UNA ORACIÓN POR LA BELLEZA
postscriptum
Habitualmente no respondo a los
escasos comentarios que algunos amables lectores hacen a las entradas de la
gacetilla. No es por falta de respeto ni interés ni de tiempo, sino porque no
me parece que sea el lugar para dar réplicas. Sin embargo, en esta ocasión la
pregunta de mi amigo anónimo me anima a reflexionar un poco más; pero antes de
seguir quiero agradecer a Ángel su comentario: sólo un buen lector se percata
de los detalles y me siento honrado por ello. También quiero agradecer a Píramo
Tisbe no sólo su comentario y oferta, sino también su aprecio de la mitología
latina.
La pregunta es: ¿lo feo nos hunde? Imagino que corre en paralelo a la cuestión que
me hizo reflexionar: ¿la belleza nos salva? Y aquí una marca de significado:
hundir no parece antónimo de salvar e incluso podríamos pensar, recordando a Nietzsche, que algunos se hunden como
camino para que llegue lo nuevo. Por lo tanto, para evitar confusiones
replantearé la pregunta de la siguiente forma: ¿lo feo nos condena? Soy
consciente de que hundir lo usamos
habitualmente para referirnos a aquellas realidades que nos quitan vigor y
vida, a las que nos sometemos porque nos sentimos incapaces de permanecer en
pie. Y si me lo permite, jugaré un poco con imágenes, pues salvar es siempre dar vida; mientras que condenar es actuar como agente de la muerte (por este simple hecho
es impensable que Dios condene a nadie). Ahora bien, la vida, tal como
la conocemos y la podemos imaginar, acontece como movimiento y crecimiento;
hemos de pensar la muerte, en consecuencia, como su contrario: rigidez y
parálisis. En este sentido me parece que podemos pensar la belleza como un
poderoso viento—ein Wehn im Gott. Ein
wind, decía Rilke—que llena nuestras velas cuando tenemos el arrojo de
desplegarlas. Y no hay dos velas idénticas: a cada cual la belleza nos impulsará
en una dirección y velocidades diferentes precisamente porque la diferencia es la marca de la vida.
Recuerdo ahora un hermoso verso de León
Felipe, que me atrevo a citar de
memoria pidiendo perdón al poeta y a los que esto lean por los posibles
errores:
Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy;
para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol…
y un camino virgen Dios.
No podemos confundir nuestras velas
ni con el viento ni con su fuerza; aun más, es posible que alguno de nosotros
no tenga velas, sino alas y en ese caso su destino será muy otro, más alto. El
viento seguirá ahí, aunque el individuo no sea capaz de abrir sus velas. Ese
impulso es vida, una vida que se puede rechazar porque τὸ πνεῦμα ὅπου θέλει πνεῖ, καὶ τὴν φωνὴν αὐτοῦ
ἀκούεις, ἀλλ᾿ οὐκ οἶδας πόθεν ἔρχεται καὶ ποῦ ὑπάγει (el viento sopla donde quiere: oyes su rumor,
aunque ignoras de dónde viene y adónde va) y ese no saber puede provocar
miedo. Los individuos parecen preferir el orden estricto de la rutina e incluso
crean sus propias rutinas para evitar pensar, para no ver la gloria del mundo
[1]. Consecuentemente, la belleza salva si nos dejamos mover por ella: un
cometa debe colocarse contra el viento para elevarse. Lo recuerdo
perfectamente: siendo niño, durante los meses que pasaba con mi padre en el
barco, algunos buenos marineros nos hacían enormes cometas de caña y papel
grueso. Nos colocábamos en popa (pues supongo que el viento soplaba de proa; lo
cierto es que nunca volé una cometa desde proa) y soltábamos la pandorga con su
cola, que se elevaba majestuosa y a la que yo con mis débiles manos procuraba
sujetar. Muchas cometas se perdieron y nunca como en alta mar he sentido la
fuerza del viento.
Sin embargo, es
posible temblar al sentir la fuerza del viento y recoger las velas, replegar
las alas; es decir, reservarse, no salir a la mar. Esto es una forma de
parálisis: aferrarse a lo que se es por temor a cambiar. Quizás es una forma de
muerte. Aún no es el reino de la fealdad, pero empieza a ser una ausencia de fuerza (vir), que según Agustín
se esconde en todo mal. Cabe, como dije, un paso más que consiste en detener el
viento: apagarlo. Pablo recordaba a los tesalonicenses: τὸ πνεῦμα μὴ σβέννυτε (que puede traducirse
perfectamente por no calméis el viento,
no apaguéis el espíritu). Ahí estamos
en presencia de ese afán nihilista producto a veces del miedo o las más de las
veces de la brutalidad. Una sociedad que exalta la brutalidad ya ha caído al
abismo y tal vez sólo la belleza podría salvarla.
Si el
viento—la belleza—mueve y crea, la fealdad paraliza y destruye. Como Nietzsche
creía (aunque en la dirección equivocada, según demostró Scheler) el resentimiento es una poderosa motivación para la
destrucción. El siglo XX ha sido, para nuestra desgracia, un testigo
privilegiado de semejante resentimiento, que se ha expresado tanto en los
totalitarismos como en el capitalismo y los fanatismos de diversa índole. La
devaluación de la belleza ha sido una manera usual de protegerse de su fuerza,
pues ella nos impulsa siempre hacia el futuro, de donde viene Dios. Ésta
es una de las razones por las que detesto una pura lectura arqueológica de las
obras de arte y la mentalidad museística,
ya que en ella se pretende enterrar la vida que nos otorga la belleza. El
capitalismo tardío ha devaluado incluso el significado primario de la palabra y
casi nadie la entiende ya en el primer sentido que tuvo en nuestra historia y que aún, por fortuna, queda
como primera entrada del DRAE: Propiedad
de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta
propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas. Semejante
definición es ya una protesta contra lo que habitualmente se nos vende como belleza.
Si hacemos el mundo
feo—con nuestro vocabulario, con nuestra manera de ser, de mirar o hasta de
vestir—estaremos condenándolo. El Génesis nos dice que vio Dios lo que
había hecho y le pareció muy bueno,
muy hermoso. Esa belleza está
inscrita en el corazón de los hombres, ya como capacidad creativa o contemplativa,
que llevan en sí la fragilidad del bien.
Agradezco a mi amigo
anónimo que me haya inspirado estas palabras y espero que le sean de alguna
utilidad.
Por último, y de paso,
si tienen un ratito libre pueden leer con deleite una magnífica parábola de
apenas sesenta páginas: Max Beerbohm,
El farsante feliz. Un cuento de hadas
para los hombres cansados, Barcelona, Acantilado, 2012. Estoy convencido de
que disfrutarán de un rato agradable.
Shalom.
[1] Estoy firmemente convencido de que la mejor traducción para la
palabra hebrea כבוד (kabôd) se traduce
mejor por belleza que por gloria. Los
LXX la vertieron al griego como δόξα y eso
ha dado pie a numerosas confusiones. El célebre texto de Hebreos ὃς ὢν ἀπαύγασμα τῆς δόξης καὶ χαρακτὴρ τῆς
ὑποστάσεως αὐτοῦ se traduce con más sentido diciendo que es replandor de su belleza e impronta de su
ser.
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