domingo, 27 de enero de 2013

Bartleby, quizás uno.


¿QUIÉN ERES?


(Ilustración de  Rebecca Dart)

Una de las experiencias más apasionantes al sumergirme en un buen relato es hablar de con los personajes más allá de los límites de la propia narración. De alguna forma, se hacen carne superando la finitud propia de todo relato. Supongo que muchos lectores tendrán la misma experiencia: no se trata de una identificación con el personaje [1], sino de conocer a éste como otro real frente al lector; alguien que tiene la misma densidad, incluso más, que aquellos a quienes saludamos al cruzar la calle. No es fácil, desde luego, pero un buen narrador sabe que sus personajes no son marionetas y no se mueven al antojo de sus ideas. Hasta hay personajes tan vivos que son capaces de rebelarse contra su autor y gritarle a la cara que no quieren morir. Intelligenti pauca [2]. He tenido esta experiencia en muchas ocasiones, en muchos siglos y hasta en mundos en apariencia inexistentes.

            Como una gran mayoría, supongo, mi primer acercamiento a Herman Melville se debió a una ballena, Moby Dick, que debí leer en una de aquellas ediciones incompletas de Bruguera. No recuerdo que se tratase de una experiencia memorable, quizás porque yo era demasiado pequeño para comprender el alcance de la obra. Hasta muchos años después no cayó en mis manos un relato que me fascinó, Bartleby, el escribiente. De las muchas ediciones que pululan por ahí (Bruguera, Cátedra, Alianza, Siruela, Valdemar y un muy largo etcétera, incluyendo la edición que ha hecho Pre-textos con estudios de Deleuze, Agambem y J. L. Pardo con el original título Preferiría no hacerlo) me ha gustado mucho la editada por Nórdica Libros con unas magníficas ilustraciones de Javier Zabala. Bueno, pues hace mucho tiempo que estoy dándole vueltas a la identidad de Bartleby; pero el problema es que no habla, permanece mudo incapaz de salir del relato. La imagen que tengo de él es la de su aparente final:

the wasted Bartleby. But nothing stirred. I paused, then went close up to him, stooped over, and saw that his dim eyes open (el baldío Bartleby. Pero no se movió. Me detuve y me acerqué a él agachándome, y vi que sus oscuros ojos estaban abiertos).

¿Quién es este Bartleby? Sin duda muchos reconocerán en él una sombra kafkiana que se proyecta antes de que el autor de Un artista del hambre comenzase a escribir. Es posible que Kafka haya influido en Melville, aunque a algunos les parezca cosa increíble: ¿acaso no lo es el propio Bartleby?

            Algunos han entendido a Bartleby—figura cuya densidad ha atravesado el relato de Melville, aunque su cabeza se haya quedado apoyada en el frío muro—como un prototipo del nihilista con su I would prefer no to. Sin embargo, no me lo parece y preferiría decir que no lo es. De hecho, de Bartleby sólo tenemos la imagen, como en un espejo convexo, que nos ofrece el narrador, de quien conocemos bien poco y por no saber, no sabemos ni su nombre. Dice de sí mismo: I am a rather ederly man (soy un hombre bastante mayor. De hecho, ronda los sesenta por lo que dice de la edad de Turkey); afirma que le gustan las cosas sencillas y que es abogado; pero esto es lo que dice de sí mismo: ¿por qué habríamos de creerle? Hay una confesión de sí mismo que lo sitúa en los antípodas de Melville, otro de los protagonistas del relato, aunque invisible a nuestros ojos:

Imprimis: I am a man who, from his youth upwards, has been filled with a profound conviction that the easiest way of life is the best. Hence, though I belong to a profession proverbially energetic and nervous even to turbulence at times, yet nothing of that sort have I ever suffered to invade my peace. I am one of those unambitious lawyers who never addresses a jury or in any way draws down public applause, but, in the cool tranquillity of a snug retreat, do  snug business among rich men’s bonds, and mortgages, and title deeds. All who know me consider me an eminently safe man.
(Primero: soy un hombre que, desde su juventud, está poseído por la profunda convicción de que el camino más fácil en la vida es el mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente tonificante y excitante a veces hasta la turbulencia, nunca he dejado que esas cosas me perturben. Soy uno de esos abogados sin ambiciones, uno de ésos que nunca se dirige al jurado o se atrae el aplauso público, pero que en la serena tranquilidad de un respetable retiro, realizo respetables negocios entre los bonos de los ricos, las hipotecas y los títulos de propiedad. Todo el que me conoce no puede sino considerarme un hombre eminentemente digno de confianza)

            Desde luego, yo no me fiaría de un tipo así por más que la gente respetable lo considere un hombre digno de confianza. Un hombre que trabaja para los bancos [3]. Muchas  veces olvidamos quién nos informa sobre Bartleby, pero estamos autorizados a dudar de su punto de vista y tal vez por esto nuestro protagonista esté condenado a moverse siempre en las sombras. Nuestro narrador ¿se atusa el bigote? ¿Lleva chaleco? ¿Le asoma la barriga por encima del pantalón? ¿Se sacude con incomodidad las migas de pan tras el almuerzo? ¿Mira a las mujeres de reojo? ¿Se detiene a contemplar la mar? Me gustaría verlo por la calle, pues seguro que se mira hacia otro lado cuando se encuentra con algún problema. Puede ser tolerante con Turkey, Nippers y Ginger Nut, pero tal vez sólo porque sabe gestionarlos: los trata como objetos de los que ha aprendido a sacar un beneficio. En efecto, tiene capacidad administrativa y el comportamiento que muestra es el de un agrimensor. Lo que él llama “compasión” no es una apariencia fruto de la curiosidad. El narrador se sitúa permanentemente en el ámbito de la respetabilidad y Bartleby sólo le sacará de sus casillas cuando con su inacción ponga en entredicho esa respetabilidad burguesa. Quien alguna vez ha enfrentado los vientos en la proa de un barco no puede jamás conformarse con semejante cosa, salvo al precio de estar muerto en vida. Tal vez el cadáver de Bartleby esté más vivo—de hecho él sigue vivo—que el resto de los personajes que deambulan como fantasmas de niebla por el relato. Melville debió sentir repulsión por el abogado y por eso debemos agradecerle más que escribiese este relato, pues Melville es el amanuense que se ha dejado poseer por el espíritu de Bartleby.

            Comprendo que estas reflexiones son un puro disparate, pero ¿no lo es Bartleby? Su pura pasividad desde que entra en el despacho hasta su final junto al muro podría ser interpretada por los agrimensores como una descreación: Dios crea con su palabra, ¿Bartleby deshace? Sin embargo, él hace lo que sugiere (y esto es decisivo, pues nunca se impone como un poder). El narrador intenta domesticar a Bartleby: lo ubica en el despacho, tras un biombo, como una presencia invisible. Lo trata como a los demás. Lo absurdo no es Bartleby, sino la situación que lo rodea; si enfocamos bien, todos parecen estúpidos menos él. Esto me hace pensar en que la pasividad de Bartleby quizás sea un signo de la gracia. Su existencia consiste en ser: al principio colabora, pero es posible que dándose cuenta del absurdo que lo rodea su única posibilidad consista en una pasividad absoluta hasta convertirse en un huésped incómodo. Como hacen los buenos burgueses con Dios, el narrador deja un espacio a Barltleby, pero sólo hasta el momento en que su presencia se hace absurda denunciando el sinsentido de la situación. Los demás buscas razones que justifiquen la presencia de Bartleby, pero no las encuentran y Bartleby acaba por hacer absurdo el mero hecho de existir, mas semejante absurdo se produce en la oficina, allí donde todo está reglado y tiene su sitio, donde no hay espacio sino para la copia y donde la creación verdadera es arrojada fuera. Un mundo cuyo único horizonte es un muro insalvable de ladrillo. Quizás, como algunos propusieron tras examinar psicológicamente a don Quijote, Bartleby sea un enajenado y eso lo convierte en un tipo peligroso pues no se rige por la cordura de los cuerdos, sino que está poseído de una locura que obliga a pensar. Como Dios, el narrador deja al protagonista un espacio reducido, su espacio, del que sólo puede salir con autorización. Su presencia es absurda; pero es precisamente la que acaba revelando el absurdo de lo que le rodea. De hecho, como el Mesías, Bartleby es capaz de ir más allá del pacto: lo rompe con su inacción, pues trabajar hubiese significado sumarse a la cadena y no liberarse de ella.

            Quizás estas reflexiones deban seguir, pero confieso que me cierto incómodo con Barleby, pues su identidad se me escapa. Es, como todos los seres auténticos, un abismo en cuya cercanía respiramos el Misterio, ese exceso de luz al que llamamos belleza. O Dios.

            Shalom.

[1] Ésa es una de las características básicas de las narraciones míticas. Recuerdo de pequeño las tardes de cine de algunos domingos. Mi madre nos daba dinero para ir a una de aquellas sesiones dobles librándose de nosotros con una gran elegancia (no es ninguna crítica, sino la sencilla constatación de que los padres se equivocan estando permanentemente con sus hijos). La sala, llena de chiquillos ruidosos, se calmaba en cuanto comenzaba la proyección; mas aquella serenidad se perdía ante las acciones de los malos (indios, enemigos de Roma, nobles felones, soldados del Cardenal…) hasta que finalmente, pateando el suelo o con nuestras vocecitas infantiles, nos sumábamos a los refuerzos (el Séptimo de Caballería que llegaba al son de la trompeta, la legión que aparecía en el horizonte haciendo retumbar el mundo, el caballero de brillante armadura, mosqueteros…) contribuyendo de manera notable al triunfo de los buenos y a un curioso caos producto de la lucha a favor del bien. Ésta es una de las razones por las que detesto la nefasta costumbre de identificar mito con narración falsa cuando se trata, justamente, de lo contrario.

[2] Al inteligente con poco le basta para entender. Las personas inteligentes no necesitan que se prolonguen los argumentos.

[3] ¿Quién no recuerda la pregunta de Brecht?: ¿qué es más delito: robar un banco o fundarlo?

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