¿QUIÉN ERES?
(Ilustración
de Rebecca Dart)
Una de las experiencias más apasionantes al sumergirme en un buen
relato es hablar de con los personajes más allá de los límites de la propia
narración. De alguna forma, se hacen carne
superando la finitud propia de todo relato. Supongo que muchos lectores tendrán
la misma experiencia: no se trata de una identificación con el personaje [1],
sino de conocer a éste como otro real
frente al lector; alguien que tiene la misma densidad, incluso más, que aquellos
a quienes saludamos al cruzar la calle. No es fácil, desde luego, pero un buen
narrador sabe que sus personajes no son marionetas y no se mueven al antojo de
sus ideas. Hasta hay personajes tan vivos que son capaces de rebelarse contra
su autor y gritarle a la cara que no quieren morir. Intelligenti pauca [2]. He tenido esta experiencia en muchas
ocasiones, en muchos siglos y hasta en mundos en apariencia inexistentes.
Como una gran mayoría, supongo, mi
primer acercamiento a Herman Melville
se debió a una ballena, Moby Dick,
que debí leer en una de aquellas ediciones incompletas de Bruguera. No recuerdo
que se tratase de una experiencia memorable, quizás porque yo era demasiado
pequeño para comprender el alcance de la obra. Hasta muchos años después no
cayó en mis manos un relato que me fascinó, Bartleby, el escribiente. De las muchas ediciones que pululan por
ahí (Bruguera, Cátedra, Alianza, Siruela, Valdemar y un muy largo etcétera,
incluyendo la edición que ha hecho Pre-textos con estudios de Deleuze, Agambem y J. L. Pardo con el original título Preferiría no hacerlo) me ha gustado mucho la editada por Nórdica
Libros con unas magníficas ilustraciones de Javier Zabala. Bueno, pues hace mucho tiempo que estoy dándole
vueltas a la identidad de Bartleby; pero el problema es que no habla, permanece
mudo incapaz de salir del relato. La imagen que tengo de él es la de su
aparente final:
the wasted Bartleby. But nothing stirred. I paused,
then went close up to him, stooped over, and saw that his dim eyes open (el baldío
Bartleby. Pero no se movió. Me detuve y
me acerqué a él agachándome, y vi que sus oscuros ojos estaban abiertos).
¿Quién es este Bartleby? Sin
duda muchos reconocerán en él una sombra kafkiana que se proyecta antes de que
el autor de Un artista del hambre
comenzase a escribir. Es posible que Kafka
haya influido en Melville, aunque a algunos les parezca cosa increíble:
¿acaso no lo es el propio Bartleby?
Algunos han entendido a
Bartleby—figura cuya densidad ha atravesado el relato de Melville, aunque su
cabeza se haya quedado apoyada en el frío muro—como un prototipo del nihilista con su I would prefer no to. Sin embargo, no me lo parece y preferiría
decir que no lo es. De hecho, de Bartleby sólo tenemos la imagen, como en un
espejo convexo, que nos ofrece el narrador, de quien conocemos bien poco y por
no saber, no sabemos ni su nombre. Dice de sí mismo: I am a rather ederly man (soy
un hombre bastante mayor. De hecho, ronda los sesenta por lo que dice de la
edad de Turkey); afirma que le gustan las cosas sencillas y que es abogado;
pero esto es lo que dice de sí mismo: ¿por qué habríamos de creerle? Hay una
confesión de sí mismo que lo sitúa en los antípodas de Melville, otro de los
protagonistas del relato, aunque invisible a nuestros ojos:
Imprimis: I am a man who, from his youth upwards, has been
filled with a profound conviction that the easiest way of life is the best.
Hence, though I belong to a profession proverbially energetic and nervous even
to turbulence at times, yet nothing of that sort have I ever suffered to invade
my peace. I am one of those unambitious lawyers who never addresses a jury or
in any way draws down public applause, but, in the cool tranquillity of a snug
retreat, do snug business among rich
men’s bonds, and mortgages, and title deeds. All who know me consider me an
eminently safe man.
(Primero:
soy un hombre que, desde su juventud, está poseído por la profunda convicción
de que el camino más fácil en la vida es el mejor. Por eso, aunque pertenezco a
una profesión proverbialmente tonificante y excitante a veces hasta la
turbulencia, nunca he dejado que esas cosas me perturben. Soy uno de esos
abogados sin ambiciones, uno de ésos que nunca se dirige al jurado o se atrae
el aplauso público, pero que en la serena tranquilidad de un respetable retiro,
realizo respetables negocios entre los bonos de los ricos, las hipotecas y los
títulos de propiedad. Todo el que me conoce no puede sino considerarme un
hombre eminentemente digno de confianza)
Desde luego, yo no me fiaría de un
tipo así por más que la gente respetable lo considere un hombre digno de
confianza. Un hombre que trabaja para los bancos [3]. Muchas veces olvidamos quién nos informa sobre
Bartleby, pero estamos autorizados a dudar de su punto de vista y tal vez por
esto nuestro protagonista esté condenado a moverse siempre en las sombras.
Nuestro narrador ¿se atusa el bigote? ¿Lleva chaleco? ¿Le asoma la barriga por
encima del pantalón? ¿Se sacude con incomodidad las migas de pan tras el
almuerzo? ¿Mira a las mujeres de reojo? ¿Se detiene a contemplar la mar? Me
gustaría verlo por la calle, pues seguro que se mira hacia otro lado cuando se
encuentra con algún problema. Puede ser tolerante con Turkey, Nippers y Ginger
Nut, pero tal vez sólo porque sabe gestionarlos:
los trata como objetos de los que ha aprendido a sacar un beneficio. En efecto,
tiene capacidad administrativa y el comportamiento que muestra es el de un
agrimensor. Lo que él llama “compasión” no es una apariencia fruto de la
curiosidad. El narrador se sitúa permanentemente en el ámbito de la respetabilidad y Bartleby sólo le sacará
de sus casillas cuando con su inacción ponga en entredicho esa respetabilidad
burguesa. Quien alguna vez ha enfrentado los vientos en la proa de un barco no
puede jamás conformarse con semejante cosa, salvo al precio de estar muerto en
vida. Tal vez el cadáver de Bartleby esté más vivo—de hecho él sigue vivo—que
el resto de los personajes que deambulan como fantasmas de niebla por el
relato. Melville debió sentir repulsión por el abogado y por eso debemos
agradecerle más que escribiese este relato, pues Melville es el amanuense que
se ha dejado poseer por el espíritu de Bartleby.
Comprendo que estas reflexiones son
un puro disparate, pero ¿no lo es Bartleby? Su pura pasividad desde que entra
en el despacho hasta su final junto al muro podría ser interpretada por los
agrimensores como una descreación: Dios crea con su palabra, ¿Bartleby
deshace? Sin embargo, él hace lo que sugiere (y esto es decisivo, pues nunca se
impone como un poder). El narrador intenta domesticar
a Bartleby: lo ubica en el despacho, tras un biombo, como una presencia
invisible. Lo trata como a los demás. Lo absurdo no es Bartleby, sino la
situación que lo rodea; si enfocamos bien, todos parecen estúpidos menos él.
Esto me hace pensar en que la pasividad de Bartleby quizás sea un signo de la
gracia. Su existencia consiste en ser: al principio colabora, pero es posible
que dándose cuenta del absurdo que lo rodea su única posibilidad consista en una
pasividad absoluta hasta convertirse en un huésped incómodo. Como hacen los
buenos burgueses con Dios, el narrador deja un espacio a Barltleby, pero
sólo hasta el momento en que su presencia se hace absurda denunciando el
sinsentido de la situación. Los demás buscas razones que justifiquen la
presencia de Bartleby, pero no las encuentran y Bartleby acaba por hacer
absurdo el mero hecho de existir, mas semejante absurdo se produce en la
oficina, allí donde todo está reglado y tiene su sitio, donde no hay espacio
sino para la copia y donde la creación verdadera es arrojada fuera. Un mundo
cuyo único horizonte es un muro insalvable de ladrillo. Quizás, como algunos
propusieron tras examinar psicológicamente a don Quijote, Bartleby sea un
enajenado y eso lo convierte en un tipo peligroso pues no se rige por la
cordura de los cuerdos, sino que está poseído de una locura que obliga a
pensar. Como Dios, el narrador deja al protagonista un espacio reducido,
su espacio, del que sólo puede salir
con autorización. Su presencia es absurda; pero es precisamente la que acaba
revelando el absurdo de lo que le rodea. De hecho, como el Mesías, Bartleby es
capaz de ir más allá del pacto: lo rompe con su inacción, pues trabajar hubiese
significado sumarse a la cadena y no liberarse de ella.
Quizás estas reflexiones deban
seguir, pero confieso que me cierto incómodo con Barleby, pues su identidad se
me escapa. Es, como todos los seres auténticos, un abismo en cuya cercanía
respiramos el Misterio, ese exceso de luz al que llamamos belleza. O Dios.
Shalom.
[1] Ésa
es una de las características básicas de las narraciones míticas. Recuerdo de
pequeño las tardes de cine de algunos domingos. Mi madre nos daba dinero para
ir a una de aquellas sesiones dobles librándose de nosotros con una gran
elegancia (no es ninguna crítica, sino la sencilla constatación de que los
padres se equivocan estando permanentemente con sus hijos). La sala, llena de
chiquillos ruidosos, se calmaba en cuanto comenzaba la proyección; mas aquella
serenidad se perdía ante las acciones de los malos (indios, enemigos de Roma, nobles felones, soldados del
Cardenal…) hasta que finalmente, pateando el suelo o con nuestras vocecitas
infantiles, nos sumábamos a los refuerzos (el Séptimo de Caballería que llegaba
al son de la trompeta, la legión que aparecía en el horizonte haciendo retumbar
el mundo, el caballero de brillante armadura, mosqueteros…) contribuyendo de
manera notable al triunfo de los buenos
y a un curioso caos producto de la lucha a favor del bien. Ésta es una de las
razones por las que detesto la nefasta costumbre de identificar mito con
narración falsa cuando se trata, justamente, de lo contrario.
[2]
Al inteligente con poco le basta para entender. Las personas inteligentes no
necesitan que se prolonguen los argumentos.
[3] ¿Quién no recuerda la pregunta
de Brecht?: ¿qué es más delito: robar un banco o fundarlo?
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