LA FELICIDAD QUE SE HUNDE
La
Primera Gran Guerra inauguró un tipo de atrocidad para la que no estaban
preparados los hombres de Europa. Salíamos del siglo XIX ahítos de muerte, pero
no hambrientos de paz, porque quizás los imperios necesitan víctimas y la
marcha triunfal de la Historia—Hegel
dixit—hace necesarios los sacrificios
más crueles. Aún recuerdo de memoria unas palabras del catedrático de Berlín al
comienzo de Lecciones de Filosofía de la
Historia; citaré de memoria:
Pero al contemplar la historia como ese matadero sobre el que son
sacrificados la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los estados y la
virtud de los individuos, surge necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué
finalidad última han sido ofrecidos estos crueles sacrificios?
El
impacto de este comienzo, previo al despliegue del Espíritu hasta reencontrarse
consigo mismo, me ha hecho meditar más de una vez. Hegel había visto el fracaso
de la campaña napoleónica y el desastre del Ejército de Rusia: fueron
sacrificados más de medio millón de jóvenes francesas. Las técnicas de la
muerte, sin embargo, fueron perfeccionadas con rapidez y el siglo XIX conoció grandes avances para eliminar a los seres
humanos más científicamente. La Guerra Franco-Prusia duró seis meses al
final de los cuales el presidente Jules firmó el armisticio. Miles de muertos
en los campos de batalla y, merced a los avances de la medicina, un gran número
de lisiados regresó a sus casas quedando como testimonio de la brutalidad de
los conflictos. Lucha por la hegemonía
en Europa: ¿para qué? Hegel, como buen hijo de la Ilustración, ni siquiera pudo
pensar que la historia no tuviera un sentido, pues además subsumió a los
individuos en el Estado (¡otra vez las mayúsculas germánicas!): el Espíritu es astuto y expone a los individuos a la
muerte mientras que el avanza ileso en los campos de batalla. El ángel de Benjamin se vuelve horrorizado, pues
entre el humo negro y la sangre no discierne ningún espíritu sino una sola y
prolongada catástrofe; pero Detlef Holz nació muchos años después, en
1892. En ese año hacía ya tres que Franz
Overbeck había llevado al Crucificado,
a Dionisos, a una clínica
psiquiátrica de Basilea. Al filo del siglo XX Nietzsche fue enterrado junto a su padre, en la iglesia de Röcken.
El Gran Loco que había visto con simpatía el surgimiento alemán, acabó
desengañado de la violencia y negó el carácter heroico de la guerra. Sin
embargo, los buenos burgueses, los agrimensores, seguían colgando medallas de
tullidos, colocando banderas sobre los féretros de los soldados y convocando a
los hombres a proezas en una época que necesitaba héroes. Nosotros hoy sabemos
cómo está terminando todo esto, pues aún vivimos sobre el abismo que se abrió
hace un siglo.
Los jóvenes, lo he leído en un
testigo privilegiado, Roth, corren
para alistarse en el ejército; incluso un tipo tan encantador como Wittgenstein aceptó combatir en nombre
del patriotismo. Sabemos que el Maestro Alemán también fue voluntario, aunque
acabase en la retaguardia debido a su precaria salud. ¿Qué buscaban los jóvenes
en la guerra? Quizás nunca lo sepamos con certeza, pues las palabras se nos
escapan: gloria, honor, patria, libertad… Sí sabemos que la Gran Guerra dejó
unas profundísimas y muy dolorosas huellas en las almas de los que regresaron.
Y, sin embargo, en apenas veinte años vemos cómo nuevos jóvenes caminan al son
de marchas militares hacia los cementerios.
He terminado hace pocos días un
libro de Giani Stuparich, Guerra del 15, Barcelona, Minúscula, 2012. Es del diario que el
autor triestino fue escribiendo durante los meses de junio, julio y agosto de
1915. Se trata de una obra a la que merece la pena prestar atención, pues revela cómo fue cambiado la percepción
de la supuesta gloria bélica y, aunque en la portada veamos a el autor recibir
una condecoración de manos de su madre, de cómo en quienes fueron capaces de
pararse a pensar surgió no sólo el desencanto, sino también el horror ante una crueldad
sin límite. Ciertamente, Stuparich no se detiene en lo morboso ni subraya sin
necesidad la bestialidad de la guerra; pero el tono va cambiando y desde un inicio lírico se encamina hacia una
creciente preocupación por el destino de la vida, a una realidad cada vez más gris, con menos colores, pesada y angustiosa.
La noche ha compactado los campos, que
reposan en su particular transparencia detenida. Dejamos la trinchera
habilitada y regresamos a las mochilas. La hierba está húmeda. El corazón se resiente
algo apenado y sólo después de las emociones de la jornada. La yacija
acondicionada en la tierra cálida no vale para los de la segunda compañía, a
nosotros nos toca dormir tras el muro de un cementerio cercano. Tres cipreses
opacos recortan nítidamente la claridad de la noche estrellada (día 6 de junio,
pág. 26s).
Aquí ¿no nos
encontramos con una pintura de Vincent? ¿No vio con admirable precisión Giani
Stuparich una noche estrellada? Ver
en la claridad de la noche cómo se recorta el cielo sobre los cipreses.
La cena es alegre. ¡Cuántas
mujeres y muchachas (no creía que hubiera tantas) se han reunido alrededor de
la mesa! Ríen y bromean ellas también. El joven lisiado y enfermo se ha
retirado de nuevo a su rincón. La niña, despertada por el jaleo, ha bajado del
billar, ha tomado en brazo a la muñeca andrajosa y ha acudido a ver cómo comen
los granaderos. Yo no alcanzo, con toda mi buena voluntad, a tragar un nudo de tristeza
que me impide comer y relacionarme con el resto (día 7 de julio, pág. 120).
Esta mañana otro encarnizado
bombardeo enemigo: trincheras desbaratadas, heridos que gimen. El único rancho,
para todo el día, llega hacia las seis de la tarde. Lluvia breve. Luego el
cielo aparece por entre las nubes rasgadas. Un ocaso espléndido, enmarcado por
los pilares de la verja de una antigua hacienda, reducida a un montón de
escombros: el árbol solitario en medio, al fondo un volcán amarillo,
resplandores de fuego en el cielo; enfrente, sobre el Duino, una cortina oscura
de nubes atravesada por un arco iris purpúreo. De noche trabajamos (día 4 de
agosto, pág. 187).
Hemos llegado al Duino; aquí ya no
hay una luz, sino más bien una oscuridad que lo devora todo. Y lamentamos tanta
muerte; Rilke se encontraba en Múnich
cuando estalló la guerra y fue llamado a filas, aunque pudo librarse de la
crueldad de los combates. Años más tarde, en 1922, el poeta de Praga escribiría
sus Elegías del Duino: en aquellos lugares habían caído para siempre muchos jóvenes; quizás Rilke pensó en ellos al
meditar en la nostálgica belleza de una felicidad que ha sido derriabada:
Pero
si los muertos suscitase un símbolo en nosotros,
mira,
tal vez nos mostrarían los amentos que cuelgan
del
desnudo avellano o pensarían en la lluvia
que
cae sobre la tierra oscura en primavera.
Y
nosotros, que pensamos en una felicidad
ascendente, experimentaríamos la emoción
que
casi nos confunde
cuando
algo feliz se desmorona.
Elegía décima.
Uno lee el diario sintiendo quizás
curiosidad por saber algo más de la guerra, pero Stuparich nos habla sobre todo
de los hombres: de su cansancio, del rancho, del asco a la suciedad, del
cansancio de jornadas idénticas para nada, del tedio de la desesperación.
Acompañando a su hermano Carlo,
también escritor, Giani Stuparich recorre el camino que lleva desde la
retaguardia al frente para encontrar una realidad tan poco humana que incluso
la camaradería en las trincheras, hacinados en la miseria, ofrece un respiro a
un alma que busca la luz. Sin embargo, quien busque en este diario una denuncia
radical se equivoca: las relaciones del autor con los oficiales (él mismo acaba
siendo ascendido) son cordiales y amistosas. No lo ciega el odio, sino que es
capaz de ver lo humano precisamente en aquella realidad que lo niega. Éste es
el mérito del libro. Guerra del 15 se
lee con un interés al que no es ajena la magnífica labor del traductor, Miquel Izquierdo; ilumina aquellos
cambios, apenas perceptibles, que llevaron a muchos jóvenes europeos a oponerse
a la barbarie. Sin embargo, lo peor estaba por llegar. No es, como alguien ha
dicho, literatura de guerra, sino
sencillamente literatura. Y buena.
Shalom.
1 comentario:
Otra obra sobre la Gran Guerra: "Adiós a todo eso" de Robert Graves, me produjo un gran impacto en su momento. Saludos.
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