UNA ORACIÓN
POR LA BELLEZA
No
sé demasiado bien por dónde comenzar. Tal vez por lo evidente: estamos en una
sinagoga aneja a un campo de exterminio y un judío americano, Herman Cohen,
encarga un traje como si estuviese en San Francisco. Así arranca la obra de Arnošt Lustig, Una oración por Kateřina Horovitzová, Madrid, Impedimenta, 2012. La novela—aunque también
cabría referirse a ella como un relato corto—narra la historia de un grupo de
judíos americanos, capturados en Italia, a los que las autoridades alemanas
dicen querer liberar a cambio de fortísimas sumas de dinero y de presos
alemanes. El grupo, compuesto por diecinueve millonarios americanos, se
encuentra de paso en un campo de concentración polaco y caen en manos de un
oficial nazi representante de la más refinada mentalidad burocrática [1] que
los exprimirá alentando en ellos falsas esperanzas. Quizás saben que están
siendo utilizados, pero no les queda otro remedio que aceptar el juego que les
propone el oficial Bedřich Brenske. En el andén del campo el portavoz del grupo
de judíos, Herman Cohen, se compadece de una joven a la que escucha gritar: “Yo no quiero morir”. Se trata de Kateřina Horovitzová, que iba a
ser asesinada junto a toda su familia. El señor Cohen compra literalmente su
vida e intenta que escape con ellos del horror. Hasta aquí todo parece una de
las historias terribles que hemos escuchado tantas veces; pero el autor nos
ofrece mucho más, pues ha hecho un relato del que podemos hacer diferentes
lecturas, todas legítimas.
El
autor judío Arnošt Lustig nació en Praga en 1926 y murió en la misma ciudad
hace un año y medio aproximadamente. Sin embargo, estos datos encierran en el
engaño de hacernos pensar que tuvo una vida apacible. Nada más lejos de la realidad. Todos conocemos el destino de
Checoslovaquia en los años treinta y cuarenta. Lustig, como judío que era, fue
llevado primero al campo de Terezín (Theresienstadt, unos cincuenta quilómetros al norte de Praga [2]). Más
tarde fue trasladado a Auschwitz (Polonia) y de allí pasó a Buchenwald
(Alemania). Lustig consiguió escapar cuando era trasladado al campo de Dachau
(Alemania); regresó entonces a Praga y participó en la lucha contra los
alemanes. Acabada la guerra, se formó en la Universidad (estudió Periodismo) y
cubrió como corresponsal las noticias de Israel. Allí conoció a su mujer (miembro
de la Haganá, organización de autodefensa creada hacia 1920 y embrión del
ejército de Israel). Muy crítico con la actitud de los partidos comunistas
hacia Israel, criticó con dureza la posición del Partido Comunista Checoslovaco
en la guerra árabe-israelí de 1967 y, tras la Primavera de Praga, se vio
obligado a abandonar el país. Residió en Israel, pero acabó recalando en
EE.UU., país en el que permaneció hasta la caída del régimen comunista. Regresó
definitivamente a Praga el año 2003.
No
sé con exactitud cuál es la fecha de elaboración de Una oración por
Kateřina Horovitzová, pero debió ser escrita con anterioridad a 1965, puesto que ese año se
hizo una adaptación televisiva de la obra. De todos modos, el dato es
irrelevante. La obra está magistralmente escrita (y aquí debo reseñar la labor
de la traductora, Patricia Gonzalo de
Jesús, que ha dado con el tono castellano de las repelentes peroratas de Bedřich
Brenske, el único personaje que habla largo y tendido en la novela) y, aunque el
lector puede intuir el final y dispone por ello de una información que los
personajes no tienen, nos mantiene en vilo consiguiendo que el lector participe
tanto del ambiente opresivo como de las esperanzas.
La
novela me hizo meditar en la belleza humana (contempla la excelsa obra del mismísimo Dios de los judíos en persona,
dice un oficial nazi al mirar pornográficamente a la protagonista cuando la
obligan a desnudarse) y sobre ella quiero meditar; pero antes, puesto que el
relato resulta opresivo y angustioso, debo pensar en el autor: ¿cuánto debió
sufrir al escribir algunas de las páginas de esta novela? El dolor acumulado en
su memoria se respira en algunas de las situaciones y él, que consiguió
escapar, nos deja un testimonio de los que no lo consiguieron; pero estamos
ante una novela y no ante un libro de memorias. Esto, sin embargo, no le quita
ningún mordiente a su descripción de la situación de aquellos hombres
desesperados por tocar con la punta de los dedos algún fragmento de esperanza.
La obra es admirable por la capacidad evocadora de una situación terrible.
Podría decir que la novela tiene su fundamento en algunos hechos reales y que
la figura de Kateřina Horovitzová está inspirada en una joven judía de
diecinueve años que, obligada por capricho del miembro de las SS Horst
Schillinger danzar
en Auschwitz delante de los oficiales, acabó matando a uno de éstos como si de
una moderna Judit se tratase. El carácter novelesco del relato no elimina ni disminuye
su valor testimonial.
Una
de las preguntas más inquietantes que plantea la novela es, desde mi modesto
punto de vista, si la belleza nos salva o nos condena, o si tal vez nada tiene
que ver con el descubrimiento del sentido de la existencia. Los estúpidos dicen
con frecuencia que la belleza—y lo valores en general, pues aceptan gustosos
esa jerga—es cuestión de gusto. La estupidez de semejante posición la dejó bien
patente C. S. Lewis al que sería necesario volver de vez en cuando
(véase La abolición del hombre). Sí,
pero en medio de la maldad ¿qué hace la belleza? José Jiménez Lozano
cuenta la historia (no es una anécdota) del verdugo que, antes de comenzar su
blasfema tarea, cubría con un paño, tal vez con mucha delicadeza, una imagen de
Nuestra Señora pensando que el torturado podría encontrar consuelo en aquella
belleza. Y, en efecto, la belleza nos consuela porque siempre es, como el amor,
un don que se nos entrega sin mérito alguno por nuestra parte. La explicación
de don José Jiménez es digna de ser meditada, pero a mí me dio por pensar en
otra posibilidad: ¿no podría el verdugo tapar la hermosa imagen de Nuestra Señora
para que la belleza no viera el mal? No se trata de que el verdugo proteja la
belleza: se esconde de ella sabiendo que la misma belleza es denuncia de su
brutalidad. Es esto exactamente lo que he pensando al leer algunos pasajes de
la novela referentes a Kateřina
Horovitzová: la belleza debe ser destruida porque deja patenta nuestra
brutalidad; razón por la cual hicieron explotar las estatuas de Buda, mas hay
muchas otras formas de destruir la belleza.
Recuerdo
mal, pero recuerdo, una frase de Tolstoi
que decía más o menos lo siguiente: es
una cándida ilusión identificar la belleza con la bondad. Siempre he
pensado lo contrario, tal vez debido a mis lecturas de Tomás de Aquino. Creo firmemente que la belleza salva porque es:
nos entrega la existencia como bien. De hecho, la belleza no es una realidad
diferente al amor, pues al amar amamos siempre la belleza—y esto explique tal
vez en parte la hermosura de las representaciones del Crucificado. La belleza
de Kateřina Horovitzová es capaz de poner al descubierto el absurdo de la
brutalidad nazi: por eso debía ser ofendida y humillada, degradada hasta que,
en su desnudez, se avergonzase de sí misma. Lustig no dice poéticamente: no se
avergonzó, fue capaz de hacer frente a sus miedos y, sin embargo, siguió
estando marcada por la eterna fragilidad del bien, que es quizás el signo mismo
de Dios.
Nunca
la brutalidad pondrá a salvo a la belleza; se esconde de ella, porque la
tiniebla huye de la luz. Este esconderse puede ser una forma (muy moderna) de
transformar la belleza en lo que no es, en una pura apariencia que posibilita
la mirada pornográfica y el deseo como pura búsqueda de un sí mismo idéntico y
autocomplaciente. Es la cosificación—y consiguiente destrucción—de la belleza
(ya sea en el museo, como mercancía, como pura acumulación o inversión. En esto
tenía plena razón, y también habría que volver a él, el venerable abad Suger de Cluny). La belleza nos invita
a la transfiguración, pues ella misma es realidad transfigurada. Por eso
cosificar la belleza es una forma especialmente cruel de impedirnos ser aquello
que somos realmente: imagen de Dios. Kateřina Horovitzová es, en efecto,
obra de Dios y, como tal, se sustrae a la mirada pornográfica,
cosificada. Lo único que le cabe entonces a la brutalidad es destruir el brillo
que no consigue apagar.
La
belleza nos salva porque el amor lo hace y, como éste, es infinitamente frágil.
Nos ofrece un sentido tal que nos permite arrostrar con dignidad las penalidades que
sufrimos. Por eso, la transcendencia de la belleza no apunta tanto más allá de
sí misma, pues la encontramos en sí misma, cuanto a la profundidad de nuestra
existencia: la belleza nos ahonda abriéndonos más allá de nosotros mismos. Y es
esto lo que he percibido en la existencia real
de Kateřina Horovitzová: el consuelo, en forma de abrazo, de una existencia que
se mantiene en pie porque es bella más allá de las apariencias. Es precisamente
el hecho de tener enfrente a una judía
hermosa lo que exaspera a los soldados nazis, pues esa mujer de pie, con
toda su desnuda fragilidad, es más fuerte que la brutalidad de los carceleros.
Esto es, curiosamente, algo que ciertas estéticas modernas comprendieron
perfectamente, pues el despojarse fue una forma de acceder a un sentido que la
producción industrial había cegado. Claro que a esto se le llamó arte degenerado.
Sin
duda la belleza nos salva, pero condena al mal. Es un ángel bifronte como
escribió maravillosamente Rilke:
Ein jeder Engel ist schrecklich
(todo ángel es terrible).
Dejada en
evidencia, la brutalidad sólo tiene dos caminos: convertirse al bien (abandonar
su tendencia a la nada) o destruir la belleza. Cada persona elige su senda y
hoy, cuando la obscenidad en el lenguaje y los chistes chuscos parecen gozar de
éxito incluso entre personas que quieren llamarse cultas, quizás sea nuestra
obligación pararnos e inclinar con respeto nuestras cabezas ante la belleza
para rendirle un homenaje. Como la maravillosa Kateřina Horovitzová, la belleza es frágil y
si en el Paraíso vislumbraremos un bien sin término, entonces debemos suponer,
amigos, que también seremos testigos de una fragilidad infinita. Sólo por eso
habrá merecido la pena este viaje.
Shalom.
[1] La que con exquisita premura
cumple las órdenes superiores, sean éstas las que sean.
[2] Terezín fue usado como campo
de paso ya que, con fines propagandísticos, las autoridades nazis quisieron
presentarlo como el modelo de lo que estaban haciendo.
3 comentarios:
"Bella" entrada, pese a la omisión de una palabra en el antepenúltimo párrafo. Ahora estoy inmerso en fealdad extrema de "Si esto es un hombre". Saludos.
Hola. Llego a usted a través de TIMBLADERAL DE SÍLABAS. Y, al igual que en aquella bitácora le dejo este mensaje por si estuviera interesado.
No sé si tiene Facebook pero yo allí tengo un grupo llamado A ZAGA DE TU HUELLA, que está incorporando poco a poco a todas aquellas bitácoras independientes que realizan artículos de crítica y reflexión literarias. Si se anima, nos encantaría su contribución. Puede enlazar sus artículos allí con la regularidad que lo desee. Me hallará como Píramo Tisbe. Un saludo.
¿Lo feo nos hunde?
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