta. La lectura de Con los ojos abiertos me ha llevado a comenzar la relectura de la obra de Murasaki Shikibu, La novela de Genji (versión, comentarios y notas de Xavier Roca-Ferrer), Barcelona, Destino, 2005, pues Yourcenar se refiere a la obra de Murasaki como la mejor obra de la literatura universal. Hace unos años La novela de Genji se me hizo pesada, aunque el primer volumen (Esplendor) me resultó más llevadero; en esta ocasión la leo con mayor lentitud y reconozco que estoy disfrutando más [3] quizás porque voy con más paciencia y presto más atención. Sin embargo, admito que me parecen excesivas las reiteraciones y que me molesta en ocasiones el tono de la obra. Y, desde luego, diré contra quien obtuvo demasiada fama en vida, que no es más compleja que la obra de Cervantes, pues no debemos confundir la complejidad con los enredos.

Hoy mismo he comenzado la lectura pausada de una antología del autor de origen rumano y, por lo que sé, nacionalidad francesa, Dinu Flamand, En la cuerda de tender (traducción de Catalina Iliescu Gheorghiu ) Linteo Poesía, Orense 2012 [4] alguno de cuyos poemas, por decirlo así, me ha tocado.

El título de esta entrada era, empero, “filósofos” y a fe mía que pretendo hablar un poco de ellos—no diré nosotros porque no me cuento entre el número de los privilegiados hijos de Platón. Mi estirpe es otra, pero no he dejado de ser un lector atento de los filósofos a los que he visto ir perdiendo penosamente terreno con el paso de los años mientras resbalaban hacia territorios chocantes. Di, y no por casualidad, con la obrita del filósofo alemán de nombre coreano Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Barcelona, Herder, 2012, que me ha llevado a pensamientos extraños como los que tuve de joven, aunque no porque sea especialmente estimulante. La filosofía anda en busca de su lugar en el mundo después de más de dos mil quinientos años; incluso el simple hecho de pensar en profundidad no parece ya definirla y los filósofos, bueno, los licenciados en Filosofía se dedican a las tareas más diversas entre las que no ocupa el última lugar la publicidad, algo que dice demasiado. No sólo la psicología—esa cosa inmune disfrazada de curandera, abominable en sí misma y en sus consecuencias—, sino también la antropología, la sociología y esa cosa extraña llamada “estudios culturales” (¡pobre Dilthey!) le han dado tales  bocados que la dejan como una manzana descorazonada. ¿Qué le queda? Incluso lo que robó en su complejo edípico, siempre mal curado, le ha sido arrebatado, pues muerto Dios, pretendió quedarse con la religión, pero ni eso. Le han expropiado hasta la cantera teológica de la que se creyó dueña. Todo esto puede explicarse porque no interesa pensar, algo a lo que algunos sedicentes filósofos se aferran. De hecho, en la sociedad española se ha vuelto irrelevante y a esta situación no son ajenos, ni mucho menos, los filósofos profesionales de nuestro país. Recuerdo haber leído un sábado, siendo yo aún joven, un libro sobre el incomparable amigo Wittgenstein; en la última página hice la siguiente anotación: “Cómo escribir un libro con una idea y que, además, no es del autor: ¡Bravo!”. Nuestros filósofos acabaron por convertirse la mayor parte de las veces en opinadores. Todo empezó hace muchos años con aquel desprecio impúdico hacia don José Ortega y Gasset, que se transformó en odio mezquino hacia alguno de sus discípulos. Hubo saña con don Julián Marías y algo más, producto de un evidente complejo de inferioridad, con Xavier Zubiri (aún recuerdo la demasiado breve nota que el entonces diario independiente de la mañana le dedicó en el resumen de noticias y un artículo, absolutamente indigno, de un novelista fatuo e inculto a cuyo cercado habría que acercarse sin resentimiento pero, después de lo que escribió la criatura y según expresión de Nietzsche, con guantes). He de confesar mi profundo respeto por alguien que se mantuvo alejado por pura asepsia (y por su brillante inteligencia) de los medios de manipulación de masas, don Agustín García Calvo, que en gloria esté (aunque no le gustase esta expresión). Claro: los medios de masas no parecen el lugar adecuado para la filosofía, que necesita tiempo, paciencia e inteligencia (como anda muy escaso de la última, no me extraña que el novelista al que me he referido no pudiese entender a Zubiri). Sin embargo, para quien quiere convertir el pensamiento en un espectáculo… ¡le recomiendo a Debord!

Nuestros filósofos, salvando excepciones, han hecho ensayos de escasísimo calado: éticas para chicos, reflexiones populares y cosas así. No están mal, pero no se puede pretender ser filósofo y popular por serlo. Sartre  lo intentó, pero mírese lo que ha quedado de su pensamiento (y lo que digo no quiere ser una crítica, sino una indicación de que su biografía  fue al final la que ocultó su filosofía). Mi primer profesor de la materia nos dijo en una ocasión: “Hay ideas que no pueden explicarse pedestremente”. Resulta curioso que cuando la supuesta intelligenstia quiso invitar a un filósofo, allá por 1985, llamó a un alemán, al bueno de Habermas, al no debieron entender sin duda nuestros representantes políticos (y el novelista, ¡ni te digo!). La Dialéctica de la Ilustración tuvo una primera edición, antes de la que nos ofreció Trotta, muy corta (de quinientos ejemplares si no me equivoco) ¡y nunca se agotó! Los filósofos españoles—maravillosos congresos de jóvenes filósofos cincuentones—tienen, sin duda, buena parte de culpa (y sé que introduzco una noción que a muchos les parece deleznable por su origen teológico; pero ya se sabe de dónde procedo…); pero nuestros políticos no les van a la zaga: han hecho y hacen esfuerzos dignos de los mejores sistemas totalitarios.

Leí La sociedad del cansancio con atención, pero dada su brevedad, en muy poco tiempo. Es un libro difícil de clasificar (yo no hablaría de filosofía en este caso, pero más sabe el director de la colección que un servidor) entre la sociología, la antropología y el hurto de ideas médicas, pues desarrolla, bueno, habla un poco de la sustitución de modelos: lo neuronal sustituye a lo viral de modo que la inmunológico pierde territorio social. Aportando una idea pensable, tengo la impresión de que simplifica la complejidad de los problemas y hace una lectura de las sociedades capitalistas no sólo parcial, sino un poco superficial. La mayoría de los filósofos populares abandonó hace tiempo la metafísica (porque era necesario salvarse), pero hay autores capaces de hacer lecturas muy profundas (y por eso son difíciles) de nuestra situación. Pienso en Levinas (nuestro novelista no entendería ni el título de sus obras), en el admirable Michel Henry o en alguien como Jean-Luc Marion. Han aporta una idea (y ese Han  es el apellido de nuestro filósofo) que se le agota en muy poco espacio; sin duda, merecerá la pena profundizar en ella, pero me temo que nuestro filósofo alemán vive en el filo de la tentación de decir cosas nuevas. Ese afán siempre me pareció poco filosófico (y poco importa, porque no soy filósofo), porque viniendo de los mundo de los que vengo, valoro mucho la tradición, pero no como repetición, sino (como nos enseñó la haggadá rabínica, la teología medieval y, recientemente, Gadamer) recreación, como una profundización en lo que somos; pues pese a las recientes modas sociales, el ser humano tiene una profundidad inagotable y merece la pena dedicar la existencia a pensar en lo más alto. Y quien haya aguantado esta entrada hasta aquí, reciba mi admiración por su paciencia.

Shalom.

[1] Uno ya no sabe de quién es cada editorial… El mercado manda. Hace poco me he enterado de la desaparición de DVD, editorial dedicada felizmente a la poesía y que había sacado a la luz algunas obras magníficas. Fundada hacia 1996, DVD no ha podido cumplir ni veinte años. Esto parece un nuevo aviso a navegantes.

[2] Sé que su nacionalidad fue francesa y gringa; pero, ¡qué narices!, nació en Bruselas.

[3] Pese a algunos errores en el castellano del traductor.

[4] En español me niego a escribir Ourense*, pero lo haría gustoso en gallego (lengua hermosa donde las haya y a la que, por mis raíces, he frecuentado). La lengua sin duda es política (en su sentido más noble), pero no podemos convertirla en un arma ideológica. De la misma forma que no escribo London*, Köln* ,Warszawa* o Moskva*, tampoco escribiré ni diré, si hablo castellano, A Coruña, Girona o Lleida. Sin duda, hay más lenguas españolas que el español y no seré yo quien niegue la dignidad de esas lenguas: son tesoros que debemos preservar y cuidar con mimo; pero esto es una cosa y otra hacer del nacionalismo un problema lingüístico.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vuelta a la calma después de una Navidad también cargada de cierta "nostaljia", la mía, muy juanramoniana. No sé en qué se diferencian estas fechas de otras del año, bueno, eso sí, más luces, más adornos, banderolas imposibles de digerir en algunos balcones...; probablemente se nos quiera acostumbrar a ciertas cosas a las que el alma no puede (ni debe) acostumbrarse.Es probable que mi "nostaljia" venga de ahí.
Me he desviado - aunque sé que en el fondo no lo hago-, lo siento: en realidad sólo deseo agradecerle sus comentarios, especialmente los referentes a poesía. Reconozco mi incapacidad/insensibilidad para la lectura de otros géneros que usted domina.
Por favor, si es posible, traduzca lo que escribe en otras lenguas...no me quiero enganchar a el Traductor de El Mundo (y casi lo estoy). Un saludo.

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

Le agradezo enormemente su comentario y quiero manifestarle mi acuerdo en lo que a los balcones se refiere.